Capítulo 22

Se trata de dinero

El viejo Busch dormía de nuevo. Tilda seguía en casa de la vecina. Era casi mediodía, pero ninguno tenía hambre. La cocina estaba fría, aún así no pensaban encender la lumbre apagada. Los tres se sentaban alrededor de la mesa. Kalli Flau, con el mentón apoyado en los brazos y los ojos entrecerrados, miraba parpadeando el montoncito de dinero depositado en el centro de la mesa, mientras silbaba queda y melancólicamente.

Rieke Busch se inclinaba hacia delante, con la cabeza gacha. Las laboriosas manos infantiles reposaban en su regazo, entreabiertas e inertes. También ella observaba el dinero, pero con ojos muy abiertos de un fulgor pálido. Sus dientes mordisqueaban el labio inferior, en su frente se dibujaba una arruga vertical.

Karl Siebrecht, por último, reclinado del todo hacia atrás, se balanceaba sobre dos patas de la silla. Era el único que no miraba el dinero, sino el techo. El montón de dinero de la mesa pertenecía casi en su totalidad a Karl Siebrecht. Eran:

—60,00 marcos del medio mes de salario que había percibido el día anterior del estudio de delineación,

—43,55 marcos que había sacado de su libreta de ahorros

—7,62 marcos que aún llevaba en el bolsillo. A estos se añadían

—13,17 marcos propiedad de Rieke;

—0,62 marcos de la hucha de Tilda;

—0,06 marcos propiedad de Kalli Flau; y

—5,11 marcos que habían encontrado en los bolsillos de Busch, el albañil.

En total había sobre la mesa 130,13 marcos. A cada uno de los tres se le había quedado grabada esa cifra; con los dos treces rodeando un cero, se les antojaba un augurio infausto.

Al cabo de un buen rato, Rieke dijo:

—Seguro que se conforma con doscientos, Karl. Confía en ello.

—Yo le prometí doscientos cincuenta, y doscientos cincuenta recibirá —remachó Karl Siebrecht—. Pienso mantener mi palabra incluso con un tipo semejante. —Y de nuevo se hizo el silencio en la cocina.

119,87 marcos, esta era la segunda cifra grabada en la memoria de los tres de la cocina. La suma que tenían que reunir para esa noche, Karl Siebrecht lo había prometido. 119,87 marcos, una cantidad fantástica, muy por encima de las posibilidades de conseguirla con un trabajo manual.

—Venderé mi traje de los domingos y mis zapatos buenos —dijo Karl Siebrecht.

—¡Ni hablar! —contestó Rieke al momento—. Entonces nunca podrás aceptar un empleo mejor. ¡Antes vendo la máquina!

—En primer lugar, la máquina todavía no te pertenece, y además, ¡de aquí no sale!

Una vez más se hizo el silencio en la cocina.

—Yo sé de un hombre rico que te echaría una mano, Karl —dijo Rieke con cautela.

—De ninguna manera —contestó Karl sin cambiar de posición—. ¡De ninguna manera!

—No digo regalao, Karl. ¡Solo prestao!

—De ninguna manera, Rieke, lo sabes de sobra.

—No, si yo no quiero convencerte, era solo por…

Otro silencio. De repente, Karl se levantó.

—Vamos, Rieke, no hay nada que hacer. Entregaremos a Felten tus abrigos tal como están, terminados, a medio terminar o sin empezar. Contaremos una última mentira sobre tu madre… ¡y después se acabarán para siempre! —La compasión aumentó su irritación y su malhumor—. Vamos, Rieke, no pongas esa cara. Para eso es mejor que llores. ¡Tendrás oportunidad de coser muchos abrigos en tu vida!

—En cuanto se dé cuenta de que necesitamos el dinero, Felten no nos pagará na por ellos.

—Pues no permitiremos que se dé cuenta. ¡Vamos, Kalli! Rieke, dinos lo que tenemos que empaquetar. Haremos dos grandes fardos para nosotros, Kalli, y uno pequeño para Rieke.

—¿Iremos los tres, Karl?

—Por supuesto. Para dos sería demasiado peso. ¿Por qué lo dices?

—Porque entonces tie que venir mi padre. No pienso dejarlo solo ni un minuto. Yo ya m’e llevao mi bofetá.

Emprendieron la marcha, Karl y Kalli inclinados bajo sus pesados fardos, Rieke con su padre de la mano. El viejo Busch caminaba a su lado, temblando y musitando.

Dos horas después, volvían a estar sentados alrededor de la mesa. Aún hacía frío, seguían sin probar bocado, Tilda continuaba en casa de la vecina. El viejo Busch, junto a la ventana, jugueteaba con sus dedos. ¡Este hombre no volverá a trabajar de albañil jamás!, pensó Karl Siebrecht cuando su mirada cayó sobre él. Y encima hay que alimentarlo, se dijo. Y, avergonzado por este pensamiento, desvió la vista hacia el montón de dinero depositado sobre la mesa. No había aumentado mucho de tamaño. Se habían añadido:

—11,70 marcos por los trabajos de costura de casi tres semanas de Rieke; —10,00 marcos de anticipo a cuenta del jornal semanal de Karl;

—6,00 marcos de anticipo a cuenta del futuro jornal semanal de Kalli;

¡27,70 marcos era el resultado de su visita a Felten!

¡Y cuánto había costado conseguirlo! Ay, otro de los augurios de Karl Siebrecht era certero: ¡la verdad era que la costura de Rieke había sido demasiado prematura! Ella había sobrevalorado su capacidad, no había podido aprenderlo todo de la costurera Zappow en dos días. Felten había sido cicatero y escrupuloso, pero no se había portado mal, no se había aprovechado de la situación. Había mostrado a Rieke una falta tras otra en sus abrigos; los chicos ya no habían querido seguir presenciando cómo Rieke se ruborizaba y palidecía. Se había avergonzado tanto: ¡cómo había fanfarroneado de sus habilidades delante de Karl! ¿Qué pensaría su amigo de ella? Ay, pobre, pequeña y valerosa Rieke… La vida no le ahorraba sinsabores, y le llegaron uno tras otro: 11,70 marcos de jornal por casi tres semanas de duro trabajo. ¡11,70 marcos, ese fue el resultado de tantos sueños altaneros!

—Todavía tenemos que conseguir 92,17 —dijo Karl meditabundo—. ¡Por lo menos han desaparecido de la cifra esos malditos treces!

—¿Por qué no encendemos el fogón y preparamos un poco de café, Rieke? —propuso Kalli Flau—. Creo que cuando tengamos algo caliente en el estómago se nos ocurrirá algo.

—Ya no me quea pan en casa —dijo Rieke mirando con timidez el dinero depositado sobre la mesa.

—¡Caramba, Rieke, no creo que importen mucho unos céntimos! —exclamó Kalli alargando la mano hacia el dinero.

—¡Alto ahí! —ordenó Siebrecht—. Hasta que hayamos pagado a Hagedorn, hasta el último céntimo cuenta. Cuece patatas, Rieke, o lo que tengas, café… Por mí, nada. Pero el dinero se queda aquí.

—Coceré patatas, Karl —contestó Rieke, y así lo hizo, mientras los chicos vigilaban mudos el montón de dinero.

Al cabo de un rato habían comido. Patatas con sal, pero no solo eso, pues Karl Siebrecht había aportado además una salchicha ahumada, la última de un paquete muy abundante que la fiel Minna había enviado a su Karl por Navidad. La fiel Minna, cuyo dinero se había perdido para mucho, muchísimo tiempo, pues la situación económica de los tres no tenía visos de mejorar.

—Ah, sí —suspiró Karl Siebrecht, y los otros dos lo miraron esperanzados. Porque el caso era que por algún motivo desconocido Karl Siebrecht llevaba la batuta en ese asunto, a pesar de que Kalli Flau era mayor y Rieke Busch tenía mucha más experiencia de mundo—. ¡Ah, sí! —repitió, pero más atento, para que ellos no se dieran cuenta de que sus pensamientos estaban muy lejos de esa apremiante necesidad de dinero—. Ahora que hemos comido, y nos hemos calentado, ¿se os ha ocurrido alguna idea razonable?

—A mí no —contestó Kalli Flau—. Podríamos intentar un montón de cosas si el tiempo no fuese tan escaso. Apenas nos quedan cuatro horas.

—¡Es cierto! —exclamó Karl Siebrecht—. ¿Y a ti, Rieke?

—Tampoco, Karl. ¿Y tú?

—Bueno, Rieke… —dijo despacio.

La miró pensativo: estaba sentada frente a él al otro lado de la mesa, la cara apoyada en la mano, muy pálida. Pocas veces se había fijado como chico en su aspecto, pero ahora reparó en la oscuridad de los anillos que rodeaban sus ojos, en la delgadez del brazo en el que apoyaba la cabeza.

—Bueno, Rieke… —repitió.

—¿Qué, Karl? ¡Tú sabes algo! ¡Suéltalo ya!

—Pero es que te dolerá, Rieke.

—¿A mí…? A mí ya no pue dolerme na… después de to este circo… —Y miró hacia la ventana, al viejo Busch—. ¡Date prisa, Karl! ¡No me tengas en ascuas! Es algo de la máquina, de sobra lo sé, Quies venderla, ¿eh?

—No, Rieke. Pero podríamos empeñarla, en el monte de piedad.

Durante unos instantes reinó el silencio. Ambos chicos miraban a Rieke. El rostro de esta se contrajo, sus ojos se llenaron de lágrimas. Los chicos apartaron la vista.

—¡Si sale, no volverá, de sobra lo sé, podemos venderla ya, lo mismo da! —dijo Rieke. Los chicos callaron y bajaron la vista, y Rieke añadió—: ¡Qué dirá la gente! ¡Toa la casa se reirá de mí! No he tenío la máquina más que cuatro semanas, ya no me atreveré a mirar a nadie a la cara. —Los chicos continuaban callados. Rieke dio una patada en el suelo y gritó furiosa—: ¡Qué mundo tan asqueroso, no sirve pa na! Siempre pagan el pato los pobres, y por mucho que se esfuercen y se maten a trabajar, nunca llegarán a na. Pero los grandes, esos puen presumir como marqueses. —Se levantó de un salto, cruzó la cocina y se detuvo junto a la máquina de coser—. ¡Lo que me alegró! —La acarició con mano tímida—. ¡Fue la mayor alegría de mi vida! Y ahora…, apenas cuatro semanas después… —El dolor la venció, impidiéndole seguir hablando.

—Volverá, Rieke —dijo con suavidad Karl—. Te lo prometemos, no descansaremos hasta que hayas recuperado tu máquina. ¿Verdad que se lo prometemos, Kalli?

Kalli Flau asintió muy serio con una inclinación de cabeza.

Pero Rieke no se había apaciguado, ni consolado. Al contrario, dio una patada y exclamó:

—¡Qué vais a prometer vosotros si tampoco sois na ni tenéis na! ¡Sueños, eso es lo que tenéis! ¡Y tú más que nadie, Karl! ¡Sí, sí, no me mires así! Solo tenías que levantarte, ir a ver a ese ricachón y decirle: «¡Suelta unos billetes, anda!», y los tendrías. ¡Pero nooo, eso no se pue hacer! ¿Y por qué no? ¡Por tus imaginaciones! Porque te figuras que eres demasiao fino p’acer algo así, y por eso me quedo yo sin mi máquina. —La niña lo observó enfurecida, y Karl Siebrecht le devolvió la mirada sin decir palabra. Ella volvió a gritar—: ¡Deja ya de mirarme! ¡Las cosas son como yo digo! —Pero ella se volvía ya para dirigirse hacia la ventana.

De nuevo se hizo el silencio en la cocina. Luego Rieke regresó de la ventana. Colocando con cierta vacilación su mano sobre el hombro de Karl, dijo en voz baja:

—No he debío decirte eso, Karl. Siento de corazón habértelo dicho. To eso es mentira.

—Quizá sea cierto, Rieke.

—¡Noo, no digas eso! Tú ties que hacer lo que pienses. Solo que a veces soy un verdaero demonio, entonces me pongo a echar pestes tanto si son verdá como si no. ¿T’as enfadao conmigo, Karl?

—Ni por asomo, Rieke.

—¡Pues eso pue enfadarme otra vez, mira tú por dónde! ¿Por qué no te enfadas conmigo, eh? ¡M’e puesto contigo de un modo que te tie que enfadar! ¿O es que to te da igual?

—Igual no, Rieke, pero…

—Bah, déjalo, no te entiendo. Yo soy de una manera y tú de otra, eso es así, y así seguirá… Y ahora, chicos, largaos de una vez de mi cocina con la máquina. No quiero verla más. ¡Lo que tie que ser, tie que ser! Pero yo no os acompaño, no soy capaz. ¡Me quearé con mi padre, que también me da qué hacer! —Y rio, enfadada.

Los chicos se apresuraron a salir de la cocina con la máquina de coser, y cuando bajaron un trecho de escalera, Rieke abrió con sigilo la puerta y escuchó. Oyó las indicaciones a media voz:

—Levántala un poco, Kalli.

—Sujétala por debajo, Karl, o se desequilibrará.

Rieke asintió, y después escuchó lo que tanto temía: la voz de una vecina. Pero oyó también la respuesta de Karl Siebrecht. La pronunció muy alto, como si supiera que Rieke estaba escuchando a la puerta de la cocina.

—La llevamos a reparar —mintió Karl Siebrecht—. Se le ha roto un muelle.

Rieke cerró la puerta sin hacer ruido. Permaneció allí unos momentos, con la mano encima del corazón, pero sonriente. Después suspiró, se dio la vuelta y comenzó a recoger la cocina.