Incidente en el estudio de delineación
En los tiempos posteriores, Rieke lamentó no haber trabajado en las labores con una costurera: la habría supervisado su trabajo y ayudado con consejos y apoyo. Ahora, en ocasiones se encontraba casi desesperada ante su labor sin saber qué hacer. Entonces la acometía un miedo cerval a que su trabajo fuese rechazado por chapucero y la obligasen a reponer todas esas telas. Ella siempre había dormido poco, ahora apenas lo hacía, y también por este escaso sueño trasgueaban pinzas, pliegues y bolsillos de plastrón. Rieke, sin embargo, apretaba los dientes y se decía: To esto no te sirve de na. ¡Ties que conseguirlo! ¿Dejar que ese viejo me ponga verde? ¡Ni que fuera tonta! Y se apostó delante de la casa Felten —la vigilancia del viejo Busch volvió a reducirse mucho—, se fijó en una costurera que hacía una entrega y se pegó a sus talones. Volvió a poner como pretexto a la madre enferma para la que tenía que pedir consejo, y logró que la admitiesen en el taller de costura desconocido. Allí se mostró callada y discreta. ¡Oh, cómo sabía Rieke mantener la boca cerrada cuando era necesario! Se hizo enormemente útil, y al mismo tiempo mantuvo los ojos abiertos: nada le pasó desapercibido. Le costó dos días de trabajo enteros, pero en ese tiempo aprendió más que alguna otra en dos meses. Detrás de Rieke Busch había una necesidad férrea. La costurera, una persona entrada en años y no precisamente dulce, le dijo al despedirse:
—Bueno, Rieke, si necesitas aprender algo, me lo preguntas directamente. ¡Odio a muerte hacerlo to a escondías!
Rieke Busch replicó con su mejor reverencia escolar:
—¡Mu agradecía, señorita Zappow!
—Y tampoco se te da bien el planchao de telas pesadas —continuó tajante la señorita Zappow—. Eso no es pa ti. Cuando hayas terminao tu trabajo, te mandaré a mi planchador. No es caro, y te lo dejará to de manera que no tengas que aguantar críticas de Felten.
Otra profunda reverencia.
—Mu agradecía, señorita Zappow.
—Aún te saldría más barato —contestó la señorita Zappow enternecida por tanta gratitud— si tuvieras un hombre en casa al que pudiera enseñar mi planchador. Eso lo aprende cualquiera. ¿No ties padre? M’abía dao esa impresión.
—Mi padre no vale pa eso, muchas gracias, señorita Zappow. Pero a lo mejor aprende mi amigo…
—Cómo, ¿que ya ties amigo a tus años? ¡Tengo que decir que las chicas de Wedding sois…!
—No es eso, señorita Zappow. Lo que es por mí, no haría falta que se hubiese inventao el amor. Noo, él es como un hermano, ¿entiende usté, señorita Zappow?
Pero ya en la escalera, Rieke sacó la lengua a la puerta de la Zappow. ¡Vieja gruñona!, se dijo a sí misma. ¡Si por ti hubiera sío, habría cosío solo ojales durante los dos días! Si no hubiera sío yo tan avispá… Y Rieke reanudó la costura con nuevos ánimos.
Mientras su pequeña amiga se agobiaba con todo tipo de preocupaciones, ninguna de las cuales, sin embargo, manifestó en voz alta —ni siquiera ante él—, Karl Siebrecht se alegraba de su existencia de pluriempleado. ¡Lanzarse, tras el ambiente dulzón y tibio del estudio, al iluminado Berlín nocturno, trotar a Jerusalemer Strasse, tomar el pesado triciclo y cargar los numerosos y pesados paquetes y fardos con mercancía de confección era un placer! Entonces no sentía ni hambre ni frío, podía nevar, silbar doblando la esquina el viento invernal: él se ponía en marcha tocando furiosamente el timbre. Notaba calor, habría podido viajar en mangas de camisa; nada le importaba. Sobre todo no convertirme en un hombre casero, pensaba. Y cuando a la caída de la tarde, a veces ya de noche, llegaba a casa de Rieke —ella le había preparado sus bocadillos y continuaba cosiendo—, decía masticando con afán:
—No sé cómo puedes resistirlo, Rieke. ¡Siempre metida en casa!
—¿En invierno? —preguntaba ella en cambio, como la genuina chica de capital que era—. Ahí fuera solo me echaría a perder la ropa. Estar en casa es ahorrar. Ya verás lo que te dura la ropa ahora que te pasas el día en la calle.
—¡Qué va! —Karl rio—. Es francamente agradable airearse de lo lindo. Y cuando se rompa la ropa, compraré otra nueva, al fin y al cabo gano dinero suficiente.
—Toavía —le advirtió ella—. ¿Es que Felten aún no tie un chico nuevo?
—¿Ese? Creo que está tan satisfecho conmigo que ya no busca. Ni siquiera se quejó al pagarme mis veinte marcos.
—¿Y cómo va todo en el estudio de delineación?
—Bien, Rieke. ¡Bien! Soy el favorito del ingeniero jefe. Ahí soy fijo, en el estudio de delineación puedo pasar cien años.
¡Ay, incauto Karl! Seguramente con el director Tietböhl había tenido que aprender de memoria la balada de Schiller de El anillo de Polícrates, pero su correcta moraleja, el meollo por así decirlo, se lo enseñó el mejor maestro: la vida misma. ¿Cien años de trabajo seguro en el estudio de delineación? Qué chico tan incauto… Ni cien horas más estuvo. Pues a mediodía del día siguiente se abrió la puerta del estudio y, al frente de una comisión a la que guiaba por su gran empresa, entró el señor Kalubrigkeit en persona, bajo, gordo, de piel oscura, con otro abrigo forrado de piel, pero este mucho más elegante que el que llevaba antaño, en la obra. Karl Siebrecht se dio cuenta al momento y se colocó a la sombra de un gran armario; el señor Kalubrigkeit hizo un gesto ampuloso pero inseguro por toda la estancia.
—Señor arquitecto municipal, caballeros… Aquí tienen a todos mis pintores.
Calló y miró con inseguridad el tablero de dibujo siguiente sin pronunciar palabra. En el grupo al que se volvió de nuevo se alzaron unos murmullos.
—En fin —dijo el señor Kalubrigkeit—, la verdad es que no hay mucho que ver. Esto es siempre igual. Yo nunca vengo por aquí. Subamos, caballeros, señor arquitecto municipal. Un piso más arriba se encuentra mi departamento financiero, veintisiete empleados sin contar a los dos apoderados…
Su voz se perdió en el ruido de pasos de los que se alejaban. Karl respiró aliviado. Le habría resultado muy desagradable, allí, delante de todos los colegas… Por otra parte, había visto perfectamente al señor Von Senden entre el grupo de los visitantes; le habría encantado saludarlo, pero no había sido posible. También los otros delineantes soltaron un suspiro de alivio: cuanto menos viene el jefe, más se le teme, con más facilidad volvían a latir sus corazones. Cuchichearon entre ellos, la palabra «pintores» corrió de boca en boca. Algunos sonrieron con sarcasmo, otros se enfadaron, sobre todo el señor Feistlein. El ingeniero jefe Hartleben, que recorría incansable arriba y abajo el largo pasillo, se encargó de restablecer la calma poco a poco. Karl Siebrecht llevaba ya mucho rato sentado a su tablero de dibujo; la regla tableteaba, el tiralíneas se deslizaba alrededor de la plantilla de curvas con un suave ronroneo. Detrás de él, por encima de sus hombros, oyó la voz del ingeniero jefe Hartleben:
—Ese era nuestro jefe. ¿Lo conocías, Karl?
—Sí, lo vi en una ocasión —contestó el chico sin levantar la vista.
—Esos hacen aspavientos —dijo el ingeniero jefe a su espalda porque los ha llamado pintores cuando son delineantes. Les indigna que no valore su trabajo como es debido. Pero ninguno extrae las consecuencias y se va. Yo tampoco. ¿Lo entiendes, Karl? En realidad debería ofenderte.
—Todos necesitan ganarse el sustento —dijo Karl soplando suavemente el dibujo para que la tinta china se secase más deprisa—. A mí tampoco me gustaría perder mi puesto de trabajo justo ahora.
—Todos nosotros decimos siempre «justo ahora», Karl. Todos somos cobardes. Nos hemos convertido en una especie cobarde —remachó con amargura el ingeniero jefe.
—Pues precisamente aquí, en Berlín, yo no he encontrado eso —contestó Karl Siebrecht recordando a Rieke Busch—. A mí la gente de aquí me parece de lo más tenaz y valiente.
—¡Pero tú te has escondido en el rincón oscuro del armario, Karl! —dijo tras él otra voz algo lánguida y nasal—. Te he visto perfectamente.
Karl Siebrecht se levantó de un salto. Su manga emborronó la tinta china que aún no se había secado, pero en ese momento no se percató.
—¡Señor Von Senden! —exclamó con alegría—. Yo también lo he visto a usted. Me alegro…
—Muy amable por tu parte, Karl —dijo el capitán de caballería—. Pero lo mejor de todo es que tu alegría se refleja claramente en tu rostro. Esos están reunidos ahí arriba en el departamento financiero, comiendo canapés de caviar, así que podemos charlar tranquilamente un rato. ¿Te gusta esto? Pero antes debo preguntar al señor ingeniero jefe Hartleben si está contento contigo.
—Va mejorando, va mejorando —contestó el ingeniero jefe con una sonrisa—. Rinde bastante para su edad.
—Me alegra oírlo —comentó el capitán de caballería—. Dicho sea de paso, jamás lo dudé.
Se sentó en la silla de Karl Siebrecht y cruzó las piernas. Ese día llevaba calcetines de un suave tono frambuesa con la lengüeta del talón de color púrpura. Karl Siebrecht lo vio en el acto. El señor Von Senden sacó del bolsillo una pitillera de oro y ofreció al ingeniero jefe, que lo rechazó aludiendo al severo reglamento del estudio de delineación. Pero el capitán de caballería tomó uno.
—Me arriesgaré —dijo—. Aunque soy un mero socio pasivo de la empresa, muy pasivo incluso, pero con todo… —Encendió el cigarrillo y el señor Von Senden volvió a dirigirse a Karl—. Por cierto, no pensaba encontrarte aquí. Hace unos días vi por la noche a un chico que se parecía a ti como una gota de agua a otra. Tu doble viajaba en un triciclo empujando una auténtica montaña de paquetes. Pero claro, no serías tú.
—¡Pues sí, era yo! —respondió Karl Siebrecht ruborizándose un poco. No le importaba que lo supiera el capitán de caballería, pero el ingeniero jefe no habría tenido por qué saberlo.
—¿Fue una casualidad —continuó el capitán de caballería—, o se trata de un empleo permanente? —Hablaba sin mirar a Karl, observando únicamente la ceniza de su cigarrillo. Luego la eliminó con una uña larga y rosada.
—De momento lo hago todas las noches —contestó el chico.
—¿Por dinero? —prosiguió el capitán de caballería.
—También —contestó el chico cada vez más lacónico. Ahora recordaba el reparo que sentía ante el capitán de caballería: ese hombre era como un barreno. Lo desmenuzaba todo, y al final a uno no le quedaba nada sólido entre las manos.
—Pero ¿no podríamos encontrar para ti una ocupación algo más digna y lucrativa? —preguntó asombrado el capitán de caballería—. ¡Repartidor en un triciclo! Seguro que el señor Hartleben tiene de vez en cuando algún trabajo extra bien pagado que encomendarte. ¿Verdad, señor Hartleben?
Este asintió. El chico meditó un instante y respondió:
—¡Pero es que yo no quiero otro trabajo! Ese me gusta, lo que me encanta de Berlín es que uno puede hacer lo que le dé la gana. Nadie pregunta por ti. ¿Por qué es indigno ser repartidor? ¿Por qué es más digno dibujar? Yo no lo entiendo, y el auténtico berlinés, por lo que conozco de la ciudad, tampoco. ¿Sabe usted, señor capitán de caballería? Cuando un hombre me puso en la mano la primera propina, di un respingo. Y él replicó: «¿Eres demasiado fino para ganar dinero? Entonces también serás demasiado fino para comer pan». ¿Ve usted, señor capitán de caballería? Ese era un auténtico berlinés… ¡y tenía razón! Lo único indigno es comer el pan que uno no se ha ganado. Perdone, señor capitán de caballería, es evidente que no lo digo por usted.
El señor Von Senden perdió parte de su petulancia ante ese fogoso estallido juvenil. También el ingeniero jefe Hartleben esbozaba con los brazos movimientos circulares, apaciguadores, como si espantase a un pollo que tuviera delante. Al chico los dos caballeros le parecieron indeciblemente cómicos por su perplejidad, y no pudo evitar sonreír. Pero la sonrisa se borró de sus labios cuando una voz potente y ominosa dijo:
—Oye, cuñado, ¿por qué no subes un momento y hablas un rato con el arquitecto municipal? No hace más que poner pegas al permiso de construcción. Caramba, ¿a quién tenemos aquí?
El señor Kalubrigkeit podía no entender nada de delineación y poco de construcción en general. Pero tenía olfato para las personas, y no olvidaba fácilmente una cara por mucho que la hubiera visto una sola vez. Había conocido a un Karl Siebrecht ennegrecido de polvo de carbón y ahora veía a un joven limpio con cuello duro, pero eso no lo despistó ni un instante.
—¡Este es el tipo de Pankow! —gritó el señor Kalubrigkeit con voz estridente—. ¡El agitador rojo que eché de la obra! ¡El sinvergüenza que regala mi carbón y mi leña, el tipo que intentó enfrentar conmigo a mi capataz, que me creó mil dificultades con los inquilinos secadores! ¿Qué hace usted aquí? —En ese momento, Kalubrigkeit arremetió directamente contra Siebrecht, y como solía suceder adoptó un tono más íntimo—. ¿Qué diablos buscas en mi estudio? ¿Pretendes incitar a mis pintores, anarquista?
—Un momento, por favor, cuñado —medió el señor Von Senden, pero su voz sonó débil frente a la del hombre que se había hecho a sí mismo.
—¡De eso nada, cuñado! ¡Y tú, granuja, lárgate ahora mismo de mi oficina! ¡O te vas ahora mismo o haré que te encierren por allanamiento de morada! Contaré hasta tres, y como no te hayas marchado para entonces… ¡Uno, dos, tres!
Ante el inevitable final, Karl Siebrecht se tranquilizó por completo. No tenía el menor motivo para esconderse de nadie, así que aguardó tranquilo al «tres» y, cuando Kalubrigkeit lo miraba casi reventando de ira pero ya lleno de sorna porque el chico se había hecho culpable de allanamiento de morada, contestó:
—Soy un delineante de su empresa, señor Kalubrigkeit. Con trabajo fijo. ¡Me parece que no puede usted echarme por las buenas!
—¿Delineante? —gritó el señor Kalubrigkeit, bramando ya como un buey salvaje—. ¿Quién ha tenido la desvergüenza de colocar aquí a este bribón? ¡Lo despediré!
—¿Qué bribón? —gritó a su vez Karl acercándose mucho al señor Kalubrigkeit—. ¿Qué bribón le ha dado a usted el derecho a llamarme bribón? —Sintió una mano sobre su hombro, se volvió deprisa, era la mano del capitán de caballería. Se la sacudió indignado y gritó—: ¡Dígalo otra vez y saldrá volando de su estudio de delineación, señor Kalubrigkeit!
A la vista de tal amenaza, el señor Kalubrigkeit dejó de gritar en el acto.
—Quiero saber quién ha empleado a esta persona.
—Yo, señor Kalubrigkeit —informó el ingeniero jefe.
Pero sus palabras no traslucían valor viril ante los poderosos. Al contrario, el señor Hartleben, muy pálido y con voz temblorosa, mantenía la cabeza gacha y no miraba ni a su patrón ni a Karl Siebrecht. Este se percató de ello, y observó también de una rápida ojeada los rostros tensos de sus colegas, que parecían asustados y en cierto modo contentos por esa excitante interrupción de su trabajo. Pero también vio al brioso señor Feistlein, que se acercaba sigiloso, pasito a pasito, al grupo que discutía: donde caza el león, ventea botín la hiena.
—¿Por qué colocó a este hombre? —preguntó el señor Kalubrigkeit.
—Yo… —El ingeniero jefe alzó la vista y miró hacia el señor Von Senden.
Pero este no pronunció palabra. El señor Von Senden, tras contemplar la ceniza de su cigarrillo con aire meditabundo, la sacudió con la uña larga y sonrosada.
—¿Y bien? —apremió el señor Kalubrigkeit.
—Este joven es un delineante muy capaz para su edad —dijo el ingeniero jefe al no recibir ayuda alguna—. Como es natural, yo ignoraba por completo que usted le hubiera reprendido, señor Kalubrigkeit.
—¡Yo eché a este golfo de la obra! —gritó el empresario en un nuevo ataque de rabia.
—De haberlo sabido, yo jamás…
—¿Y llama a esto un delineante capaz, señor Hartleben? —gritó el señor Kalubrigkeit señalando el tablero de dibujo del muchacho—. ¿A estos garabatos los llama usted un plano? Me tiene usted asombrado, señor Hartleben. Ya hablaremos del asunto…
Y en efecto, lo que se veía en el tablero de dibujo de Karl Siebrecht no parecía un plano. La manga de la chaqueta del chico, al levantarse de golpe, había hecho un buen trabajo: ¡estaba emborronado!
—No lo comprendo —balbuceó el ingeniero jefe—. Él nunca ha…
Tampoco entonces llegó la menor ayuda del señor Von Senden. En cambio, el señor Feistlein dijo resuelto:
—Disculpe la interrupción, señor Kalubrigkeit. Quisiera hacer constar que en reiteradas ocasiones he formulado los más graves reparos contra este chico. Ciertamente sin que hayan merecido la menor atención. En mi opinión, este granuja es un vago y un incapaz, pero sobre todo es muy dado a la insubordinación.
—¿Y usted tolera esto, señor ingeniero jefe? —gritó Karl al hombre abatido—. ¿De este tipejo pringoso, que fuma y bebe y se escaquea del trabajo en cuanto usted se va? ¿No se subleva usted? ¿Calla cuando el distinguido señor Von Senden se niega a confesar que usted me empleó por recomendación suya, sí, únicamente por eso, señor capitán de caballería?
—Qué ingenuidad… —murmuró el señor Von Senden.
—Muy bonito lo que estoy escuchando, muy bonito —comentó Kalubrigkeit—. Bueno, ya abordaremos el asunto más tarde, ahora tenemos que subir a ver al arquitecto municipal, cuñado. Y usted, señor Hartleben, dele a este… joven su documentación y el dinero que le corresponda. Dentro de cinco minutos lo quiero fuera del estudio, ¿entendido?
—Sí, señor Kalubrigkeit —contestó el ingeniero jefe.
Unos minutos después, Karl Siebrecht se presentó ante el ingeniero jefe.
—También te he preparado un certificado —dijo este presuroso—, es todo lo que he podido hacer por ti.
—Siento haberle causado tantas contrariedades.
—¡Bah! Ya pasará. Me hago viejo, hijo, tú todavía no sabes lo que significa eso, y el señor Feistlein es más del agrado de nuestro jefe.
—El capitán de caballería habría tenido que echarle una mano —dijo el chico—. Jamás se me habría ocurrido pensar que fuese tan cobarde.
—Seguramente no quiere despertar la desconfianza de su cuñado. Porque quien gana el dinero es Kalubrigkeit. Por eso dependemos de él y nos acobardamos en su presencia. Así somos los humanos, Karl.
—¡No, así precisamente no! —replicó el joven—. Usted es mayor y mucho más inteligente que yo, señor Hartleben, pero eso yo lo sé mejor. Los seres humanos no somos así, ni podemos serlo. En ese caso solo los sinvergüenzas prosperarían y pisotearían a las personas decentes. Yo llegaré lejos de otra manera, y cuando haya llegado arriba seré distinto con mi gente.
—Eso te deseo —contestó, apesadumbrado, el ingeniero jefe—. En fin, Karl, que te vaya bien, ya sabes que te echaré de menos. Siempre me ha agradado estar junto a tu tablero de dibujo. ¡Mucha suerte, Karl!
—Yo también quiero darle las gracias, señor ingeniero jefe. Le deseo mucha suerte.
El ingeniero jefe suspiró. La puerta de la sala de delineación se cerró detrás de Karl Siebrecht. Los cien años de su puesto seguro habían terminado.