Capítulo 29

Se presenta un socio capitalista

Mientras Kalli Flau escuchaba las palabras de aprobación del mozo Kiesow y seguía desesperado con la vista al amigo perdido, oía las críticas a Karl del abuelo Kürass, que hubiera debido ser más perspicaz, pero que como todos los ancianos ya solo se preocupaba por su pobre y miserable existencia, mientras tanto, Karl Siebrecht caminaba cabizbajo, la frente bien alta, abstraído, paladeando el sabor de la traición de un amigo por culpa de una vil ventaja. Para hacerse mozo. ¡Su amigo lo había traicionado por una ridícula gorra roja! Él, sin embargo, lo habría convertido en algo mucho más valioso que todas las gorras rojas del mundo. Pero comprendía que deseara ser mozo, porque algunas personas no tienen grandes aspiraciones, prefieren preservar una seguridad sin riesgos, se niegan a aprender a nadar… Vale, vale, Kalli, espléndido: ¡hazte mozo, pero eso no es motivo para enemistarse! ¡Pese a eso podemos seguir siendo amigos! El chico, que sentía un nudo en la garganta, se situó delante de un escaparate y lo miró sin ver. ¡Tendrías que haberte percatado! Aunque a veces mis palabras sonasen arrogantes, aunque a veces rezongase y criticase en exceso, no lo hacía con mala intención, vosotros erais las únicas personas para mí en esta metrópoli berlinesa… ¡Ay, si en realidad sois las únicas personas en todo el mundo! Os censuraba por puro cariño, quería que fuerais siempre mejores. Cuando el abuelo se sonaba la nariz con los dedos, a mí no me molestaba. Pero vosotros… ¡Vosotros erais otros! El chico volvió a clavar una mirada furiosa en el escaparate, sin ver nada, y prosiguió su camino. Y ahora irás a ver a Rieke y me difamarás ante ella, igual que has hecho delante de Kiesow y de Kürass. Nunca lo habría pensado de ti, pero si has sido capaz de una cosa, no te costará mucho la otra, y entonces todo se acabará conmigo y Rieke. ¿Tengo que defenderme encima de semejante basura? Me dan náuseas solo de pensarlo… ¿Tendré que abrir la boca y hablar de eso? No, gracias, es demasiado.

Triste y enfurecido, Karl Siebrecht caminaba cada vez más deprisa. Le daba igual chocar con los transeúntes, ni se daba cuenta. No paraba de darle vueltas a la cabeza. Pero aunque Kalli Flau mantuviera también su palabra y no le hablase a Rieke de su discusión, continuar esa estrecha convivencia en los dos agujeros de Wiesenstrasse era ya imposible. No podían ocultar su ruptura ante Rieke, ni fingir que todavía trabajaban juntos, ni podían seguir haciendo un fondo común. Pero entonces, ¿qué? ¡Marcharse! ¿Adónde? Otra vez al lecho en casa de la viuda Bromme, pero esta vez algo más, con un único compañero: el panadero Bremer, blanco como la harina. Se acabó Rieke. Ni una sola discusión más. Punto y final. ¡Ay, qué asco de vida! Hace un momento pensabas que habías conseguido salir del lodo a base de trabajar, con la «inglesa» recién recuperada, las deudas pagadas, parte de ellas…, y ahora vuelves a estar en un barrizal, peor que antes, porque ya no tienes amigos. Karl Siebrecht levanta la vista. Sus piernas han dejado de caminar, ha llegado a su destino. ¿Y adónde lo han llevado sus pasos? A la estación de Stettin. Esas estupendas piernas están muy lejos de su cabeza, todavía no se han enterado de que Stettin ha terminado. ¿Qué va a hacer él en una estación en la que son mozos Kiesow y Flau?

Pero el chico, en lugar de marcharse, se queda quieto contemplando el vestíbulo. Son los cinco o diez minutos de calma entre dos trenes. El vasto vestíbulo está vacío. Se ven pocas personas, que suben o bajan la ancha escalera que conduce a los andenes. Personas muy temerosas, preocupadas por encontrar asiento. Desde su posición, Karl Siebrecht divisa el reloj de la estación, que cuelga por encima del despacho de equipajes: marca las tres y diez. Entre las cuatro y las cinco quiere hablar con Wagenseil, el transportista, así lo han acordado. Lleva cien marcos en el bolsillo. Si la entrevista transcurre como espera —en realidad, ¿por qué no, si ya está todo hablado?—, la estación de Stettin no estará perdida del todo y se tornará mucho más hogareña y familiar de lo que ya es.

Karl Siebrecht levantó la vista y vio enfrente, apoyado en una columna del pórtico de la estación, a un chico alto y pálido que lo miraba de hito en hito.

—¿Qué tal, tiburón? —preguntó el chico al fin.

—¡Hola, tiburón! —contestó Karl Siebrecht, muy esquivo.

Ambos se conocían, y cazaban en el mismo cazadero. El chico alto y pálido, que vestía unos pantalones largos y arrugados como un sacacorchos, se llamaba Tischendorf, Hans Tischendorf. Kalli había oído que lo habían despedido de un bufete por meter la mano en la caja. También allí, en la estación, tenía pésima fama: por lo visto, solía llevar al anochecer el equipaje de jóvenes campesinas con el que luego desaparecía. Pero eso debía de ser mentira, pues de lo contrario no estaría allí a plena luz del día.

—Mala racha, ¿eh? —opinó Tischendorf—. ¡El tiempo es demasiado bueno!

—¿Eso crees?

—¡Es evidente! La gente prefiere transportar su propio equipaje. ¡A nosotros nos van bien la lluvia y el frío!

—Puede ser —reconoció Karl Siebrecht.

—Vaya si lo es —repuso el otro. Y después, simulando indiferencia, a pesar de que esta era sin duda alguna la pregunta por la que había iniciado la conversación, añadió—: ¿Es cierto que te has peleado con los de las gorras rojas?

—¿Quién lo dice?

—Bah, nadie en especial. Lo he oído por ahí.

—¿Dónde?

—Ni idea. La gente habla mucho, ¿no crees?

—Yo qué sé… ¡Yo no hablo con la gente!

—En efecto. Pero la gente habla de ti.

—Me importa un bledo.

—Eso mismo decía yo.

Se hizo el silencio. Tischendorf contemplaba, pensativo, su dedo corazón, que parecía irritarlo. Luego se lo llevó a la boca y mordisqueó la uña con energía. Ocupado con sus mordisqueos, miró de soslayo a Karl Siebrecht y reanudó la conversación.

—Buena idea la tuya… Me refiero a lo de transportar equipajes.

—¿De veras?

—¡Claro! Tiene que ir como la seda.

—¿Eso crees?

—¡Pues claro! Yo me apuntaría ahora mismo.

A Karl Siebrecht le gustó ese primer reconocimiento de su gran plan, aunque procediera del antipático Hans Tischendorf.

—Pero ¿y si los mozos no colaboran?

—¡Colaborarán! ¡Claro que colaborarán! Solo tienes que resistir hasta entonces. —Se miró la uña mordida, luego, pensativo, a Karl, y de pronto le espetó—: ¿Necesitas dinero?

Karl no respondió. Reflexionaba. ¿Y si era cierto que ese golfo antipático, ese pálido producto de los bajos fondos de Berlín, confiaba más en él que sus propios amigos? ¿Tendría de verdad dinero Tischendorf? ¿Lo arriesgaría por él?

—Yo podría aportar cien marcos…, pero tú lo harás con tu colega, ¿no? —dijo Tischendorf.

—¿Colega?

—Sí, hombre, con el marinero. Con tu amigo. Por eso digo colega.

—Ya —se limitó a contestar Karl Siebrecht antes de enfrascarse en sus cavilaciones.

Cien marcos le permitirían devolver su dinero a Rieke y a Kalli y resistir durante catorce días. Esperó a que el otro siguiera hablando, pero este no abrió la boca.

—El dinero siempre es necesario —dijo por fin Karl Siebrecht.

—Sobre todo cuando se empieza —reconoció el otro.

—¿Tú estás dispuesto a colaborar conmigo? —preguntó, cauteloso, Karl Siebrecht.

Aborrecía pensar que Hans Tischendorf reemplazaría en el carro a Kalli Flau. Ese granuja tenía un aspecto tan repugnante como si estuviera completamente mordisqueado, y no solo las uñas.

—No hay por qué —contestó Tischendorf—. Por mí puedes hacer todo con tu colega. —Se calló y añadió—: ¿Sabes?, aquí conozco a un montón de tiburones, incluyendo a algunos chaquetas verdes y gorras rojas. Todos nosotros te llevaríamos el equipaje, y en secreto, sin que los demás se enterasen; tú no irías a medias con nosotros, sino que nos darías el sesenta, con el cuarenta seguirías ganando bastante —dijo con una mirada inquisitiva de sus ojos oscuros, recelosos, que siempre parecían traslucir mala conciencia, esperando la reacción de Karl Siebrecht a su propuesta.

—Ya veo —replicó—. ¡Así ves el asunto!

En caso necesario, la cosa también funcionaría al sesenta-cuarenta, claro está, aunque la mayoría de sus ganancias se irían al garete, ¡y él asumiría todos los riesgos! Pero a cambio contaría con una clientela fija, no pasaría un solo día parado. Y sin embargo… Y sin embargo, esa tarifa preferente no podía permanecer secreta. Habría bronca, y esta se lo llevaría por delante o todos recibirían la tarifa preferente. Y entonces el negocio ya no sería bueno.

—¿Qué me dices? —preguntó Hans Tischendorf—. ¿Qué te parece? Piénsatelo. En cualquier caso, tendré preparados cien marcos para ti —aseguró golpeándose la chaqueta mugrienta con su mano grisácea.

—Sí, los cien marcos… —dijo despacio Karl Siebrecht con una mirada inquisitiva al tiburón.

Pero este, creyendo que el pez había mordido el anzuelo, replicó:

—Por encima de cien marcos me darás un pagaré. Yo podré exigir la devolución del dinero a diario, tú podrás devolverlo avisando con catorce días de antelación. Me darás el cinco por ciento de intereses diarios, que te cobraré cada día.

No en vano Tischendorf había trabajado en su día en un bufete de abogados, aunque allí no había aprendido nada bueno.

—El cinco por ciento de intereses diarios —repitió Karl Siebrecht, completamente consternado—. ¡Eso supone ciento cincuenta marcos de intereses por cien marcos al mes!

—O bien ciento cincuenta y cinco —repuso deprisa ese auténtico tiburón—. Es dinero barato, ¿entiendes? ¡Piensa solo en el riesgo que asumo! Te doy los cien marcos y tú te largas al doblar la próxima esquina y no te vuelvo a ver.

—Si lo pensaras de verdad, jamás me entregarías cien marcos. ¡Eso no implica el menor riesgo!

—Pero puedes quebrar, recuerda que has reñido con todos los mozos.

—Tú mismo has dicho que vendrán.

—¿Y si no vienen, qué? ¡En esta vida no hay nada seguro! Y tú no me has contado lo que has tenido con ellos.

—Me lo pensaré —contestó despacio Karl Siebrecht, aunque conocía de sobra la respuesta. Pero, dado que ya había echado a perder el asunto con los mozos y con Kalli Flau, ahora no quería ofender también a Hans Tischendorf, que con sus imprecisos partidarios podía convertirse en un enemigo peligroso—. De momento no necesito dinero.

—¿Y qué hay de la tarifa preferente? Tengo que decírselo a los demás.

—Primero necesito echar cuentas. Creo que eso provocará rivalidades.

—Siempre hay rivalidades cuando se gana dinero —comentó filosófico el tiburón—. No tendrás miedo, ¿eh?

—¿Miedo yo? —preguntó a su vez Karl Siebrecht, echando la cabeza hacia atrás—. ¡Yo no tengo miedo! Pero tampoco quiero hacer malos negocios.

Y saludando a Tischendorf con una inclinación de cabeza, se marchó deprisa de la estación.