Capítulo 19

Aparece Kalli Flau

Camino de la empresa de Felten, Karl Siebrecht tomó la decisión de no hablarle a Rieke de su despido. Por la mañana saldría como siempre y buscaría trabajo durante el día. De momento, Felten le pagaba veinte marcos semanales. Además, disponía de todo el día libre; aceptaría otro empleo de repartidor, veinte y veinte son cuarenta, y estaría casi como antes de que lo despidieran del estudio de delineación. Llegó donde Felten casi dos horas antes de lo habitual, y eso fue bueno, porque ya se apilaban los paquetes y fardos.

—¡Date prisa, Karl! —lo apremió el señor Felten, malhumorado—. La verdad es que esto del par de horas nocturnas es imposible. La clientela se queja de que llegas siempre muy tarde.

—Tal vez… —dijo Karl Siebrecht con cuidado—, tal vez pueda venir ahora durante unos días también por las mañanas, señor Felten, de momento no tenemos mucho que hacer.

—¿Ah, no? —replicó el señor Felten muy atento, y en ese mismo instante el chico supo que había cometido un error—. Te han despedido, ¿eh?

—¡De eso nada! —exclamó Karl Siebrecht—. ¡Qué cosas se le ocurren, señor Felten! Además, tendría que preguntar antes al ingeniero jefe. Todavía no hay nada seguro.

—Vale, vale. Pues entonces date prisa, Karl. Hoy tienes que hacer por lo menos cuatro viajes.

—Si viniera por las mañanas, solo le costaría un poco más —insistió Karl Siebrecht.

—¿Cómo, más aún? —exclamó el señor Felten—. ¡Ni hablar del peluquín, Karl! Con contratar a un recadero por doce marcos…

—¿Y qué haría ese por doce marcos a la semana? ¡No valdría nada, señor Felten!

—Seguro que hará menos que tú, Karl. Pero estará aquí diez, once horas, y en ese tiempo por doce marcos hará lo mismo que tú por veinte en cuatro horas. ¿Tengo razón o no la tengo, Karl? —El chico calló—. Bueno, no quiero ser así, Karl. Tampoco pretendo bajarte el sueldo a doce marcos, pero desde la semana que viene digamos que quince, ¿vale? ¡No puedo perder dinero contigo!

Karl Siebrecht se quedó tan desconcertado por el inesperado desenlace de su petición de mejora salarial que guardó silencio durante un rato. Luego dijo, irritado:

—Lo siento, señor Felten. Pero no trabajaré por menos de veinte marcos. ¡Se acabó!

—Piénsatelo, Karl —repuso Felten con indiferencia—. Ahora que han pasado las fiestas hay poco movimiento, como es habitual en enero, y los repartidores abundan como la arena en la playa.

Mientras Karl Siebrecht pedaleaba con esfuerzo en su triciclo atiborrado con el viento húmedo de frente, no podía dejar de pensar en las últimas palabras de Felten: ¡ese hombre tenía razón! Enero era una época de poca actividad, las navidades ya habían pasado. En numerosos negocios la campanilla de la tienda solo sonaba para anunciar a los que iban a hacer cambios, malos negocios, tiempo de parálisis. Karl Siebrecht había elegido para cambiar de trabajo una época maldita y mala. Al final tendría que tragarse sapos y culebras y conformarse con los quince marcos. ¡Pero no, no lo haría, no le daría ese gusto a Felten! La semana siguiente ese hombre le bajaría el sueldo a doce marcos, y así sucesivamente. Porque Felten acababa de olerse que lo del estudio de delineación se había terminado. Había sido una estupidez sugerirle la idea a ese tipo…, pero no por eso iba a aceptar. Veinte marcos o se acabó. ¿Y luego qué?, preguntó una voz ligeramente preocupada. ¡Bah! Y justo cuando Karl Siebrecht estaba pensando ese «¡bah!», el triciclo volcó. Por naturaleza, los ciclos de tres ruedas no vuelcan con facilidad cuando van muy cargados. Pero el aire húmedo había cubierto el empedrado con una ligera capa de hielo, al doblar una esquina el ciclo patinó, a continuación chocó contra el bordillo y volcó…

«¡Bah!», acababa de pensar Karl Siebrecht, y ya en la acera, medio enterrado bajo sus paquetes de tela, exclamó en voz alta:

—¡La hemos liado buena!

—¡La has liado buena! —le contestó otra voz riendo, y alguien comenzó a apartar los paquetes.

Karl pensó en el acto en el carrito de mano de Wiesenstrasse y en Fritz Krull, el ladrón. Se liberó de golpe y, poniéndose en pie de un salto, gritó:

—¡Aparta las manos de mis paquetes!

—Tranquilo, tranquilo. —El otro rio—. ¿Crees que soy de esos? Por mí puedes comerte tus paquetes con patatas.

Se miraron riendo, a la luz de la farola de gas, y desde el primer momento se cayeron bien. El otro también era un chaval, tal vez dos o tres años mayor que Karl Siebrecht y por tanto más ancho y fuerte, aunque de menor estatura. Era un chico de pelo negro y tez muy morena. Tampoco vestía precisamente con elegancia. Llevaba recios zapatos marrones, pantalones azules, jersey azul bajo el que asomaba una camisa azul y una gorra de visera azul. En realidad, parecía un marinero. Sin pensar, Karl dijo:

—Tú no eres de aquí, ¿verdad? Seguro que eres de Hamburgo.

—¡No! —dijo el otro riendo—. Vengo de Bremen. Me he largado del barco, ¿comprendes? Demasiada leña, y el marmitón nunca me daba de comer.

—¿Qué es eso de leña? —preguntó Karl—. ¿Y qué es un marmitón?

—Leña son palos, y marmitón es el cocinero —respondió el otro deprisa—. ¿Dejamos los paquetes tirados en el barro o volvemos a cargarlos?

—¡A cargarlos! —El chico cada vez le caía mejor—. Pero no tenemos que volver a embalarlos. Me toca descargar diez casas más allá; ese trozo empujaré yo.

—¡Hecho! —repuso el otro, y ambos cargaron en silencio.

—¡Ya está! Oye, muchas gracias —dijo Karl cuando terminaron.

—Espera, te acompaño el trecho que falta —dijo el otro, ayudando a empujar.

—¡Hasta otra! —volvió a decir Karl Siebrecht cuando llegaron al edificio.

—¿Vas a dejarlo en la planta baja o más arriba? —preguntó el marinero, aunque seguramente era un simple grumete.

—Voy al segundo piso.

—Pues vamos allá —dijo el chico cargando con una pila de paquetes.

—Pero no puedo darte nada… —lo informó Karl.

—¡Cierra el pico! ¿Acaso te he pedido algo? Justo ahora tengo un cuarto de hora libre.

Y transportaron juntos los paquetes hasta el segundo piso.

—Bueno, hombre, pues muchas gracias —dijo Karl Siebrecht por tercera vez cuando volvieron a la calle.

—¿A qué zona vas? —le preguntó.

—A Jerusalemer Strasse.

—¡Igual que yo! Anda, déjame sentarme delante en tu ciclo. ¡Pero no me tires al arroyo!

El chico se echó a reír. Fue la suya una risa satisfecha, muy ruidosa. Pero esta vez Karl no la secundó, se había despertado su desconfianza. Le asaltaron las dudas sobre ese acompañante tan pegajoso.

—¡Menudo frío hace hoy! —dijo el otro mientras Karl pedaleaba con brío.

—Sí —fue la sucinta respuesta.

—Lo primero que haré en Jerusalemer será tomarme un grog bien fuerte —comentó el marinero—. Porque allí habrá algún sitio donde tomarse un grog, ¿no?

—Pues no lo sé. Yo nunca tomo grog —respondió Karl Siebrecht reservado y con cierto alivio. Porque si ese aún podía pagarse un grog…

—¡Pues yo soy un gran bebedor de grog! —agregó el otro con despreocupación—. ¿Cuántos grogs crees que aguanto, eh?

—¡Ni idea!

—Haz un cálculo.

—Ya te digo que…

—¡Solo un cálculo! Nuestro capitán en el Emma, un arrastrero, se emborrachaba con catorce grogs, pero yo he aguantado hasta veintiuno.

—¡Venga ya! ¡Veintiún grogs…!

—Puede que fueran veintitrés, porque después me liaba al contar.

—Además, a mí me parece repugnante beber. Ya he visto bastante de eso. Hemos llegado, ¿te bajas? Tengo que entrar en el patio.

—Vale —dijo el marinero con sorprendente rapidez, y tras otra inclinación de cabeza, se marchó contoneándose calle abajo.

—Adiós, y muchas gracias —le gritó Karl con una mezcla de remordimiento y satisfacción. Después empujó el ciclo hasta el patio y lo cargó para el segundo viaje. Le esperaba una noche dura, tenía que hacer cuatro viajes. El viento era cada vez más frío y cortante; bastaba con doblar los dedos tan solo tres minutos alrededor del manillar para pensar que no podría volver a estirarlos. Y el ciclo parecía más pesado cada metro que avanzaba.

Cuando iniciaba su cuarto viaje, el señor Felten dijo:

—Me marcho, son más de las diez. No puedo pasarme media noche aquí sentado por tu culpa. Cuando traigas el ciclo de vuelta, cierra bien y echa la llave en el buzón. Yo me he guardado el duplicado.

—Está bien, señor Felten.

Pero el señor Felten no se iba.

—¿Lo has pensado ya, Karl?

—¿El qué? —preguntó, aunque lo sabía de sobra.

—Lo de los quince marcos de salario semanal.

El señor Felten estaba muy suave. Pero el chico pensaba que merecía un aumento y no una rebaja por pasar frío y empujar.

—Lo siento, señor Felten —contestó negando con un gesto—, pero no trabajaré por menos de veinte marcos semanales.

—Entonces nos separaremos el sábado, Karl —lo informó el señor Felten—. Yo también lo siento, eres un chico trabajador, pero no quiero perder dinero contigo. Buenas noches, Karl.

—Buenas noches, señor Felten.

Durante un instante, Karl Siebrecht se quedó fulminado. Sin empleo… Estuvo a punto de acometerlo el miedo, el mismo miedo que les había cerrado la boca ante Kalubrigkeit al señor Von Senden y al ingeniero jefe. Pero después echó altanero la cabeza hacia atrás y rio. Llevaba en el bolsillo el resto de la paga del estudio de delineación. Allí aún le debían el salario de una semana, y el dinero de Minna estaba en la caja de ahorros, intacto. Ahora estaba en mejor situación que en noviembre, a su llegada a Berlín. Tenía más dinero y conocía la ciudad, cierto que muy poco, pero desde luego ya no era tan novato como entonces.

Cuando regresaba de ese último viaje, alegre por poder llegar pronto al caldeado piso de Rieke, una figura oscura se desprendió del portón.

—Eh, tú, oye… —dijo.

—¿Qué hay? —preguntó Karl Siebrecht mirando con desconfianza al marino.

Porque su aspecto había cambiado. Su bonito moreno había adoptado un tono grisáceo, enfermizo, y le temblaba la voz. Así que debía de estar borracho. ¡Qué asco!

—Solo quería decirte una cosa más…

—¿De qué se trata? ¡Date prisa, estoy pasmado de frío!

—Yo también. Es que antes te he mentido: yo no bebo grog. No aguanto ni uno, ¿entiendes?

—Sí… —contestó Karl vacilante. Todo aquello era algo raro. Ese tipo parecía de pronto tan digno de lástima…

Esbozó un movimiento ampuloso, aunque torpe.

—Solo quería decirte eso. Para que no pienses que soy un mentiroso.

—Bueno, hombre, no tiene importancia. Solucionado —dijo Karl con cierta turbación.

—Vale, pues… —dijo el otro, y calló, pero seguía sin marcharse. Al cabo de un rato añadió—: Lo que quería preguntarte… —Vaciló, y dijo deprisa—: Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Karl Siebrecht.

Esto animó al otro.

—¡Lo que son las cosas! —exclamó—. Yo también me llamo Karl. Karl Flau. Pero en el Emma, un arrastrero, por si no lo sabes, siempre me llamaban Kalli. Kalli Flau. Pero yo no hago honor a mi apellido, no tengo un pelo de flojo, salvo esta noche.

—Seguramente será por el frío —comentó Karl Siebrecht, por decir algo.

—Sí —contestó el otro de manera maquinal. Y añadió—: Bueno, lo dicho… —Y se volvió para marcharse.

Durante un instante, la desconfianza y el altruismo libraron un breve combate en el interior de Karl Siebrecht.

—¡Eh, Kalli, escucha! —exclamó al fin—. ¡Querías preguntarme algo!

—Ya te he preguntado tu nombre —dijo el otro echando a andar.

—¡No vuelvas a mentir! —exclamó Karl Siebrecht—. Ibas a preguntarme otra cosa, lo he notado perfectamente.

El chico giró el rostro hacia él. Estaban muy cerca uno del otro, en medio del portón; la luz de una lámpara de gas caía sobre un rostro pálido por el frío.

—Sí —reconoció Kalli Flau—, es cierto, quería preguntarte otra cosa. Solo que es una pregunta endiablada y difícil. Dime, Karl… —Hablaba cada vez más despacio y con esfuerzo—. Karl —susurró—, ¿crees que es una deshonra mendigar por hambre? —Miraba al otro con los ojos muy abiertos en su faz pálida. Tenía la boca entreabierta y le temblaban los labios.

—¡Qué va! —contestó Karl Siebrecht—. ¡Claro que no! Lo que es una deshonra es emborracharse con grog. ¡Eso sí que lo es! Vamos, Kalli, primero meteremos la bici en el sótano, y después vendrás conmigo al almacén. El jefe ya se ha ido y tengo las llaves. Además, tampoco me he comido la cena, porque no me ha dado tiempo. ¡Venga, no le des más vueltas, porque cuando llegue a casa me darán de comer!

Pocos minutos después estaban ambos sentados en el chiscón en que Karl Siebrecht había encontrado hacía más de dos semanas a su predecesor durmiendo en el lecho de terciopelo. Un fuego alegre ardía en la estufa de hierro, y con el calor que irradiaba las mejillas del marinero volvieron a adquirir poco a poco su hermoso tono moreno. Mientras masticaba con energía, le refirió la historia de su vida. Aunque la verdad era que había poco que contar. Hijo de un maestro carpintero de Mecklemburgo y destinado por su padre a ese oficio, se había calentado la cabeza con historias de aventuras en el mar. Había huido a Bremen y, tras una larga búsqueda, se había enrolado en el Emma. Finalmente su padre había soltado la documentación y dado su consentimiento, aunque con la orden tajante de que no volviera a aparecer por casa hasta haberse convertido en un hombre de provecho. Pero lo del Emma resultó un fiasco. Pasaron más de medio año pescando en los bancos de arena al sur de Islandia, pero no consiguieron prácticamente capturas. La desgracia los persiguió con insólita tenacidad: allí donde aparecía el Emma, la pesca desaparecía, se formaban tormentas, la red de arrastre se rompía. Y el único culpable de todo era ese maldito marinero de agua dulce, el grumete Kalli Flau. Con él a bordo, jamás conseguirían capturas. Todos acabaron descargando su ira en el chico, los palos le llovían de la mañana a la noche y de la noche a la mañana.

—Estoy acostumbrado a las tundas de mi padre, Karl —contaba Kalli—, te lo aseguro. Pero lo que es demasiado, es demasiado, como decía el pastor, y un día cayó a la sentina. Así me largué, y esos estarán locos de alegría por que ya no esté a bordo, ¡te lo aseguro! Porque yo no era más que su Jonás, ¿entiendes? Así llaman al que trae la desgracia al barco. Ya sabes, Jonás tiene que estar en la tripa de una ballena y no a bordo.

—¿Qué piensas hacer ahora, Kalli?

—Buscar trabajo. En Berlín hay trabajo para todos. En Berlín progresa todo el mundo, dicen por todas partes, de modo que será verdad. Yo también tendría trabajo, solo que…

—¿Qué…?

—Fue porque no tenía nada en el estómago, Karl. En el Spree están ahora las barcazas de manzanas, y el trajín dura todo el día: uno se lleva un saco lleno, y las amas de casa vienen con sus bolsas. Si estás en condiciones, puedes sacar un buen jornal.

—¿Por qué no lo sacaste tú, Kalli?

—Porque me desplomé. Tuve mala suerte. El primero al que ofrecí mis servicios había comprado un quintal y medio de manzanas. Yo me había echado el saco a la espalda… ¡Un quintal y medio no es nada para mí! Pero ten en cuenta que desde Bremen, hacía tres días, apenas había comido. Y al llegar a la segunda esquina de la calle las piernas me fallaron de repente, y me vi tirado en el suelo y las manzanas salían del saco reventado y rodaban por toda la calle. Allí me propinaron la segunda paliza, ¡mi primera paliza en Berlín! A partir de entonces me desanimé. Siempre que quería ofrecerme a alguien, pensaba: este volverá a cargarme un quintal y medio a la espalda. Pero mañana, con tus bocadillos dentro del cuerpo…

—¡Ya veremos lo que pasa mañana! De momento dormirás aquí, volveré para abrirte mañana muy temprano. Te dejaré encerrado, no creo que te lo tomes a mal.

—¡Para nada! Dormiré como un tronco, te lo aseguro.

—Y ten mucho cuidado con la luz y con el fuego. ¿De verdad estás saciado? Vale, mañana temprano traeré más, Kalli, incluyendo una jarra de café. Buenas noches, Kalli.

—Buenas noches, Karl. ¡Dios, voy a dormir como un tronco!

—Yo también, Kalli. Buenas noches.