Franz Wagenseil entra en escena
Karl Siebrecht caminaba deprisa por Invalidenstrasse y dobló para adentrarse en Brunnenstrasse. Era el mismo trayecto que había recorrido en su primera noche en Berlín, lluviosa y fría, con Rieke Busch. Entonces tiraba de una carretilla y todo era incierto y desconocido. Solo que entonces ya había percibido vagamente que esa niña pequeña que empujaba la carretilla por detrás era amable y digna de confianza, una islita de seguridad en un océano de incertidumbre, un apacible resplandor en medio de la noche.
Ahora recorría el mismo trayecto en un día de primavera radiante y luminoso, y le esperaban grandes acontecimientos. A partir del día siguiente sería un empresario del transporte, y durante la reciente conversación con el asqueroso Tischendorf había comprendido con claridad meridiana lo primero que tenía que hacer: contárselo todo a Rieke Busch, los planes y la pelea. Ella tenía derecho a saberlo, y aunque él lo llevaría a cabo a pesar de su oposición, era mejor y más decente actuar en contra de su consejo que sin su conocimiento. Kalli Flau tenía razón. Caminaba cada vez más deprisa. Se había quitado un peso de encima, no comprendía cómo había podido callar durante tanto tiempo. ¡Había estado cotorreando con todo el mundo sobre su plan salvo con Rieke! ¿Por qué no había hablado con ella? Pero lo haría inmediatamente, y qué alivio sentiría entonces. Claro que sí, una persona tenía que tener a otra a la que hacer partícipe de todo, o dejaría de ser persona. De otro modo todo se tornaría malo, duro, amargo en su interior. Karl lo había vislumbrado en los últimos tiempos. Pero ahora todo quedaría arreglado enseguida. Mas por mucho que se apresurase, en esa tarde soleada ya no alcanzaría a su amiga, no volvería a verla hasta el anochecer. El buen momento pasó, la puerta de la vivienda estaba cerrada, y cuando abrió con su llave la halló vacía. Rieke habría salido a hacer algún recado o estaría con la costurera Zappow. Y él tenía que ir a ver a Wagenseil, ya no tenía tiempo para esperarla o buscarla. Profundamente decepcionado, examinó la pequeña cocina.
Al menos aprovecharía la ocasión para vestirse mejor para la entrevista con Wagenseil, pues eso siempre venía bien. Tal vez Rieke regresara entretanto, a pesar de que ya no sería tan fácil hablar con ella. El estado de ánimo propicio había desaparecido. Escogió una muda limpia del atiborrado armario de la cocina, sacó del dormitorio su traje de los domingos, se lavó bien y se vistió despacio. Hasta se puso la corbata de seda azul, la que llevaba al despedirse de Ria y que desde entonces no había vuelto a utilizar. Pero solo pensó en Ria muy de pasada. Tampoco pensó en Rieke, ni en Kalli, ni en Kiesow, ni en Tischendorf. Su mente estaba ocupada por su inminente entrevista con el transportista Wagenseil.
Karl Siebrecht bajaba por la escalera estrecha y maloliente de Wiesenstrasse cuando oyó unos pasos que subían. La escalera estaba oscura y Karl no reconoció los pasos, por lo que continuó su camino deprisa.
—Eh, Karl —dijo Kalli Flau con voz suplicante—. Un momento, por favor…
—No tengo tiempo —contestó Karl Siebrecht mientras proseguía el descenso.
—Un minuto nada más —volvió a rogar Kalli—. Solo deseo explicarte…
—¡Te has olvidado tu gorra roja! —dijo Karl Siebrecht con tono cortante desde un descansillo más abajo.
—¡Cretino! —le gritó furioso Kalli Flau mientras se alejaba.
Pero él no respondió «cretino».
¡Bueno, ese estaba liquidado, se lo pensaría antes de volver a hablarle! Le he dado un corte de los buenos, se dijo Karl Siebrecht, aunque no se sentía muy a gusto.
Llegó a Frankfurter Allee sin darse cuenta. Allí guardaba sus carros el señor Wagenseil. No era una pequeña empresa de transportes; qué va, al contrario, Wagenseil poseía veinte tiros de caballos como poco. Su ocupación principal consistía en transportar piedras y mortero para las obras.
Un buen día, sin más, Karl Siebrecht, completamente convencido de su excelente plan, había entrado, indeciso, en esa cochera, que, dicho sea de paso, no era el primer lugar donde exponía su proyecto. En general, le prestaban poca atención o lo despachaban sin miramientos. Tampoco el señor Wagenseil disponía precisamente de mucho tiempo libre. Además de su empresa de transportes, comerciaba también con carbón, patatas, paja, heno y pienso para gallinas. Escuchó al muchacho mientras llevaba a cabo seis actividades sucesivas. Era un hombre alto, fuerte, acaso entrado en la cuarentena, de aspecto no antipático, rápido de movimientos y de lengua. Lo que más parecía gustarle eran las cuchufletas, como decía la gente del pueblo. Él nunca hablaba completamente en serio, prefería hacer chistes.
—De eso se puede hablar, hijo —había dicho—. Vuelve otro día. Pero antes cuenta durante una hora todos los mozos de cuerda que veas en Königgrätzer Strasse.
Y cuando el chico regresó, como si el señor Wagenseil no hubiera pensado en otra cosa durante toda la semana, lo primero que le preguntó fue:
—Qué, ¿cuántos mozos?
—Sesenta y siete estación arriba, sesenta y uno, estación abajo —contestó Karl Siebrecht.
—¡Por los clavos de Cristo! —replicó, raudo, el señor Wagenseil—. ¡Ayuda a esa mujer a colocar el saco en la báscula, hijo! Por cierto, ¿cómo te llamas? Sí, señora, patata roja de Daber, las únicas rojas que puede digerir incluso nuestro káiser. ¿Cuántos años tienes?
A la entrada de la cochera había un cobertizo negro alquitranado con un letrero gigantesco en el que se leía «Oficina». En él se encontraba siempre una criatura de sexo femenino y edad madura que parecía tan polvorienta como los papeles que la rodeaban. Sin embargo, era un eficiente perro guardián.
—¿El señor Wagenseil? —le preguntó con aspereza a Karl Siebrecht—. ¿Y qué es lo que desea del señor Wagenseil? —decididamente, el tratamiento de usted había que atribuirlo a su gabán gris y al sombrero de fieltro.
—Me gustaría hablar con él.
—¿Hablar? ¿De qué? ¿De dinero? ¡Hoy no tenemos dinero! ¡Vuelva usted mañana!
—No quiero dinero. Solo deseo hablarle de negocios.
Pero si creía que la palabra «negocios» impresionaría a la dama, se equivocaba de medio a medio. Bruscamente, ella pasó al tuteo.
—¡Ve a buscarlo tú mismo! ¡Yo qué sé dónde se mete Wagenseil!
Así que Karl Siebrecht salió a buscarlo. Lo encontró en una esquina de la cochera, dedicado a una faena apacible y tranquila. Wagenseil alimentaba a las gallinas sirviéndose de un harnero.
—¡Todo tengo que hacerlo solo! —se quejó, sin quejarse de verdad—. Las mujeres quieren huevos, pero se olvidan de echarles de comer. Apártese a un lado, que me está espantando a las gallinas. Por cierto, ¿quién es usted?
—Hablé con usted del transporte de equipajes, señor Wagenseil.
—¡Ah, sí, es verdad! Es usted el joven. No te había reconocido. ¿Ha llegado el momento?
—Alguna vez hay que empezar, señor Wagenseil.
—Ciertas cosas es preferible no empezarlas. ¿Dónde has dejado a tu amigo? Dijiste que traerías a un amigo que haría de cochero.
—He discutido con él —contestó Karl Siebrecht sorprendido, porque en realidad no pensaba contárselo al señor Wagenseil.
—¿De veras? —se limitó a contestar este, volcando el harnero con los granos de cebada sobrantes, que cayeron como una lluvia de oro sobre las gallinas. Luego se lo entregó al chico para que se lo sostuviera, sacó del bolsillo una navaja y tabaco de mascar, cortó un pedazo, se lo introdujo en la boca y preguntó—: ¿Y qué dicen los mozos de cuerda y los de equipajes?
—Lo han rechazado —respondió, de nuevo sorprendido, Karl Siebrecht.
—¡Cabestros! —repuso Wagenseil, y, precediendo al chico, cruzó la cochera a grandes zancadas en dirección a un carro que entraba—. Envié a mi chico a contar las carretillas. Contó ochenta y dos, tanto arriba como abajo. Y esta vez, sin borrachos.
—¡Pero hay negocio, señor Wagenseil!
—Pues claro que hay negocio. ¿Heno? —preguntó dirigiéndose al cochero—. ¿De pradera o de trébol?
—Prefiero el de trébol, señor Wagenseil. ¿A qué precio está hoy?
—A uno noventa, pero no tengo. El negocio es bueno, pero ¿eres tú el hombre adecuado para el negocio, chico? Hoy no hay heno de trébol, mañana volverá a entrar algo. Mientras tanto, llévate unas pacas de paja de avena. ¡Ahí enfrente, en el cobertizo! Oye, chico, ¿no se te ha ocurrido pensar que podría hacer este negocio sin ti?
—No, señor Wagenseil, no lo creo capaz de eso.
—¡Por supuesto que me crees capaz! Pero no se te había ocurrido pensarlo. ¡Todavía no eres muy espabilado en los negocios, hijo! Anda, acompáñame a la caseta.
Echó fuera sin más a la señorita talluda. Esa dama arisca no estaba a la altura del tonillo de su jefe.
—¡Largo de aquí, cacatúa! —dijo con tono de riña, pero solo por decir algo, acaso para aguijonearla y erradicar de cuajo cualquier oposición—. ¡Te pasas el día entero refunfuñando, sin poner orden! Pésale la paja de avena a Kalkhorst, pero no vuelvas a equivocarte. Sé de sobra cuántas pacas entran en medio quintal. ¡Yo lo veo todo!
—¡A saber lo que verá! —rezongó ella para decir al menos la última palabra, pero ya estaba fuera.
Wagenseil se arrojó sobre una silla, provocando un crujido. Estiró mucho sus piernas enfundadas en polainas de cuero negro, miró a Karl Siebrecht y preguntó:
—¿Fumas? ¿No? Entonces, siéntate. Yo tampoco fumo, fumar es una majadería. —Y, sin transición alguna, añadió—: Tengo tres modos de emprender ese negocio. Uno, sin ti.
—¡Usted no hará eso, señor Wagenseil!
—¿Por qué no? Por decencia, desde luego que no. En los negocios no hay decencia, y tú me has mostrado tus cartas con suficiente franqueza. Así que ¿por qué voy a hacerlo contigo?
—Tal vez porque soy el hombre adecuado.
—¿Que eres el hombre adecuado? ¿Tú, que ya te has peleado con todos? Recuerda una cosa, hijo, en este negocio solo hay un hombre adecuado para todo, y ese soy yo. ¡Nooo, hijo, la razón es que en tu cabecita ha nacido un pensamiento astuto, y donde nace un pensamiento astuto, quizá salgan más! ¡Solo por eso! ¿Te has creído que mandé a mi chico a Königgrätzer Strasse? ¡Y un cuerno! Fue una mentira redomada. Yo miento a menudo; por cierto, en los negocios es preciso hacerlo. Mentir también me divierte mucho. Nooo, yo mismo me pasé cuatro horas contando las carretillas de equipajes y me dije: así que tiene que venir un mocoso atontado para ver lo que salta a la vista. ¡Así pues, el atontado no es el mocoso, sino nosotros!
El señor Wagenseil había vuelto a levantarse. No era de los que calientan el asiento. Caminó de un lado a otro, hizo girar la prensa copiadora, propinó un golpe atronador al cuarterón de un armario, sopló en el teléfono: no permanecía inactivo ni un segundo.
Karl Siebrecht inquirió, agradecido:
—¿Verdad que es un magnífico negocio?
Wagenseil abrió de golpe la ventana y vociferó por la cochera:
—¡Eh, tú, cacatúa, no te duermas! ¿No ves que esa mujer está esperando las patatas? ¡Dale de las nuevas! ¡Y deja ya de coquetear con Kalkhorst!
—¡Yo nunca coqueteo, señor Wagenseil! —le contestó a voces la furiosa señorita.
—¡No hace falta que lo jures! —Wagenseil rio—. ¡Lo llevas escrito en la cara! —Cerró la ventana de golpe—. Tú puedes poner en marcha el asunto como empresario propio, y yo me limitaré a aportar caballos y carro a cambio de un canon diario, según acordamos. Es decir, tú asumes todo el riesgo. O yo me encargo de todo desde el principio y tú te conviertes en mi empleado. Te daría cincuenta marcos por semana para empezar; más tarde, si la cosa marcha, cien. Si fuera muy bien, más aún. Y, además, el dos por ciento de las ventas. ¡Bueno, piénsalo!
El dueño de la cochera se acercó al teléfono, pidió que le pusieran con un número y empezó a hablar por el aparato, mientras el tono de su voz iba subiendo hasta acabar a gritos. Pero el comienzo fue muy suave.
—Sí, aquí Franz. ¿Eres tú, Emil? ¿En qué estabas pensando cuando me trajiste ese caballo negro a la cochera? ¿Que es un buen caballo? ¿Bueno para qué? Es igual de bueno que tú, viejo chalán. ¡Tiene muermo, grapas, garrotillo y esparaván al mismo tiempo, y también aerofagia! ¡Quiero a ese jamelgo fuera de mi cochera dentro de media hora, o será el último negocio que hagas con Franz Wagenseil!
Mientras tanto, Karl Siebrecht analizaba, muy excitado, la propuesta. Cincuenta marcos a la semana, ¡qué maravilla! Y pronto cien, y puede que más. Y el dos por ciento de los beneficios. ¡Eso supondría un montón de dinero! Eso significaba seguridad y progreso y le permitiría devolver su dinero a Rieke y a Kalli sin tardanza.
Wagenseil vociferaba al teléfono, cada vez más enfadado, mientras daba patadas en el suelo y puñetazos contra la pared.
—¡Yo entiendo más de caballos que todos los tratantes de Berlín juntos! ¡Lo que vosotros tenéis en la sesera, ya lo he soltado yo hace mucho por el culo! ¡Eres un idiota, Emil! Tengo un negocio en perspectiva, necesito como mínimo diez caballos nuevos, los corrientes de Prusia Oriental, a ser posible con una pizca de sangre hannoveriana. Pero material fresco, que troten por las calles sin que empiecen a cojear a la primera de cambio…
Karl Siebrecht escuchaba sin prestar demasiada atención. ¿Querrá los caballos nuevos para los equipajes?, pensaba. ¡Tiene que considerar el negocio mucho mejor que yo! Doscientos marcos al mes, eso supera los intereses de usura que me quería cobrar Tischendorf. ¡Pero si el negocio es tan rotundo, deseo emprenderlo solo! Además, ¡no quiero ser empleado de nadie, quiero triunfar por mí mismo!
—¿Dinero? —vociferó Franz Wagenseil—. ¿Alguna vez he dejado de darte tu dinero, Emil? ¿Que solo con el alguacil? ¡Hombre, que los alguaciles también tienen que vivir, Emil! Yo siempre tengo todo, salvo dinero… ¿Que voy a declararme en quiebra? ¿Una vez, dices? ¡Diez más volveré a arruinarme! ¿A quién perjudica eso? ¡Lo importante es que tú recibas tu dinero! Puedes reservarte el derecho de propiedad de los rocines. —Y de repente, muy manso—: Bueno, dentro de media hora ven a por el negro, ¡esa basura! Ya hablaremos de los de Prusia Oriental. —Colgó y cambió de tema de conversación—. ¿Qué va a ser? —preguntó—. ¿Empresario o empleado?
—¡Empresario! —contestó Karl Siebrecht sin vacilar.
Wagenseil silbó entre dientes.
—¿De cuánto capital dispones? —preguntó.
—De cien marcos —informó Karl Siebrecht.
—¡Cabeza de chorlito! —Wagenseil rio—. ¡Deberías haber dicho mil! ¿Todo ese dinero te pertenece?
—No… —respondió muy vacilante.
—¿Cuánto es tuyo?
—Treinta y cinco marcos.
—No lo olvides —dijo de repente Wagenseil, casi excitado—. ¡Sobre todo, no lo olvides! Dentro de veinte años pensarás que levantaste el gran circo con treinta y cinco marcos de capital propio… Y tampoco eres tonto, aunque tu sinceridad es producto de tu estupidez. Si hubieras dicho mil marcos, quizá hubiera emprendido el negocio sin ti. Me habrías parecido demasiado fuerte. Con mil marcos puedes alquilar a cualquier propietario de carros de Berlín. ¡Ahora me necesitas!
—¡Es que además me apetece hacerlo únicamente con usted!
—¡Porque solo tienes cien marcos! Presta atención, hijo, te voy a decir cómo veo yo el asunto. Empezaremos con un carro, y tú harás de cochero hasta que hayamos ablandado a los mozos. ¿Has oído lo que acabo de hablar por teléfono sobre los nuevos caballos?
—Un poco. ¿Van a ser para eso?
—¡Naturalmente! Un carro no es nada. ¡Tenemos que tener diez, veinte, pararemos en todas las estaciones, en cada tren! Después echaremos a los mozos de cuerda, pues no los necesitaremos. Recurriremos a los mozos de equipaje. Y después también estos volarán. Recogeremos nuestros equipajes del público mismo. Nos ahorraremos todos los porcentajes.
—¡Pero dejaremos sin trabajo a los mozos!
—¿Y qué? ¡Ya hay demasiados! Como es natural, nosotros podemos trabajar mucho más barato que ellos, y al final vendrá lo mejor de todo: nos dirigiremos a la propia empresa del ferrocarril y cerraremos un contrato con ella para ser los únicos que podamos transportar equipajes en Berlín. Tendremos que pagar al ferrocarril, y no poco, pero tranquilo, será un buen negocio.
Karl Siebrecht miró con ojos brillantes al hombre alto que acababa de expresar con palabras claras su propio sueño. Durante un instante efímero pensó en los mozos que se quedarían sin sustento, en el viejo Kürass, pero ese pensamiento se disipó en el acto. Tenemos que progresar, pensó. ¡Y el progreso es imposible si se respeta lo viejo! Además, yo velaré por el abuelo. ¡Y a continuación vio «su» empresa, «sus» carros en todas las estaciones, «sus» caballos trotando por las calles!
—También tenemos que llevar y recoger el equipaje a domicilio —advirtió—. Para la gente humilde, el transporte de equipajes es muy caro.
—¡Cierto! —confirmó Wagenseil—. Lo pensé nada más verte: cuando una cabecita produce un pensamiento avispado, surgen muchos más. Entonces necesitaremos cuarenta, cincuenta carros. Yo no tengo un céntimo, solo deudas. ¡Pero para esta empresa liquidaré la cochera entera, voy a meterme en este negocio hasta el cuello! ¿Comprendes, chico, que es mucho más inteligente dejarme hacer a mí y convertirte en mi empleado? ¡Tú irás demasiado lento! Cien marcos… Durante dos, tres meses solo podrás conducir un carro; ¡me da pánico pensar que si se les ocurre a otros, se nos adelanten!
—Quiero hacerlo solo. Yo progresaré deprisa —repuso el chico tenaz—. ¡No quiero ser empleado de nadie, ni siquiera suyo!
—Ya, claro —dijo Wagenseil riendo—, estás pensando que te trataré como a la cacatúa, ¿eh? Bueno, quizá sea cierto. ¡Por otra parte, sucederá lo mismo aunque seas el empresario! ¡Desde luego que te pondré a caldo, yo pongo a caldo a todo el mundo! —exclamó, y muy deprisa añadió—: Vamos, chico, seamos socios. ¡Tú pones tu cabecita y yo los tiros de caballos! ¿Hecho?
—¡Quiero hacerlo solo! —insistió Karl Siebrecht, tozudo.
—¡De acuerdo! Pero te diré una cosa, hijito: si el carro va mal durante estos diez días, haré el negocio por mi cuenta. Entonces podrás mendigar todo lo que quieras, que no te colocaré ni de cochero, y mucho menos de peón. ¿Quedamos en eso?
—Bien —contestó Karl Siebrecht decidido.
—¿Y por qué me comportaré así? ¡No por venganza, ni tampoco por castigo! ¡Única y exclusivamente por haber calculado mal! Entonces buscaré a otro que calcule mejor. Para calcular mal, me basto y me sobro. He tenido ya un montón de oficios en mi vida: he sido campesino, dueño de una gravera, de una fábrica de productos de cemento, tratante de ganado… ¡Siempre he ido a la quiebra! ¿Y por qué? ¡Soy muy trabajador, pero no se me dan bien los números! Empiezo enseguida a lo grande, y de pronto el dinero no alcanza. Eso es lo que me ha impresionado en ti, que quieras comenzar a pequeña escala, que tengas paciencia. ¿Será pura necedad por tu parte?
—Lo conseguiré.
—Ya lo veremos. Y basta de cháchara. —Volvió a abrir bruscamente la ventana—. ¡Vamos, señorita, tiene que escribir algo! ¡Bah, deje plantada a esa pelma, la venta de patatas ya no merece la pena! —Cerró de golpe la ventana—. Ahora redactaremos un contrato privado, sin picapleitos ni sellos. Por cierto, ¿qué edad tienes?
—Dieciséis —contestó Karl con cierto titubeo.
—¡Bien! Magnífica edad, a mí también me gustaría ser tan joven. Por cierto… —Comenzó a cantar—: «Tesoro, tutéame. No te cortes». Por eso tampoco volveré a ponerte a caldo.
—¿Es necesario redactar un contrato? —preguntó, vacilante, Karl Siebrecht.
—¡Pues claro que sí! ¿Acaso me tienes miedo, crees que no soy una persona decente? ¡Contigo sí, hombre, contigo siempre! ¿Es que no te he hablado de mí y de mis quiebras? Eso no lo sabe nadie en Berlín, ni siquiera mi propia mujer… Oye —dijo de repente, cayendo en la cuenta—, y el caballo negro del que acabo de hablar por teléfono…
—¿Hay algo turbio en ese animal?
—¡Por supuesto que no! —contestó Wagenseil, radiante—. Tienes que andarte con cuidado conmigo, yo miento más que hablo. El negro es un caballito excelente. Pero ayer por la tarde le di aceite de ricino y áloe. Esa bestia se ha pasado la noche revolcándose en el estiércol y sudando. ¡Emil me rebajará cien marcos en cuanto vea a ese penco! —Miró risueño a Karl Siebrecht, muy satisfecho de su habilidad para los negocios.
Una sensación incómoda asaltó al chico. Un negociante sin escrúpulos, se dijo. No debería emprender negocios con él. Y de nuevo rebelde: pero ¿y si no hay nadie más? ¡Estaré alerta, y como intente engañarme, lo echaré!
—¿Qué, cacatúa? —preguntó el jefe—. ¿Ya te has quitado de encima a esa pesada? Liquidaremos las pocas patatas que nos quedan, y se acabó. ¡Voy a empezar algo nuevo, algo grande!
—Ya veremos —replicó ella, despectiva—. ¿Y será con este crío?
—¡Cierra el pico, pedorra! ¿Acaso hablo contigo de mis negocios? Escriba usted, señorita, con tinta para copiar. Contrato entre… Di tu nombre, chico, y el domicilio. Y después: empresario de transportes…, bueno, ya sabe…
—¡Usted no puede firmar un contrato con este niñato, señor Wagenseil!
—¡Cierra el pico! ¿Y a ti qué te importa? ¡El chico ganará en un año más que tú en diez, pánfila!
—Entonces, ¿qué pongo?
—Escribe cualquier mierda…
—Tratándose de usted, me será fácil…
—Que el chico se compromete a utilizar exclusivamente mis carros de caballos para su empresa de transporte de equipajes, y yo me comprometo a facilitarle en todo momento todos los carros con cochero que precise. Durante las primeras cuatro semanas me pagará diez marcos por tiro y día y el veinticinco por ciento de sus ingresos brutos; a partir de entonces, veinte marcos por tiro y día y el cuarenta por ciento de sus ingresos brutos…
—¡Está loco, señor Wagenseil! —gritó Karl Siebrecht—. ¡Eso es muchísimo! ¡De eso no hemos hablado jamás!
—Así que estoy loco, ¿eh perro descerebrado? —vociferó Wagenseil—. ¡Lárgate ahora mismo de mi oficina con tus cien marcos en el bolsillo! ¿Crees que voy a hacer negocios contigo porque lleves ese bonito gabán? ¡Yo puedo comprarme diez como ese, veinte!
—¡Y no pagarlos! —replicó Karl Siebrecht enfrentándose a él—. El mío está pagado.
Había visto cómo la señorita le había guiñado el ojo. Inclinando la cabeza en señal de ánimo y musitando «Pst», como si azuzase a un perro. Además, el propio Wagenseil le había dado una buena lección en su conversación con el tratante de caballos.
El hombre también reaccionó en el acto.
—No seas bestia, Karl —repuso riendo—. Dentro de cuatro semanas habrás eliminado a los mozos y te estarás embolsando su cincuenta por ciento…
—Te daré el treinta y cinco por ciento.
—¡Ni hablar! ¡El cuarenta y cinco!
—Acabas de decir cuarenta.
—De eso nada. He dicho cuarenta y cinco… ¿A que sí, señorita? Lo ha oído, ¿verdad?
—Una oye muchas cosas, señor Wagenseil.
—¿Lo ves, Karl? Seguramente hasta he dicho cincuenta. ¡Y desde luego que tendrían que ser cincuenta!
—Pues entonces yo he dicho veinte —replicó Karl. Ambos se echaron a reír—. Ah, y además diez marcos por día en lugar de veinte.
—¡Pero yo tengo que pagar a los cocheros! El primer tiro es sin cochero, lo entiendes, ¿verdad? No es necesario que lo reflejemos ex profeso en el contrato.
—¡Vamos, Franz, estoy seguro de que no estás dispuesto a pagar sesenta marcos por semana a tus cocheros!
—Yo también tengo que ganar algo, Karl. ¿Tienes idea de lo cara que está la avena?
—¿Cuán cara? —inquirió Karl Siebrecht con una sonrisa socarrona. Acababan de despertarse en él sus recuerdos de los días de mercado en su pequeña ciudad natal y de alguna entrevista comercial de su padre.
—¡El quintal cuesta ahora ocho marcos! —gimió Wagenseil.
—¡Hecho! —exclamó Karl Siebrecht tendiéndole la mano.
—¡Por ocho marcos el quintal, te suministraré mañana mil quintales, Franz!
Hasta la señorita arisca sonrió: pareció como si acabara de tragarse un ratón.
—¿Acaso comerciamos aquí con avena? —gritó Wagenseil—. ¡Pretendíamos redactar un contrato, creo yo! Vamos, escriba usted, señorita… Bueno, no voy a ser así, cederé. Escriba: veinte marcos por tiro y el cuarenta por ciento de los ingresos brutos.
Siebrecht se quedó pasmado.
—¡Pero si eso acabas de decirlo hace cinco minutos! —exclamó.
—¿Sí? —Wagenseil sonrió—. ¡Qué va! Yo siempre he hablado del cincuenta por ciento. —Miró al chico, muy complacido—. Anda, di tú mismo lo que ofreces. ¡Eres un tipo decente! Señorita, escriba lo que él diga.
Esa indicación ablandó a Karl.
—Quince marcos por tiro y el treinta por ciento —comunicó el chico.
Wagenseil soltó un alarido.
—¡Como se le ocurra escribir eso, señorita, saldrá volando por la ventana! —Se volvió hacia Karl Siebrecht—. ¡Pensé que eras un tipo decente! —exclamó a voces—. ¡Pero ahora, se acabó! Eres tan tramposo como…
—¡Como tú! —El chico rio.
Al cabo de cinco minutos más acordaron 17 marcos y el 33 y un tercio por ciento. Así quedó escrito y firmado por ambos.
—Y ahora prepare enseguida una copia, señorita —ordenó el señor Wagenseil—. El original será para mi socio, y la copia sepárela con mucho cuidado del libro copiador…
—De sobra sabe usted que no puedo separar nada del libro copiador —se opuso la señorita—. ¡Volverá a tener bronca con el inspector, señor Wagenseil!
—¡Cierra el pico y sepárala! —ordenó, tajante, el transportista—. Pienso enmarcarla. ¡Cuando haya reunido los primeros cien mil, haré que me la enmarquen! ¡Dios, chico, cómo te la he pegado! ¡Lo habría hecho por diez y el veinticinco!
—¡La próxima vez te la pegaré yo a ti, Franz! —replicó Karl Siebrecht.
—¡No lo verán tus ojos! —Wagenseil rio—. ¡Los tuyos no! Bueno, y ahora acompáñame, Karl, tengo que hacer una mudanza para una gente modesta, llevan tres horas esperándome. No se gana con eso, pero tampoco puedes negarte siempre. Además, quiero comprobar si sabes manejar a los caballos.
—En mi casa incluso conduje carretas de heno desde el prado.
—Lo que tú quieras, pero en la ciudad es muy diferente. Deja aquí esas ropas tan elegantes y ponte mi traje de cuero. Hace un tiempo espléndido para el traje de cuero, vas a sudar la gota gorda. ¡Aparta la vista, cacatúa! ¡Qué más quisieras que ver a un hombre joven en calzoncillos!
—Pues cuando usted se cambia, señor Wagenseil, muchas veces no lleva ni calzoncillos —replicó ella, mordaz.
—¡Esta sí que es buena, así que se ha dado cuenta de eso! —se asombró Wagenseil—. ¡Vaya, vaya, lo que mira y recuerda una naturaleza virginal! Me deja usted estupefacto, señorita…
—Pues a mí ya no me asombra nada en usted —contestó la mujer apretando la prensa copiadora.