Capítulo 28

La gorra roja

Karl Siebrecht se lo había pintado bonito. El abuelo subiría con Kalli Flau las maletas a la vivienda, de forma que no se encontraría con el capitán de caballería. Pero el resultado fue muy distinto al esperado. Le costaría subir solo las maletas. Un par de ellas pesaban lo suyo, y no había nadie que le ayudase a echárselas a la espalda…

¿Y por qué todo eso? ¡Por una auténtica memez! ¡Por ser puntilloso! ¡Por enfado! De acuerdo, tal vez habría sido más correcto preguntar previamente a esos dos, al fin y al cabo intervenía su dinero, eso era cierto. ¡Pero es que él también había querido dar una sorpresa a Kalli! Ese mediodía, el pintor había terminado el cartel para el carro: COMPAÑÍA BERLINESA DE TRANSPORTE DE EQUIPAJES SIEBRECHT & FLAU. Le habría encantado enseñar a Kalli el cartel: ¡Mira lo que he proyectado! Pero todo se había ido al garete. ¡Qué mentecato! Karl Siebrecht, al comprender súbitamente las trascendentes consecuencias de la disputa, se preguntó: ¿se había ido al traste esa empresa de transportes tan magníficamente planificada? Caminaba cada vez más despacio. Su rostro se ensombrecía a medida que progresaba en sus cavilaciones. El asunto de los mozos había salido mal, de eso no cabía la menor duda. Tampoco podía contar con la ayuda de Kalli Flau. ¿Tendré que devolver ahora por decoro los cien marcos?, siguió pensando. Al menos la parte de Kalli, que serían unos treinta y cinco marcos. ¿Y la de Rieke? Son treinta marcos… En ese caso, apenas me quedarán treinta y cinco marcos, con eso no tengo ni para empezar, estoy aviado. Y reanudó los cálculos que ya había hecho cientos de veces a lo largo de las últimas semanas: el dueño del carro pedía diez marcos al día por facilitar el vehículo y los caballos y el veinticinco por ciento de los ingresos diarios de Siebrecht. No era caro, pero para Karl Siebrecht, aunque todo fuera como la seda, era excesivo. Calculaba que tardaría seis o siete días en poner en marcha el asunto, hasta que los mozos se acostumbrasen y le trajeran sus equipajes. Ahora todo iba mal. Kalli Flau tenía que haber sido el cochero, pero eso quedaba descartado. Así que Karl tenía que actuar de mozo y de cochero, una labor bastante dura. Y con los mozos se había enemistado muy seriamente. ¿Cambiarían de opinión en seis o siete días para llevarle sus equipajes? Además, él ya no podía esperar tanto tiempo, a decir verdad solo poseía treinta y cinco marcos, y con ellos aún tenía que pagar al pintor. Durante esos días tendría que vivir de las ganancias de Rieke. ¿Y encima debía contarle sus sueños, que habían resultado fallidos? ¡Ay, maldición, maldición, maldición… Ese miserable de Kalli Flau! ¡Y esos eran los buenos amigos, los que en el momento decisivo te dejaban en la estacada! ¡Unos cenutrios, eso era lo que eran! Bueno, cenutrios no, ¡burros! ¡Pues no, de burros nada, cenutrios y punto! Su consternación inicial había devenido en ira. Mordiéndose los labios, tiraba impetuoso de la carretilla. Algún día comprenderían sus buenas intenciones hacia ellos, el asunto prosperaría y ganaría dinero a espuertas. ¡Había llegado el momento, no retrocedería ni un paso! Si lo dejaba escapar, ¡podrían pasar diez años hasta que se le volviera a ocurrir una idea tan buena! Los demás ya estaban ganando dinero por todas partes. Ese era el hueco en el que introducirse. Podían ponerse como quisieran, insultarlo llamándolo mal amigo, que él se metería. Y los arrastraría consigo, y los llevaría a las alturas con él, y ellos acabarían comprendiendo quién era su verdadero amigo.

¡Kurfürstenstrasse 86! ¡Maldita fuera su estampa, se había pasado catorce edificios! Bueno, era preferible pasarse a no llegar, mejor superar la meta que quedarse tirado antes. Al día siguiente, a las diez en punto, su carro se detendría ante la estación de Stettin, con dos caballos de primera y el cartel de la Compañía Berlinesa de Transporte de Equipajes Siebrecht & Flau. No tenía intención de ocultar con pintura el apellido Flau. ¡La susceptibilidad de semejantes compañeros le importaba una mierda! ¡Y ahora a cargarse a la espalda la maleta más pesada y subir por la escalera de servicio hasta las estancias del capitán de caballería! Lo más pesado siempre primero, porque a continuación todo sería más fácil. Cuando cargó la segunda maleta, sintió una mirada sobre él. El señor capitán de caballería, vestido con un batín cerrado con cordones, lo miraba, pensativo, desde el balcón.

—¿Qué ha sido de tus amigos? —preguntó desde arriba.

—¡Tienen otras cosas que hacer! —contestó, irritado, porque el capitán de caballería había vuelto a pillarlo. Gracias a Dios, no sabía lo que significaba que los amigos tuviesen otras cosas que hacer.

—¿Quieres que mande a alguien para echarte una mano? —preguntó el capitán de caballería.

—¡No, gracias, puedo solo!

—Como quieras —contestó el hombre con tono muy amable mientras seguía contemplando la lucha de Karl con la maleta.

El chico, irritado, volvió a enfadarse porque el capitán de caballería lo miraba impasible, sin insistirle para que aceptase la ayuda, a pesar de que la había rechazado y seguiría rechazándola en lo sucesivo. ¡En eso era un experto!

Cuando depositó la segunda maleta en el dormitorio, delante de la señora, el señor Von Senden entró pavoneándose con sus largas piernas, las manos en los bolsillos, levantándose un poco los pantalones, dejando ver unos calcetines de color gris paloma que asomaban por unos zapatos de gamuza de color maíz con botones.

—En fin, hijo mío. Es muy trabajoso para un joven cargar maletas en solitario, ¿no?

—Me las arreglaré —contestó Karl Siebrecht, disponiéndose a irse.

El capitán de caballería se lo impidió con una seña.

—Déjalo, Karl —le indicó—. El portero está subiendo el resto. —Y, dirigiéndose a su esposa, añadió—: Este es el joven con el que tanto se enfadó tu hermano, Ella.

La mujer apretó la boca durante un instante.

—Me lo imaginaba, Bodo —dijo.

El capitán de caballería sonrió. Antes de que su mujer pudiera añadir nada, preguntó:

—¿El incidente en Neues Tor transcurrió de manera satisfactoria, Karl? Porque tengo la impresión de que tuvisteis un altercado.

—Sí, sí, todo en orden —contestó escuetamente. El capitán de caballería se limitó a asentir con una inclinación de cabeza. No parecía esperar información más detallada. Sacó del bolsillo un portamonedas de perlitas verdes entretejidas—. ¿Cuál es la tarifa, hijito? —preguntó.

—Dos marcos con veinticinco —respondió Karl.

—Lástima que no haya venido alguno de tus amigos —comentó el capitán de caballería mientras contaba el dinero—. Le habría dado propina, a ti no me atrevo a ofrecértela.

—Yo también acepto propinas —replicó el joven, altanero—, pero no de usted.

El señor Von Senden se limitó a asentir.

—Justo lo que me figuraba —replicó, impasible—. Aquí tienes tu dinero, Karl; cuéntalo, por favor… No he añadido a escondidas ni un céntimo para hacer cambiar tus sentimientos hacia mí. —Su ironía era sencillamente repugnante—. Hasta la próxima vez que nos veamos, Karl, confío que en circunstancias más felices. —Karl estaba tan furioso que le habría gustado pegarle.

—Adiós —se limitó a decir.

Esta vez no le tendieron una larga mano aristocrática, fuera por la presencia de la mujer de ojos oscuros o por pura casualidad. Karl Siebrecht se marchó.

Entretanto, Kalli Flau se había hartado de escupir al canal Landwehr y su furia se había desvanecido. Karl se había merecido un buen repaso, llevaba mucho tiempo sin comportarse como un verdadero amigo, sobre todo con Rieke. Esta se mataba a trabajar de la mañana a la noche, pero a Karl le parecía lo más natural del mundo. ¡Podía ser muy grosero cuando un plato no estaba bien fregado! ¡Dios, el bueno de Karl habría tenido que estar en el Emma, el arrastrero del capitán Rickmer, para que se desvaneciese su arrogancia! Allí jamás se veía un cacharro de cocina sin escamas de pescado. Pero Karl era un finolis, y seguramente seguiría siéndolo a pesar de las broncas. Tener por amigo a un tipo tan fino tenía sus ventajas. Nunca se mostraba ordinario; se comportaba con pulcritud, jamás contaba chistes soeces, ni se emborrachaba. Se aseaba por la mañana y por la noche, y podía hacer comentarios muy desagradables cuando uno no era muy riguroso al lavarse los dientes, o si de repente, al levantarse la manga de la chaqueta, mostraba un borde grisáceo de suciedad. Kalli Flau, que ahora caminaba bamboleándose por el Tiergarten hacia la estación de Lehrte, mientras silbaba enfrascado en sus pensamientos, comprendía que la afectación de Karl Siebrecht tenía su lado bueno. Fino…, pues muy bien, que fuera tan fino como quisiera, ese bicho raro que se ponía tres camisas limpias a la semana y que encima exigía un camisón por la noche después de lavarse de la cabeza a los pies. Él nunca manchaba de verdad una camisa… ¡Todo eso entrañaba una colada innecesaria para Rieke! ¡Y después todos esos melindres con las uñas, ese continuo hablar de ribetes negros! Pero si hasta arremetía contra la pequeña Tilda con una navaja para limpiárselas. ¡Qué importaba el aspecto de las uñas de un niño! Tilda se pasaba la vida arrastrándose por el suelo, por lo que al momento las uñas volvían a estar como antes. Pero Karl Siebrecht insistía en que lo importante era habérselas limpiado, no que se manchasen inmediatamente después. ¡Todo eso era de lo más ridículo! Kalli Flau lanzó un salivazo a un alegre crocus amarillo del césped, describiendo un arco elevado, y acertó. Dicho sea de paso, a él tampoco le dejaban escupir, al menos dentro de casa. ¡Karl no toleraba ni siquiera la escupidera! Y encima esos infernales aspavientos cuando alguien se llevaba el cuchillo a la boca. Al principio ellos, los cuatro que estaban allí, el viejo Busch, Rieke, él, Kalli, e incluso la pequeña Tilda, no entendían lo que pretendía y comían con el cuchillo con absoluta naturalidad. ¡Cuatro contra uno! El cuchillo era necesario, el tenedor podía serlo, pero no lo era. Sin embargo, Karl había impuesto su opinión a los cuatro. Rieke comía ahora igualito que Karl, manejaba el tenedor como si escribiera con un portaplumas encima del plato. ¡Pero lo de Rieke…! Ella era quien peor lo pasaba, pues era a la que más solía criticar Karl. Si a mediodía todavía llevaba puestas sus zapatillas, comenzaba a dar la tabarra: ¡Menudo abandono! ¡Se estropearía los pies con esas eternas zapatillas de fieltro! ¡Seguramente quería tener los pies planos! ¡Dios, qué mentecato! ¿Acaso no se daba cuenta de que la pequeña Rieke se esforzaba muchísimo por estar limpia y guapa, de que se ponía un lacito, se alisaba el pelo, se lavaba las manos antes de comer… únicamente para gustarle? La verdad era que la chica se desvivía por su Karl Siebrecht. ¿Acaso estaba completamente ciego? Al mediodía o por la noche llegaría a casa y le contaría a Rieke con pelos y señales toda esa discusión de memos y su magnífica empresa de transportes, precisamente a la pequeña Rieke, que bastante carga soportaba de por sí. Eso no podía ser. Kalli Flau frunció el ceño y reflexionó a fondo. Primero tenía que resolver el asunto con Karl, había que enterrar esa riña. No, no era tan difícil, la gente discutía, se decía lo que pensaba y después hacían las paces.

Kalli Flau llegó a la estación de trenes de largo recorrido de Lehrte muy animado y sin el menor enfado hacia su amigo finolis. Buscó al viejo fuera y en el vestíbulo, y al final lo encontró en un banco en la estrecha franja verde de un lateral de la estación. Kürass, que se había sentado allí complacido para disfrutar del cálido sol de abril, estaba apaciblemente adormilado, agotado por las emociones de esa mañana. En su amplia frente arrugada de anciano se veían gotitas de un sudor suave, tenía su gorra roja a su lado. El pulido rótulo de latón que rezaba «Mozo n.º 77» refulgía a la luz del sol. Kalli se sentó en el banco junto al viejo, se quitó la gorra y dejó que el sol del mediodía caldeara su cuerpo. Al cabo de un rato comenzó a aburrirse y tomó la gorra roja del viejo. La verdad era que era preciosa. A Kalli le habría gustado llevar una igual. ¡Le habría garantizado la existencia con unas ganancias fijas! Se puso la gorra. Le sentaba de maravilla. Se mantenía tan firme en su cabeza cubierta de cabellos espesos y negros como si estuviera hecha para él y no para ese otro cráneo calvo, flaco y viejo. Kalli Flau se levantó y deambuló de acá para allá con la gorra roja. Le habría gustado verse con ella, no descartaba llevarla algún día. Podía correr hasta Kronprinzenufer y contemplar su reflejo en el Spree. Pero el agua, que solía estar sucia y llena de manchas de aceite, sería un mal espejo para una gorra tan bonita. Entonces cayó en la cuenta de que en la sala de espera había espejos. Fingiría que tenía que ir a recoger un equipaje, en la estación de Lehrte apenas lo conocía nadie.

Cruzó, pues, la plaza para dirigirse a la estación. Pero aún no había llegado cuando un hombre increíblemente gordo lo detuvo.

—¡Caramba, mozo, menuda suerte haberlo pillado! Tenga mi equipaje. Llévelo al rápido de Hamburgo, sale dentro de cuatro minutos. Yo iré deprisa a comprar el billete. ¡De segunda, fumador, asiento de ventanilla!

—Oiga… —comenzó a decir Kalli Flau.

Pero el gordo ya había salido pitando. Corriendo con increíble ligereza y balanceando su barriga en el pantalón flojo, cruzó la plaza y desapareció en el interior de la estación.

—Oiga… —repitió Kalli.

Había intentado decirle al hombre que no era un mozo, y que además los mozos no transportaban el equipaje al andén, pues ese cometido lo desempeñaban los mozos de equipaje, los de chaqueta verde y gorra negra. Pero no le había dado tiempo, el gordo había sido rápido, tenía prisa por tomar su tren… ¡Y es que aquel era un día nefasto! Suspirando, Kalli cargó con las dos maletas, firmemente decidido a entregárselas al primer mozo de equipaje que divisara en el vestíbulo.

Pero no vio a ninguno. Allí reinaban las prisas y las carreras habituales antes de la partida de un tren de largo recorrido. Mientras Kalli escudriñaba a su alrededor —apenas pensaba ya en la gorra roja que llevaba en su cabeza, sino solo en las maletas de las que quería librarse—, se presentó de nuevo el gordo al galope.

—¡Deprisa, deprisa, mozo! —gritó—. ¡Que vamos con la hora pegada al culo! Pensé que me habría buscado un sitio hace mucho. —Y se lanzó delante de él para pasar por la barrera.

A Kalli no le quedó más remedio que seguirle. El revisor, sin fijarse casi en él, lanzó una ligera ojeada a la gorra roja. Kalli Flau corría por el andén detrás del gordo, que trotaba presuroso a lo largo del tren. El gordo se precipitó dentro de un vagón.

—Quédese fuera, hombre, páseme las maletas por la ventanilla —dijo, y al momento su cabeza asomó por la ventanilla de un compartimento—. Ya ve —dijo radiante—, al final he conseguido un asiento de ventanilla. El compartimento aún está vacío. Bueno, páseme las maletas. —Las subió jadeando a las redes, después echó un vistazo al reloj de la estación—: Pero ¿esto qué es, Dios mío? Si todavía faltan ocho minutos para la partida. ¿Por qué no me lo ha dicho, hombre? ¡Podría haberme ahorrado las carreras!

Pero ya era demasiado tarde para explicaciones.

—Yo solo soy un mozo de cuerda, caballero —informó Kalli Flau—. No soy un mozo de equipaje de esta estación. ¡No conozco el horario de estos trenes!

—¡Pues claro! —El gordo rio—. Debería haberme dado cuenta de que es usted mozo de cuerda y no de equipajes. ¡Lo mismo da, tan amigos! De todos modos, ha efectuado usted una carrera magnífica con esas dos maletas tan pesadas. ¿Basta con dos marcos?

—¡Es más que suficiente! —replicó Kalli Flau riendo—. Un marco ya es mucho. La tarifa sería sesenta céntimos.

—Acepte los dos marcos. Voy a ver a mi prometida, ¿sabe? —Kalli Flau se asombró de que tipos tan gordos se prometiesen, sobre todo de que encontrasen novia—. ¡Ay, Señor, el hombre de las flores todavía no ha llegado! Es que encargué a un hombre que me trajera flores al tren —dijo acechando a su alrededor—. ¡Gracias a Dios, ahí viene!

Kalli Flau, en lugar de dar gracias a Dios, maldijo al gordo, a sus prisas, a las maletas, a la novia de Hamburgo, pero sobre todo ¡a las flores! ¿Por qué no compraría el gordo sus flores en Hamburgo, por qué cargaba con ellas desde Berlín, para que se le pusieran mustias durante el trayecto? Naturalmente, nada más llegar a Hamburgo, todavía en el andén, tenía que entregar las flores, precisamente por ser tan rematadamente gordo. Los gordos necesitan hacerlo con flores. Y con dulces, seguro que también llevaba dulces en las maletas…

Todo esto le pasó a Kalli por la cabeza, mientras pensaba en cosas diferentes, muy diferentes. Esto va mal, pensó, rematadamente mal. ¡Esto ya se ha ido a la porra! ¿Qué dirá Karl Siebrecht? ¡Ese tipo ya me ha visto!

—Bueno, muchas gracias, caballero, y buen viaje —dijo en voz alta mientras se quitaba la gorra roja, la bajaba mucho y no volvía a ponérsela…

Mientras, a su lado, el maldito Kiesow decía:

—Aquí tiene las flores, caballero. Uno veinte, por favor. ¿No lo llevará justo? Es que tengo algo que hacer todavía.

¡Hay que largarse!, pensaba Kalli. ¡Tengo que irme de aquí! Y después pensó: Ya es demasiado tarde. Me ha visto. Será mejor que me las entienda con él ahora, antes de que lo pregone a los cuatro vientos. Ay, ¿qué dirá Karl? Yo pensando que él no deja de cometer errores, y ahora yo he cometido el más grande de todos…

—¿Qué? —dijo el mozo 13 con tono desafiante al falso mozo 77—. Ahora sí que os hemos pillado, ¿eh? —Y como el otro callaba, añadió—: Ven conmigo, nos presentaremos los dos ante el jefe de estación, ¿vale?

—¿Qué le importa esto al jefe de estación, Kiesow? —preguntó Kalli—. Podemos solucionarlo entre nosotros, ¿no crees?

—¿De veras? —preguntó el mozo mirando pensativo a Kalli. Y después—: Vuelve a ponerte la gorra, número 77. ¿Dónde está el otro?

—¿El abuelo Kürass? Sentado en un banco delante de la estación, durmiendo. Por eso llevo la gorra. Se la he quitado mientras dormía.

—¡Y una mierda! —replicó el señor Kiesow escupiendo—. Me refiero al otro, al asqueroso.

—¡No está aquí! ¡Ese no sabe nada de todo esto!

—¡Vete con ese cuento a tu abuela! ¿Cuánto tiempo lleváis funcionando a pleno rendimiento?

—¿A pleno rendimiento?

—¡Con el de la gorra! ¡Mira que quitarnos los clientes con la gorra del viejo Kürass!

—¿No te estoy diciendo que ha sido una casualidad? Me he puesto la gorra únicamente porque el viejo se ha quedado dormido. Y después he querido verme en el espejo de la sala de espera para ver cómo me sentaba, porque pienso que tal vez llegue a ser mozo algún día…

—¡Piensas!

—Y entonces vino el tipo ese corriendo con su equipaje y tenía mucha prisa, creyendo que perdía el tren. Pero su reloj iba mal…

—¡Vamos, tío, déjalo!

—¡Pero es que es la verdad, Kiesow!

—¡Ya entiendo, ya, lo que es verdad!

—Te lo digo en serio. ¡Créeme, Kiesow!

—Pues no te creo. —Kiesow meditaba con aire sombrío—. Si pudiera echar el guante a los demás, te dejaría marchar. No tengo nada contra ti, me pareces un tipo legal…

—Te aseguro que el otro no está aquí. No tiene nada que ver con esto. Tú mismo lo viste con las maletas en Neues Tor, Kiesow. Fue a llevarlas a Kurfürstenstrasse.

—¿Y por qué tú no? ¡Si ibais juntos!

Kalli Flau meditó unos instantes. Lo principal era que Karl no se viera implicado en el asunto. Él ya se las arreglaría, con él no estaban tan furiosos.

—He reñido con él, Kiesow.

—¿Qué? ¡Mientes otra vez! ¡Solo quieres sacarlo de apuros!

—¿Por qué no me crees, Kiesow? Yo nunca te he mentido.

—Pues acabas de contarme un montón de trolas.

—Es la pura verdad. ¡En serio, Kiesow! Pregunta a Kürass. Si no está dormido, andará buscando su gorra como un desesperado, y tendrá la mía a su lado en el banco.

—¿Y el otro? ¿Dónde anda?

—Ya te lo he dicho, en Kurfürstenstrasse.

Kiesow volvió a reflexionar.

—Bueno, entonces ven —dijo al fin—. Ponte la gorra y aparta la cara cuando pases por la barrera.

Durante su conversación el tren había partido, y ellos cruzaron la barrera con los últimos. Cuando pasaron, Kiesow se volvió hacia el chico y le susurró:

—Si te llegan a echar el guante, no te libra de la cárcel ni la caridad. Te has hecho pasar por mozo y no has pagado al ferrocarril el billete de andén. ¡Eso no lo perdonan!

—Has sido muy amable sacándome del apuro, Kiesow.

—Yo no te he sacado de nada, eso ni se te ocurra pensarlo. Todavía estás en apuros; como me hayas mentido, juraré que has estafado al ferrocarril.

—No te he mentido, Kiesow.

—Bueno, eso ya lo veremos.

Salieron por el portal de la estación. Y justo enfrente, junto a la franja ajardinada, estaba Karl Siebrecht con la carretilla del viejo Kürass. El abuelo, delante de él, con la gorra de Kalli en las manos, hablaba quejoso con el chico.

—¡Maldita sea tu estampa! —le espetó Kiesow—. Nunca se me habría ocurrido pensar que fueras tan mentiroso, Kalli.

En ese mismo instante, Kalli Flau comprendió que ahora tendría que pelearse de veras con Karl Siebrecht para que Kiesow, el mozo 13, se lo creyera. Si no, perderían su puesto para siempre en todas las estaciones, y encima él iría a la cárcel, lo que no beneficiaría a nadie. Abalanzándose sobre el abuelo Kürass, lo apartó de Karl de un empujón y gritó:

—No vuelvas a hablar nunca con este tipo, abuelo. Este hace los portes con tu carretilla y después se queda con la pasta. ¡Y con su maldito piquito orgulloso es el único culpable de que ya no podamos ayudarte más, abuelo! Contra mí no tienen nada, Kiesow acaba de decírmelo. Puedo ser mozo sin problemas, pero tú lo echas todo a perder, Karl, con tu presunción. ¡He terminado contigo! ¡Ya te he dicho claramente en Hofjägerallee lo que pienso de ti! ¡A la mierda! ¡Vete a hacer puñetas, Karl!

Y cuanto más veía palidecer a su amigo por los insultos, más alzaba la voz, porque tenía que convencer a Kiesow o todo estaría perdido. Pero al mismo tiempo pensaba: Dios mío, qué desgraciado parece, esto jamás volverá a arreglarse, Karl no me lo perdonará nunca…

—¿Tú me dices eso, Kalli? —preguntó Karl Siebrecht en voz muy baja, cuando su interlocutor ya no pudo seguir gritando—. ¿Y llevas puesta la gorra roja? ¿Mozo por la gracia de Kiesow?

—¡Sí! ¡Seré mozo! —exclamó Kalli asintiendo; y, para rondar la perfección, añadió—: ¡Eso es mejor que tus ridículos transportes!

—¡Cerdo! —replicó Karl Siebrecht, y tras escupir delante de él se marchó.