Encontronazos
Kalli Flau tocó en el hombro a Karl Siebrecht:
—¡Eh, tú! —dijo—. ¡Ven! He pillado una carga estupenda para el oeste, cinco maletas y veinte cajas. O tal vez diez. ¡Y un bulldog imponente, genuinamente inglés! ¡Menudo perro! ¡Se me ha tirado inmediatamente al trasero! Pero ¿dónde está el abuelo?
—¿Una carga para el oeste? La verdad es que ahora no quería yo… Bueno, si ya la has pillado, no hay nada que hacer. Lo demás también podemos hablarlo por la tarde. Vamos, abuelo, empuja tu carretilla hacia la salida.
—¡Por Dios, chico! —comenzó a lamentarse el abuelo—. ¡Pa qué lo harías! ¡Están tos que trinan contigo, te van a zurrar la badana, eso pues jurarlo por lo más sagrao! Y to ¿pa qué? Teniendo tus buenas ganancias…
—¡Deprisa, Kalli! —Karl Siebrecht no estaba dispuesto a seguir escuchando ese gimoteo—. ¿Dónde están las maletas?
—En el vestíbulo. ¿Qué le pasa al abuelo? ¿Qué es lo que has hecho, Karl? ¿Has discutido con los demás? Si quieren darte una paliza, yo también quiero participar.
—Luego te lo cuento, Kalli. ¿Son estas las maletas? ¡Pues no está nada mal! Buenos días, caballero. ¿Dónde hay que llevarlas? ¡Uy, perdone! Buenos días, señor capitán de caballería.
El señor Von Senden y Karl Siebrecht volvieron a verse en medio del gentío de la estación de Stettin.
—¿Lo ves? Siempre nos encontramos, Karl. —El capitán de caballería tendió la mano al chico con una sonrisa—. ¿Así que ahora te has hecho mozo de equipaje? ¿Cuándo volveremos a vernos la próxima vez? ¿Qué serás entonces?
El chico estrechó rápidamente la mano y se agachó hacia las maletas.
—Ya lo sé, Kurfürstenstrasse, 72 —dijo.
Pero en ese momento recibió un empujón tan fuerte que se tambaleó. Kiesow, el mozo de cuerda número 13, gritó:
—¡Ya te estás largando ahora mismo, maldito granuja! ¡No se te ha perdido nada por aquí! Disculpe, caballero —dijo al capitán de caballería—, pero este chico no está autorizado a cargar equipajes aquí. No son más que golfos, vagabundos, no les confíe una sola maleta, ahora mismo se irá. ¡Ay, maldito perro!
El bulldog inglés sujeto por la correa de la mujer, la señora Von Senden, de soltera Kalubrigkeit, había dado un salto y atacado al belicoso mozo. El capitán de caballería sujetó la correa con fuerza.
—¡Down, Daisy! —ordenó. Y levantando la voz —:¡Down, te digo, Daisy! —Y con suavidad, dirigiéndose al mozo—: Se equivoca usted, amigo mío, este chico está autorizado para admitir mi equipaje, es digno de confianza. Además, es mi amigo. ¿No es verdad, Karl?
El mozo número 13, Kiesow, miraba furioso a ambos, muy inseguro de lo que se estaba pasando allí. Pero no tenía nada contra ese viajero con su abrigo de cuadros enormes, auténticamente inglés. No tenía aspecto de ser cómplice de ese golfo. Así que, tocando ligeramente la placa de su gorra, replicó malhumorado:
—Entonces, perdone, yo solo pensaba… —Y se marchó, no sin dirigir a Karl Siebrecht una mirada que no auguraba nada bueno.
—¿Tendré que permanecer mucho tiempo aquí, Bodo? —preguntó mordaz la mujer, de soltera Kalubrigkeit—. ¿O has acabado ya de hablar?
—Solo un momento —contestó el capitán de caballería. Y dirigiéndose a Karl Siebrecht—: Bueno, entonces nos veremos en Kurfürstenstrasse. Vamos, querida. —Y se alejó con ella, adelantándose un poco, mientras el bulldog empujaba su hocico hendido contra las perneras del pantalón.
—¡Deprisa, Karl! —apremió Kalli—. ¡Esto me huele a chamusquina!
En efecto, no cabía ignorar que en el cielo se cernía una violenta tempestad sobre los dos chicos. Junto a las taquillas se veía al mozo número 13 hablando con vehemencia con un funcionario de la estación; cerca estaban otro par de mozos de equipaje verdes con talante muy hosco. Karl y Kalli cargaron con el equipaje. Tenían que llevárselo de una vez, no había más remedio, no podían arriesgarse a dejar algo en el vestíbulo. A Dios gracias, no era tanto como había dicho Kalli.
—Pero ¿qué les pasa hoy a esos? —susurró este—. ¡Cuélgame la sombrerera al cuello, Karl!
—¡Más tarde! —dijo Karl, colgándole la sombrerera al cuello.
—¿De qué conoces a ese finolis? —inquirió.
—¡Más tarde! —se limitó a responder.
Lograron salir del vestíbulo en paz. Junto a la carretilla de Kürass, el mozo Kupinski hablaba al viejo con insistencia. Al ver venir a los chicos, advirtió:
—¡Bueno, ya estás al corriente, Kürass! —Y contempló con ojos sombríos el equipaje que se acercaba bamboleante.
—¡Por los clavos de Cristo, Karl, cómo has podío decir eso! —se lamentó inmediatamente el abuelo—. To habría tenío un pase, ¿a qué cojones venía lo de «cenutrios»? Eso tenía que ofender a los señores.
—¡No me digas que los llamaste cenutrios, Karl! —exclamó Kalli Flau—. Eso es magnífico, Karl, esos cenutrios se lo han merecido de verdad.
Un rugido sordo brotó del pecho de Kupinski, que estaba escuchando.
Pero el abuelo continuó con sus lamentaciones.
—¡Y ahora vais a llevar to este equipaje! Ellos dicen que ya no pueo ir con vosotros. Dicen que van a hacer trizas mi carretilla. También dicen que me van a denunciar al gremio.
La expresión de Kalli Flau se tornó belicosa.
—Si se va a hacer trizas algo, será… —empezó a decir.
—¡Cállate, Kalli! —ordenó Karl Siebrecht. Y dirigiéndose a Kürass, añadió—: Llevarás esta carretilla con nosotros, abuelo. A partir de entonces, se terminó. Ya sabes que tengo otros planes.
—¡Ay, tú y tu dichoso carro! —rezongó el viejo—. ¿En qué se queará to? ¡Ellos no cargarán ni una maleta!
—¿Tienes un carro, Karl? —exclamó Kalli Flau entusiasmado, aunque poco hábil—. ¡Me parece magnífico! Entonces nos libraremos de todos los cenutrios. Transportaremos equipajes a…
—¡En marcha, Kalli! Y no chismorrees hasta estar informado.
El equipaje ya estaba cargado y atado. Siebrecht lanzó una inquisitiva mirada postrera al hosco Kupinski, que permanecía quieto. Pronto se decidió.
—Siento mucho que se me haya escapado lo de cenutrios —se disculpó—. No lo he dicho con mala intención. Llevo semanas reflexionando sobre este asunto, era imposible que vosotros pudierais entenderlo tan deprisa. Pero echad cuentas, y sabréis dónde está vuestro beneficio.
—Claro, claro —replicó el hombre, furioso—. Hablas porque te das cuenta de que te has caído con todo el equipo. Pero no nos tomes por tontos. ¡A esta estación no vuelves!
—De acuerdo, pero echad cuentas con calma —les recomendó Karl Siebrecht dirigiéndose de nuevo a su carretilla—. ¡Adelante, Kalli! ¡Con fuerza! ¡Vamos, abuelo!
El vehículo, gruñendo suavemente bajo el peso de las maletas del capitán de caballería, se puso en movimiento. Entre las varas, Kalli Flau, detrás Karl Siebrecht empujando, con el viejo Kürass trotando a su lado. De vez en cuando, y solo por una cuestión de honra, el mozo número 77 depositaba su mano en la montaña de equipajes, pero sin empujar. A cambio llenaba los oídos del muchacho con lamentaciones y reproches quejumbrosos. Al cabo de tres minutos, la cháchara se le antojó completamente intolerable a Karl Siebrecht, que intercambió su sitio con Kalli. Pero entonces resultó todavía peor: oía al viejo entonar sus lamentaciones ante Kalli e informarlo de lo sucedido, pero mal. Karl Siebrecht se maldecía a sí mismo y al abuelo: a sí mismo por no habérselo contado antes al amigo, y al viejo por ser un viejo, es decir, un charlatán, un llorón, siempre atemorizado. Finalmente, cuando le pareció que la cosa pasaba de castaño oscuro, se volvió, sin parar de andar, y gritó:
—¡Maldita sea mi estampa! ¡Maldita sea mi estampa! ¡Malditos seamos! ¡Como no cierres la boca ahora mismo, abuelo, te disecaré con mis propias manos y te meteré ahí, en el Museo de Historia Natural! —exclamó mirando por encima del viejo hacia los cristales altos y brillantes del museo.
¡Entonces se produjo un estruendo! La carretilla, junto con Karl Siebrecht, salió proyectada hacia un lado, y la montaña de maletas se tambaleó, se vino abajo y acertó al abuelo, que, con un profundo suspiro, quedó sentado sobre el pavimento… Al mismo tiempo agarraron a Karl Siebrecht por la pechera y lo sacudieron con fuerza de un lado a otro, mientras una voz iracunda gritaba:
—¡Lo has hecho a propósito, maldito granuja! ¿Es que no sabes circular como es debido, mocoso? ¡Has empujado mi carretilla a propósito! —Era de nuevo Kiesow, el mozo número 13, quien sacudía y gritaba de ese modo.
Kalli Flau había dejado al abuelo, que apenas había sufrido daños, sentado donde estaba, entre las maletas esparcidas por el pavimento, y había acudido deprisa en auxilio de su amigo. Agarrando los brazos del furioso Kiesow, le advirtió:
—¡Aparta esas zarpas o te sacudo!
Karl Siebrecht gritó enfadado:
—¡Lo has hecho a propósito, Kiesow! Has venido por detrás y me has echado a un lado. Además, es mi carretilla la que se ha roto, no la tuya.
—Caramba, ¿así que ahora también tienes carretilla? —le contestó a gritos Kiesow—. ¡Tú no tienes nada, salvo una boca desvergonzada! ¡Que alguien como tú quiera transportar maletas y las tire en medio de la calle! Esto pienso contárselo a los demás.
—Así que por eso lo has hecho, Kiesow —le contestó, iracundo, Karl Siebrecht—. ¡Ahora sí que te has delatado!
La ruidosa discusión había atraído, como siempre, a un montón de curiosos que disponían de todo el tiempo del mundo para detenerse y escuchar. El conductor de un coche de punto refrenó a sus caballos delante de las maletas desperdigadas y exclamó:
—¡¿Será posible?!
Un tranvía hizo sonar la campana con impaciencia. Un carruaje con dos tordos rodados de abundantes crines y larga cola se detuvo un momento, y el señor Von Senden contempló la discusión con sus ojos oscuros. Pero después volvió a reclinarse en el asiento, y los cascos de los caballos se alejaron trapaleando. Karl Siebrecht maldijo al destino, que hacía venir a ese hombre no deseado cuando él estaba discutiendo y en apuros. Se acercó un policía de uniforme azul y casco puntiagudo. Mientras caminaba, hurgaba en el bolsillo interior de su chaqueta para sacar su libreta de notas.
—¡Circulen, señores! —ordenó—. ¡Aquí no hay na que ver! ¡No puedo permitir aglomeraciones!
Era un sargento de mostacho gris y ojos como bolas con la zona blanca surcada por numerosas venitas rojas.
—¡Tiene que denunciar a este, señor agente! —dijo con tono vehemente el mozo Kiesow—. ¡No sabe circular! No paraba de mirar hacia atrás y al museo, en lugar de ver por dónde iba! ¡Se ha echado a posta encima de mi carretilla!
—¡Mientes, Kiesow! —replicó Kalli Flau, enfadado—. ¿Cómo puedo haberme echado encima a propósito, si miraba en la otra dirección? ¡Qué tontería! No, tú te has acercado por detrás y nos has echado a un lado adrede.
El policía contemplaba en silencio a uno y otro, sin mover la cabeza, virando muy despacio de acá para allá los ojos como bolas. En sus manos sostenía la gruesa libreta de tapas de hule sin abrirla.
—Bueno, ¿qué es lo que ha pasado? —preguntó sin aspereza a Karl Siebrecht—. ¿Quién tiene razón? ¿Este o ese?
—No lo sé —contestó el chico—. No voy a denunciar a nadie. Cuando discuto con alguien, lo arreglo a solas con él.
—¡De eso se trata! —gritó Kalli Flau vehemente—. Kiesow ya discutió con mi amigo en la estación de Stettin, porque piensa que le quitamos la clientela. Dice que somos tiburones. Pero nos limitamos a ayudar al abuelo…
Estas palabras centraron la atención general sobre el abuelo, que continuaba sentado en el pavimento, sumido en sus ensoñaciones. El golpe, que lo había obligado a sentarse, había sido demasiado fuerte para sus viejos huesos. Pero ahora, sentado aún entre las maletas, gritó:
—¡Son buenos chicos, señor agente, las cosas como son! Ayudan a un pobre viejo. Los colegas no quieren permitirlo, me han prohibío sin más a los chicos…, ¿y qué puede hacer un viejo sin ellos? ¡Dios, y ahora encima han roto mi carretilla! Kiesow, eso no has debío hacerlo, haz to lo que quieras menos eso, la carretilla no… —El tono de su queja, casi carente de reproche, el lamento puro y duro de un anciano colmado de preocupaciones, resultó convincente. Se oyó un murmullo de aprobación. Unas miradas iracundas se dirigieron a Kiesow.
Este comprendió lentamente que el asunto no se desarrollaba de acuerdo con lo esperado. Su cólera le había jugado una mala pasada.
—Él tiene que mirar por dónde va —murmuró, despechado—. ¡Yo no puedo mirar a todas partes! —dijo, y con esto pareció dar por perdida su causa.
El sargento también se había formado una opinión.
—¡Vamos, chicos! —dijo—. Ayudad al abuelo a levantarse. Empujad la carretilla al lado de la calle y poned las maletas encima. Esa rueda un poco rota, atadla con una cuerda para que aguante hasta la estación de Lehrte. Poco antes de la estación hay una herrería, allí os la arreglarán por unos céntimos. Y ahora… —¡Había llegado el gran momento! El agente había abierto su gruesa libreta y empuñaba el lápiz listo para escribir. Ahora solo se dirigía al mozo número 13, a Kiesow—. Y ahora, dígame, ¿tengo que multarlo o prefiere llegar a un acuerdo por las buenas con su colega?
—Ah, los céntimos esos… —dijo Kiesow, abochornado.
—No le pregunto por los céntimos, le pregunto si quiere llegar a un acuerdo con su colega.
—Eso no me importa —gruñó Kiesow.
—¡No le pregunto si l’importa o no, le pregunto por el acuerdo! —El policía levantó la voz, y con la pasión su tono se tornó inequívocamente berlinés.
—Bueno, vale… —contestó Kiesow.
—¿Qué significa «bueno, vale»? ¿Que tengo que multarlo?
—Eso no, señor agente. Si usted lo cree conveniente, quiero…
—¿Quiere llegar a un acuerdo con su colega o no? Conteste de una vez lo que quiere hacer, o le pongo ahora mismo una multa, y figurará pa siempre en sus papeles.
—Eso sí que no. Quiero, claro que quiero, señor agente.
—¿Llegar a un acuerdo?
—¡Pues claro! Estoy diciéndolo todo el rato.
—¡Bueno, alabado sea Dios! —dijo el policía guardándose la libreta en el bolsillo de la chaqueta con mucha parsimonia—. ¿Ha oído usté, abuelo? Él le indemnizará por los daños. Y si no lo hace, venga a verme, porque estaré toda la semana de servicio aquí, en Neues Tor. Mozo número 13, eso lo recordaré sin necesidá de anotarlo.