El primer día
El carro se detuvo al llegar a la fachada occidental de la estación de Stettin, algo alejado de la salida situada cerca de la entrega de equipajes, más hacia la estación de cercanías. Eran poco después de las diez de la mañana, y el rápido de Warnemünde llegaría dentro en unos pocos minutos. Los caballos, un tiro de dos, llevaban unos arreos muy remendados. Eso provocó la primera discusión con Franz Wagenseil. La segunda fue por el cartel.
—¡Dios me condene, pero mi carro no llevará ese cartel! —maldijo Wagenseil—. ¡Es mi tiro y mi carro!
—Pero el empresario soy yo.
—¡Menudo empresario estás hecho! Mejor dame mis diez marcos.
—Esta noche. ¡Y el cartel seguirá ahí!
—¡Solo cuando te haya roto todos los huesos del cuerpo, mocoso idiota!
La riña continuó durante un rato. Al final Karl salió con los dos carteles, el suyo mucho más pequeño. Se juró que con sus primeras ganancias encargaría un cartel tres veces más grande que el de Wagenseil. La verdad era que depender de un hombre tan antojadizo, hoy así, mañana asá, era una cruz. Ojalá estuviera pronto en condiciones de no depender de nadie…
Karl Siebrecht no sabía por qué el señor Franz Wagenseil juzgaba tan sombrío un futuro que el día anterior le parecía de color rosa. Y es que el tratante de caballos Emil Engelbrecht, sobornando a un carretero de Wagenseil, había averiguado el secreto del ricino y el áloe, y según sus palabras había ido derechito a la Policía. Y el caballo estaba ahora verdaderamente mal. Wagenseil corría el peligro de tener que pagar enterito un animal que se moría por culpa de su zorrería. No era de extrañar que Franz Wagenseil estuviera de un humor sombrío y considerase un completo disparate una empresa como la Compañía Berlinesa de Transporte de Equipajes. Todos querían siempre algo de él, dinero, caballos… Y el chico no respondía ni siquiera de diez marcos. ¡Una jod… jorobada basura!
Total, que a eso de las diez y nueve minutos Karl Siebrecht se encontraba junto a su carro. Había desenganchado el caballo de silla conforme a las ordenanzas, y también había tenido la precaución de preguntar a los guardias de servicio en la plaza de la estación si podía parar allí fuera durante un rato, o incluso durante mucho rato. El guardia había sentenciado:
—Por mí… —Lo que obviamente equivalía a un permiso pleno.
El mes de abril intentaba desmentir su fama: ese día también lucía el sol, y por el cielo azul navegaban nubecillas blancas por encima de la plaza de la estación. El chico toqueteaba los arneses, lanzando de vez en cuando miradas de reojo a los mozos, situados a unos quince metros de él, unos de pie y otros sentados en sus carretillas. Todos hacían como si allí, en la plaza de la estación, no hubiera ningún carro de la Compañía Berlinesa de Transporte de Equipajes. Karl Siebrecht estaba seguro de que ese día no conseguiría ni un porte; los mozos no cederían tan rápido. ¡Aunque tenían presentes sus ingresos, deberían ceder muy deprisa! Él confiaba… Porque en realidad no le cabía en la cabeza que tuviera que permanecer allí inactivo hasta la noche, toqueteando las crines, colas y arreos de los caballos, muerto de impaciencia. Cada minuto de ociosidad menguaba su capital, y dentro de tres días y medio, ahora ya solo tres días y cuarto, todo habría acabado. Pero confiaba un poquito en el asqueroso Tischendorf. Estaba firmemente decidido a no hacer la menor concesión, repartirían a medias, pero a lo mejor Tischendorf cedía. Aunque para ceder, antes tenía que ir a la estación, y no aparecía. En vez de él, se presentó el mozo Kupinski. Pasó conduciendo su carretilla vacía junto a las de los demás mozos, y a pesar de que tenía sitio de sobra la empujó bajo los hocicos de los caballos de Karl, hasta el punto de que los animales levantaron la cabeza y retrocedieron.
—Vaya, vaya, vaya —dijo Karl Siebrecht con tono apacible—, pero ¿qué te han hecho mis caballos, Kupinski?
—¡Es una desvergüenza quitarnos el sitio! —contestó Kupinski, encolerizado.
—Adelanta un poco tu carretilla. Los caballos no pueden estar así.
—Mi carretilla se queda donde está.
—Entonces la correré yo.
—Como toques mi carretilla, te romperé todos los huesos del cuerpo.
—Bien —dijo Karl Siebrecht tras una breve reflexión—, entonces iré al guardia. Él me ha dado permiso para estacionar aquí.
—¡Ese no puede dar permiso! —gruñó Kupinski, pero con cierta inseguridad.
—Sé razonable, Kupinski —le aconsejó Karl Siebrecht, persuasivo—. Tienes sitio de sobra junto a las demás carretillas.
Pero al mismo tiempo apartó a un lado de un codazo al caballo de mano, el animal avanzó impetuosamente y chocó con una sacudida contra la carretilla. Karl Siebrecht había vuelto a perder lo que había ganado con su prudencia, porque Kupinski gritó enfurecido:
—¿Es que ahora tus malditos jamelgos van a pisotear nuestras carretillas? —Y se remangó, dando a entender que ya no era posible un arreglo amistoso.
Fue Kalli Flau quien salvó la situación. Igual que el día anterior, salió por la entrada lateral cargado de maletas y gritó:
—Pero ¿dónde os metéis? ¡El tren de Warnemünde ya ha entrado!
Los mozos, que hasta entonces habían observado expectantes la discusión entre Karl Siebrecht y Kupinski, se dispersaron en el acto. También este agarró su carretilla, mascullando maldiciones, y se puso en marcha.
—¡Esta me la pagarás! —sentenció, empujando su carretilla hacia las de sus colegas.
Kalli cargaba maletas con el viejo Kürass. Tenía un montón de ellas, demasiadas para un hombre y un abuelo, procedentes quizá de tres o cuatro viajeros. Sin querer, Karl Siebrecht empezó a calcular: valoró el equipaje en cuatro marcos ochenta, eso le reportaría dos con cuarenta… ¡una ayuda! Kalli Flau mantenía la cabeza gacha mientras cargaba, sin mirar el carro de su antiguo amigo. El viejo Kürass miraba y hablaba con más insistencia. Con la desvergonzada curiosidad de la edad, no parecía cansarse de parlotear sobre Siebrecht. Al final, incluso pareció dispuesto a acercarse a él, pero una dura llamada de Kalli lo hizo regresar. Kalli se puso el cinturón, el abuelo empujó débilmente por detrás, y la carretilla con el equipaje desapareció traqueteando en dirección a Invalidenstrasse.
Siguió una carretilla tras otra, y como Karl Siebrecht había empezado a calcular, continuó haciéndolo. Calculó porte tras porte y llegó a la conclusión de que ese tren le habría reportado unos veinte marcos. Y una y otra vez se decía: Nunca conté con que cedieran el primer día. Pero la tristeza y la rabia inundaban su corazón: era su dinero el que se marchaba, su plan el que era destruido. Estaba claro que todos los mozos se habían confabulado contra él, hasta los indiferentes, incluso aquellos que siempre actuaban en contra de la opinión de la mayoría. Pero ¿por qué no venía Tischendorf? De Tischendorf y sus tiburones aún no se veía ni rastro. Aunque ellos preferían actuar en el vestíbulo principal de la estación, que con sus dos salidas ofrecía mejores oportunidades de huida. Siebrecht acechó a su alrededor. Ahora reinaba la calma; el flujo de viajeros se había dispersado. Los caballos permanecían tranquilos, golpeando suavemente con la cola a las primeras moscas que habían llegado atraídas por el calor. Karl Siebrecht entró en la estación. Junto a la entrega de equipajes apenas se veían unos cuantos viajeros, mujeres y niñas, casi todas sin sombrero, que seguramente iban a recoger sus maletas de mano. Esas no eran negocio para él. Subió la escalera que conducía a los andenes y miró a su alrededor. Pero tampoco allí arriba se veía rastro de Tischendorf y su banda. En cambio se topó con un hombre de chaqueta verde, piernas estevadas y un rostro largo y triste que a Siebrecht le recordaba siempre a la cazoleta tallada de una pipa. El hombre le había buscado clientela en un par de ocasiones, a su modo no era un antipático.
—Buenos días, señor Beese —saludó Karl Siebrecht.
El hombre lo observó.
—Mejor será que no me hables —dijo al final, pero sin la suficiente descortesía como para cortar de raíz la conversación.
—¿Por qué no voy a hablar con usted? —preguntó Karl Siebrecht—. Yo no le he hecho nada. Usted me ha proporcionado equipajes un par de veces, y deseaba preguntarle…
—Es mejor que no me preguntes nada.
—Oiga, señor Beese, ahora tengo un carro, seguro que ya habrá oído hablar de ello…
El hombre lo contemplaba con expresión sombría.
—He oído hablar demasiado de ti, chico —dijo al fin—. Estoy hasta las narices de personas como tú.
—¿Y qué le han dicho de mí? Dígamelo, señor Beese. Le doy mi palabra de que le confirmaré si es verdad o no.
El hombre ya había dado media vuelta para marcharse. De pronto se detuvo y contempló en silencio al chico con su rostro largo y triste.
—Escuche, señor Beese. Estoy empezando algo nuevo que beneficia sobre todo a los mozos de equipaje. Le daré la mitad de todo el equipaje que me lleve a la parada. ¡La mitad de la tarifa! No tiene más que cargarlo en mi carro.
—Todo eso está muy bien… —empezó a decir el hombre.
—Pero… —prosiguió Karl—, pero tengo que saber qué es lo que dicen de mí. He metido mi escaso dinero en este asunto, y si algún miserable cuenta mentiras de mí estaré acabado. Está claro, ¿no?
—Lo comprendo, pero…
—Que los mozos de cuerda estén en mi contra, no se lo reprocho. Ellos creen que les quito el pan porque hasta ahora han hecho esos portes. Pero ¿por qué estáis en contra de mí los mozos de equipaje? ¡Si conmigo solo podéis ganar!
—Tus palabras parecen sinceras —dijo el señor Beese—. Y ahora dejémonos de pamplinas, mírame a los ojos y dime: ¿es cierto, chico, que ayer te pillaron en el andén de la estación de Lehrte con nuestra chaqueta y nuestra gorra?
—¡Eso es una asquerosa mentira! —gritó el joven, enfurecido—. ¡Jamás he hecho nada parecido! ¡Dígame quién ha sido el que le ha contado eso, y le pediré explicaciones ante usted! ¡Iré a la comisaría de Policía más cercana y lo denunciaré por difamación! ¡Dígame el nombre!
—Eso no —replicó el tristón de cabeza larga—. No quiero enemistarme con la gente de la estación. Bastantes discordias tengo en casa, ya me entiendes… El ser humano necesita tranquilidad.
—Bah, sé de sobra quién lo ha dicho. ¡Ha sido Kiesow! Ayer nos atropelló con su carretilla en Neues Tor. Eso le valió la bronca de un guardia, y ahora desea vengarse.
—Yo no he mencionado nombres —precisó el señor Beese—. Eso no me lo permito. Si quieres llevar a ese hombre ante la Policía y el juez, yo no sé nada. Pero te creo y por eso quiero hacer algo por ti. Hablaré con los colegas.
—Muchas gracias, señor Beese.
—No hay de qué, espera a ver si me hacen caso. ¡Ah! Otra cosa, uno de esos extranjeros chalados lleva desde hace media hora en la sala de espera de primera clase, seguro que lleva consigo cinco quintales de maletas, y el hombre pretende ir a la estación de Anhalt con sus cinco quintales, y no hay carruaje que sea lo bastante grande. ¿Cuánto crees que podrías obtener por ello?
—¡Seguro que diez marcos, señor Beese!
—¿Para ti solo?
—No. Cinco marcos para usted y cinco para mí.
—¡Bobadas! Ocho marcos para cada uno. Pienso sacarle a ese panoli dieciséis. ¡Y cuando llegues a Anhalt, consigue una buena propina, te lo advierto!
Encontraron al extranjero alto y pelirrojo en la sala de espera y lo acompañaron a la entrega de equipajes. Mientras, en el pecho del joven se desataba un temporal de júbilo, temporal por la maligna difamación de Kiesow, y de júbilo porque ya había conseguido un porte, ¡y menudo porte! ¡Además, el mozo de equipaje Beese pensaba hablar con los demás! ¡Lo conseguiría! Sacaron los pesados baúles mundo de las profundidades de la entrega de equipajes —el pelirrojo no dejó de seguirlos en silencio—, tiraron y presionaron y los empujaron hacia la salida hasta llevarlos a la plaza de la estación.
—Bueno, ahora acerca el carro —dijo el señor Beese.
Siebrecht, sin embargo, no lo oyó. Se había detenido y miraba al lugar donde había estado su carro. Pero allí solo había adoquinado, adoquinado vacío… ¡Su carro se había esfumado!
—¿Dónde tienes el carro? —apremió el mozo—. ¿Sabes dónde has dejado tu carro?
—Ha desaparecido —susurró el chico, blanco como la nieve y con labios temblorosos.
—¡Qué dices! —exclamó el señor Beese con una larga mirada—. ¿Y qué hago yo con las maletas?
—¡Espere! ¡Tiene que estar por aquí! —repuso Siebrecht, desesperado—. Tal vez los caballos se hayan alejado un poco. Pero había desenganchado el caballo de silla.
Karl echó a correr. Buscó el carro en todas las calles cercanas, en Chausseestrasse, en Friedrichstrasse, en Tieckstrasse, en Schlegelstrasse, en Novalisstrasse, en Brunnenstrasse, en Invalidenstrasse… Corría y corría, el miedo se había apoderado de él. ¡Su carro! ¡El carro de Wagenseil! Cuando volvió a pasar delante de la estación, miró hacia el oeste. Allí estaban las carretillas de los mozos, que se sentaban encima de ellas o se mantenían de pie a su lado, charlando apaciblemente entre ellos al sol, esperando el próximo tren de largo recorrido. Pero las montañas de baúles del extranjero habían desaparecido. ¡Mi carro!
Y siguió corriendo…
De pronto se detuvo. Se le acababa de ocurrir una idea. Al pensar quién era su peor enemigo, imaginó dónde podía estar su carro. ¡Sabía su paradero si había adivinado las intenciones del enemigo! Pasó por delante de la estación de Stettin, bajó por Invalidenstrasse y, en un lateral de Neues Tor, en el sitio exacto que esperaba, vio su carro. ¡En Neues Tor! Siebrecht caminó alrededor del vehículo. El caballo de silla estaba desenganchado, los animales jugueteaban apaciblemente al sol con sus colas. A los caballos no les había pasado nada; al carro tampoco. Bueno, sí, una cosa: el letrero de la Compañía Berlinesa de Transporte de Equipajes estaba manchado con porquería, con una porquería que también recibe otro nombre. El chico torció el gesto. Así que habían sido sus enemigos, y solo se atrevían con la mierda. Fue a buscar agua de la bomba que recogió en el cubo que se empleaba para abrevar a los caballos y limpió el letrero. Después se sentó en el pescante y regresó orgulloso a la estación de Stettin. Se sentía como si acabara de conseguir una victoria.
Se detuvo nuevamente junto a la estación. Los trenes llegaban y partían, pasaban las horas, pero no sucedía nada. Los mozos, sentados al sol, conversaban entre ellos, charlaban gentes que se conocían desde hacía muchos años y que no tenían demasiadas novedades que contarse. Cuando llegaban los viajeros, los mozos se dispersaban, sus carretillas traqueteaban por el adoquinado de la estación y luego todo volvía a quedar en silencio. Pero el mozo al que Karl Siebrecht había estado buscando con la vista no se dejó ver.
El chico había alimentado a sus caballos con la cebadera y los había abrevado con el cubo, pero no se había atrevido a alimentarse y abrevarse él mismo en la cercana cervecería Aschinger. Porque volvía a vivir en casa de la Bromme, no llevaba en el bolsillo ni bocadillos para el almuerzo, y a eso de las dos o las tres de la tarde el hambre se hizo casi insoportable. Al imaginarse con absoluta viveza unas salchichitas con ensalada de patata o una ensalada italiana con panecillos, la boca se le hacía agua. Entonces tocaba en el bolsillo el escaso dinero que poseía y se decía una y otra vez: ¡Esto es ahorrar! No tengo dinero para gastármelo en comidas. Al final, la espera hizo que se olvidara del hambre. En un momento de la tarde se le acercó un instante Beese, el mozo de equipaje. Contempló en silencio al chico situado delante de su carro vacío; Karl Siebrecht tampoco tenía muchas ganas de hablar. Al final, el triste cabeza de pipa preguntó por lo que tenía delante de sus ojos:
—Vaya, así que has recuperado tu carro de caballos, ¿eh?
—Sí —contestó Karl.
—¿Dónde estaba?
—En Neues Tor. Justo donde discutí con Kiesow.
—Dios los cría y ellos se juntan —dijo el mozo.
—¿Y el extranjero? —preguntó Karl Siebrecht.
—Se marchó a Garmisch en el rápido de las doce cincuenta, lo siento, chaval.
—Usted no podía hacer nada, señor Beese, lo sé.
—También he hablado con algunos colegas. No están en contra, solo dicen que primero tienes que poner orden en tus asuntos.
—Yo ya tengo en orden mis asuntos, señor Beese, pero contra la maldad ajena no hay nada que hacer.
—¡Exacto! Eso mismo digo yo. Primero tienes que resolver tus problemas con los gorras rojas. ¡Ea, a seguir bien!
—A seguir bien, señor Beese.
Y el soleado día de principios de primavera transcurrió despacio, casi imperceptiblemente, y llegó el atardecer, y luego la noche. El tiro continuaba junto a la estación. Los caballos, adormilados, mantenían la cabeza gacha. Pero Karl Siebrecht se había dicho: Si el tren de las seis tampoco es productivo, me marcharé.
El tren de las seis no fue productivo, pero no se marchó. Quiso esperar al tren de las ocho de Warnemünde, el segundo tren procedente de Suecia. No había perdido la esperanza. Después, a eso de las nueve de la noche, llegó a la cochera. Pensaba que Wagenseil ya se habría ido a esas horas. Pero allí estaba, con sus piernas enfundadas en unas polainas de cuero negro, en plena forma.
—¿Qué? —dijo tendiendo la mano al chico—. ¿Cuánto?
Karl depositó en silencio diez marcos en su mano.
—¿Nada más? —preguntó Wagenseil.
—Nada más —contestó el chico.
Pero si a continuación esperaba los denuestos habituales del transportista, para su sorpresa no se produjeron. Siebrecht no podía saber que el mozo de cuadra, sobornado de nuevo por su patrón, se había retractado de su declaración referente al ricino y al áloe, lo que había desembocado en un acuerdo muy favorable con Engelbrecht, el tratante de caballos.
—En fin —comentó Franz Wagenseil guardándose los diez marcos en el bolsillo—, no esperábamos otra cosa el primer día, ¿verdad?
—No, no cabía esperar otra cosa —confirmó Karl Siebrecht.
—¿Te han insultado?
—Nada que valga la pena comentar.
—¿Te han jugado alguna mala pasada?
—Nada que valga la pena comentar.
Wagenseil reflexionó.
—Mañana te daré una pareja de caballos distinta —decidió—. Y también pondremos ramilletes en el tiro —añadió echándose a reír—. Esta noche tengo que hacer un viaje al mercado central. Para entregar flores de la empresa Klemm y Lange.
—No quiero verlas en mi carro —dijo el chico tajante, y fue antes de que Wagenseil empezase con sus invectivas.
Después llegó la larga y solitaria noche, sin Rieke, sin Kalli…