El recadero
A la mañana siguiente la máquina de coser llegó puntualmente al tercer patio de Wiesenstrasse, y no había transcurrido ni un cuarto de hora cuando Rieke, sentada a la máquina, empezó a probarla a diestro y siniestro. Primero con cuidado, después con un suave rubor en las mejillas, cada vez más deprisa y animada. ¡Oh, no le había dicho a Karl Siebrecht por jactancia que sabía coser a máquina, era la pura verdad! No en vano había mantenido los ojos bien abiertos en sus empleos de asistenta; había aprendido mucho fijándose en algunas amas de casa. Rieke pisaba el pedal cada vez más rápido, sus ojos relucían. El viejo Busch, sentado apático junto a la ventana con la mano torcida vendada, la miraba desconcertado. Cerraba los ojos, sacudía la cabeza como si le molestase ese ruido y volvía a mirar.
—¡Qué, padre, esto trae vida a la casa, ¿eh?! —Rieke reía triunfal, el señor Hagedorn había quedado sepultado en el olvido.
Tilda estaba junto a la máquina de coser, mirando con ojos radiantes aquel monstruo traqueteante y ruidoso reluciente de níquel.
—¿Qué te parece, Tildita? ¡Esto va ca vez mejor! —Rieke volvió a reír—. Y lo primero que voy a hacer cuando sepa coser como es debío será un abrigo pa ti del vestío de la tía Bertha. ¿Qué me dices?
Rieke pisa el pedal y cose, cose trapos viejos, una costura por encima y otra por debajo, la verdad es que la máquina va como la seda. Y su traqueteo se propaga por los interiores del edificio de Wiesenstrasse. Los vecinos de arriba y de abajo escuchan el ruido inusual procedente de la vivienda de los Busch, los vecinos de al lado pegan la oreja a la pared… No transcurre mucho tiempo hasta que se oye la primera llamada a la puerta.
—¡Qué raro me parecía to, Rieke, creía que había pasao algo, qué sacudías tan tremendas! ¡Y resulta que ties máquina de coser a tus catorce años! Yo llevo once casá, y toavía no tengo ninguna. Siempre que pensaba que había llegao el momento y que habíamos reunío los cuartos, volvía a suceder cualquier minucia y nos quedábamos sin blanca.
Siguieron otras vecinas, y en la cocina de los Busch pronto se congregó un nutrido grupo femenino. La noticia se extendió por todo el edificio; del primer patio vino la Brommen, y de los pisos exteriores la mujer de Spaniel, el administrador de la finca, de la que contaban que usaba ropa interior de seda. Para Rieke fue el día más orgulloso de su vida, la miraron con asombro, la alabaron y la admiraron. Y aunque con su sentido común sabía de sobra cuánta envidia se escondía tras todas esas palabras de alabanza, estas seguían siendo agradables por mucho que no fuesen del todo sinceras.
Al viejo Busch lo inquietó el tropel de mujeres y su cháchara. Agarró su gorra y se largó. Rieke no se lo impidió. Incluso le habría dado un marco si se lo hubiera pedido. Incansable, mostraba la máquina de coser, explicaba las ventajas de la lanzadera vibrante sobre la recta, cada vez más arrebolada y alegre. Así la encontró Karl cuando regresó a casa del estudio de delineación. La última visita se había marchado ya, y Rieke se sentaba, molida pero feliz, ante su máquina de coser.
—Karl —dijo yendo despacio hacia él y apoyando las manos en sus hombros—. Karl, ha sío el día más feliz de mi vía. La máquina está aquí y toas m’an admirao. Karl, hoy soy muy feliz.
—¡Magnífico, Rieke! Yo también me alegro.
—Sí, Karl, y de que esto haya sío así, solo tú ties la culpa. Desde que te vi en el tren de cercanías, ¿te acuerdas de ese tipo tan gracioso con su freno de emergencia? Desde entonces las cosas nos van bien.
—¡Bah, Rieke, no digas tonterías! ¿Qué tengo que ver yo con la máquina de coser? También te la habrías comprado sin mí. Por cierto, ¿vino Hagedorn en persona?
—Sí.
—¿Y fue todo bien? ¿No preguntó por tu madre?
—¡Bah, ese! Pue preguntar cuanto quiera, que pa tipos así siempre tengo respuesta. Y no digas na, Karl, pero sin ti lo de la máquina no habría sío posible. No es solo por el dinero que das por la comida, pese a que ayuda mucho. Nooo, no es solo por eso. Es por el coraje… Desde que te conozco, tengo un coraje muy distinto en el cuerpo. Eso es.
—Ay, Rieke, pues esa impresión es mutua. Yo siempre espero con impaciencia verte cuando regreso a casa por la tarde.
—¿Sí, Karl? ¿De verdá? Eso está bien, nunca lo habría pensao. No soy más que una inculta cría berlinesa de Wedding, pero eso me ha gustao. ¡Me pone de buen humor! Y ahora escucha, Karl. —Sin más preámbulos, Rieke Busch pasó de los sentimientos a la faceta práctica de la vida—. La verdá es que yo no quería empezar a coser pa Felten de Jerusalemer Strasse hasta Año Nuevo, pero me lo he pensao mejor. Pa eso quean aún once días… ¿Pa qué voy a dejar pará la máquina nueva? Mañana mismo iré a Felten, y si ties tiempo me acompañas. Me van a dar tantas telas que no podré con ellas sola. Si m’ayudas a cargarlas, Karl, pues contar con una cerveza.
—Claro que te ayudaré, Rieke, y la cerveza es mejor que se la des a tu padre. ¿Dónde está? ¿Ha vuelto a marcharse? Está cada vez más misterioso, hemos de ocuparnos de él.
—Ties razón, Karl, solo que necesitaríamos tener más tiempo. Así que mañana iremos a Felten.
Y al día siguiente, en efecto, fueron a Felten. Karl descubrió que también en esa empresa estaba todo preparado para una señora Friederike Busch, pero para tranquilidad de su conciencia no tuvo que confirmar nada, ni hacer de hermano mayor. A medida que los montones de patrones de abrigo cortados se apilaban cada vez más alto delante de Rieke, el señor Felten comentó con disgusto:
—Habría tenido que acompañarte tu madre, pequeña. Vosotros dos no podréis con esto… ¡Acabaréis tirando las telas a un barrizal!
—Podremos con todo, señor Felten —contestó Rieke impasible—. No se figura usté lo fuerte que soy. Por no hablar de mi amigo, que trabaja en un estudio. Es delineante.
La verdad es que en ninguna parte consta que los delineantes posean una fuerza extraordinaria, pero si Rieke era una persona carente de vanidad, en cambio se sentía muy orgullosa de su amigo, aunque se olvidó de ello enseguida para enfrascarse en una furiosa discusión con el señor Felten, que en opinión de Rieke no le entregaba suficiente hilo de coser.
—De eso ni hablar, señor Felten —gritó estridente—. A mí no pue usté engañarme. ¿Tres carretes pa quince abrigos? ¿Ha perdío usté el juicio? Pa diez abrigos, tres carretes, y ya es poco, que algunos dan cuatro carretes por diez prendas.
—¡Pero es que son abrigos infantiles!
—¡Como si no lo supiera! ¿Se figura que solo usté tie ojos en la cara? ¡Que no soy tonta, caramba! Y ahora, venga ese hilo, señor mío, otros diez carretes…
Al principio, a Karl Siebrecht estas discusiones de Rieke le resultaban muy embarazosas. Había llegado a Berlín desde su pequeña ciudad de provincias con cierto toque de finura, pero rápidamente comprendió que lo que valía en su ciudad allí no bastaba ni de lejos. En Berlín era necesario saber despotricar; quien pensara en reafirmarse con susurrante distinción estaba aviado. Un dicho muy apreciado por Rieke era que «finura viene de fino, ¡y lo fino no vale pa na, lo fino siempre se rompe!». Así que ahora Karl escuchaba con muda satisfacción la disputa entre Rieke y el señor Felten, firmemente convencido de que su pequeña amiga acabaría por hacer valer su derecho. Y así fue. El señor Felten no añadió diez carretes más, pero sí seis. Los dos continuaron rezongando en voz baja, aunque se les notaba que no estaban descontentos ni enfadados. Cuando las montañas de patrones estuvieron envueltas en dos grandes telas negras de sastre, y Rieke y Karl intentaron echárselas a la espalda, se puso de manifiesto que el señor Felten tenía razón: la carga era demasiado pesada.
—Ya os dije que no podriaís —comentó el señor Felten con una sonrisa de suficiencia—; tendríais que haber venido con vuestra madre. —Sin embargo, su victoria le hizo ser clemente—. Por esta vez os llevará los abrigos el recadero con la bicicleta de reparto, pero solo por esta vez, ¿entendido? ¡Sin que sirva de precedente! Habitualmente, la recogida y la entrega es asunto vuestro.
—Entendío, jefe.
—¡Franz! —gritó el señor Felten—. ¡Ven aquí, Franz! —Pero nadie se movió entre las oscuras bóvedas de telas—. ¿Dónde se habrá metido este golfo? ¡Se pasa la vida durmiendo! Voy a ver… —El señor Felten, con paso lento, se adentró en la oscuridad creciente entre los sombríos estantes de telas, y Rieke y Karl lo siguieron despacio. El jefe abrió sin hacer ruido la puerta de un apartado, y allí, débilmente iluminado por una camisa de gas que solo funcionaba a medias, yacía el recadero de la empresa Felten. Se había preparado un lecho con balas de tejido, el más bello terciopelo de Aquisgrán, y dormía como un bendito, con toda la mugre de sus diecisiete años sin asear pero tapado como un verdadero príncipe, con terciopelo de Aquisgrán. El señor Felten se quedó tan impactado que dejó caer los brazos.
—Mi hermoso terciopelo —musitó—. A diez marcos el metro, y este cerdo se tumba…
Para perjuicio del durmiente, en confección se utilizan todavía reglas graduadas de metro talladas en dura madera. Pensar en el elevado precio de su terciopelo de Aquisgrán animó automáticamente los brazos del señor Felten, que tenía un metro a mano y lo hizo bailar. El joven se levantó sobresaltado de su lecho de terciopelo con un grito y comenzó a brincar bajo el palo, que también saltaba.
—¡No haga eso, señor Felten! —clamaba—. ¡Se lo ruego, señor Felten! ¡Tenía tanto frío, señor Felten…! ¡Señor Felten, esto no lo tolero!
Pero el palo continuaba su baile implacable, y en el angosto cuarto no había escape para el chico.
—Diez marcos —jadeaba el señor Felten—. ¡Espera, Franz, que te voy a calentar! ¡Conmigo no pasarás frío! Diez marcos y se tumba encima con los zapatos sucios…
La última consideración confirió una especial energía a los brazos del señor Felten, el palo silbó por el aire y el chico profirió un fuerte grito de dolor. Impulsado por la desesperación, arremetió contra su castigador. Este se tambaleó, y el mozo Franz cruzó entre Karl y Rieke en dirección al sombrío y espacioso almacén.
—¡Maldito granuja, espera y verás! —gritó el señor Felten saltando tras él mientras blandía el palo con más fuerza.
Pero ahora el palo no le servía de nada contra las piernas más veloces del chico. Este corría ligero alrededor de los estantes; los golpes torpes caían sobre la madera, nunca sobre la carne, y mientras el señor Felten, que estaba empezando a quedarse sin resuello, jadeaba en voz baja «diez marcos», el mozo le gritaba a la cara insultos cada vez más estridentes.
—¡Viejo buitre! ¡Explotador de niños! ¡Sanguijuela! ¡A la mierda! ¡He terminado aquí para siempre! ¡Encárguese usted solo de su asquerosa tienda! ¡Lo denunciaré a la Cámara de Comercio! ¡Torturador de telas! ¡Viejo asno de terciopelo!
Rieke y Karl se sujetaban los flancos de la risa. Porque el mozo, al pasar corriendo, había empezado a tirar de los estantes las balas de tejido, que caían al suelo una tras otra con un ruido sordo y levantando remolinos de polvo que oscurecían el débil resplandor de las escasas lámparas de gas. Algunas se desplegaban, se enredaban en los pies de Felten, que lo seguía a trompicones, lamentándose en voz baja.
—¡Te voy a enseñar lo que es bueno, viejo loro! —gritaba el pillo con voz triunfal.
Y apoyando los hombros contra una estantería, empujó y esta se cayó con un estruendo sordo. Entre la nube de polvo que lo envolvía todo y se alzaba sobre el campo de batalla resonó la voz lastimera del jefe:
—¡Detente, Franz! ¡Por favor, para de una vez! Te aseguro que ya no quiero pegarte…
—¿Conque ya no quieres? —vociferó el recadero—. ¡Alégrate de que no te zurre yo a ti! ¿Vas a darme mi documentación, viejo chupajornales? ¡Vara de medir reseca!
—Sí, sí. ¡Por favor, Franz, no derribes nada más!
—¿Y me darás mi salario semanal entero? Doce marcos.
—Imposible, Franz. Eso es chantaje. ¡Estamos a jueves! Te daré seis marcos… ¡Oh, santo cielo, ya ha tirado otra estantería!
Resonó un terrible estruendo, el polvo se hizo más espeso, y Felten gritó lastimero:
—¡Sí, sí, Franz! Te daré doce marcos. Pero detente de una vez.
—Dentro de tres minutos, jefe —resonó la voz amenazadora desde la columna de polvo—, o algo más volará.
—Sí, sí, Franz, pero déjame buscar. No veo nada debido al polvo.
Oyeron a Felten estornudar, resollar, toser, gemir, mover papeles susurrantes. También tosían ellos, y se frotaban los ojos. Una corriente de aire frío, puro, irrumpió en el polvo: Franz había abierto de un empujón la puerta de salida para asegurarse una veloz partida. En medio de la nube que descendía aparecieron primero las cabezas de los combatientes, con el pelo desgreñado, los rostros pegajosos de polvo y sudor.
—Aquí tienes tus papeles y tu dinero, Franz —dijo con suavidad el jefe, agitándolos.
—¿Y qué lleva usted en la otra mano? ¡La vara! ¡Perro traidor! —gritó el recadero—. Déjelo todo ahora mismo encima de la mesa, y retroceda al fondo del todo, junto a esos dos guapitos, o volverá a tronar. Así está bien, jefe, siempre tan buenecito. —El chico tomó dinero y documentos y los examinó por encima—. ¡Mira lo bien que va esto, jefe! —gritó.
Y se lanzó con toda su fuerza contra una estantería. El trueno de la caída se mezcló con un sollozo de queja del señor Felten. La puerta de salida se cerró con estrépito: el chico había escapado.
—¡Aquí no hay motivo alguno para reírse! —exclamó el señor Felten, agriado—. Voy a denunciar a ese granuja a la Policía. Lo haré responsable de esto. ¡Vamos, dejaos de risas y echad una mano para recoger! Dios mío, menudo aspecto tiene mi bonito almacén…
Y el señor Felten tenía en verdad motivos sobrados para lamentarse, pues el almacén tenía el aspecto de una cueva de ladrones. Parecía imposible que un solo chico hubiera causado semejante devastación en apenas cinco minutos.
—Vamos, echad una mano —dijo impaciente el señor Felten—. Comenzad a enrollar las balas de tela. Pero antes cepillad bien las telas; aquí tenéis cepillos…
—Oiga, señor Felten —dijo Rieke—, es usté el colmo. ¿Qué nos importa a nosotros su almacén? ¿Acaso somos sus empleaos? Pues deje de echarnos la bronca…
—No os he regañado, solo os he pedido ayuda.
—¿Pedío? Yo siempre oigo pedir. ¿Has oído tú algo de pedir, Karl?
—¡Ni hablar! Usted nos ha tratado con grosería. Anda, Rieke, vámonos a casa.
—Pero no seáis así —rogó el señor Felten, ahora suplicando de verdad—. ¡No podéis dejarme plantado! Tardaré horas en ordenarlo todo. Os daré algo.
—Un tálero pa ca uno —respondió Rieke deprisa—, ¡y está hecho!
—¡De eso nada, Rieke! —exclamó Karl Siebrecht—. Cinco marcos para cada uno, y todavía es barato, ¿no le parece, señor Felten? ¿Dónde piensa encontrar gente ahora, a última hora de la tarde?
Karl Siebrecht opinó que tenía que empezar a ser más hábil en los negocios, a adaptarse a Berlín. ¡Rieke no podía ser siempre superior a él en todo lo práctico!
Ella lo apoyó en el acto.
—Ties razón, Karl —exclamó—. Cinco marcos pa ca uno, y está tirao, jefe. Aparte de que, siendo delineante, mi amigo no está na acostumbrao a este tipo de curro.
Tras un tira y afloja y muchas lamentaciones, el señor Felten terminó aceptando el precio. Los tres trabajaron durante un rato casi en silencio, roto ocasionalmente por los dolientes suspiros del dueño. En el almacén resonó un suspiro especialmente fuerte, y Rieke dijo:
—L’a salío del alma, señor Felten.
—¡Maldito sinvergüenza! —suspiró en voz alta el señor Felten—. Mira que dejarme plantado justo a punto de cerrar. ¿De dónde voy a sacar ahora un recadero?
—Eso tendría que haberlo pensao antes de empuñar el palo, señor Felten —dijo Rieke sabiamente.
—¡Y ese gorrino restregando los pies en mi hermoso terciopelo sin recibir castigo! ¡Diez marcos me cuesta el metro!
—Eso ya lo sabemos, señor Felten. Pero ¿quién ha recibío mayor castigo? ¿Usté o él?
Felten se limitó a suspirar.
—Si dispone de una carreta de mano, yo mismo llevaré nuestras telas a casa, señor Felten —dijo Karl Siebrecht—. Y mañana a primera ahora le devolveré la carreta, antes de ir al estudio.
—Es un triciclo —suspiró el señor Felten. Y tras una breve reflexión añadió—: Dígame, ¿usted qué es? ¿Delineante? ¿A qué hora termina su jornada?
—Casi siempre a las cinco. ¿Por qué lo pregunta?
—Tal vez sea usted demasiado fino para eso, hoy en día los jóvenes son todos muy finos para ganar dinero, pero ¿qué le parecería venir después tres o cuatro horas por la noche y repartir mi mercancía? Solo hasta que encuentre otro chico.
—¿Cómo dice? —preguntó Rieke.
—¿Cuánto me pagaría por ello? —inquirió Karl Siebrecht.
—Pues he pensado que cinco marcos.
—Cinco marcos por noche, no está mal. Yo me lo pensaría, Karl.
—¿Por noche? ¿Me tomas por loco? ¡Quiero decir por semana, naturalmente!
—Menudo negocio me propone usted, señor Felten —contestó Karl—. Le hago el trabajo de su recadero después de terminar la jornada, y en lugar de doce marcos, me da cinco. Muchas gracias.
—¡Ties razón, Karl!
—¡Pero el chico estaba aquí diez horas!
—No hablemos más del asunto, señor Felten.
—Solo digo que el chico trabajaba aquí diez horas y usted…
—¡No hablemos más del asunto, señor Felten!
—Solo digo que…
—Aparte de que, dado que mi amigo es delineante… se estropeará las manos.
—Dejemos este tema, Rieke.
Al cabo de un cuarto de hora más de discusión, el señor Felten estaba agotado: Karl Siebrecht se convirtió en repartidor de la empresa Felten por un salario semanal de veinte marcos.
—¡Fíjate, Karl! —exclamó Rieke cuando regresaban tarde a casa; ella caminaba presurosa al lado del chico, que llevaba sus abrigos en un triciclo—. ¡Fíjate, Karl, estamos ganando dinero a espuertas!
—Sobre todo no lo pregones, Rieke —le advirtió él, henchido de orgullo.
Tenía la impresión de que acababa de poner el pie en el peldaño más bajo de la escalera. ¡Arriba, arriba, a escalar la muralla de la ciudad de Berlín!