Segunda jornada, de día
Sobre la mesa de la cocina de la Bromme había un grueso paquete de bocadillos bien envuelto en papel de periódico.
—Lo ha traído Kalli —informó la patrona—, y te manda muchos saludos de Rieke. ¿Así que no os habéis peleado?
—Pero ¿de qué habla? —contestó groseramente Karl Siebrecht, aunque sin la menor intención. Durante un instante sopesó la idea de ir enseguida a casa de Rieke para darle las gracias, tal vez lo esperaba. Pero después prefirió dejarlo para esa noche. Quería parar a todo trance en la estación de Stettin, ¡ese día las cosas tenían que transcurrir de otra manera!
Fue buena idea llegar temprano a la cochera. Al principio todo parecía indicar que ese día no iba a haber ningún tronco para él. Franz Wagenseil, hecho un basilisco, se mostró seco y desdeñoso de un modo que resultaba muy cómico en él.
—No te parece lo bastante bueno todo lo que hago por ti —adujo, ofendido—. Ni hablar de caballos, yo no tengo caballos como los que tú necesitas. Ve a las caballerizas de Su Majestad, allí los encontrarás.
—No seas ridículo —repuso Karl Siebrecht.
—¿Ridículo yo? ¡Pedazo de macaco! —gritó Wagenseil—. Se me ocurre una buena idea publicitaria y te parece ridícula. ¡Ocúpate únicamente de tus asuntos! Será mejor que traigas dinero, ¿me entiendes? ¿Y tú pretendes que gaste dinero en flores? ¡Me das risa!
—Tú a mí también, Franz —dijo Karl Siebrecht.
Al fin recibió el caballo negro curado, pero necesitado todavía de cuidados, que primero tuvo que limpiar, y un caballo belga muy cansado de trotar, alazán dorado, un tiro que no pegaba. Pero cuando Karl Siebrecht llamó la atención sobre eso, Wagenseil gritó en el acto:
—¡Pues mañana solo recibirás un caballo! ¡Pasear mi dinero, eso querrías!
—Pero si es mío, Franz —repuso Karl Siebrecht riendo mientras se ponía en marcha.
Siete minutos antes de las diez se detuvo junto a la estación. Los mozos ya estaban allí. Incluyendo a uno en concreto, el consabido. Karl Siebrecht meditó si ajustar cuentas con él en ese momento, pero desistió. Su estado de ánimo era todavía demasiado bueno como para pelearse. El aire era brumoso, el sol aún no había podido atravesar la neblina que cubría la ciudad, pero por desgracia lo conseguiría. Sin embargo, ese día todo sería distinto y mejor, Karl lo intuía. Desenganchó sus caballos.
—¿Qué vida, Karl? —saludó el abuelo Kürass.
Se había acercado bamboleándose con sus piernas inseguras y contemplaba lleno de curiosidad, con sus saltones ojos de anciano repletos de venitas rojas, a su antiguo compañero de carretilla.
—¿Qué tal, abuelo, cómo va esa vida? —Karl le devolvió el saludo.
Tras un rápido vistazo a los mozos, Karl comprobó que todos observaban expectantes al viejo Kürass. Así que lo habían enviado con algún fin concreto y nada bueno. A Kalli Flau no se lo veía por ninguna parte.
—¿Se pue saber cuánto tiempo piensas seguir con esta bobá? —preguntó el viejo.
—¿Qué bobada, abuelo?
—Pues la bobá de los caballos.
—Los caballos no son ninguna bobada, abuelo. —Karl Siebrecht simulaba no entender nada—. Los caballos son caballos.
—De sobra sabes lo que quiero decir, Karl —replicó el abuelo, ofendido.
—¡Ni idea! Pero cuéntame, abuelo, qué te han encargado esos. Kalli se pondrá hecho una furia cuando vea que eres su emisario.
—Yo no soy emisario de nadie. Y Kalli no es quién pa decirme na.
El viejo, sin embargo, se había puesto muy nervioso y lanzaba miradas de reojo a la entrada lateral.
—Pues si no te envía nadie, puedes irte, abuelo. —Karl Siebrecht rio—. ¡Adiós, abuelo!
Pero el anciano ya se había percatado de que le estaban tomando el pelo.
—¡Granuja! —increpó—. ¡Ya te estás largando con viento fresco! ¡Nadie te quiere aquí! ¡Nunca conseguirás equipajes! Hemos recaudao pa ti, mastuerzo, únicamente pa perderte de vista. ¡Un tálero hemos recaudao, será tuyo si te largas de aquí!
—¡Venga ese tálero, abuelo! —exclamó Siebrecht sorprendentemente, extendiendo la mano abierta hacia el abuelo.
—¡Noo, noo, nooo! —exclamó deprisa Kürass, y cerró la mano tan fuerte que el chico se dio cuenta de que el tálero irrisorio, afrentoso y colectivo estaba de verdad en su interior—. ¡Porque no te vas a largar!
—Por supuesto que lo haré —dijo Karl Siebrecht riendo—, si me das el tálero.
—¿Te marcharás de verdad? —preguntó temeroso el viejo, mirando de reojo a los demás mozos.
Le habría gustado ir a pedirles consejo, porque nadie imaginaba que su burla tendría ese desenlace. Todos pensaban que Karl Siebrecht rechazaría el dinero, enfurecido.
—De veras que sí, abuelo —afirmó solemne el chico—. Me iré en el acto. ¡Palabra de honor! —Y enganchó el caballo de silla.
—Entonces, toma —dijo el viejo desconcertado.
El tálero pasó a la mano de Karl, que se lo guardó deprisa en el bolsillo, subió a su asiento y exclamó:
—¡Adiós, abuelo! ¡Hasta la vista!
Chasqueó el látigo, los caballos se pusieron al trote, Karl Siebrecht miró hacia atrás. Vio cómo todos hablaban, vehementes e iracundos, con el abuelo, vio los gestos de confusión del viejo… Rio a so capa. Entró en Invalidenstrasse lo justo para que no pudieran verlo, pero no desenganchó el caballo. Se quedó sentado en su asiento de cochero, con las riendas y el látigo en la mano, listo para reanudar la marcha. Quedaban a lo sumo tres o cuatro minutos para el tren de Warnemünde. ¡Lo que se va a enfurecer ese!, pensó, pero no se refería al abuelo.
No tuvo que esperar mucho tiempo hasta que llegaron los mozos con sus carretillas camino de las estaciones de Lehrte, Friedrichstrasse, Potsdam y Anhalt. Algunos no lo vieron. Con la cabeza gacha, los hombros apoyados contra el cinturón de arrastre, describían, pacientes, una curva alrededor del enemigo con su carga y continuaban, despacio o deprisa según los trenes de destino. Otros lo miraban: una vez, dos, tres, pero en todas las ocasiones apartaban la vista deprisa. Algunos simulaban no verlo, pero no podían evitar volver a mirar. Otros soltaban una risa burlona.
—¡Ahí estás bien! —gritó uno.
Otro enrojeció de cólera, soltó la lanza, amenazó con el puño y despotricó:
—¡Maldito canalla!
Era uno al que el tálero perdido le dolía demasiado.
Karl Siebrecht también vio pasar a Kalli Flau, inclinado sobre el cinturón de arrastre. El amigo de antes se detuvo un momento y saludó:
—¡Hola, Karl!
—¡Hola, Kalli! —contestó, y su amigo pasó a su lado sin levantar la vista.
Detrás de su carretilla trotaba a pasitos el viejo mozo cariacontecido, que ya no era capaz ni de empujar. Seguramente lo habían sermoneado, y el resto seguro que fue obra de Kalli Flau y sus reproches.
Durante un instante, Siebrecht sintió la tentación de llamar al abuelo y devolverle el tálero. Pero se lo pensó mejor. Solo se puede ser generoso con un enemigo generoso, un enemigo mezquino siempre confunde la generosidad con la debilidad. Ahora por fin llegaba el más mezquino de sus enemigos. Karl temió que tuviera un porte en otra dirección, por ejemplo a la estación de Silesia o a la de Görlitz. Pero no, ahí venía, y no en vano llegaba tan tarde, el mozo número 13, Kiesow: su carretilla iba cargada con una alta torre de maletas. Había tenido que asegurarlas con cuerdas, la carretilla chirriaba y crujía. Además, el mozo tenía prisa, pues presionaba mucho contra el cinturón de arrastre y tenía la cara enrojecida. Sin levantar la vista, Kiesow pasó tirando junto a Karl Siebrecht, y este dijo:
—¡Arre!
Los caballos echaron a andar, Karl los situó justo detrás de la carretilla, tan cerca que sus belfos casi rozaban las maletas. Entonces la lanza chocó —muy suavemente— con la carretilla.
Un mozo está acostumbrado a circular en el tráfico de la gran ciudad, donde los pequeños choques son inevitables. Si hay tiempo, se echan pestes, y si hay prisa, se tira más. Kiesow, que había notado el golpe y el empujón, giró la cabeza, sin dejar de tirar, farfullando juramentos contra el descuidado. Su mirada se cruzó con la de Karl Siebrecht. Este, sentado por encima del mozo, le dirigió una mirada burlona. La tralla se balanceaba sujeta al cordel del látigo.
Kiesow cerró la boca, tenía prisa, ya iba retrasado. Ya se las pagaría más tarde ese mozalbete. Empujó con más fuerza el cinturón de arrastre para alejarse de su enemigo.
Siebrecht arreó a sus caballos para que avanzasen más deprisa. Lo que para el mozo suponía un pesado esfuerzo, para los animales era un juego: de nuevo sus hocicos cabecearon por encima de las maletas y la lanza volvió a chocar con la carretilla. Cuando esto sucedió por tercera vez, el mozo acosado volvió la cabeza:
—¡Maldita sea, ten cuidado! —gritó.
—¡Maldita sea, eso es lo que hago! —replicó a gritos Karl Siebrecht.
Y el mozo, obligado a avanzar para no perder su tren, se echó contra el cinturón de arrastre sin decir palabra, hirviendo de rabia.
Ya estaban en Neues Tor, en el lugar donde se había producido el primer encontronazo, donde Karl Siebrecht había hallado su carro sin dueño con el letrero cobardemente manchado. Kiesow lanzó una mirada dubitativa al guardia. Era el mismo del día anterior, le habría gustado pedirle ayuda. Pero ¿qué iba a decir, y más a ese guardia? Pasó con celeridad ante él describiendo un arco y cruzó entre los dos edificios que flanqueaban la puerta de la plaza en dirección a Luisenstrasse. Karl Siebrecht soltó un suspiro de alivio. Su enemigo no se dirigía a la estación de Lehrte, que se encontraba apenas a unos pasos de distancia, sino a la de Potsdam o a la de Anhalt, un trayecto largo que le permitiría mortificar a Kiesow. Puso sus caballos al trote.
—¡Buenos días, señor guardia! —saludó con el látigo.
El guardia alzó la vista y, al reconocerlo, saludó con una breve inclinación de cabeza.
Karl Siebrecht adelantó a Kiesow. Vio el rostro iracundo, acosado del otro, que se relajó al ver pasar al chico. Pero en cuanto adelantó a Kiesow, Karl Siebrecht puso a los caballos al paso. Ahora circulaba delante de Kiesow, primero a cierta distancia. Pero sus caballos eran lentos. ¡Ay, qué lentos…; eran auténticos caracoles! El mozo número 13 tardó poco en estar a punto de chocar contra la trasera del carro, obligándolo a tirar despacio. Y más despacio todavía. Pero el tiempo apremiaba, el tren partiría, tenía que facturar el equipaje, la estación aún estaba lejos…
Siebrecht no se volvió a mirar, pero le parecía sentir los ojos del desesperado mozo clavados en su espalda, y redujo aún más la marcha. Luego, sin girar la cabeza, en cierto modo con el rabillo del ojo, vio que el mozo se disponía a adelantarlo. Lo dejó llegar casi hasta los caballos, después se desvió formando un ángulo agudo por la calzada, hacia los raíles, y, empotrado entre el macizo carro y un tranvía que se acercaba, al mozo no le quedó otro remedio que retroceder, colocarse detrás del carro, arrastrarse cuando quería correr, mirar la espalda inalcanzable del joven, a gran altura por encima de él. Así bajaron por toda Luisenstrasse. No había escape para Kiesow. Luego, en Dorotheenstrasse, intentó escapar: en lugar de seguir recto, dobló a la derecha, en dirección al Reichstag. Pero no pilló a Karl Siebrecht desprevenido. Al momento hizo girar al tiro, y los caballos se colocaron detrás de la carretilla, la lanza chocó con ella, acosando al hombre que momentos antes había tenido que caminar lentamente.
Delante o detrás, Karl Siebrecht controlaba el juego, y lo jugó hasta la última baza. El hombre había actuado mal con él, era su principal adversario y azuzaría una y otra vez a los demás contra él. Tenía que someterlo, darle una lección. Siguieron por el Tiergarten, cruzaron Potsdamer Platz, pasaron ante la estación de Potsdam. El chico observó por casualidad cómo el mozo número 13 lanzaba una ojeada al reloj de la estación y cómo se relajaba en el acto su postura… El cinturón se aflojó: había perdido definitivamente el tren, Kiesow se había dado por vencido. Karl Siebrecht chasqueó el látigo, puso sus caballos al trote y, con un ruidoso traqueteo, marcharon por el adoquinado de Königgrätzer Strasse hacia la estación de Anhalt, junto a la que pasaban. Había martirizado a su enemigo durante veintiocho minutos que, si a él le habían parecido largos, ¡a Kiesow debieron de parecerle eternos!
Tras virar, se detiene pasada la plaza, pero tiene una buena vista del despacho de equipajes. Después de un rato de espera ve salir a Kiesow de la estación, con unas maletas que coloca sobre su carretilla. Kiesow se pone en marcha, cruza despacio la plaza mirando en todas direcciones. A Karl Siebrecht le da igual que lo vea o no: el juego continúa. Pero no lo ve, Kiesow dobla adentrándose en Anhalter Strasse, la gorra roja ha desaparecido. El chico, sentado en el pescante, pone los caballos al trote, y no han transcurrido siquiera tres minutos cuando la lanza vuelve a chocar con la carretilla. Pero esta vez Kiesow no tiene prisa y también ansía el enfrentamiento. Detiene su carretilla tan repentinamente que Karl tiene que frenar a sus caballos antes de que hagan pedazos ese frágil objeto de madera.
—Ahora voy a decirte cuatro cosas… —comienza Kiesow.
Se ha desprendido del cinturón de arrastre y se dirige por un lateral hacia el carro de su enemigo.
Pero la animada Anhalter Strasse no es el lugar adecuado para un enfrentamiento acalorado.
—¡Más tarde! ¡Más tarde! —replica Karl Siebrecht poniendo el tiro al trote.
Describe un arco alrededor de la carretilla y continúa deprisa. En el tranquilo final de Wilhelmstrasse considera que ha llegado el momento oportuno. Saliendo por sorpresa de una bocacalle, sitúa el carro —¡zas!— ante las narices del rival, obligándolo a detenerse.
—¡Ahora di lo que tengas que decir, Kiesow! —exclama.
Cuando una lucha es inevitable, siempre es mejor ser el atacante que el atacado. Siebrecht, en su carro, disfruta de una posición más elevada, y empuña el látigo, pero volteado, de forma que pueda golpear con el extremo del mango, fuerte y flexible.
Kiesow se desprende despacio del cinturón de arrastre y se dirige lentamente al carro.
—¿Cuánto tiempo piensas seguir con esto, eh? —pregunta.
—¡Hasta que te doblegues, Kiesow! —contesta Karl Siebrecht sin perder de vista los movimientos del enemigo. Ese hombre le parece demasiado pacífico, eso le hace sospechar. Ese hombre trama algo.
—¿Y a qué llamas tú doblegarse? —pregunta Kiesow. Se encuentra a cosa de un metro de distancia del chico, pero también un metro más abajo.
—En primer lugar, tú serás el primero en colocar tu equipaje en mi carro, en compensación por haber instigado a los demás contra mí.
—¡Espera sentado! —contesta el mozo, sin perder la calma—. ¿Y qué más?
—En segundo lugar, les dirás a los mozos de equipaje de la estación de Stettin que fue una asquerosa mentira tuya eso de que me viste en el andén de la estación de Lehrte con una chaqueta verde.
—¡Lo que tú digas! —comenta Kiesow—. ¿Algo más?
—De momento, eso es todo —concluye Siebrecht.
—No, no es todo, ¡acabamos de empezar! —gritó Kiesow, saltando al carro e intentando agarrar las piernas del chico para tirarlo al empedrado desde arriba.
Pero Karl, que se mantenía al acecho, retrocedió de un salto, y el pesado y duro mango de su látigo alcanzó al mozo en la cabeza. La gorra cayó y durante un instante Kiesow quedó aturdido: después, pasándose ambas manos por la cabeza golpeada, gritó:
—¡Ahora iremos a la Policía, ahora te vendrás conmigo a la Policía! ¡Estoy sangrando y se lo voy a enseñar! ¡Te meterán preso!
—Sí, estás sangrando, Kiesow —confirmó Karl Siebrecht—. Y si quieres, iremos a la Policía. Perdone —dijo a uno de los curiosos que ya se habían congregado en el lugar—, ha visto usted que este hombre me ha atacado y que yo me he limitado a defenderme, ¿no?
—¡Pues claro que lo he visto, jovencito! —respondió el hombrecillo, repentina y sorprendentemente ofendido como todos los berlineses—. ¿Es que s’a figurao que tengo peor vista que usté?
—¡Y menúo morrón se habría metío este pipiolo contra el empedrao! —dijo un personaje de uniforme, concretamente un cartero—. ¿Cómo pue usté hacer algo así, hombre? ¡Tirar a alguien de un carro agarrándolo por las piernas…, es el colmo!
—Y que un tipo así hable de la Policía —murmuró una voz grave.
Kiesow se percató de que los ánimos populares estaban en su contra.
—Mira que atizarme en la cabeza con el mango del látigo —gruñó.
Después se agachó para recoger su gorra roja, colocó su pañuelo de muy dudoso aspecto sobre la zona herida, que se hinchaba deprisa, y lo sujetó con la gorra.
—Mira que portarse así con un viejo mozo —le reprochó—. ¡Aunque ya se sabe, del árbol caído todos hacen leña!
—En eso ties razón: eres un verdadero tarugo —exclamó el de la voz grave, y muchos rieron.
Con una última mirada de reproche, que sin embargo evitó a Karl Siebrecht, Kiesow se unció delante de su carretilla y se alejó despacio de allí. También el chico se sentó en el pescante.
—¡Arre! —gritó, y los caballos arrancaron.
Seguía a Kiesow a mucha distancia, pero lo seguía. Siempre veía ante él la gorra roja, y la gorra roja no se dirigió a la estación de Stettin, sino que torció a la derecha, siguió cada vez más a la derecha, su rumbo señalaba el este en lugar del norte. Karl Siebrecht comenzó a preguntarse si tenía sentido continuar siguiéndolo…
Por fin, el mozo número 13 se detuvo, sin razón aparente, en una de las calles próximas a la estación de Silesia, que tanto se parecen entre sí. Kiesow se situó en la acera y, con las manos en los bolsillos, miró al chico que se acercaba. También Karl Siebrecht paró, y durante un instante ambos se miraron en silencio. El mozo parecía más turbado que belicoso.
—Bueno, baja de una vez —dijo Kiesow por fin—. ¡Pero deja el látigo arriba!
El chico miró calle arriba y calle abajo. No estaba muy concurrida, ni solitaria.
—¿Tienes miedo? —preguntó Kiesow—. No te haré nada.
—¡Pues yo a ti sí! —exclamó Karl Siebrecht saltando del carro—. Si vuelves a atacarme, lo haré.
Los dos estaban en silencio frente a frente, ahora al mismo nivel. Entonces el mozo número 13 preguntó:
—¿Qué es lo que quieres de mí?
—Ya te lo he dicho.
—Pues es una estupidez. ¡Eso no lo haré nunca!
—Pues entonces me pasearé delante de tus narices hasta que no puedas más.
—Te denunciaré por quebranto económico.
—Y yo por difamación…
—¡Primero tendrás que demostrarlo!
—Tengo testigos —afirmó, audaz, Karl Siebrecht—. Además, te llevaste mi carro…
—¡Yo no fui! —replicó rápido Kiesow—. ¡Eso fue obra de otro!
—Demasiado bien lo sé —afirmó el chico—. Pero fue por encargo tuyo. —Miró al hombre, se arriesgó, solo podía haberlo hecho ese tipo—. Y después te vieron en Neues Tor manchando el letrero.
—¡No fui yo! —negó deprisa Kiesow—. Yo solamente lo sujeté.
—Con eso me basta —dijo riendo el chico—. Y a la Policía también le bastará.
El mozo número 13 dirigió una mirada sombría a su rival, que sonreía. Entonces, con un movimiento repentino, retornó a su carretilla, bajó las tres maletas y las colocó encima del carro.
—Toma —dijo—. ¡Ahí las tienes! Llévalas tú a la estación de Stettin. No volveré a dejarme ver por allí. Has acabado conmigo.
Siebrecht lo miró inquisitivo, sin dar crédito a sus ojos. Después dijo:
—Son noventa pfennig, Kiesow.
—¿Cómo? —gritó el hombre, enfurecido—. ¿Encima quieres que te dé dinero?
—Es mi parte del porte —exigió Siebrecht—. De momento no puedo trabajar por amistad hacia ti, Kiesow.
El hombre gruñó y murmuró mientras rebuscaba en su monedero.
—¡Ahí van! —dijo malhumorado—. Me debes un groschen.
El chico se lo entregó.
—Toma, Kiesow. Estamos en paz.
—Nooo, en paz no estamos —dijo el hombre, apesadumbrado, palpándose el chichón por debajo de la gorra—. Eso solo puede decirlo uno.
—No, es verdad, tan en paz no estamos. —Karl Siebrecht rio mientras subía al pescante—. Porque como vuelvas a aparecer por la estación de Stettin, empezaremos de nuevo.
Echó a andar. Fue deprisa a la estación de Stettin: llegó cuando apenas faltaban unos minutos para las doce. Unos cuantos mozos esperaban. Karl tomó las maletas del carro y corrió a la estación. Al pasar les dijo a los mozos:
—¡Estas maletas me las ha dado Kiesow! —Pero en sus rostros vio que no lo creían.
A su regreso, Kupinski le cortó el paso.
—¡Eh, tú, devuélvenos nuestro tálero! —dijo con tono amenazador.
—¿Vuestro tálero? ¡Me lo he ganado honradamente! Tenía que marcharme y me marché.
—Pero es que tenías que marcharte del todo.
—Y del todo me marché. Aquí no quedó nada de mí, ¿o sí?
—Quiero decir… —A Kupinski le resultaba difícil expresar lo que pensaba—. ¡Tenías que irte para siempre!
—¿Para siempre? El abuelo no dijo nada de eso. Yo tenía que marcharme, y eso fue lo que hice. ¡Con eso me gané el tálero!
—Queremos que nos devuelvas nuestro tálero. ¡Nos has timado!
—¡No, no, qué va! Vosotros queríais tomarme el pelo, y os habéis llevado un chasco que os ha costado un tálero.
Ellos lo miraban en silencio. No todos los rostros expresaban indignación. Algunos parecían opinar incluso que todo era correcto.
—El tálero me pertenece —dijo Siebrecht—. Pero os diré una cosa: se lo devolveré al primero que suba su equipaje a mi carro.
—¡Ya puedes esperar sentado! —replicó sarcástico Kupinski.
—Así es, Kupinski, eso es exactamente lo que haré —contestó el chico, regresando al carro.
Mientras daba avena a los caballos, escuchó voces excitadas. Discutían, y si lo hacían por su causa, sus perspectivas aumentaban. A pesar de todo, se preparó para pasarse de nuevo toda la tarde esperando en vano; ellos no cambiarían de opinión tan pronto. Pero el que sí se presentó fue Hans Tischendorf, al que casi había olvidado.
—¿Qué tal, tiburón? —preguntó el aprendiz de bufete caído en desgracia.
—De tiburón, nada —contestó Siebrecht riendo—. Soy transportista de equipajes. ¡Ahí lo tienes, lee el letrero!
—Lo he leído hace mucho —dijo Tischendorf lanzando al rótulo una rápida ojeada que a Karl se le antojó tímida.
—Qué, Tischendorf, ¿cuánto te dio Kiesow por eso? —inquirió rápidamente el joven.
El otro no se puso colorado, pero curiosamente sus grandes orejas de soplillo enrojecieron. Se ponían cada vez más rojas, constató Siebrecht con satisfacción.
—¿Dar por qué? —preguntó Tischendorf.
—Por robarme el carro y mancharme el letrero.
—¡Tú estás loco!
—Me lo ha confesado el propio Kiesow. Él sujetó el letrero y tú lo manchaste.
—¡Bobadas! —respondió Tischendorf—. Le preguntaré a Kiesow cuando venga. ¡Él no puede haber dicho eso!
—Kiesow no volverá a la estación de Stettin, ahora trabaja en la de Silesia.
A Karl Siebrecht le parecía conveniente que esa noticia se difundiera lo antes posible por la estación de Stettin. La noticia no facilitaría precisamente el regreso de Kiesow.
—¡Eso no se lo creerá nadie! —exclamó Tischendorf.
—Pues entonces pregúntaselo a Kiesow. Y echa un vistazo al chichón que le he hecho en la cabeza con el mango de mi látigo.
—¡Venga ya! —se limitó a contestar Tischendorf, y sus ojos oscuros y recelosos iban de un lado a otro, salvo hacia Siebrecht—. De todos modos, si insiste en que le he hecho algo a tu carro, lo acusaré de perjurio.
—Todo eso podréis aclararlo ante el juez —repuso Karl Siebrecht—. Quiero decir, si Kiesow vuelve a aparecer por aquí. Le he prometido que entonces os denunciaré a ambos.
Las orejas de Tischendorf habían recuperado su color natural. Había analizado la situación desde el punto de vista jurídico sin encontrar nada inquietante.
—¡No creo que vayas a conseguir mucho! En el peor de los casos será desorden público, costará diez marcos de multa, y Kiesow los pagará.
—Ya lo veremos.
—¿Qué tal van los negocios? —preguntó Tischendorf, absolutamente imperturbable.
—Bien, bien. Acabo de traer las maletas de Kiesow.
—Ya lo he oído. Y ahora hasta te creo. Un panoli, el tal Kiesow, dejar que lo acobardes de ese modo. ¡Conmigo no lo tendrás tan fácil!
—Ni tú conmigo, Tischendorf.
—¿Y cómo va lo nuestro? ¿Has pensado lo del sesenta por ciento?
—A partir de mañana llevaré tiburones solo al cuarenta por ciento —anunció Siebrecht.
—¿Qué dices? ¿Es que tus caballos no necesitan moverse?
—Tendrán movimiento de sobra.
—Pero no te dan ningún equipaje.
—Ya me los darán.
—¡Idiota! —dijo Hans Tischendorf a modo de despedida, y se marchó con sus arrugados pantalones grises completamente sucios.
La calma volvió a restablecerse alrededor de Karl Siebrecht. Poco a poco fueron transcurriendo las horas, que trajeron trenes y viajeros con montones de equipajes, pero él no se benefició de nada. Los mozos de equipaje corrían, los mozos de cuerda cargaban las maletas en sus carretillas y se uncían al cinturón de arrastre, pero Karl permanecía inactivo.
Sin embargo, estaba de un ánimo excelente. El día había traído cambios. ¡Ya no parecía todo perdido! Abril hizo honor a su nombre. Esta vez la niebla no se levantó, sino que se disolvió en una lluvia fina. Entonces empezó a soplar el viento y la lluvia arreció.
Karl Siebrecht cubrió a los caballos con la manta de cuero y vio cómo también los mozos extendían pequeñas lonas grises sobre sus maletas. ¡Fíjate!, se dijo. En eso no había pensado. Mañana temprano tengo que decirle a Franz que me dé una lona para el carro, que no se me olvide, o mis maletas se mojarán. Daba por descontado que al día siguiente llevaría «sus» maletas.
Más tarde Siebrecht se dedicó a pasear por la estación, pues ya se atrevía a dejar solo su carro con los caballos. Sería muy útil informar a Beese, el mozo de equipaje, de su experiencia con Kiesow. Pero no lo encontró; debía de tener turno de tarde. En cambio, en el servicio de caballeros halló una nutrida reunión de gorras rojas, entre los que figuraba Kalli Flau, que no la llevaba. Estaban cuchicheando acaloradamente alrededor de un hombre vestido de civil.
Al verlo aparecer, el grupo se dispersó en el acto. Cada uno se buscó un sitio junto a la pared donde corría el agua, y el civil desapareció en un retrete. Karl Siebrecht no había conseguido verle la cara; su figura le había parecido conocida, aunque desacostumbradamente cambiada. Pensó de pasada en el mozo de cuerda, pero este era un civil…
Encontró un sitio libre al lado de Kalli y preguntó:
—¿Qué tal, Kalli?
No podía estar más tiempo enfadado con su amigo. El motivo de su pelea estaba casi olvidado.
—¿Qué tal, Karl? —Kalli le devolvió el saludo con los ojos brillantes.
—¿Qué hace Rieke?
—Está como siempre, gracias.
—Esta noche me pasaré a veros.
—Me alegro, se lo diré.
—Adiós, Kalli.
—Adiós. Que te vaya bien, Karl.
Se marchó, aunque le hubiera gustado ver al civil que se había escondido tras la puerta cerrada con pestillo. Pero la mera idea de convertirse en espía le desagradaba.