La máquina de coser
Se habían citado delante de Hagedorn. En este punto Rieke se comportaba como una mujer adulta: hizo esperar a Karl. Él había estado un rato intentando descubrir su figura rauda, clara, entre el barullo de compradores navideños. Pero ella no llegaba, y eso que a él le había costado mucho pedir permiso al señor Feistlein para abandonar el estudio pronto. La gente reía. Cargados con paquetes, pasaban en masa junto a él formando un torrente interminable, caminando presurosos a grandes zancadas a causa del frío. Cuando reían, una nube de vaho escapaba de su boca. Pero aún no había nevado; bueno, todavía quedaba tiempo para ello. Aún faltaban cinco días para Nochebuena.
Ella no llegaba, y Karl Siebrecht se giró para contemplar los escaparates de Hagedorn. Había dos, uno a la derecha y otro a la izquierda de la puerta de la tienda. El derecho solo mostraba máquinas de coser. Las había de todas las clases, enormes, cuya negrura mate apenas estaba iluminada por un escaso níquel brillante, y muy pequeñas, con una ruedecita a un lado para girarla con la mano. Estas estaban adornadas con numerosos dibujos y cantos de colores, pero todas, tanto las grandes como las pequeñas eran, según pregonaban los carteles que ostentaban, «de primerísima calidad», o también «sencillamente colosal», «invento capital de la era moderna». Y todas ellas eran fáciles de comprar: «Cómodos plazos a convenir». Karl intentó descubrir la máquina que Rieke deseaba. Costaba doscientos sesenta marcos, lo recordaba muy bien. Pero en el escaparate no figuraban los precios. Se dedicó a contemplar el escaparate a la izquierda de la puerta de la tienda. Le parecía mucho más interesante porque albergaba bicicletas. Como era natural, sabía montar en bici, pero nunca había conseguido tener una propia. Había tenido que utilizar siempre la de su padre, que había padecido muchas penurias en cientos de obras. Así que contempló detenidamente una bicicleta tras otra… La espera no se le hacía larga. ¡Rieke podía tardar tranquilamente un rato más! Se propuso preguntar luego en la tienda por los precios y condiciones de pago de las bicis. Sería fantástico ir en bicicleta al estudio de delineación. Con una bicicleta sí que conocería bien Berlín. Hasta entonces apenas había salido del par de calles principales por las que transcurría su trayecto. Y tenía que conocer cada rincón de Berlín, de esa ciudad que conquistaría algún día. Dio un profundo suspiro.
—Joven, ese es el escaparate equivocao —dijo a su lado la voz cantarina de Rieke. Ella llevaba ya un rato allí, había seguido la mirada del joven y había escuchado su suspiro—. Y ahora ven a ver mi máquina. Ya sé que he llegao tarde, Karl, no he podío evitarlo. Han traído a padre, se cayó de la escalera, como es natural, borracho como una cuba. No se ha hecho mucho, un chichón en la frente y s’a torcío la mano.
—Eso es malo, Rieke.
—¿Por qué va a ser malo? Con este frío la construcción se habría acabao cualquier día, y ahora tengo al hombre vigilao. Los hombres que lo trajeron dicen que nadie invitó jamás a padre a aguardiente. Pero eso no pue ser verdá, los hombres siempre se apoyan frente a una mujer. Bueno, ahora tengo a padre en casa y conseguiré quitarle la costumbre de la bebía. Mira, esta es mi máquina de coser. —Y señaló una muy grande y pesada, casi sin adornos, un objeto muy práctico para una chica tan joven, pensó Karl.
—Parece demasiado pesada para ti, Rieke —comentó—. ¿No preferirías una más ligera? Esa de la izquierda parece mucho más bonita.
—Esa no vale pa las gruesas telas de abrigo, Karl. Bah, déjalo, no entiendes na d’eso. Déjame a mí. Entremos, Karl. Y dime, ¿de verdá no te importa que diga que eres mi hermano? Ties que firmar como Karl Busch, no lo olvides.
—Si no queda más remedio… Pero tal vez también se pueda así. Ahí lo pone: pago en cómodos plazos.
—No te lo creas. Lo ponen siempre. Es solo pa conseguir que uno entre en la tienda, y después te hablan hast’atontarte. Pero déjalos, que a mí no me van a tomar por tonta.
La venta navideña de máquinas de coser y de bicicletas no parecía muy boyante. Rieke Busch y Karl Siebrecht, mejor dicho ahora Karl Busch, eran los únicos clientes y fueron atendidos en el acto por el señor Hagedorn y su mujer, una vieja rechoncha.
—¿Esta? Qué ojo tiene, señorita, es la mejor máquina que tengo en almacén. Genuina manufactura inglesa, inglesa de cabo a rabo. Entre nosotros, señorita, las máquinas alemanas no valen para nada. Pero usted lo sabe mejor que yo. ¿No es verdad, Mieze, que la señorita tiene buen ojo? —La señora Mieze Hagedorn lanzó una mirada aún más hosca a Rieke—. Ahora, Mieze, enséñale el manejo a la señorita —añadió antes de apartar de nuevo a su mujer—. Esta es la lanzadera. ¿La ve usted, señorita? ¡Genuinamente inglesa! ¡Lanzadera vibrante! No recta como las de las máquinas alemanas. Y si desea bobinar, ¡Mieze, enseña a bobinar a la señorita!
—To eso ya lo sé hacer —informó Rieke, imperturbable—. No se acalore usté, hombre. ¿Cuánto vale la máquina?
—¡Bah, poco dinero, poco dinero! Es genuinamente inglesa, téngalo en cuenta, señorita, ¡los aranceles! ¡Los aranceles se lo comen a uno! Una máquina alemana como esa cuesta veinte táleros menos. Mieze, acerca la otra.
—Déjelo, señora, ya sé lo que quiero. ¿Cuánto cuesta la máquina? ¡Pero ahora en serio!
—Hágame el favor, señorita. Escuche usted la diferencia, el ruido que hace al coser… La inglesa es completamente silenciosa. Mieze, trae un trozo de tela, que la señorita haga una prueba de costura.
—O me dice lo que vale la máquina o me largo a la competencia —dijo Rieke con gran decisión mientras se dirigía hacia la puerta.
—¡Regalada! —exclamó a toda prisa Hagedorn—. Yo regalo la máquina, tan cierto como que estoy aquí, señorita. Noventa táleros, por ser usted, señorita. Es mi última máquina inglesa, no debería desprenderme de ella…
—¡Noventa táleros! —exclamó Rieke—. ¿S’a creío usté que soy un mico? A mi madre —dijo lanzando una mirada triunfal a Karl Siebrecht— le dijo usté el lunes que costaba doscientos cincuenta marcos. ¡Y ahora noventa táleros! ¿Se figura usté que soy una cría a la que pue convencer?
—¡Señorita, señorita, por Dios! —El señor Hagedorn estaba horrorizado—. Debe de haber por fuerza una equivocación. Esta máquina ha costado siempre noventa táleros. Puedo enseñarle facturas…
—Pues enséñemelas, ande. —Rieke rio impasible—. Doscientos cincuenta marcos, y a plazos, primero cien y el resto, cinco a la semana.
—¡Y encima a plazos! —exclamó el señor Hagedorn—. Imposible, con ese negocio perdería dinero.
—Pues buenas tardes tenga usté —concluyó Rieke decidida, agarrando el picaporte de la puerta—. Me iré a la competencia. Vamos, Karl.
—Un momento, señorita —dijo de repente la bajita señora Hagedorn, volviéndose hacia su marido y cruzando con él unos susurros apresurados. Él parecía oponerse, la mujer lo persuadía, luego lo reñía.
—Oye, esa se propone algo —le susurró Karl a Rieke—. ¿No sería preferible visitar otra tienda?
—¿Y qué se va a proponer? Lo principal es conseguir la máquina que me gusta.
La señora Hagedorn había vencido. Colocando ante ella una hoja impresa de letra apretada con el contrato de venta a plazos, dijo malhumorada:
—De acuerdo, señorita, haremos una excepción con usted. ¿Cuál es la profesión de su padre?
—Albañil.
—¡Esa no es una profesión con este tiempo! —se lamentó el señor Hagedorn.
Su mujer le dedicó una mirada de censura y reanudó el interrogatorio.
—¿Y tu madre a qué se dedica? ¿Es limpiadora? ¿Por qué no ha venido ella misma? Vaya, está enferma y te ha enviado a ti, ¿eh?
De nuevo terció el marido:
—Pues entonces tampoco podrá coser; ya habrá tiempo para firmar el contrato.
—¡Cállate de una vez, Max! —advirtió la mujer con tono severo. Y dirigiéndose a Rieke dijo—: Pero tu madre tiene que firmar.
—Pero ¿es que no puedo firmar yo por ella? —preguntó Rieke casi suplicante—. Me lo ha encargao precisamente a mí.
—¿Cuántos años tienes? ¿Dieciséis? Pues no los aparentas.
—Y este es mi hermano —añadió Rieke a toda prisa—. Es delineante y está empleao en Kalubrigkeit & Co., una empresa muy importante.
—No he oído hablar de ella en mi vida —replicó desde el fondo el señor Hagedorn—. Esas empresas constructoras quiebran a diario, dejando a los obreros tirados en la calle.
—¡Que te calles! —volvió a exclamar la mujer—. Bueno, entonces firme usted, aquí la señora Busch, aquí su padre, el albañil Busch. —Y la señora Hagedorn se alejó del escritorio para acercarse a su marido.
—¡Rieke! —susurró implorante Karl Siebrecht—. No firmes. Vámonos. ¡Estos van a embaucarnos!
—Pero ¿cómo van a embaucarnos, Karl? —preguntó Rieke suplicante—. Pagaremos puntualmente, y además podemos hacerlo. ¡No me dejes plantá ahora, Karl!
—Esto no está bien, Rieke —volvió a susurrar Karl, vacilando ante su mirada suplicante—. ¡No debemos hacer algo así, vamos a caer en la trampa!
—¿Cómo vamos a caer, eh? Tenemos tu libreta de ahorro por si algo va mal. ¡No me pongas en ridículo delante de esta gente, después de no haber parao de hablar!
—Pero primero quisiera leer lo que dice ahí —dijo Karl Siebrecht tomando la hoja.
—Lea, lea usted, joven —repuso el comerciante con indiferencia—. Por ser ustedes no voy a añadir más condiciones en la venta a plazos.
—¡Presta atención! —exclamó Karl Siebrecht, muy excitado—. Aquí se dice que la máquina será retirada inmediatamente si nos retrasamos una sola cuota semanal, y que entonces perderemos las cantidades ya abonadas.
—Es lo habitual —respondió el señor Hagedorn, nuevamente acuciante—. Todos firman esas cláusulas, y además debe ser así, pues yo no recupero una máquina nueva. Y como ustedes piensan pagar los plazos con puntualidad, esa condición debería darles igual.
—Claro que sí —dijo Rieke, empezando a firmar.
¡Alto!, intentó gritar Karl Siebrecht, pero ya era demasiado tarde. Se quedó allí, vacilando, con el portaplumas en la mano, con una inquietud dentro de su pecho que le prevenía. Pero allí estaba la mirada suplicante de su amiguita, su confianza inquebrantable en él porque nunca la dejaría en la estacada. Karl Siebrecht estampó la siguiente firma: Karl Busch.
—No deberíamos haber firmado —insistió en cuanto salieron de la tienda—. Ha sido una estupidez por nuestra parte.
—¡Amos, anda! —Rieke rio satisfecha—. Yo me hago la tonta, Karl, ya lo sabes. Lo importante es que he conseguío mi máquina de coser.