Golpe tras golpe
—Este es Kalli Flau —informó Karl Siebrecht—. Y esta, Rieke Busch. Por cierto, buenos días, Rieke.
—¡Buenas, Karl! ¡Buenas, Kalli! ¿O debo decir señor Flau? Por mí, no hay inconveniente.
—¿Qué dices, Rieke? —Kalli rio mientras estrechaba la mano de Rieke—. Los dos somos amigos de Karl Siebrecht, así que tuteémonos.
—Sí, soy un amigo de Karl —confirmó Rieke con retintín—. Bueno, os voy a dar el desayuno, ya está listo. M’a asombrao que no t’ayas pasao por aquí esta mañana. Pero no debías de tener tiempo pa mí.
La chica depositó encima de la mesa de la cocina los cuencos de café y el plato de bocadillos con brusquedad. Karl Siebrecht observaba de reojo a su amiga, preocupado, y se dio cuenta de que estaba pálida y con los ojos hinchados de llorar. Seguía enojada con él.
—Pues tenía intención de venir a verte, Rieke —dijo el chico—. Pero me dormí y tuve que darme prisa para dejar salir a Kalli. He llegado justo antes que el señor Felten.
—¿Y Felten no se dio cuenta de na?
—¡De nada, Rieke!
—¡Al contrario, Rieke! —Kalli Flau rio—. Hasta me ha dado empleo como recadero… ¡Por quince marcos a la semana! —Pero no era el momento oportuno para transmitir esa noticia.
—¿De veras? —repuso Rieke con voz chillona—. ¿De veras? ¡Así que l’as dao el puesto a este, Karl! ¿Y qué piensas hacer tú? ¡T’as quedao con un palmo de narices, y nosotros contigo! Con vosotros, los hombres, siempre ocurre lo mismo: cuando sois tontos, sois tontos de remate, eso no tie fin. Esos buenos quince marcos t’abrían venío al pelo, pero no, has tenío que dárselos a tu nuevo amigo.
—Yo ya le había dicho a Felten —replicó Karl Siebrecht en su defensa— que no trabajaría por quince marcos, mucho antes de conocer a Kalli Flau.
—¡Kalli! —se burló ella—. ¡Kalli! Pero ¿qué nombre es ese? Me pasmo solo de oírlo. ¡Kalli! ¡Y que no va a tener fin, Kalli por aquí y Kalli por allá! Aunque me alegro de no tener que llamarlo Karl como a ti. Pero Kalli es un nombre de payaso, no de persona.
—Y un payaso es lo que soy, Rieke. —Kalli Flau, que había presenciado impertérrito la discusión entre ambos, rio. Mientras tanto no había parado de engullir bocadillos; Karl Siebrecht, sin embargo, apenas había probado bocado—. Espera y verás, ya te acostumbrarás a mí, Rieke, y entonces también te reirás. Además, te entregaré el dinero correspondiente por la comida, es decir, si quieres tenerme aquí, Rieke.
—Seguro que yo también encontraré algo —añadió Karl—. Y muy deprisa.
—¡Qué vas a encontrar tú! —replicó Rieke desdeñosa, algo más apaciguada por las palabras de Kalli—. Mejor mira lo que m’e encontrao esta mañana temprano. —Abrió la puerta del dormitorio—. Así me lo han traío, qué te parece. A las cuatro de la mañana. Estaba tirao en el patio, medio loco y borracho como una cuba, el viejo.
El viejo Busch yacía en la cama a medio vestir. La verdad era que tenía un aspecto espantoso, hecho trizas e hinchado, como un cadáver recién sacado del agua.
—¡Y encima se puso chulo, empezó a gritar como una fiera, pues creerme, Karl! Tuve que llevar a Tilda a casa de la Reinsberg, porque el hombre no hacía más que arremeter contra la niña. ¡Eh, usté, jovencito! —Rieke volvió a hablar de pronto con tono duro y agudo—. Esta visión no es pa usté. ¡De momento, toavía no es de la familia! Lárguese de aquí con viento fresco. —Y dio a Kalli Flau con la puerta del dormitorio en las narices. Al momento, sin transición alguna, continuó en voz baja y desesperada—: ¿Qué voy a hacer con este hombre, Karl? Los vecinos dicen que es delirio, que tengo que llamar a la Policía pa que se lo lleven al asilo pa alcohólicos.
—¡Quizá sea lo mejor, Rieke!
—¿Ah, sí? ¿Eso dices? ¡No ties ni gota de inteligencia en tu cabeza, Karl! ¿Y qué voy a hacer cuando padre no esté aquí? ¿Crees que me dejarán a Tilda? ¿Crees que me dejarán esta casa? Nos meterán a Tilda y a mí en un orfanato. Y se irá a la porra to lo que he conseguío matándome a trabajar. To esto se venderá, y me convertiré en una niña pobre. ¿Y qué necesidá tengo de convertirme en una pobre? Con lo que he sudao… ¡Cualquier mayor habría tirao la toalla hace mucho tiempo!
—Seguro que encontraremos una solución, Rieke. No irás a ningún orfanato, te lo prometo. Tenemos que vigilar mejor a tu padre. Ahora tengo más tiempo libre, debemos averiguar quién le da de beber.
—Eso, Karl, dime solamente quién le da de beber a este hombre. Porque no es un acompañante que se atiborre d’aguardiente para pasarlo bien. ¡Y viene tos los días como una cuba! Ay, Karl —decía la joven llorando—, no me abandones. Si dejase de tenerte, yo también lo mandaría to al cuerno. Abriría el gas y…
Rieke le echó los brazos al cuello y lloró desconsolada apoyada en su pecho. Era una sensación completamente desconocida para Karl Siebrecht. Le acarició el cogote. ¡Le agradaba! En toda su vida había sido tan importante para una persona.
—No llores, Rieke —dijo para consolarla—. ¡Yo no me alejaré de ti! ¿Por qué iba a hacerlo? Ahora todo parece oscuro, pero escampará de nuevo, ya lo verás.
—¡Nunca, Karl, nunca! —sollozó—. Estamos perdíos, Karl, lo presiento.
—¡Qué va, Rieke! Piensa en el poco tiempo que ha transcurrido desde que estabas tan contenta por tu máquina de coser. Ahora está oscuro, pero pronto aclarará.
—¡Dile a ese que se vaya, Karl! —le rogó entre lágrimas—. ¡Échalo! ¿Qué vamos a hacer con él? ¡Con nosotros dos basta, Karl!
—Pero Rieke, ¿por qué no va a estar con nosotros? Es un buen chico, confía en él. ¿Por qué no voy a tener un amigo? Él no te privará de nada a ti…
—Sí. Solo quiere aprovecharse de ti, conozco eso. Eres tan bueno, Karl, tos se quieren aprovecharse de ti. Yo también, la que más… —Ella seguía llorando junto a su cuello, pero ahora más bajito—. Despáchalo, Karl —insistió—. Hazme ese favor.
Pero antes de que Karl Siebrecht pudiera rechazar ese nuevo ataque, llamaron a la puerta con energía y Kalli anunció:
—Aquí hay un hombre que quiere hablar con Rieke Busch.
Ella se desprendió de golpe del cuello de Karl. Con los ojos desencajados, pálida como un muerto, miró a su amigo.
—¡Ha llegao el momento, Karl! —susurró—. ¡Ha llegao la desgracia, lo presiento! —Inclinándose sobre la palangana, se lavó la cara—. ¡Allá voy, Karl! Tú m’as visto tambalearme, pero esos no lo verán. La cabeza siempre bien alta, cueste lo que cueste. Vamos, Karl, veamos qué quiere Hagedorn.
Rieke no se había equivocado: en la cocina estaba el señor Hagedorn, en compañía de un joven.
—Buenas, señor Hagedorn —saludó Rieke—. Aún no toca pagar el próximo plazo. Eso es el jueves.
—El plazo me trae sin cuidado —repuso el señor Hagedorn—. Vengo a por la máquina de coser.
—¿Y eso por qué? —preguntó Rieke con voz muy suave—. ¿Qué delito he cometío pa que quiera quitármela?
—Yo vendí la máquina a una señora Busch…
—Madre está en el hospital. Si quie hablar con ella, tendrá que esperar a que regrese, señor Hagedorn.
—Tu madre lleva años muerta, me he informado —replicó el señor Hagedorn, ya sin tratarla de «usted» o de «señorita»—. Eso es engaño.
—Usté ha recibío su dinero como si fuera de mi madre. ¿Es verdá o no, señor Hagedorn?
—Yo no firmo contratos con niños, lo prohíbe la ley. Y usted también me ha engañado, jovencito, porque no es hermano de esta niña. Eso es falsedad documental, lo sabe de sobra. Alégrese de que no lo meta en la cárcel. Y ahora voy a llevarme mi máquina.
—Usté ha recibío su dinero, señor Hagedorn —insistió Rieke, pero ya sin fuerza.
—El contrato no es válido. Me llevo la máquina.
—¡Alto ahí! —exclamó Karl Siebrecht—. Usted ha sabido siempre que no existía la señora Busch. ¡Esto no es más que una treta suya!
—¡Menudo descaro! ¿Que yo sabía que no vivía la señora Busch? ¿Tengo pinta de ser un hombre que tira su dinero por la ventana? ¿Hago negocios con niños? ¡Exijo mi máquina! ¡Fritz, cógela!
—¡No se os ocurra tocarla! —gritó Karl situándose amenazador junto a la máquina.
Delante de ella estaba ya, pálida pero decidida, Rieke Busch. Kalli Flau se arremangó las mangas de su jersey en un expresivo ademán.
—¿Ah, conque no queréis? —preguntó el señor Hagedorn—. Pues yo no pienso pegarme con vosotros. Fritz, ve a buscar al policía de la comisaría más cercana. Ese se te llevará al momento, chico, por falsedad documental. ¡Y a tu amiga también!
—Piénselo bien, señor Hagedorn —dijo Karl con frialdad.
Su cerebro trabajaba de manera febril. Tenía que haber un modo de disuadir a ese hombre.
—Usted también irá a la cárcel. Nos creerán, quién sabe lo conocido que será usted ya en los tribunales, las veces que habrá tenido ya este tipo de historias. Y nosotros demostraremos que Rieke firmó delante de usted. Haremos examinar la tinta de la firma —dijo mirando al hombre.
—¡La tinta! ¡Qué cosas se te ocurren! —Pero ya no parecía tan seguro.
—Ya veremos a quién da más crédito el juez. Sea razonable, señor Hagedorn, acepte el resto del dinero.
—¡Este negocio es ruinoso! Todo el tiempo que he perdido, y volver aquí a recoger la máquina, todo eso me cuesta dinero.
—¿A cuánto asciende la deuda? A ciento treinta marcos, ¿verdad, Rieke? —La niña asintió—. Le diré una cosa, señor Hagedorn: le daré mi cartilla de ahorros, son doscientos marcos, y usted me entregará a cambio el contrato y un certificado por escrito de que la máquina nos pertenece.
—¡No hagas eso, Karl! —gritó Rieke—. Ciento treinta marcos, ni un céntimo más.
—Hemos cometido una estupidez, Rieke, y tenemos que pagarla. Considéralo un escarmiento, puedes estar segura de que solo sucederá una vez. ¡Cállate, Rieke! ¿Qué me dice, señor Hagedorn? ¿Sí o no?
—Vengan esos doscientos. ¡Este hombre me va a matar! —El señor Hagedorn se desplomó en la silla de la cocina y se secó el sudor de la cara.
—¡La cartilla, Rieke!
—¡Karl! —suplicó—. ¡Es tu dinero! ¿Cómo vas a hacer algo así? ¡Por mi máquina, por mí!
—La cartilla —repitió.
—Molería a palos a este cerdo y lo tiraría escaleras abajo —dijo Kalli Flau mirándose los brazos—. Es un perro cobarde, y cuando vea que la cosa se pone fea, se irá con el rabo entre las piernas.
—Olvídalo, Kalli —dijo Karl Siebrecht—. Lo haremos a mi manera.
Rieke, arrodillada delante del armario de la cocina, sacó una pila de ropa blanca. Introdujo la mano en el armario, tanteó, pero su mano salió vacía. Dio un respingo y empezó a separar la ropa, sábana a sábana, toalla a toalla. Todos la miraban en silencio. Entre la pila de ropa no había nada. Rieke sacó muy deprisa las prendas contiguas, eran camisas de trabajo del viejo Busch, calzoncillos. Metió la mano en el armario, volvió a sacarla vacía. Cada vez más deprisa separó camisas y calzoncillos. Todos la contemplaban en silencio. Pero no apareció nada entre la ropa. Ya solo quedaba un pequeño montoncito en el armario: la ropa de Rieke y Tilda. La sacó a toda prisa. Le temblaban tanto las manos que ya no era capaz de separar ordenadamente las prendas. Rebuscó entre ellas.
El tipo joven dijo:
—Fíjate, padre, no tienen cartilla de ahorros. Todo era un embuste.
El señor Hagedorn suspiró pesadamente en su silla.
Rieke estaba ahora de pie ante el armario, muy pálida, con las manos apretadas contra su pecho. Su frente infantil estaba llena de arrugas.
—Rieke —dijo Karl con suavidad.
—Ay —dijo ella.
Se volvió deprisa y salió de la cocina para entrar en el dormitorio. La puerta se cerró con fuerza, y a continuación oyeron barullo y estruendo al otro lado. Luego silencio. Después un grito agudo y lastimero.
—¡Quedaos aquí! —dijo Karl entrando deprisa en el dormitorio, cuya puerta cerró.
Rieke estaba junto a la ventana. Su rostro tenía un aspecto lastimoso. En sus ojos claros se reflejaba una expresión de perplejidad, de temor, como si fuera un perro asustado ante los golpes. Sostenía en sus manos la cartilla de ahorros abierta.
—Karl —susurró—. Mi querido Karl…
Él echó un vistazo a la cartilla. Lo que había intuido y temido en los últimos minutos se había convertido en realidad: en la página solo figuraban reintegros. Sin querer, lanzó una ojeada al resultado final. «Cuarenta y tres marcos», ponía allí. Gracias a Dios, pensó. No se ha perdido todo.
Ella, asustadísima, intentó descifrar la expresión de su rostro.
—Karl —susurró—. ¿Qué voy a hacer? Padre s’a bebío to tu dinero. ¡Y yo que decía que conmigo estaba seguro! ¡Pégame, Karl, la idiota he sío yo, y encima te regañé a ti, dame un tortazo!
—Hija —dijo el viejo Busch—. Hija…
En ese momento, Karl vio que el albañil se había despertado de la borrachera. Yacía allí, con la barbilla apoyada en la mano y una mueca llorosa en la cara.
—¡Eso no tie importancia, hija! ¡Yo lo arreglaré! ¡Yo respondo por ti, hija! Mañana mismo iré a la obra, ahora mismo, si quies.
—¡Padre, padre! —gritó Rieke—. Pero ¿q’as hecho? M’as hecho desgraciá, m’as deshonrao…
—Silencio, Rieke —dijo el chico deprisa—. Ahora no. —Le arrebató la cartilla de las manos y se la guardó en el bolsillo—. Quédate aquí, mantenlo tranquilo. Lo de ahí fuera lo arreglaré yo. —Y salió deprisa a la cocina—. Señor Hagedorn, lo siento mucho, de momento no puedo darle el dinero. El viejo Busch se ha puesto enfermo y tiene la cartilla bajo llave. Pero lo recibirá usted esta noche antes de la hora de cerrar, se lo prometo.
—¡En ese caso me llevo la máquina! —gritó el comerciante—. Y me quedaré también con el contrato de venta.
—Deje aquí la máquina, señor Hagedorn. La niña la necesita para coser. Le doy mi palabra de honor de que recibirá los doscientos marcos esta noche. ¡Es un buen negocio para usted!
—¡Qué negocio ni qué niño muerto! —gritó Hagedorn—. ¡Quiero doscientos cincuenta!
—Bien —contestó el chico desesperado—. Le prometo doscientos cincuenta marcos. Váyase, pero deje la máquina aquí.
—¡Doscientos cincuenta y la máquina de coser! —gritó el comerciante—. Di deprisa que sí, o Fritz irá a avisar a la Policía.
—Señor Hagedorn… —repuso Karl Siebrecht.
Entonces se abrió la puerta de la habitación y el viejo Busch entró en la cocina. Tenía un aspecto espantoso, con la cara devastada, hinchada, inclinado hacia delante, los brazos bamboleantes, los pies descalzos, en pantalones y con la camisa abierta que dejaba ver el pecho cubierto de vello rojizo.
—¡Quiero mi máquina de coser! —gritó el señor Hagedorn.
—¡Tenga cuidado! —susurró Karl a renglón seguido—. Tiene delírium.
Por repleta que estuviera la cocina, el viejo Busch no veía a nadie. Se deslizaba arrastrando los pies, escuchaba con la cabeza inclinada, los ojos dirigidos al techo…
—¿Rieke? —musitaba—. ¿Eres tú, Rieke?
El señor Hagedorn tuvo más que suficiente.
—¡Corre, Fritz, corre! —gritó precipitándose por la puerta, apartando a su propio hijo de un empujón, que salió como una tromba tras él.
—¿Rieke? —susurraba el albañil—. ¿Rieke? ¿Onde estás? ¿T’as escondío?
—Estoy aquí —contestó—. Estoy aquí. ¿Es que no me ves, Walter? Vamos, siéntate. ¿Te creías que m’abía marchao? ¡Yo siempre estoy aquí! Tu Rieke no te abandona, Walter. ¡Si eres lo que más quiero! —Y lanzó una mirada suplicante a Karl Siebrecht.