Capítulo 23

Todo al final

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó, atónita, Rieke Busch.

Llevaba ya un buen rato oyendo los golpes en la escalera, pero no había prestado atención. Tras recoger la cocina, se dedicó a arreglar un poco a su padre.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó cuando los dos chicos regresaron a la cocina con la máquina de coser.

Karl Siebrecht respondió con voz sombría:

—Solo aceptarán la máquina si llevamos un certificado que acredite que es nuestra. Hablando en plata, una factura de Hagedorn.

Y dejándose caer sobre una silla, estiró las piernas y miró ensimismado al infinito.

—Esta máquina es bien rara —dijo Kalli Flau, calentándose las manos entumecidas de frío encima del fogón—. No podéis quedárosla, ni tampoco desprenderos de ella. Nuestro capitán, el del Emma, un arrastrero, Rieke, por si no lo sabes, decía siempre: los peces que uno pesca…

—¡Cierra el pico, Kalli! —bufó Karl Siebrecht.

—Vale, Karl… Los peces que uno pesca son demasiado pequeños, y los grandes rompen la red…

—¡Cierra el pico, Kalli!

—Ahora mismo, Karl. Pero entonces ¿para qué pescar peces, eh?

—¿Y ahora qué, Karl? —preguntó Rieke.

—Eso, ¿y ahora qué, Rieke? —repuso él.

Y entonces se hizo definitivamente el silencio en la cocina. Un silencio largo, muy largo. Poco a poco comenzó a anochecer, luego oscureció más deprisa. Karl, sentado en su silla, parecía dormitar. Kalli Flau estaba haciendo astillas una caja vieja, para encender el fuego, Rieke remendaba una prenda de ropa blanca. El viejo Busch, sin embargo, parecía cada vez más inquieto. Quería irse, había llegado su hora de beber. Rieke ya lo había traído tres veces desde la puerta.

—¿Enciendo el gas, Karl? —preguntó ella, pero él no contestó.

—Se ha quedado frito, Rieke —susurró Kalli Flau.

—Que duerma —respondió ella en susurros—. Con nosotros ya no hay na que hacer…

—Oye, Rieke…

—¿Sí, Kalli?

—¿Qué ricachón es ese que puede dar dinero a Karl?

—Bah, olvídalo, Kalli. ¡Eso no pue ser!

—Pero ¿de verdad le daría todo el dinero que Karl quisiera?

—De eso estoy más que segura. Si hasta se ofreció pa que Karl estudiase, pa aparejaor. Pero Karl se niega.

—¿Por qué?

—Ay, qué sé yo. Dijo algo de la Biblia, de que era un tentaor… Que no lo entiendo, vamos. ¿Dejarías tú tirao el dinero si pudieras conseguirlo y más en nuestra situación?

—¡Yo no, Rieke! ¡Te aseguro que no!

—Yo tampoco, Kalli. Pero así son las cosas: a nosotros, que lo aceptaríamos, no nos lo ofrecen, y él, que podría conseguirlo, no lo quiere. Así de raro es el mundo, Kalli.

—Estoy escuchando todo lo que decís —informó Karl Siebrecht muy satisfecho—. ¿Creíais que estaba dormido? ¡Pues no he dormido ni un instante!

—Claro que t’as dormío, Karl. ¡Si t’e oído roncar!

—No he dormido.

—¡Sí que lo has hecho! A ver, ¿de qué hemos hablao?

—Habéis hablado… Espera un momento… Ay, Rieke, quizá sí me haya dormido un momentito. Me sentía como si estuviera de nuevo en el gallinero del huerto de mi padre, ya sabes, te hablé de ello, donde estuve una vez con Ria…

—¡Ya lo sé, Karl!

—Pero Ria no estaba conmigo. ¿Ves como no me he dormido? Os oía hablar con toda claridad de que no quería ir a pedir dinero al capitán de caballería. Pero yo pensaba que no me hacía ninguna falta. Que allí estaban las gallinas que ponen huevos. Y empecé a buscarlos. Estaba muy oscuro, tropecé con la regadera y con la carretilla, pero, al final encontré un huevo. Pesaba mucho, me di cuenta al momento de que era de oro, y me dije, ahora tenemos dinero suficiente, para Hagedorn, y para todo lo demás. —Y calló, completamente satisfecho.

—¿Y qué más, Karl?

—Después me desperté, y ahora vuelvo a estar aquí en la cocina, con vosotros. ¿Sigues ahí, Kalli?

—Aquí estoy, Karl. Kalli Flau siempre está presente cuando se le necesita.

—Sí, Karl —dijo Rieke—. Vuelves a estar con nosotros en la cocina. Pero aquí no encontrarás huevos de oro en la oscuridad. Pronto darán las seis, y Hagedorn quie su dinero a las siete, y toavía nos faltan 92,17 marcos.

Hablaba con amargura y sin compasión. Ay, qué desdichada se sentía la pequeña Rieke, tanto que hasta envidiaba el hermoso sueño de su amigo.

—¡Pues entonces tengo que conseguir el dinero! —exclamó Karl, levantándose—. ¿Dónde está mi gorra? ¡Ah, ya la veo! Esperadme aquí, volveré poco antes de las seis y media —dijo dirigiéndose hacia la puerta.

—¡Karl! —Rieke corrió tras él y lo sujetó—. ¿Adónde vas? ¡No vayas a ver a ese! ¡Olvida lo que he dicho! Si vas a verlo y haces de tripas corazón y aceptas el dinero por mí… ¡no me lo perdonarás en toa tu vida! Prefiero que Hagedorn nos meta a tos en la cárcel.

—Rieke —dijo Karl Siebrecht—. ¡Rieke! Siempre dices que no me entiendes. Pero yo tampoco te entiendo a ti. ¿Resulta que ahora no tengo que ir a verlo? Pero si no recurro a él, tú tampoco me lo perdonarás nunca, ¿verdad? Tú tampoco lo olvidarás en toda tu vida, ¿no?

—Sí, Karl, claro que sí. ¡No vayas a ver a ese hombre!

—No pienso ir a verlo a él. Voy a ver a otra persona.

—Eso lo dices pa tranquilizarme, Karl.

—No, Rieke. De veras, voy a ver a otra persona. Qué curioso, nunca pensé en él, ni soñé con él, pero cuando me desperté, lo supe: ¡tienes que ir a verlo, él te dará el dinero! Y ahora he de darme prisa, Rieke, o no llegaré a tiempo.

Y dicho esto, Karl abandonó la estancia y de una carrera se dirigió hasta el edificio de Krausenstrasse donde tenía sus oficinas la empresa Kalubrigkeit. La verdad es que llegó apenas unos minutos antes de las seis y vio salir a todos, más o menos deprisa, por el portal; sus antiguos compañeros, desde Wums, el granujiento, hasta el elegante señor Feistlein, que se estaba fumando un excelente cigarro.

Pero por fin salió el ingeniero jefe, Hartleben, y Karl se dirigió a él. No le resultó difícil pedirle dinero. Aunque el ingeniero jefe se sorprendió mucho, y no accedió a la primera de cambio, pues Karl Siebrecht tuvo que informarlo punto por punto hasta de los menores detalles, y luego hubo de soportar un montón de reproches, amonestaciones y advertencias. De esta manera Karl Siebrecht se enteró de que quien pide dinero prestado, recibe además un cúmulo de consejos no solicitados que no puede devolver con el dinero.

—Está bien, Karl —dijo al fin el ingeniero jefe—, comprendo que en esta ocasión debo darte el dinero. ¡Pero será la única vez que lo haga, recuérdalo! Mi posición tampoco me permite prescindir de esa suma. Tendrás que devolvérmelo, Karl, y cuanto antes lo hagas mejor me parecerá. No, no necesito un pagaré, te presto el dinero confiando en tu honradez.

Mantuvieron esta conversación en la vivienda del ingeniero jefe; como es natural, el señor Hartleben no llevaba esa cantidad en el bolsillo. Karl Siebrecht no olvidaría en todos los días de su vida el pequeño comedor mal iluminado en el que ambos negociaron. La mesa ya estaba puesta para una cena temprana o una comida tardía, y a cada momento un niño o su mujer asomaban la cabeza por la puerta, para comprobar si el padre o esposo seguía sin despachar al indeseado visitante. Entonces el ingeniero jefe abrió un cajón lateral del feo y pequeño aparador modernista amarillo con un cristal verde, que contenía una caja de puros y unas copas de vino. Sacó la caja de puros, que albergaba billetes y monedas. El ingeniero jefe contó —entre suspiros— y dijo:

—Aquí tienes los 95 marcos, Karl.

—Solo necesito 92,17.

—Anda, toma los 95.

—Pero no quiero más de lo que necesito.

—¡Tómalos te digo! 2,83 marcos son muy poco si solo disponéis de esa cantidad para vivir en los próximos días —dijo el señor Hartleben, y luego añadió deprisa—: Pero no puedo darte más, Karl.

Él mismo condujo al visitante por el estrecho pasillo hasta la puerta de entrada, mientras desde la cocina su mujer y los niños contemplaban a Karl en silencio. Este tenía la sensación de que todos lo miraban enfadados, y tenía tan mala conciencia como si les hubiera arrebatado su dinero y con ello el sustento. En la calle empezó a cavilar por qué le había resultado más fácil pedir ayuda al ingeniero jefe Hartleben, que andaba justo de dinero, que al señor Von Senden, que seguramente le habría entregado sin más preguntas un billete de cien marcos. Pero seguramente era precisamente por eso: no quería que le diesen nada, no quería que le regalasen nada. Este dinero difícilmente obtenido tenía que ser devuelto por duro que le resultara.

Los dos lo esperaban ya impacientes, pues el reloj marcaba casi las siete. Les refirió en dos palabras cómo lo había conseguido, dio a Rieke los 2,83 marcos restantes para comprar pan y corrió con Kalli Flau a ver a Hagedorn. Desde allí se dirigieron inmediatamente a Felten, que debía de estar muy enfadado por su retraso. Pero como eran dos, seguro que lograrían recuperar el tiempo perdido.

Ya muy entrada la noche, ambos chicos, cansados y hambrientos, caminaban a paso lento de vuelta a casa. Habían tenido que trabajar duro; Felten no les había regalado nada.

—Gracias a Dios, Karl —dijo Kalli Flau—, que Rieke tendrá bocadillos esta noche, y no solo patatas. Las patatas no bastan. Tú también tienes un hambre de lobo, ¿no?

—¡Me comería un elefante ahora mismo!

—Por las mañanas, en el Emma, un…

—… un arrastrero, lo sé, Kalli. Pero, dime de una vez, ¿qué es en realidad un arrastrero?

Y así se distrajeron mientras regresaban. Luego abrieron de golpe la puerta de la cocina y gritaron:

—¡Hambre, Rieke, bocadillos! ¡Bocadillos, Rieke! ¡Bocadillos!

—¿Bocadillos? No tengo na de pan, no tengo na de na. ¡No quedan más que unas patatas!

—Pero…

—Los 2,83 marcos…

—¡Qué os creéis? Padre volvió a ponerse como loco y he tenío que comprarle aguardiente pa que se calmase. ¡Aguardiente por ese buen dinero! Y ahora estamos…

—Sin comida…

—Sin dinero…

—Sin trabajo…

—Bueno, ¿y qué? —exclamó Kalli Flau—. Pues entonces comeremos patatas. Y mañana iremos a las barcazas de manzanas del Spree. ¡Ya verás como allí conseguimos algo! Qué calentito se está aquí. Y el sábado recibirás diez marcos de Felten, Karl. Además, ahora podemos empeñar la máquina, porque tenemos la factura de Hagedorn. No sé qué diablos queréis. ¡En mi opinión estamos en una situación excelente!