Un duro invierno
El día de abril, claro y cálido por el sol, parecía un día de verano anticipado. Los mozos, con sus gorras rojas, en número de seis o siete, estaban cómodamente sentados a la cálida luz en la zona occidental de la estación de ferrocarril de Stettin. Algunos desayunaban bocadillos, otros dormitaban. Era un cuarto de hora tranquilo entre dos trenes.
—Ahí viene Paule —dijo uno.
—¡Y con él regresan sus tiburones! —comentó otro.
—Sentado en su carretilla, se deja arrastrar —intervino un tercero meneando la cabeza—. ¡Que los guardias toleren algo así! ¡Si Kürass ya no da un palo al agua!
—¡Déjalo, hombre! —lo apaciguó el cuarto—. Que Paule está ya cerca de los setenta.
—¡Pues entonces que se jubile!
—¿Con una hija con tres críos? ¡Y con el yerno en la trena durante todos estos años! ¡Piensa que Paule tiene cinco bocas que alimentar!
—¡Pues así es imposible! —rezongó el otro—. ¿Es que esos jovencitos granujas son mozos de cuerda? No tienen licencia ni pagan impuestos. Que no se acerquen a nuestra estación. ¡Va contra la ley!
—Hablas por hablar. ¿Qué significa ley? El invierno ha sido duro y un joven tiene más hambre que un viejo.
Mientras tanto había llegado el carretón con el viejo Kürass. Kalli Flau ayudó a bajar al hombre de piernas anquilosadas, Karl Siebrecht empujó el carretón junto a los demás, colocándolo en el último lugar. Era el carretón más bonito, bien pintado de verde y con un rótulo flamante: MOZO N.º 77. PAUL KÜRASS. MÜLLER - STRASSE 87, INTERIOR. El viejo se había acercado a los otros mozos.
—¡Buena mañana tenemos hoy! ¡A ver qué tal se da la cosa! —Escupió en sus viejas manos nervudas, verdaderas garras de ave de presa—. No ha habío mucho trajín esta mañana, ¿verdá?
—No, Paul —contestó uno de los hombres con buen talante.
—Pero algo traerá el tren de Suecia, digo yo.
—¿Y qué pasa con tus tiburones? —preguntó otro, acalorado—. ¿Te has creído que vamos a tolerar esto eternamente, Paul? ¡No están en el gremio, Paul, y nos están quitando el pan!
Mientras, Karl y Kalli habían cambiado unos marcos.
—Bueno, yo me voy a la entrada principal, Karl —dijo Kalli.
—¡Pero ten cuidado de que no te pillen los verdes!
Los verdes eran los mozos de equipaje, unos enemigos de los chicos mucho más encarnizados que los mozos de cuerda.
—¡Que se cuiden ellos de que no los pille yo! —Kalli rio con despreocupación y echó a andar con las manos en los bolsillos. Aún llevaba su traje de marinero de enero. El atuendo había perdido gran parte de su belleza, pero el chico había ganado: parecía más fuerte, y la cara más afilada le proporcionaba un toque de seguridad. Los ojos oscuros miraban al mundo satisfechos y sin miedo. No se rendían ante nadie.
También Karl Siebrecht había cambiado y mejorado durante ese invierno: su cara había enflaquecido, pero sus hombros se habían ensanchado. Su cuerpo no tenía ni un gramo de grasa, pero sí abundantes músculos y tendones, hasta el punto de que ni siquiera una maleta de un quintal lo asustaba. Aún llevaba los pantalones de pana de su padre, pero la poco práctica cazadora había sido sustituida por una chaqueta de lana marrón un tanto raída. Antes la había llevado el viejo Busch debajo de su blusón de albañil. La nieve, la lluvia y el viento invernal habían curtido el rostro del chico, confiriendo a sus pómulos un saludable tono rojizo. Ahora, en el estudio de delineación del señor Kalubrigkeit sus dedos habrían manejado con torpeza la regla de dibujo y el compás, pero eran extraordinariamente hábiles con los picos de los sacos y las asas de las cestas. Karl Siebrecht se giró. Kalli Flau había desaparecido doblando la esquina de la estación. Karl miró a los demás mozos, que hablaban al viejo Kürass con vehemencia e insistencia. ¡No le costaba imaginar que hablaban de ellos, por supuesto, de los dos chicos, de la competencia ilegal! Pero no dirían lo mismo cuando se enterasen de lo que había decidido contarles ese día. Los miró a todos despacio uno tras otro: allí estaban los más importantes, aquellos que arrastrarían a los demás. Sobre todo Kiesow, el mozo número 13, su peor enemigo, el camorrista, no se lo pondría fácil. Karl Siebrecht hundió aún más las manos en los bolsillos del pantalón y movió los hombros: la chaqueta de lana le daba demasiado calor. El sol le quemaba a través de ella; al día siguiente la dejaría en casa. ¿Y qué se pondría en su lugar? No recordó que dispusiera de ninguna prenda apropiada. Bueno, ya encontraría algo, sobre todo nada de nervios. Ese invierno había surgido siempre algo, por desesperada que a veces pareciera la situación. No había sido un invierno placentero ni confortable, ¡qué va, ni mucho menos! Pero en ese invierno había podido demostrarse a sí mismo si valía para algo o era mejor esconderse detrás del mandil de la vieja Minna. ¡Las patatas cocidas sin pelar se habían convertido en una institución permanente, y el pan en un banquete! Ni siquiera ese día habían podido permitirse el lujo de hartarse de pan. Pero aunque Rieke se ablandaba alguna vez argumentando que tampoco importaba tanto un pan, Karl Siebrecht se mostraba inflexible: primero se pagaría la deuda del ingeniero jefe Hartleben. Nunca olvidaría la mirada de su esposa e hijos desde la cocina, como si fuera un ladrón que se llevaba el dinero del padre.
Rieke, con su sentido común y su conocimiento preciso de Berlín, había tenido —¡por desgracia!— razón: las barcazas de manzanas se quedaron en nada. Los chicos ganaron dinero con ellas uno o dos días. Después sobrevino una fuerte helada, el Spree se congeló, y las manzanas desaparecieron, el diablo sabe dónde; seguramente fueron a parar a los mayoristas y al mercado central. Durante unos días los chicos anduvieron por el mercado, pero allí no había nada que rascar; un día uno podía ganar un tálero, pero pasaba los dos siguientes cruzado de brazos. Fue necesario adoptar nuevas medidas de ahorro: Karl había renunciado a su lecho en casa de la viuda Bromme y ahora dormía en la cocina de los Busch. Pero Kalli Flau solía utilizar en absoluto secreto el cuartito de Felten como dormitorio, hasta que el señor Felten lo descubrió y lo puso de patitas en la calle. De todos modos era inevitable, pues el señor Felten había encontrado un repartidor por once marcos a la semana. Así que desde entonces los dos chicos durmieron juntos en la cocina. La máquina de coser había terminado empeñada en el monte de piedad, y los muchachos probaron fortuna con los carboneros, que con semejante frío tenían que atravesar una coyuntura muy favorable. Pero aquello no produjo beneficio alguno: la mitad de la jornada transcurría sin encontrar una partida, y los chicos siempre querían tener dos a la vez, porque no les gustaba separarse. Pero cuando encontraban algo, de repente no llegaban los vagones de carbón, y había que volver a pasar frío. Además, uno se ensuciaba la ropa de trabajo más de lo que sacaba del asunto: Rieke no hacía más que lavar. Febrero trajo nieve abundante, y los chicos se sumaron a los que paleaban nieve. Se trataba de una ocupación tranquila. La ciudad de Berlín era una patrona benigna, no exigía que las cejas de sus paleadores de nieve se mojasen de sudor. Pero era tan benigna como ahorradora, y los jornales de los paleadores no eran precisamente muy rentables. Además, esa labor no satisfacía las expectativas de los chicos; era, dicho sin rodeos, embrutecedora, y los reunía con los últimos de los últimos: los huéspedes de La Palmera, el albergue de pobres de Wiesenstrasse. Pues lo cierto es que eran unos personajes desesperanzados, carentes de romanticismo, amantes del aguardiente, reacios al trabajo y mentirosos incorregibles. Los chicos llegaron a odiar a esos tipos. Así que se alegraron de veras de que el final de febrero trajese consigo el deshielo, aunque tampoco ganaron un céntimo. Entonces pasaron a las estaciones, con suma cautela al principio, pues allí estaban los mozos de cuerda y de equipajes, empleados oficiales que velaban con celo por sus prerrogativas garantizadas por escrito. Karl Siebrecht, sin embargo, tuvo la suerte de encontrarse en la estación de Stettin a Kürass, el viejo mozo, cuya figura escuálida y cuya nariz ganchuda por encima de un bigote blanco casi siempre húmedo todavía recordaba vivamente de la noche en que llegó a Berlín.
Como era natural, el viejo hacía mucho que lo había olvidado, pero aún se acordaba bien del «peazo de pilla de Wedding» con su salchicha. Cuando Karl Siebrecht le habló de aquella salchicha, se relamió en el acto. Al principio los chicos solo ayudaban al viejo de manera ocasional, pero pronto tomaron posesión de todo el negocio y el mozo número 77 se convirtió en un figurante. El viejo aceptó de buen grado. Los chicos, honrados, iban a medias con él: le daban la mitad por el rótulo de la empresa, la otra mitad se la quedaban ellos por el trabajo. Ahora, con su mitad, a Kürass le iba mucho mejor que antes con la ganancia completa, porque los chicos perseguían el trabajo como las moscas la miel, y preferían las cargas más pesadas, que Kürass rechazaba desde hacía mucho tiempo. Los chicos también estaban satisfechos. Recuperaron la máquina de coser del monte de piedad después de pagar al señor Hartleben. Ahora estaba en casa de la costurera Zappow, pues Rieke no se atrevió a volver a trabajar por cuenta propia. Ayudaba a la Zappow; era un trabajo aburrido y mal pagado, porque la Zappow era avara, pero había que aceptarlo como un período de aprendizaje. Quizá medio año después Rieke sería capaz de realizar sola los encargos.
Sí, en la pedregosa Wiesenstrasse las cosas mejoraban poco a poco. Ahora ya ganaban dinero los tres, mejor dicho, los cuatro. Porque Rieke, haciendo honor a su palabra, no había vuelto a perder de vista a su padre, que no pasaba ni un cuarto de hora sin vigilancia. Al principio fueron tiempos difíciles con él; oh, Rieke echaba sapos y culebras por la boca cuando había que gastar los pocos céntimos que había en casa en el maldito aguardiente barato y no en pan, para que el viejo se tranquilizase. Pero paulatinamente lo había ido rebajando, el litro se convirtió en medio litro, luego en un cuarto. Ahora ya no le daba nada, y todo iba bien. Por las noches el viejo Busch seguía intranquilo, porque Rieke —la difunta señora Rieke— se negaba a dejarlo en paz. Pero eso era soportable; a Rieke —a la vivaz y jovencita Rieke— todavía no la afectaba pasar una noche en vela. Cierto que el albañil había encogido mucho con esa deshabituación; el augurio de Karl Siebrecht había sido certero: el hombre nunca volvería a una obra. Ahora encanecía deprisa, su barba pelirroja recortada perdía el color de semana en semana. El hombre se pasaba el tiempo sentado y apático junto a la ventana en casa de la Zappow, y a la Zappow aquello la irritaba. A la Zappow la irritaba cualquier persona que no trabajase como ella. Lo presenció un día y otro —con muchas críticas a Rieke—, pero al tercero agarró una plancha, se la puso en la mano al viejo Busch y ordenó:
—¡Ea, hombrecito! ¡Ya has estao bastante de fiesta, ahora hay que planchar!
Y mira tú por dónde, el viejo Busch planchó. Gracias a las incesantes enseñanzas, advertencias y regañinas de la señorita Zappow aprendió a planchar vestidos de señora y abrigos infantiles. Al principio había que vigilarlo mucho. En mitad del mejor planchado se olvidaba por completo de lo que estaba haciendo y se quedaba papando moscas, hasta que el olor a tela quemada advertía a la señorita Zappow de que, además de papar moscas, las carbonizaba. Entonces se levantaba de un salto y lo cubría de insultos. Él, obediente, volvía a poner en movimiento su plancha, y a la siguiente ocasión olvidaba llenarla con brasas y planchaba en frío, un poco desconcertado de que los abrigos se negasen a alisarse. Sin embargo, poco a poco aprendió, y con el tiempo el albañil Busch se convirtió en un excelente planchador. Ahora planchaba muy bien, con energía y respeto a la hechura. Sabía Dios qué pensaba mientras lo hacía. Cuando terminaba de planchar el abrigo, lo sostenía ante él y lo sacudía con suavidad, para que los pliegues cayesen como era debido. Qué expresión asomaba entonces a su rostro… Era como si una chispa de luz iluminase sus ojos desvaídos. Y la Zappow le decía a Rieke Busch:
—¡Mía tú cómo está, Rieke! ¡Al viejo le gusta eso! Hay que ver con cuánto cuidao trata el abrigo, como si tuvía dentro otra cosa completamente distinta. ¡Estos hombres son tos sin excepción unos cerdos, con ellos no hay na seguro!
El viejo Busch habría podido ganar mucho más que los míseros céntimos que se dignaba entregarle la señorita Zappow. Los buenos planchadores estaban muy solicitados y ganaban dinero. Pero por más que Rieke Busch pretendía ganar dinero, en esto se resistió. Su padre no se alejaría de ella. No quería tropezar dos veces con la misma piedra. Y seguramente el viejo Busch solo se comportaba bien cuando estaba cerca de ella. Nadie podía adivinar lo que pasaba por su mente, ni siquiera en los momentos de mayor lucidez, pero seguramente confundía a la hija con la madre. Había perdido casi por completo la costumbre de hablar, solo emitía sonidos que expresaban disgusto, conformidad, hambre. Por las noches, cuando estaba «inquieto», lo que acontecía cada vez más raramente, hablaba todavía, aunque con torpeza, con una conmovedora insistencia, como si un mudo hubiera recuperado el habla por obra de un milagro. Debía de sentirse terriblemente solo. Hacía mucho que el mundo entero había naufragado para él, y la única superviviente, aparte de él, era su difunta mujer. En ella pensaba, por ella seguía latiendo su corazón insensible, a ella le hablaba y le suplicaba que le perdonase de una vez, que le quitase el peso de su mala conciencia. Pero la única superviviente estaba muerta, no oía, su corazón era polvo y ceniza, ya no perdonaba. Y así era: ¡el polvo al polvo, la ceniza a la ceniza, la tierra a la tierra!
Pero aunque el planchador Busch ganara poco, céntimo a céntimo se redondeaba hasta el marco, y ya podían contar con táleros. ¿Cambió algo por eso? Habían pagado las deudas, habían desempeñado la máquina de coser inglesa, que definitivamente era de su propiedad… ¿Comían opíparamente por ello? ¿Volvían los chicos a dormir en camas en lugar de hacerlo sobre el duro suelo de la cocina, envueltos en mantas de caballerías? ¿Se hartaban de pan? ¿Compraron una sola prenda de ropa? ¡Qué va! Cada marco que no se utilizaba para lo más necesario desaparecía indefectiblemente en Karl Siebrecht. Este se había vuelto avaro, tacaño. Obligaba a Rieke a entregarle sus ganancias semanales hasta el último céntimo, y si ella le pedía unos marcos porque Tilda necesitaba unos zapatos nuevos, se negaba diciendo:
—Ya habrá tiempo para eso. Más tarde llegará todo. Además, pronto será verano y Tilda podrá ir descalza.
Total, que el salario semanal desaparecía en los bolsillos de Karl. ¿Qué hacía el chico con el dinero? ¿Qué se proponía? Rieke Busch se consolaba pensando que Karl estaba ahorrando para restituir lo más deprisa posible los ahorrillos de Minna.
Pero Karl Siebrecht no pensaba en esos ahorros. Había tiempo para Minna. Algún día le tocaría el turno, pero ese día aún no había llegado. También la pequeña ciudad en la que uno hubiera podido ser blando estaba muy lejos, tan lejos como Ria, que nunca le había escrito ni una miserable postal. También Ria había desaparecido, convirtiéndose en algo dormido en su corazón, que se agitaba un instante, una durmiente que abría los ojos una vez —¡qué tierno y dulce se ponía uno por ello!— y seguía durmiendo. No, todo eso estaba olvidado, no ahorraba para Minna, sino para algo completamente distinto, ¡para algo importante de verdad! Cuando Karl Siebrecht lo pensaba, algo esencial lo diferenciaba de sus dos amigos, Kalli Flau y Rieke Busch. Lo que lo hacía diferente de Rieke Busch no era el lenguaje, ni aventajaba a Kalli Flau por su mejor formación escolar. Eso era irrelevante. Uno podía imaginarse muy bien a una Rieke con un alemán inmejorable y a un Kalli escuchando algo del viejo Homero. ¡Sus amigos apenas habrían cambiado por eso! No, la diferencia esencial era que ellos se sentían completamente satisfechos con su situación actual. Ganaban lo suficiente, incluso ahorraban un poco, así que ¿qué más podían pedir? ¡Nada! Acaso Rieke Busch albergara todavía un pequeño sueño de progreso, que tampoco iría más allá de un taller de confección dirigido por ella. Kalli Flau, por su parte, era un vivalavirgen que vivía al día y pensaba únicamente en ganarse el pan del día siguiente.
Pero, a ojos de Karl Siebrecht, aquello no era nada. Él quería progresar. Ser el peón aceptado de un viejo mozo había estado muy bien para un par de semanas duras de invierno, pero a la larga no era suficiente. Cuando Kalli Flau hablaba a veces de que con el tiempo acaso se trasladase a su cabeza la gorra del mozo número 77, Karl no podía reprimir una sonrisa. Convertirse en mozo… Cielo santo, en serio, y después ¿qué? Después se acabó, mozo de cuerda era el punto final. Ni siquiera había mozos jefe… Era ridículo. Esa era la diferencia entre Karl Siebrecht y sus amigos: ellos se contentaban con muy poco. En realidad únicamente querían vivir, y eso suponía, Dios lo sabía, pedirle muy poco a la vida, solo vivir. Karl Siebrecht ansiaba mucho más. Ahora que se había asentado en Berlín, se avergonzaba de haber soñado y hablado un día de conquistar la ciudad. ¡Menuda fanfarronada! Cuando Rieke Busch aludía, aunque fuera de pasada, a ese sueño, él se ponía hecho un basilisco. ¡Mejor sería que pensase en ciertas firmas, que todo el mundo decía y cometía alguna tontería sin que tuvieran que restregársela eternamente por las narices! Así le tapaba la boca a Rieke. Él se la tapó a sí mismo: ni en sus momentos más sinceros se confesó que el sueño de conquistar Berlín aún persistía en su interior. Karl pensaba en otra cosa, en algo mucho más grande de lo que esos dos se permitían soñar, aunque posible. Él no les contó una palabra, Kalli Flau había doblado la esquina de la estación sin sospechar nada, Rieke Busch no sabía que él estaba a punto de poner en juego los ahorros de los tres. ¿Era eso todo? No, cuando lo hubiera conseguido —y la cosa tal vez saliese mal, el fracaso era mucho más probable que el éxito—, cuando lo hubiera conseguido vendría inmediatamente otra cosa. ¡Y luego otra! ¡Y después, otra más… Dios me perdone!, pensaba mientras movía los hombros para sentir la fuerza bajo la chaqueta de lana caldeada por el sol. En los próximos años no disfrutaré de demasiada tranquilidad, y Kalli tampoco. ¡El chico se asombrará de lo que voy a hacer para que se muera!
Durante todas estas reflexiones y recuerdos no había perdido de vista a los mozos de cuerda, que continuaban burlándose del viejo Kürass y sus dos tiburones. ¡Pero él iba a darles ahora mismo otro motivo para las burlas y los chismorreos! Aún faltaban ocho minutos para el tren de Warnemünde, que dispersaría a los mozos en todas direcciones. ¡El tiempo justo para su propósito! ¡Sobre todo, no enzarzarse en largas chácharas! Sin darse cuenta, Karl Siebrecht echó una ojeada hacia el lugar por el que había desaparecido Kalli Flau. Quizá había sido un error excluir a Kalli de esa conversación. El joven tenía el don de poner a la gente de buen humor con un chiste. Pero ya era demasiado tarde. Además, Kalli siempre opinaba que era mejor que librase solo su primera batalla. Procuraría que no fuese demasiado encarnizada. En los últimos tiempos había constatado una inclinación a la severidad, a mandar. Eso se debía a su posición con respecto a Rieke y a Kalli; ambos lo habían reconocido tácitamente como jefe. Pero otros no callarían tan tranquilos.
¡Siete minutos todavía! Siebrecht tragó saliva y se puso en marcha. Igual que Kalli Flau, se dirigió a los hombres caminando despacio y con las manos metidas en los bolsillos del pantalón.
—¡Eh, vosotros, escuchad un momento! —exclamó.