Capítulo 31

Mudanza de casa de Rieke

Karl Siebrecht dejó a Wagenseil de un humor excelente y se dirigió a ver al pintor de rótulos. Había demostrado a Franz que sabía circular con caballos, y además trabajar en una mudanza. Seguía de un humor espléndido cuando entró en la empresa de rótulos. El letrero estaba terminado. Era justo lo que Karl deseaba para empezar: no demasiado grande, ni llamativo, pero claro y preciso.

—Está muy bien —opinó—. ¿Y a usted qué le parece, maestro? —añadió contemplando el letrero casi con amor: apenas llevaba medio año en Berlín y ya tenía un rótulo de una empresa con su nombre.

—Un letrero como tantos y tantos —comentó filosófico el maestro—. ¿Tú quién eres, Siebrecht o Flau?

—Siebrecht, maestro.

—Bien. Pues ya pues prestar mucha atención al Flau, qu’ay muchos que al final han acabao flojeando con estos asuntos[4]. —Vendré a recoger el letrero mañana por la mañana. Buenas noches, maestro.

Fue la primera sombra que se cernió sobre su alegría. En las últimas horas había olvidado casi por completo que existían sombras, muchas sombras, y que aún no había conseguido nada, lo que se dice nada, casi menos que nada, pero había echado a perder mucho. Se dirigió a casa con paso lento. Casi con más lentitud subió las escaleras hacia la vivienda de los Busch.

—Buenas noches —saludó.

—Buenas —le contestaron.

Y se hizo de nuevo el silencio. Habían hablado entre ellos, y ahora que él había entrado, callaban. De modo que así eran las cosas.

Estaban los cuatro en la habitación: el viejo Busch, Rieke, Kalli y la pequeña Tilda. Ahora eran cinco en la estancia, pero el quinto había hecho enmudecer a los otros cuatro. De manera que así eran las cosas ahora.

—¿Quies cenar ya, Karl? —preguntó Rieke.

—Gracias —contestó—. Primero voy a quitarme esta ropa.

En otro momento ella habría preguntado por qué se había puesto su ropa buena, pero ese día se limitó a responder:

—Bien.

Permaneció indeciso unos momentos, hasta que Kalli Flau informó:

—Me voy con Tilda a Humboldthain, Rieke.

—Llévate también a padre, Kalli.

Vaya, vaya, pensó Karl Siebrecht. Así que tengo que quedarme a solas con Rieke. Ella se encargará de mí. De modo que esas tenemos… Y se fue desafiante a cambiarse al dormitorio. Se tomó su tiempo. Cuando regresó a la cocina, vio su cena encima de la mesa.

—Ahí ties la cena, Karl.

—Gracias, Rieke.

Comió en silencio durante un rato. Rieke cosía, sentada junto a la ventana. La miró un par de veces: estaba pálida y tenía la boca muy apretada. Ofrecía el mismo aspecto que cuando el viejo Busch le había dado una mala noche. En un par de ocasiones estuvo a punto de hablarle —¿Por qué no dices nada, Rieke?, o algo por el estilo—, pero desistió. Ya no tenía sentido hablar, todo estaba roto. Ella estaba de parte de Kalli, se veía con claridad. De pronto, sus miradas se cruzaron. Ella lo contemplaba con una sonrisa leve y cautelosa, con ojos risueños…

—¿Qué hay, chico? —preguntó la jovencita, abandonando su labor.

—¿Qué hay, Rieke? —replicó. Tenía que parecer belicoso, pero sonó mucho más amable de lo que pretendía. Y es que ella lo había llamado chico.

—¿Qué t’a pasao con Kalli? ¿O no ties ganas de hablar d’eso?

—La verdad es que no.

—Entonces, olvídalo —dijo ella tranquila, sin ofenderse, reanudando su labor de costura.

Pero eso tampoco satisfizo a Karl. Tomó en silencio un par de cucharadas; después, incapaz de contenerse, preguntó cauteloso:

—¿Qué te ha contado Kalli?

La joven se mostraba completamente dispuesta a suministrar información.

Qu’abéis discutío. Dice que l’as entendido mal.

—¡Vaya, hombre! ¡Así que le he entendido mal! Cuando estuvo dándoselas de mozo…

—Eso no fue así, chico, se vio obligado a hacerlo: ¡Kiesow lo pescó con la gorra roja en el andén!

—¡Por lo visto Kalli te ha contado un montón de cosas!

—Claro que sí. Y está mu triste, pues creértelo. Y a mí también me da pena…

—¿Por qué? Tú no tienes nada que ver con eso, Rieke.

—¡No digas bobás, Karl! ¿Que no me dé pena siendo los dos amigos míos? —Rieke se acaloraba poco a poco—. Hazme el favó…

—Yo no tengo la culpa —replicó él, obstinado—. Yo no empecé la discusión. No me puse una gorra roja ni me hice pasar por mozo gracias a la benevolencia de Kiesow. Y eso por no hablar de los insultos que me dedicó.

—¡Es que no le quedó más remedio, Karl! Déjame que te lo cuente: Kiesow lo pilló en el andén con la gorra roja y quiso denunciarlo por engaño. Tuvo que pelearse contigo para que no lo denunciase, porque Kiesow te tie entre ceja y ceja.

—¡No me digas! —exclamó Karl, sarcástico—. Así que como Kalli no quiere que lo denuncien, me traiciona a mí. Y encima tú te pones de su parte… Bueno, Rieke, la verdad, he de decir que…

—¡La cosa fue del to distinta, Karl, entiéndeme! —exclamó ella, desesperada—. ¡Él lo hizo por tu negocio, para que Kiesow no se cargase tu negocio, por eso lo hizo!

—Pues no lo entiendo. ¿Qué tiene que ver mi negocio con que denuncien o no a Kalli? Te diré una cosa, Rieke, Kalli se ha burlado de ti y te ha engañado…

—De mí no se burla nadie ni m’engaña nadie, ¡ni siquiera tú! Kalli es un tipo decente, él no traicionaría a un amigo.

—Pero yo sí lo hago, no te calles, Rieke, dilo.

Llameando de ira, la chica gritó:

—¡Yo no he dicho ni palabra d’eso! ¡Y si lo dices, mientes, Karl! Yo solo he dicho que Kalli siempre ha sío decente, contigo y conmigo.

—Pero yo no soy decente con vosotros, ¿es eso lo que quieres decir, verdad, Rieke?

—Pero ¿qué bicho t’a picao? ¿A qué viene salirme ahora con esas? Lo que dices suena a remordimientos de conciencia. Yo no he dicho que no seas decente.

—¿De veras? Tú no. Pero para que lo sepas: Kalli me reprochó que te trato mal. Te lo ha contado, ¿no? ¿O es que no habéis hablado de eso?

—No —contestó Rieke en voz muy baja—. De eso no m’a dicho na. Kalli no debería haber dicho eso. Tu comportamiento conmigo es asunto mío, a él ni le va ni le viene.

—¿Y cómo me porto contigo? ¿Mal, como afirma Kalli?

La discusión se había calmado. Ahora hablaban casi en voz baja. Karl Siebrecht seguía sentado a la mesa de la cocina, ante el plato vacío en el que reposaba la cuchara. La estancia olía a repollo. Rieke se había levantado del lugar donde cosía y se encontraba junto al fogón, a apenas dos metros de él. Debía de haber crecido en las últimas semanas. De pronto, Karl reparó en su delgadez y en el aspecto tan malo que tenía, muy diferente al de una chica joven y enérgica. Cayó en la cuenta de que dentro de dos semanas, el Domingo de Ramos, recibiría la confirmación. Y entonces recordó esos estúpidos versos: «A los catorce años y siete semanas, sale del huevo la colegiala». Rieke había cumplido catorce años unas semanas antes.

Hasta entonces, ella solo le había dirigido miradas fugaces. Pero ahora fijó en él sus ojos claros y dijo:

—Bueno, chico, creo que tú sabrás mejor que nadie cómo t’as portao conmigo en los últimos tiempos.

—No tengo conciencia de haber sido malo contigo —se defendió él.

—En fin, Karl —repuso con su antigua franqueza—, pero sí que has sido distinto a como eras antes, ¿no?

—No sé de qué me hablas —insistió—. ¿Cómo? ¿Y por qué?

—¡Pues mira, Karl, desde que se te metió en la cabeza tu maldito negocio de transportes, estás completamente cambiao!

No fueron las palabras apropiadas. El chico, enfurecido, dio un puñetazo en la mesa que hizo bailar el plato. La cuchara tintineó contra el borde.

—¿Lo ves? ¡Ahí está! —gritó—. Por eso estáis fastidiándome sin parar, por mi proyecto. ¡Esta mañana Kalli ha reñido conmigo por no habérselo contado antes! ¡Y ahora empiezas tú! ¡Maldito negocio de transportes, en efecto! Yo cavilo día y noche para ver cómo os hago progresar, sí, sí, a vosotros también, no solo a mí. ¡Pero os negáis! A vosotros cualquier agujero en Wiesenstrasse, con olor a repollo y platos desportillados, os parece bueno para el resto de vuestra vida. ¡Y entonces os aliáis contra mí y salís con que os he traicionado! A mí todo eso me da risa, ¿me oyes, Rieke? ¡Me parto de risa! —Pero no se reía.

—Lo siento mucho. No debería haber dicho «maldito». Se m’a escapao sin darme cuenta. No te enfades por eso, chico —dijo Rieke tendiéndole la mano suplicante.

Él no reparó en su gesto.

—¿Sabes lo que me han ofrecido hoy por mi maldito negocio de transportes? —preguntó, henchido de orgullo—. ¡Cincuenta marcos semanales! ¡Y en poco tiempo, cien, y luego más aún! ¡Eso es lo que vosotros llamáis maldito! ¡Porque no entendéis nada de nada, porque tenéis envidia! ¡Porque me negáis el pan y la sal!

—No digas eso, Karl —respondió ella muy pálida—. No digas eso. Yo no tengo envidia…, y mucho menos de ti, y nunca t’e negao el pan ni la sal.

Él no prestaba atención a sus palabras. Inclinado por encima de la mesa, le hablaba muy cerca de su rostro.

—Pero lo que más os enfurece a los dos es que quiera utilizar vuestro dinero, tenéis miedo por vuestras cuatro perras.

Ella le dedicó una mirada prolongada. Él no pudo continuar hablando. Su mala conciencia lo había atormentado hasta que soltó lo del dinero, contrariando por completo su intención y su voluntad. Porque él sabía mejor que nadie que habría debido preguntárselo antes. También sabía que ellos se habrían mostrado inmediatamente de acuerdo. Pero no había sido capaz de hacerlo, porque preguntar era pedir, y él no quería pedir nada a nadie, ni siquiera a ellos. Así que lo había expuesto en la discusión como una acusación contra ellos, a sabiendas de que esa acusación era falsa. Pero era ella la que tenía que defenderse, cuando habría tenido que ser él, y de la defensa de ella él sacaría material para una nueva acusación, hasta llegar al punto de permitirle quedarse con el dinero en el bolsillo sin preguntas, y de que ella lo obligase a aceptarlo, y no aceptase su devolución bajo ninguna circunstancia… aunque él se lo propusiera.

—¿Dinero? —preguntó, pálida—. ¿Por qué hablas de dinero? ¿He dicho yo una sola palabra acerca del dinero? ¡Ni siquiera he pensao en él! —Rieke fue acalorándose—. ¡Llévate to el dinero que tenemos, vende to lo que haya, hasta la máquina, me importa un pito! ¡Prefiero que seas conmigo como eras antes! Una vez dijiste que éramos como hermanos. ¡Pues hace mucho que ya no lo somos, Karl!

—Desde que ese condenado Kalli Flau se interpuso entre nosotros… —intentó defenderse él.

Porque las palabras de la chica lo habían afectado. Al mismo tiempo el dinero le quemaba en el bolsillo; le habría encantado sacarlo y entregárselo. Porque quedaría libre de coacciones y vínculos y mala conciencia. Pero entonces solo tendrías treinta y cinco marcos, dijo una voz interior. Y Wagenseil me advirtió que si la cosa salía mal, no me querría ni de cochero, y en tres días no lo conseguiré.

—Pero ¿qué estás diciendo de Kalli? —preguntó Rieke Busch—. Él nunca se ha interpuesto entre nosotros. ¡En toa tu vida tendrás un amigo mejor!

—¡Uy, sí, qué buen amigo, que me traiciona por una gorra roja!

—Contigo no se pue hablar, Karl —dijo Rieke—. Haz lo que quieras y lo que tengas que hacer, yo no diré una palabra más, y Kalli tampoco. A lo mejor cambias de opinión, y cuanto antes sea, mejor. —Y, apartándose, se dirigió a la ventana, la abrió y miró hacia fuera.

El sol había desaparecido hacía rato detrás de los tejados de las casas y la oscuridad se había abatido sobre la gran ciudad. En los patios y en las calles ya llevaban rato encendidas las farolas. Pero allí arriba no se veía nada: la cocina estaba casi a oscuras. Tanto como el interior de Karl Siebrecht. Desgarrado por sentimientos encontrados, permanecía junto a la mesa de la cocina sin saber qué hacer. Esa misma mañana todo habría sido muy fácil, una simple pregunta: «¿Queréis participar?», un «sí», y todo se habría solucionado. Pero había querido sorprenderlos, y la sorpresa —una detrás de otra— se la había llevado él: la desafortunada entrevista con los mozos. La primera discusión con Kalli. Kalli, Kiesow y la gorra roja, y la segunda discusión con Kalli. La oferta usurera de Tischendorf. Los acuerdos con Wagenseil, tras los que ya no había marcha atrás. Y ahora estaba allí sabiendo que tenía que seguir adelante, tal vez alejarse para siempre de esa persona, la única a la que quería… Y sin embargo tenía que seguir. Lo había afectado un poco comprender que su obra dejaría sin medios de vida a muchos mozos. Y ahora lo afectaba mucho más darse cuenta de que esa obra quizá le arrebataría a la recién adquirida hermana y al amigo. La conquista de Berlín…, ¡cuánto había soñado con eso! Todos sus sueños incluían privaciones, lucha, enemigos, pero jamás se le habría ocurrido imaginar que tendría que combatir contra sus amigos, peor aún, contra sí mismo. Era como si se hubiera convertido en un conquistador a costa de combatir primero cualquier asomo de ternura en su propio interior.

—Rieke —dijo—. Compréndelo, tengo que hacerlo.

—Eso ya lo he comprendío hace mucho —respondió cansada, sin ganas de discutir.

—Rieke, entiéndelo, lo de vivir con Kalli no funcionará —insistió él.

—Yo no voy a echar a Kalli, yo no. ¡Si ties valor, hazlo tú, yo no diré na en contra!

—He pensado —continuó él— que mi cama en casa de la Bromme sigue libre. ¿Y si me trasladase allí? Solo temporalmente.

Ella seguía mirando por la ventana.

—Ties que hacer lo qu’ayas pensao, Karl —dijo ella—. Pero no olvides que marcharse es fácil y volver difícil; pa ti más.

Ambos callaron. Después, él cobró ánimo y tomó una decisión capital.

—Todavía queda el asunto del dinero, Rieke. Yo preferiría devolvértelo. Son treinta marcos para ti, y treinta y cinco para Kalli.

—Ponlos ahí —gritó ella, impaciente—. ¡Ponlos encima de la mesa de la cocina! ¡Sin ceremonias! ¡Pa lo que m’importa eso! ¡Quies dejarnos, pues entonces, vete! Pero no me pidas que encima t’alabe el gusto.

Karl tuvo que encender la llama de gas de la cocina para contar el dinero. Ahora sobre la mesa había sesenta y cinco marcos, una suma valiosa, imprescindible. Un dinero que seguramente provocaría el fracaso de su empresa, pero tenía que ser así. Yo solo, pensaba Karl. ¡Con mis propias fuerzas!

—Lo del dinero está equivocao —dijo Rieke con un hilo de voz—. Lo sabes de sobra. Tú pagaste casi toa la máquina, y si contamos también lo que se bebió mi padre… Ese dinero te pertenece.

—Lo prefiero así, Rieke —repuso él. Tras sacar su cesta del dormitorio, comenzó a empaquetar sus cosas, muy tranquilo y decidido.

—Es lo que siempre he dicho, regalar te gusta, pero eres demasiao fino pa recibir regalos. Y esto ni siquiera es un regalo. ¿Te alcanzará tu dinero pa lo que te propones?

—Lo conseguiré, Rieke.

—Esperemos que sí, porque si la cosa fracasa por culpa de nuestro dinero, nunca volverás con nosotros, y yo lo sentiría mucho, Karl.

—Yo también, Rieke, pero volveré. Deja que pase todo esto. En esta ocasión tengo que luchar solo.

—¿Y eso por qué? Siempre he oído decir que dos son mejor que uno. Pero seguramente lo que pasa es que no quies agradecerme na. Yo no soy como tú, Karl, t’agradezco mucho la máquina de coser, que m’ayas ayudao a sacar a mi padre del fango, que hayamos conseguío resolver el asunto de Hagedorn. Te doy las gracias por eso… y por to lo demás también. Sobre to, por to lo demás.

A él le habría gustado preguntarle qué era todo lo demás, eso que ella le agradecía por encima de todo. Pero no se atrevió. Al fin veía claro su camino. Tenía que alejarse rápidamente del dinero que estaba sobre la mesa, antes de vacilar de nuevo. Rieke tampoco parecía esperar respuesta. Alejándose de la ventana, dijo:

—Déjame empaquetar tus cosas, que lo estás revolviendo to. ¿A quién se le ocurre poner los zapatos encima de la ropa blanca? Anda, trae la otra cesta del dormitorio y tus cosas. Y me seguirás trayendo tu ropa como siempre. Eso no tiene na que ver, sería una pena que en la lavandería echasen a perder tu ropa buena. Si no t’apetece venir, manda a la Bromme. ¿Onde piensas comer?

Así era ella. Hasta el último minuto íntegra, firme, sin lamentaciones ni reproches. Así era Rieke Busch.

Hasta el chico egoísta que estaba a su lado lo vislumbró, por muy enfrascado que estuviera en sus planes.

—¡Eres maravillosa, Rieke! —exclamó él.

Ella esbozó una sonrisa cansina.

—Eso te lo paíce solo porque quies librarte de mí, Karl. Antes no te lo paicía. Anda, ve a sacar tu ropa interior del armario de la cocina.

Estaban todavía empaquetando cuando regresó Kalli Flau con Busch padre y Tilda. Al ver las maletas, Kalli se detuvo desconcertado; después soltó un largo silbido.

—Karl se va unos días a casa de la Bromme —informó Rieke—. Ahora necesita tranquilidá. Lo hemos acordao así.

Kalli replicó, acalorado:

—Si alguien se marcha de aquí, seré yo. Me parece malvado por tu parte, Karl…

Rieke se interpuso rápidamente:

—¡Cállate, Kalli! ¡Nadie t’a dao vela en este entierro! Mejor cierra la cesta, que no consigo pasar la barra.

Kalli obedeció, refunfuñando.

—Entonces también me marcho yo.

—¡Cojonudo, hombre, serás capaz! —se burló Rieke—. Así yo me quedaré sin ayuda. ¿Quién me subirá el carbón del sótano? ¿Y quién vigilará esto cuando tenga que salir? Lárgate, a mí me trae sin cuidao.

—Karl, sal conmigo al descansillo —dijo Kalli con decisión—, tengo que decirte algo.

—¡Ni hablar! —replicó Rieke—. Vosotros no tenéis na que deciros. Bastante s’a hablao ya, ahora hace falta silencio. Karl, ve a buscar a Ernst Bremer, él t’ayudará a cargar las cestas.

—Yo también puedo cargarlas, para eso no necesitamos al panadero —insistió Kalli Flau.

—¿Pa que volváis a andar a la greña? ¡Ni hablar! —rechazó Rieke Busch—. Y guarda el dinero que está encima de la mesa, Kalli. Sabes bien que no pue haber dinero por aquí, por ciertas personas… —Y lanzó una mirada al viejo Busch, sentado muy apacible junto a la ventana.

—No pienso tocar ese dinero, Rieke —dijo Kalli—. ¿Qué me importa a mí esa pasta? ¡Mía no es!

—Guarda esos billetes, Kalli. Es nuestro dinero de reserva, tú te encargarás de conservarlo y tenerlo siempre disponible. De ahí no gastaremos na, salvo en caso de extrema necesidá, ¿entiendes?

Kalli Flau pareció entenderlo, porque se guardó el dinero.

Karl Siebrecht se marchó y regresó con Bremer, el panadero. Este lanzaba miradas de asombro a esa mudanza inesperada e hizo todo tipo de preguntas curiosas a las que Rieke respondió con aspereza. Pero cuando fueron a buscar la segunda cesta, el panadero, muy callado, se limitó a mirar muy atento cómo Karl le daba la mano a Rieke y decía:

—Entonces, adiós, Rieke, que te vaya bien.

—Adiós, Karl. Lo mismo te deseo, y no te olvides de la ropa.

En el umbral, Karl Siebrecht saludó a todos los que se encontraban presentes en la habitación:

—Buenas noches.

Se lo deseaba a todos, pero sobre todo a Kalli Flau. Y se sintió orgulloso por haberlo dicho.

Seguramente se habría sentido menos orgulloso si hubiera visto cómo pocos instantes después de cerrar la puerta, Rieke se desplomaba en la mesa de la cocina y se echaba a llorar, cubriéndose la cara con las manos, con unos lamentos que partían el corazón. Menos orgulloso…, pero para entonces, Karl Siebrecht, echando mano de todo su orgullo, se dedicaba a cortar de una vez por todas las insistentes preguntas del panadero por los motivos de su marcha.