Discusión con Kalli Flau
Media hora después, el herrero había reparado la rueda de la carretilla y al abuelo se le había enviado a la estación de Lehrte. Para que se sentase con calma un rato a disfrutar de ese solecito tan agradable, delante del vestíbulo, y se le pasase el susto sudando. Ellos se encargarían de llevar la carretilla, y el resto también se solucionaría.
Habían bajado por Invaliden y por Paulstrasse, y cruzaron frente al palacio Bellevue adentrándose en el Tiergarten. Los árboles aún estaban desnudos, pero a la luz del sol sus líneas parecían más suaves, como si la savia en ascenso redondease las ramas. El césped, sin embargo, estaba verde, y por todas partes brotaban de él los cálices de los crocus, formando ramilletes amarillos, lilas y blancos. Hasta entonces los dos habían tirado muy deprisa, como si desearan recuperar el tiempo perdido, pero luego aminoraron el paso. Al final, Kalli dejó de empujar por detrás y se colocó adelante, con Karl. Tras apoyar una mano en la vara, dijo:
—Más despacio, Karl. Ahora un cuarto de hora más o menos tampoco importa demasiado.
—Tienes razón —reconoció Karl, caminando lentamente—. Disfrutemos del sol. Ya vendrán bastantes días malos en abril, ¡a Dios gracias!
—¿Por qué dices a Dios gracias?
—Porque con mal tiempo esos tipos usarán más nuestro carro que con buen tiempo.
Kalli calló un momento.
—Hablas de «nuestro carro», Karl —precisó—. No me lo tomes a mal, pero hasta ahora no me has contado ni media palabra de ese asunto. —Calló de nuevo, y luego añadió—: Y seguramente tampoco a Rieke.
—No, a ella tampoco —admitió Karl, ruborizándose—. ¿Sabes? —dijo intentando disculparse—, no quería contároslo hasta que llegase el momento. No me gusta perder el tiempo con chismorreos. Y luego se me ha escapado de repente, antes de haber hablado contigo. Esto me irrita profundamente.
—Yo no habría perdido el tiempo con chismorreos —contestó Kalli—. Sabes muy bien, Karl, que yo participo en todo lo que haces. Puedes fiarte de mí. Pero no hablemos más del tema. ¿Qué quieres hacer?
Karl Siebrecht se lo explicó. Y volvió a acalorarse. Y a pronunciar la palabra cenutrio. ¡Todo el que no entendiera que ese nuevo arreglo era ventajoso para todos era un cenutrio! Kalli Flau no lo era: lo entendió en el acto. Pero lo que más le interesaba era de dónde iba a sacar Karl el caballo y el carro. ¿Había conseguido algún contrato en firme?
—Caballos —informó con énfasis Karl Siebrecht—. No un caballo… caballos. Tiene que causar un efecto inmediato, o nadie morderá el anzuelo. Es decir, todavía no he cerrado ningún trato, primero quería comprobar la reacción de los mozos.
—¿Y cómo ha ido todo, Karl? ¿Tú qué opinas?
—Mal —reconoció Karl Siebrecht.
—¿Y el encontronazo de hace un rato con Kiesow, ha sido perjudicial o beneficioso? El poli ha dicho que tiene que llegar a un arreglo con nosotros.
—Con el abuelo —lo corrigió Karl—. A él lo despachará pronto, le dará un marco y problema resuelto. Pero con nosotros estará más que furioso, es decir, conmigo.
—Seguro que conmigo también, yo incluso lo amenacé con darle una paliza. Pero dijiste que no querías denunciarlo.
—Todo eso da igual. ¡A ti te aprecian, y a mí no me traga nadie, el diablo sabrá por qué! —Y tras una corta reflexión, añadió—: Bueno, yo sí sé por qué.
—¿Por qué, Karl?
—¡Porque soy más listo que ellos! Eso los saca de quicio, por eso no me tragan. —Miró desafiante a Kalli Flau, y al ver que callaba, le preguntó—: Bueno, Kalli, ¿tengo o no tengo razón?
—Ay, Karl… —dijo Kalli antes de enmudecer.
—¿Qué significa eso? ¿Tengo o no tengo razón?
—Por supuesto que no, Karl. Hay un montón de gente más lista que los mozos de la estación de Stettin. Eso lo saben ellos de sobra y además les parece perfecto, por eso no se enfurecen con los más listos. Pero…
—Pero ¿qué? —preguntó Karl Siebrecht impaciente, al ver que Kalli se callaba.
—¡Si te lo digo, Karl, te vas a enfadar!
—Te aseguro que no lo haré, Kalli.
—Sí que lo harás.
—Seguro que no, palabra de honor, Kalli.
—Bueno, como quieras. ¿Sabes, Karl? Eres muy arrogante con la gente. Con todo el mundo, Karl, no solo con los mozos. También con Rieke y conmigo.
—Pero si a vosotros nunca os he tratado… —empezó a decir Karl, ofendido.
—¡Claro que sí, Karl! Muchas veces nos has dejado ver lo tontos que somos y lo listo que eres tú. Siempre piensas que no nos damos cuenta, pero sí que nos la damos. No tienes por qué insultar siempre a la gente tratándolos de cenutrios…
—¡Pero es que eran unos cenutrios, unos auténticos cenutrios!
—Oye, Karl, ¿crees que te echarán en cara que los llamases cenutrios? Ellos se dirigen insultos aún más gordos unos a otros: cabronazo, gusano asqueroso…, y no se pican por eso. Pero cuando los insultas tú…
—¿Lo ves? Es solo porque lo hago yo. ¡Porque no me pueden ni ver!
—Cuando los insultas tú, notan que los desprecias, y eso los ofende. Por eso todo te ha salido mal hoy, y por eso están tan furiosos contigo. Oye, Karl, todos sabemos que en el mundo hay pobres y ricos, tontos y listos, y nadie se escandaliza por eso. Pero si los listos, que siempre salen mucho mejor parados, empiezan a despreciar a los tontos, las cosas por fuerza saldrán mal, Karl.
Tras escuchar las palabras de su amigo, Karl Siebrecht guardó silencio largo rato. Ya habían llegado a Hofjägerallee, caminaban juntos muy despacio. La carretilla se deslizaba tras ellos con un suave gemido, y Karl Siebrecht se limitaba a sujetar las varas lo justo para mantener el equilibrio. Se sentía un poco avergonzado, la manera sencilla de hablar de Kalli resultaba muy convincente. Y, sin embargo, seguía pensando: ¡Pero tengo razón! Son unos cenutrios, y eso me parece despreciable. Aunque no debo permitir que se me note tanto… Eso no ha estado bien.
—Vaya, creo que te has enfadado, Karl —opinó Kalli.
—No, no, de veras que no, Kalli.
—¿Y por qué no dices nada?
—Porque estoy pensando.
—¿En qué piensas?
—Bueno, en nada en concreto. En una cosa no tienes razón, Kalli. Ya he reconocido que he empezado mal con los mozos. Pero que te desprecie a ti y a Rieke, eso no es cierto. A vosotros os quiero mucho. ¡Y tampoco sé cuándo he podido haceros sentir algo así!
Ahora fue Kalli el que calló.
—Dame un solo ejemplo de que os haya tratado con desprecio —lo apremió Karl Siebrecht.
—¡Bah, Karl! ¿Para qué hurgar en todo ese asunto? —se limitó a responder—. Son menudencias…
—¿Lo ves? ¡No sabes nada! —exclamó Karl Siebrecht—. Has hablado por hablar, y me parece mal por tu parte. Siempre he sido buen amigo vuestro, y ahora hablas así de mí. Quizá también hables así de mí con Rieke…
Al oír esas palabras de su amigo, Kalli Flau se detuvo. Sin darse cuenta, tiró con más fuerza de la carretilla, que en ese momento salía de Tiergartenstrasse para entrar en Friedrich-WilhelmStrasse. Kalli miró un par de veces a su amigo de reojo, se pasó la mano libre por la boca, tragó saliva y dijo con tono brusco:
—¡A veces te mereces una buena tunda, Karl!
—Pero ¿qué mosca te ha picado? —exclamó Karl Siebrecht mirando asombrado al chico—. ¿Acaso te falta un tornillo?
—¡No sé a quién le faltará un tornillo! —gritó Kalli, súbitamente rabioso—. ¿Pretendes tomarme por tonto? ¿Me vas a reprochar que cotilleo con Rieke acerca de ti? ¡Te voy a sacudir una que no se te va a olvidar en tu vida!
—Te aseguro que sigo sin entender qué es lo que quieres de mí, Kalli —exclamó Karl Siebrecht, que empezaba a comprender que era otro mal comienzo.
—¡Vaya, así que no lo entiendes, pedazo de cenutrio! —gritó Kalli Flau, invadido por una súbita ira—. ¡Pues te lo voy a decir, zopenco! ¿Con qué piensas poner en marcha tu maravillosa empresa? ¿Con qué piensas pagar los caballos y el carro, eh?
—Pero, Kalli, tú sabes… —dijo Karl Siebrecht, completamente desconcertado— que hemos ahorrado dinero. Ayer eran cien marcos justos…
—Vaya, vaya, así que hemos ahorrado dinero, ¿eh, mentecato? —vociferó Kalli, cada vez más rabioso—. ¡Tú has ahorrado dinero, tú te has apoderado de nuestro dinero, eso es, y después vas y le cuentas a todo el mundo tu colosal empresa de transportes, pero a Rieke y a mí, a nosotros no nos preguntas absolutamente nada! Ni siquiera habrías tenido que preguntarnos, solo habrías debido contárnoslo…, ¡ninguno de nosotros habría dicho una palabra en contra! ¡Pero eres tan fino, tan fino que no puedes soportar los chismorreos! ¿A eso llamas amistad? ¿Y me vienes a mí con reproches? ¡He hecho siempre lo que tú quieres sin rechistar! ¡Pero a ti jamás se te ha ocurrido preguntarnos siquiera si nos parecía bien lo que ideaba tu cerebro privilegiado! ¿Sabes una cosa, Karl? Eres el mamarracho más orgulloso de todo Berlín, y si continúas así, pronto tendrás que buscar a tus amigos con lupa. ¡Porque no encontrarás ninguno, ni a Rieke ni a mí! —Tras ese estallido violento, Kalli volvió a mirar rabioso a su amigo, escupió con fuerza y dijo con desdén—: ¡Bah, todo esto es una mierda! —Y siguió tirando con fuerza.
Karl Siebrecht, sin embargo, estaba tan consternado por la inesperada sublevación de su partidario más leal que en un primer momento, incapaz de pensar con claridad, se limitó a decir al buen tuntún:
—A ti te lo habría contado todo, Kalli, pero Rieke siempre habla por los codos y…
Se equivocó de medio a medio. Kalli Flau, furibundo, dio un salto, agitó los puños ante su nariz y vociferó:
—¡Atrévete a repetir eso, mentiroso! ¡Mira que hablar mal de Rieke! ¿De qué piensas vivir durante los próximos días con tus estupendos transportes si no ganas dinero, eh? ¡Pues de Rieke! Y pretendes decir que…
—Solo he dicho que Rieke habla un poco más de la cuenta…
—¡Cuando es necesario, Rieke sabe mantener la boca cerrada mejor que tú! ¡Tú solo la abres cuando no debes! Pero me he cansado de ti, Karl. ¡Esto ha sido la gota que colma el vaso! Ser amigo solo para decir sí y amén y obedecer…, ¡gracias, no me interesa! A partir de ahora dedícate solito a tus asuntos, que para eso prefiero irme al Emma con el capitán Rickmer. —Soltó la carretilla y se dirigió envarado, con las patas más tiesas que un gallo rabioso, hacia la acera.
Karl Siebrecht lo siguió con la vista. No le cabía en la cabeza lo que acababa de suceder, que todo hubiese terminado para siempre. No, la verdad era que aún no había terminado: Kalli Flau regresaba. Con los ojos entornados y una expresión despectiva, dijo:
—Como a ti, Karl, hay que decirte ex profeso estas cosas, que lo sepas: no pienso hablar con Rieke ni una palabra de todo este asunto; lo mejor será que se lo cuentes tú mismo. ¡Y que te diviertas mucho haciéndolo!
Escupió de nuevo. Luego, alejándose de la carretilla y de su amigo, se encaminó hacia el puente de Hércules. En el último rato los chicos no habían avanzado mucho, pues en los momentos más crispados de su conversación casi siempre se habían detenido. Kalli Flau se acercó a la barandilla del puente, apoyó en ella los brazos y empezó a escupir al canal Landwehr, una señal de lo que opinaba de este mundo y de sus habitantes.
Karl Siebrecht se colocó el cinturón de arrastre y puso la carretilla de nuevo en marcha. ¡Qué pesada le pareció de pronto, ahora que tiraba en solitario de ella! Cuando llegó a la altura de la espalda de Kalli, se detuvo y llamó, primero a media voz, después con toda su fuerza:
—¡Kalli! ¡Kalli Flau!
Al final Kalli se volvió, pero solo a medias. Al mismo tiempo hizo ese movimiento desafiante típico de navegantes y de ciudades portuarias, tras lo cual se volvió de nuevo hacia el canal y reanudó sus escupitajos.
—¡Vale, pues no! —exclamó con insolencia Karl Siebrecht mientras echaba a andar, solo, hacia Kurfürstenstrasse 72.