Visita tardía y riña
Karl Siebrecht irrumpió en la cocina de los Busch con el estómago vacío y muchas ganas de soltar la lengua. Porque aunque no quería contarle a Rieke que lo habían despedido del estudio de delineación, ansiaba hablarle de su nuevo amigo Kalli Flau, pues presentía que se convertiría en un verdadero amigo para toda la vida. Pero tras su saludo, Rieke, en lugar de levantarse de la máquina de coser, se limitó a farfullar «buenas noches» y continuó haciendo ronronear ese artefacto del demonio. El que sí se levantó de su silla de tablas de madera junto al fogón fue un hombre alto, el capitán de caballería Von Senden, que dijo:
—Buenas noches, hijo. Nunca es tarde si la dicha es buena.
—Buenas noches —respondió Karl Siebrecht, y pasando por alto la mano que le tendían y colocando las suyas a su espalda, lanzó al capitán de caballería una mirada hostil—. ¿Le ha dado permiso su cuñado, el señor Kalubrigkeit, para hacer esta visita, o ha venido usted sin su conocimiento?
—¡Sin su conocimiento, Karl, por supuesto, sin su conocimiento! —El capitán de caballería rio sin la menor susceptibilidad—. De acuerdo con mi naturaleza rastrera y cobarde, ¿verdad, Karl?
—Conmigo no arreglará las cosas a base de bromas —contestó el muchacho, enfurecido—. Fue usted un cobarde que dejó en la estacada al señor Hartleben. Usted me recomendó a él. Yo nunca acabé de entender en la escuela lo que significa «cínico», en mi pequeña ciudad nadie lo era. Pero desde que lo conozco, señor Von Senden, lo sé: cínico significa vil, y es vil quien no se avergüenza de su infamia.
Durante un momento reinó el silencio en la habitación; hasta la máquina había dejado de coser. Después comenzó a traquetear de nuevo, y el capitán de caballería dijo con tono suave:
—No se lo pones fácil a un amigo, Karl.
—¡Usted nunca ha sido mi amigo, y yo tampoco quiero que llegue a serlo nunca! —gritó el chico, iracundo.
—¡Sí! ¡Sí! —replicó impertérrito el señor Von Senden—. Soy tu amigo, Karl, y de veras que no puedes cambiar un ápice de eso, pues no depende solo de ti. Y por lo que respecta a mi intervención en favor del ingeniero jefe Hartleben…
—¡Déjese de explicaciones! He presenciado con mis propios ojos su cobarde comportamiento. ¡Ay, tan cobarde que me avergoncé de usted, señor capitán de caballería!
—Pero ¿de qué le habría servido a Hartleben en ese momento que yo hubiera intercedido en su favor? Mi cuñado lo habría despedido, porque estaba rabioso. Después hablé tranquilamente con él y tuve éxito: el señor Hartleben se queda.
—Sí —replicó el chico pálido de ira—, con eso le ha pagado su cuñado que usted estuviera de palique con el arquitecto municipal al amor de los canapés de caviar. ¡Oh, todo este asunto apesta, incluso cuando hacen ustedes algo decente, sigue siendo indecente!
Se apartó y se acercó a la ventana. Al pasar, le dijo a Rieke:
—Prepárame algo de comer, Rieke. Me muero de hambre… Este se irá enseguida.
—Querido muchacho —dijo el señor Von Senden—, creo que me tratas con excesiva severidad. Si yo fuera pobre en lugar de cuñado del señor Kalubrigkeit, me juzgarías con más clemencia.
—Pero usted no es pobre, usted no necesita obrar mal, como por desgracia ha de hacer algún pobre que otro.
—Te digan lo que te digan sobre mí tus sentimientos, Karl, tu inteligencia te confirmará que mi método es el más eficaz. A pesar de tu valentía y tu espíritu de sacrificio, los inquilinos secadores estarían hoy en la calle (¡disculpa que te lo recuerde!), y el señor Hartleben, sin trabajo.
El chico callaba, sombrío, mientras contemplaba la noche.
—Pero no hablemos más del pasado —siguió diciendo el capitán de caballería, que tras tomar asiento en la silla de tijera cruzó las piernas. Ya tenía su pitillera de oro en la mano. Encendió un cigarrillo—. Hablemos del futuro, de tu futuro, Karl. Has perdido tu empleo… ¿Qué piensas hacer? O mejor: ¿qué puedo hacer por ti, Karl?
—¡Nada!
—No digas eso —comentó el capitán de caballería—. Sé que tienes valor y buena disposición. Pero perderás diez años de tu vida trabajando para superar lo peor. Si permites que te ayude, podrías ahorrarte seis o siete años de esos diez. ¡Piénsalo, siete años más de trabajo que te guste! Porque no puede gustarte ser repartidor, Karl.
—Pues me gusta, señor capitán de caballería.
—¿Cómo es posible? Cualquier zoquete puede subirse a una bicicleta y entregar paquetes a la puerta de cualquier vivienda.
—Pero mientras tanto conozco la ciudad, ¡Berlín! ¡Y a sus gentes, los berlineses!
—Cierto, tú quieres conquistar Berlín, y necesitas conocer lo que te propones conquistar.
—Nunca debí decírselo, se burla de mí…
—¡No me burlo de ti! Digo la verdad. Y a mi manera —dijo sonriendo—, por supuesto cínica y solapada, creo incluso que conquistarás Berlín a tu manera, es decir, tú solo. Posiblemente yo sea hoy la única persona que te cree capaz de conseguirlo.
—¡No! —exclamó Rieke—. ¡Yo también lo creo capaz!
Tras prepararle sus bocadillos a Karl, no había vuelto a sentarse a su máquina de coser. Había permanecido junto a la mesa de la cocina escuchando la conversación. Ahora giró su cara afilada hacia el visitante.
—¿De veras? —preguntó el capitán de caballería—. ¿Usted también, señorita? Pues entonces ya somos dos los que creemos en él. Y pronto serán cincuenta, y más tarde cien, y después miles. Pero para que esto no suceda demasiado tarde y no consuma sus mejores fuerzas, me gustaría ayudarlo a avanzar más deprisa, usted lo entiende, ¿verdad, mi pequeña señorita?
—¡Pues claro que lo entiendo! Pero…
—¡Un momento! ¿No cree que él conocería mejor el rico entramado de una ciudad como Berlín —preguntó el capitán de caballería dirigiéndose exclusivamente a Rieke— si yo lo colocase, por ejemplo, en un gran banco? Entonces él vería cómo el dinero fluye de un lado a otro, haciendo surgir como hongos ciudades e industrias en las que se ganan la vida decenas de miles de personas. Aprendería a dirigir ese flujo de dinero donde dé más fruto, para beneficio de la ciudad de Berlín. Yo podría colocarlo sin problemas en un banco, casualmente soy miembro de un consejo de administración…
—No quiero volver a meterme en una oficina. ¡No valgo para eso!
—Bien, él dice que no vale para estar inactivo. De acuerdo. Pero, señorita, el señor ingeniero jefe del estudio de delineación me dijo que posee grandes dotes para el dibujo. Si trabajara en serio un par de años, él lo enviaría a Charlottenburg, a la Politécnica. Podría convertirse en aparejador, arquitecto, pero de una casta diferente a la de los señores Kalubrigkeit. Y podría construir edificios, ciudades enteras, viviendas auténticas para los trabajadores, con luz y sol —exclamó mirando la cocina en derredor— en lugar de estas cuevas. ¿No sería una tarea mejor para él? Y si por pura obstinación se empeña en repartir paquetes, ¿sería eso correcto, señorita?
—¡Demonios, Karl! Este hombre no tie un pelo de tonto. Piénsatelo. No tie más que decirte lo que quie por su ayuda, porque na es por na, y yo no me creo que usté haga algo así por pura generosidá con Karl.
—Explicárselo, señorita —contestó con una sonrisa el capitán de caballería—, sería dificilísimo. Pues, según sus ideas, la verdad es que yo no quiero nada por mi ayuda. Ni dinero, ni mucho menos compañía. Por mí puede continuar viviendo aquí con usted, señorita…
—¡No hable con Rieke, hable conmigo! —vociferó de repente el chico—. ¡Qué más querría usted, que azuzar ahora encima a mi amiga contra mí! Porque eso es lo que desea, Rieke. ¿Qué es lo que pretende un hombre de dinero como él? Tiene tanto dinero que no se agacharía a recoger un billete de cien marcos. Pero me quiere a mí, quiere meterse en mi interior, convertirme en su marioneta. Le gustaría moverme de un lado a otro como una pieza de ajedrez. Se aburre mortalmente y quiere algo para jugar, ¡para eso me considera lo bastante bueno! ¡Y ahora encima pretende alejarte de mí! ¿No te das cuenta, Rieke, de que es igual que el tentador que condujo a Jesús a una montaña muy alta y le enseñó todos los tesoros de la Tierra y dijo: «Todo esto te daré si me entregas tu alma»? Él no la tiene, por eso quiere la mía. Pero ya se lo he dicho una vez, señor capitán de caballería: ¡jamás! Y aunque venga cien veces más, yo siempre repetiré: ¡jamás! —Karl Siebrecht había vuelto a acalorarse. Ahora estaba quieto, observando pálido y resuelto al capitán de caballería.
—¡Lástima! —dijo este sacando otro cigarrillo de su pitillera—. Has tirado por tierra un par de buenos años de trabajo. Pero volveremos a vernos, Karl. Es inevitable, tanto si nos buscamos como si no. Buenas noches, Karl. Buenas noches, mi pequeña señorita, no se enfade mucho con él. —Y, tras encender el cigarrillo, abandonó la cocina.
—¡Lástima! —dijo Rieke en cuanto se cerró la puerta—. T’as portao como un tonto, Karl.
—¡No quiero ayuda de ese hombre!
—Es un presumío con sus calcetines elegantes —reconoció Rieke—. Pero ese hombre hablaba en serio, Karl.
—No me gusta, y tampoco quiero que me ayude.
—¿Por qué no? ¡No seas tonto, Karl! To lo que has dicho antes, lo del tentaor y los tesoros de este mundo, suena muy bien, pero ¿de qué sirve? T’as queao sin faena, y ese hombre t’abría proporcionao una. Si no te gusta estar metío en una oficina, haberte buscao otra cosa entretanto, eso es lo que yo llamo ser práctico. Primero habrías tenío pa vivir gracias a él. Porque los veinte marcos de Felten tampoco es que den pa mucho.
—El sábado también habré perdido ese empleo.
—¡El colmo de los colmos! ¿Y has echao de casa a ese hombre? Karl, en serio, esta vez no te conozco. ¿De qué piensas vivir ahora?
—Ya volveré a encontrar algo.
—Seguro, sobre to ahora, en invierno. Te pasarás tres semanas yendo de acá p’allá y podrás darte con un canto en los dientes si sacas quince marcos semanales. ¡Y despachas a ese hombre como si fueras el mismísimo señorito del pan pringao! ¡Es que ya no te entiendo, Karl! Un poco de imprudencia nunca viene mal, pero tanta es demasiao.
—Compréndelo, Rieke, si me dejo ayudar por ese hombre, tendré que convertirme en lo que él quiera.
—¿Que tendrás que…?
—Pero yo deseo convertirme en lo que yo quiera.
—Ah, ¿y eso no pues hacerlo si él te consigue un empleo? Pues no lo entiendo. ¿Onde está la diferencia entre correr por ahí en busca de empleo o tenerlo enseguía? ¡Por eso no vas a dejar de llegar a ser lo que quieras!
—No, Rieke, no me entiendes, de verdad. Por primera vez no me entiendes. Y de eso solo tiene la culpa ese tipo, que te ha llenado la cabeza de fantasías.
—A mí nadie m’a llenao la cabeza de na, Karl, soy demasiao lista pa eso. Has hecho un pan como unas hostias, Karl, y de ahí no me saca nadie —dijo con un hondo suspiro—. Pues tengo que decir que empieza bien el año. Tú sin trabajo, padre bebiendo, y Hagedorn ha vuelto a presentarse hoy por la mañana.
—¿Hagedorn? ¿Y qué quería? Ha recibido su plazo puntualmente.
—¿Pues qué iba a querer? ¡Decir bobás! ¡Quería ver a mi madre! En qué hospital está ingresá, eso quería saber. Oye, Karl, no me fío de ese, no trama na bueno…
—Ya te advertí desde el primer momento que no era de fiar.
—Sí, es verdá, pero a pesar de to firmaste. Karl, creo que ese quiere buscarnos la ruina por las firmas. —La voz de Rieke traslucía verdadero miedo.
—Entonces vamos a sacar el dinero de mi libreta de ahorros —dijo Karl Siebrecht—, pagaremos hasta el último céntimo a ese individuo y nos quedaremos tranquilos. No obstante… —Meditó un momento, y al cabo continuó—: En realidad, mi plan era completamente distinto, Rieke.
—¿Qué plan?
—Presta atención, Rieke. He conocido a un chico. —Al recordar a Kalli Flau, Karl Siebrecht se animó—. Tiene dieciocho años. Era grumete, pero ahora está en Berlín buscando trabajo. Un tipo de fiar, te gustará, seguro.
A medida que Karl iba animándose, mayor rechazo denotaba la expresión de Rieke.
—Me ha dicho que ahora hay barcazas de fruta en el Spree —siguió contando Karl—, y que siempre se necesita gente para transportar las manzanas a casa. Ahí se puede ganar un montón de dinero. Pero limitarse a cargar como un burro no es rentable. He pensado que si con los ahorros de la libreta compro un triciclo, o mejor aún, dos, el otro para Kalli Flau…
—¿Por qué también pa ese?
—Porque ahora está sin blanca, acaba de largarse del barco. De momento lo he dejado dormir en la habitación del almacén de Felten, y también le he dado mi cena. Estaba medio muerto de hambre, Rieke…
Pero a Rieke ya no había quien la parara.
—¡Esta sí que es buena, Karl! —empezó a gritar con los brazos en jarras, gritando como si Karl no fuese amigo suyo—. ¡T’as agenciao algo bueno, sí señor, no pueo menos que decírtelo! ¡Padre parao, tú parao, casi na de comida en casa, y tú encima vas y recoges a un vagabundo, le das tus buenos bocadillos y lo dejas dormir donde Felten! Y si mañana s’a dao el piro cargao de telas, ¿qué?
—Kalli Flau no es así. Además, lo he encerrado.
—¿Encerrao? ¡Ay, Karl, cuántos disparates tie que oír una! El almacén está en la planta baja, hombre, a ese le basta con abrir una ventana. ¡Nooo, Karl, hoy estás más espeso que unas gachas!
—Tú no conoces a Kalli Flau…
—¡Y no quiero conocerlo! ¡Lárgate ya con semejantes amigos! ¡Mía que no avergonzarse de ponerse a mendigar la primera noche!
—Bastante amargo le resultó, Rieke.
—¿Qué tie eso de amargo, eh? ¡Piensa en Fritz Krull y en su arenero del Tiergarten, anda! A ese también lo creíste enseguía, y te llevaste un puñetazo en la tripa. ¡Este te sacudirá otro, sí, tu nuevo amigo!
—Eso habrá que verlo, Rieke.
—Sí, claro, pero ¿con qué? Primero lo alimentamos y luego, encima, le compramos una bicicleta. A plazos, faltaría más… ¡Como si no tuviera ya preocupaciones de sobra con Hagedorn!
—Pero, Rieke, con las manzanas se puede ganar mucho dinero, de veras, estoy convencido.
—Claro, estás convencío, y tu amigo también. ¡Sois dos panolis! Que estamos en enero, hombre, y pue helar cualquier día. ¿Qué será entonces de tus manzanas? ¡Las manzanas no soportan las heladas! El día que lleguemos a diez grados bajo cero, se acabó el negocio, y os quedaréis plantaos con vuestras bicis y vuestros plazos.
—¡Pues entonces encontraremos otra cosa! —repuso Karl, pero algo más débilmente, porque la alusión de Rieke a heladas inminentes y más fuertes, muy certera, lo había impactado.
—¡Encontraremos! —se burló Rieke, ahora sin el menor rebozo—. ¡Pero has echao de la cocina a un hombre que solo quería tu bien, que te ofrecía un empleo! Claro que ahora sé por qué no has aceptao la colocación: ¡porque querías estar con tu nuevo amigo! ¡Pero de ahí no va a salir na! Y no pienso soltar la libreta de ahorros, así me muelas a palos.
—No pienso molerte a palos, Rieke —contestó Karl Siebrecht con una sonrisa triste—. Hoy es imposible hablar contigo.
—Tú l’as dicho, hoy es imposible hablar contigo, Karl. No quies entrar en razón.
—De acuerdo, Rieke, no quiero entrar en razón. Así que déjame con mi insensatez…
—Así habláis tos los hombres cuando ya no sabís qué decir. ¡Pero yo tengo razón, y no te daré la libreta!
—Seguiremos hablando mañana. Buenas noches, Rieke.
—¡No volveremos a hablar más, este asunto está liquidao! Y cómete los bocadillos antes de irte a la cama.
—Gracias, pero ya no tengo hambre. Buenas noches, Rieke.
Ella calló.
—He dicho buenas noches, Rieke.
Silencio.
—¿Vamos a irnos enfadados a la cama, Rieke? ¡Sería la primera vez!
—¡Alguna vez tenía que ser la primera! Noo, Karl, hoy no te daré las buenas noches, sería to fingío. Estoy que trino contigo, Karl.
—Siendo así, sin buenas noches —se despidió Karl desde el umbral—. Aunque lo siento. —Y bajó por la escalera.
Arriba, Rieke volvió a abrir la puerta de golpe y, sin consideración hacia el descanso nocturno de los vecinos, le gritó por la escalera:
—¿T’as creío que a mí no me apena, atontao? ¿T’as creío que voy a pasar buena noche solo porque tú me lo desees? ¿Eso es lo que t’as creío? ¡Vamos, entra en razón, ceporro!
Arriba se cerró la puerta de un golpetazo. Karl, algo más aliviado, se adentró en el patio trasero.