Capítulo 15

Hermano y hermana

Sí, Rieke Busch disfrutaba de la mejor época de toda su vida. Aunque ya había llegado el mes de diciembre, un mes en el que los albañiles tienen que dejar de trabajar a menudo, el viejo Busch aún acudía todos los días al trabajo. Casi siempre hacía mal tiempo, y si alguna vez helaba, la helada era tan benigna que no impedía las labores de albañilería. Por debajo de los cuatro grados bajo cero ningún albañil se quedaba en casa. Tampoco el viejo Busch, que antaño había utilizado la helada como pretexto para no trabajar. Todas las mañanas se marchaba taciturno y sin mirar, y todas las noches le esperaba en su casa de Wiesenstrasse su botella de aguardiente de la que le servía Rieke; primero todo el que él quería, más tarde, cuando todo iba bien, ya más remisa, y por último, cuando todo continuaba yendo bien, rebajaba el aguardiente con agua y añadía en su lugar pimienta blanca en polvo, para que supiera muy fuerte. Lo hacía en absoluto secreto; su amigo Karl tampoco sabía una palabra del asunto. Eso provocaba a veces noches agitadas, y se veía obligada a pasar largas horas sentada en el regazo de su padre, rodeándole el cuello con sus brazos, rascándole la barba, siendo esposa en lugar de hija… Tampoco de eso se enteraba Karl Siebrecht. Porque a la mañana siguiente el albañil Busch acudía al trabajo como siempre. No se le notaba nada, y el viernes Rieke, un poco pálida, recibía la recompensa del capataz: un sobre con el jornal entero. ¡Ay, cómo progresaba la familia! Porque a eso había que añadir el dinero que Karl Siebrecht pagaba por la comida. Vivían con franco desahogo; esas semanas no solo había carne los domingos. Rieke ya había comprado carbón y patatas para todo el invierno, había adquirido ropa de abrigo para Tilda y para ella, e incluso había ahorrado.

—¡En serio, creo qu’as traío suerte a esta casa, Karl! —decía por las noches, cuando ambos se sentaban en la cocina.

Para entonces Tilda ya dormía, y el viejo Busch, junto a la ventana, miraba fijamente la noche, con el vaso de aguardiente encima del alféizar. Él no veía ni oía nada.

—Sobre todo, no te vayas de la lengua con la suerte —le advertía Karl Siebrecht.

—¡Bah! Las desgracias vienen solas, de momento voy a estar alegre.

—¿Y qué piensas hacer con todo el dinero, Rieke? Porque te vas a hacer rica.

—Eso por descontao. ¿Sabes una cosa, Karl? Pero esto toavía es alto secreto…, creo que me voy a arriesgar. —Y lo miró con ojos brillantes de alegría y espíritu emprendedor.

—¿Y a qué te vas a arriesgar, Rieke?

—¿Pues a qué va a ser? Voy a comprar a plazos una máquina de coser.

—¿En serio? ¿Y qué piensas hacer con una máquina de coser? ¡Si tú apenas das una puntada!

—Pues pienso hacerlo, porque estoy capacitá pa eso. Pero ¿es que no te lo he dicho aún? ¡Claro que te lo he dicho, solo que se t’a olvidao, merluzo! Es mi sueño desde que era niña. Siempre que voy a las casas de otra gente y veo a la señora sentá a la máquina de coser, ris, ras, costura viene, costura va, y los pinchazos que me hago siempre con la aguja… Karl, pa mí una máquina de coser es el no va más, detrás no viene na durante un buen rato.

—Pero ¿tanto tienes para coser, Rieke?

—Ay, Karl, tú eres un chico, por eso dices esas bobás. Una mujer siempre tie algo que coser, solo que los hombres no os dais cuenta. Aparte de que cuando tenga una máquina de coser, dejaré toda esa tontería de la limpieza. Eso da pocas perras. Nooo, entonces me dedicaré a la confección…

—¿Que vas a dedicarte a qué? ¿A la confección?

—¿Es que no sabes lo que es la confección? Yo siempre pienso que lo sabes to. Coseré abrigos infantiles. Primero pensé en coser ropa interior. Pero la ropa interior me resulta demasiao arrastrá con tantos ojales y puntillas en las bragas blancas y volantes y pliegues. Eso no es pa mí. Conmigo to tie que ir deprisa. Coseré abrigos de niño.

—Pero ¿sabes hacerlo?

Ella se echó hacia atrás sus cabellos rubios y rio, insolente y segura de su triunfo.

—¡Ay, marmolillo! ¿Y tú quies triunfar? ¿Tú quies conquistar to Berlín? ¿Y sabes hacerlo? ¿Lo has aprendío? Pues si no lo sabes, lo aprendes. ¡Nosotros somos tan listos como cualquiera! ¿O no?

—Sí —se vio obligado a admitir Karl—. Pero ¿conseguirás trabajo?

—Pues claro. Conozco una empresa en Jerusalemer Strasse que me admitirá enseguía. Esos trabajan sin intermediario, así que me ganaré un dinerillo extra. ¡Dios, Karl, cuando tenga mi máquina de coser, esto sí que va a ser vida! Y siempre con Tilda… Tilda no volverá a estar sola.

El viejo Busch llevaba ya un buen rato gruñendo y murmurando entre dientes junto a la ventana pero, enfrascados en la conversación, no se habían percatado. En ese momento, enfurecido, golpeó con la mano el cristal de la ventana, que tintineó. Rieke se levantó de un salto.

—¡Sí, padre, sí! Te echaré otro más. Pero estate tranquilo, que vas a asustar a la niña. Aquí ties, padre. Y bebe despacito, que esta noche ya no hay más. Karl, ¿m’acompañarás a comprar la máquina de coser? —preguntó luego, sentándose nuevamente junto al chico.

—¡Pero si yo no entiendo nada de máquinas de coser!

—¡No es por eso, hombre! Es solo por lo pequeña que soy. Porque me la quiero comprar a plazos. Tú eres mayor y muy finolis hablando. Haremos el paripé de que madre está enferma y no pue ir en persona.

—¿Y cuánto cuesta una máquina de esas?

—La que yo quiero, doscientos sesenta. Cien a cuenta, que los tendré la semana que viene, y el resto, cinco marcos por semana.

—¡Pero eso durará una eternidad!

—Treinta y dos semanas… No es tanto, Karl.

—Oye, Rieke, sacaremos el dinero de mi cartilla de ahorros. No me agrada la idea de mentir a esa gente. Y tú puedes devolverme el dinero ingresándolo en mi cartilla cada semana.

—¡De eso ni hablar! ¡Qué cosas se te ocurren! Ese dinero no es tuyo, ¿entiendes? Acordamos que solo lo tocaríamos en casos de grandísima necesidá. ¿Estás en apuros, Karl?

—No, pero de verdad, no me agrada la idea…

—¡Tú y tus remilgos! ¿Acaso vamos a estafar a esa gente? No. Recibirán su dinero, y al momento. Eso es solo por lo asquerosamente joven que soy. Vamos, Karl, no te pongas de morros… ¿Sí o no?

—Vale, sí.

—Eres muy amable, Karl, m’alegro mucho. Eres un amigo de verdá, a las duras y a las maduras, siempre había deseao tener algo así. ¡Cuánto me alegro, Karl! ¡Anda, ven, echemos un baile! —Y dando vueltas, levantándose la falda con la punta de los dedos, tarareó—: Ven, Karl, ven a bailar, ven a mi alegre… Ay, no, así no es. ¿Cómo sigue, Karl? Pero bueno, ¿qué haces ahí plantao mirándome embobao? ¿Tengo monos en la cara?

Sí, allí estaba él como un poste, mirándola absorto. De pronto se había dado cuenta de lo guapa que era su joven amiga, desbordante de vida, radiante de esperanza. Cuando clavaba los ojos en ella, comprendía mejor a Ernst Bremer, el panadero. ¡Ese sinvergüenza tenía ojo para las chicas guapas! Rieke era una chica endiabladamente hermosa, y llegaría a serlo mucho más. Pero él estaba dispuesto a cuidar de ella, quería ser para Rieke un verdadero hermano, a ella no debía sucederle ninguna desgracia. Rieke no estaba hecha para tipos como el panadero. Karl adoptó una expresión severa, y con la gravedad del director Tietböhl dijo:

—Rieke, creo que todavía no has hecho los deberes, y ya son más de las nueve.

—¡Bah, a la porra los deberes! —respondió ella, adelantando el labio inferior en un gesto de desdén.

—Y mañana también tienes catequesis. ¿Has aprendido ya los versículos?

—¡Déjate de versículos! ¡Me importan un bledo los versículos!

—Vamos, Rieke —le ordenó—. Trae tus cuadernos y tu Nuevo Testamento.

Ella lo miró de reojo y estalló en carcajadas.

—¡Demonios, Karl, vaya si me gustas! —exclamó—. Ahora paeces mismamente el maestro Jalle.

—Hemos acordado que harías tus deberes con regularidad y corrección.

—¡Que sí, Karl! Solo que no sirve de na.

—Por supuesto que sirve.

—¡Y un cuerno! Yo he nacío tonta, y no voy a aprender na de na.

—Sabes de sobra que no eres tonta.

—Sí, to lo que necesito pa mi trabajo, lo aprendo enseguía, pero los malditos libros… Karl, ¿te avergüenzas a veces de mi incultura?

—Eres mi hermana pequeña, y me encargaré de que no seas inculta mucho más tiempo —respondió el chico con orgullo.

—¿Eso soy, Karl? ¿Tu hermana pequeña? —preguntó corriendo hacia él—. Es estupendo por tu parte, y por eso me vas a dar un beso. —Le rodeó el cuello con sus brazos—. Uno de verdá, uno bien dulce… Anda, cierra los ojos y piensa que soy tu Ria…

—No digas eso, Rieke. ¡No está bien! Eres mi hermana.

—¡Eso ya lo sé, atontao! De sobra sé que no soy tu quería… Que tú no me quieres así, de ese modo. Pero a pesar de to, pues darme un beso de verdá, y no como un aburrío. Siempre he echao en falta que alguien me hiciera una caricia. Yo no estoy pensando pa na en besuqueos. Anda, Karl, venga, tómame en tus brazos como es debío…

Karl rodeó con sus brazos su figura delicada, ay, tan delicada, y acercó su boca a la boca infantil que se alzaba hacia él.

Y entonces notó que lo arrancaban violentamente de ella, retrocedió trastabillando por la cocina, chocó contra el fogón y cayó pesadamente al suelo… Ahora el viejo Busch estaba donde él había estado, respirando pesadamente, moviendo los labios. Balbuceando sonidos salvajes, confusos, balanceaba los brazos como si estuviera a punto de soltar el golpe en cualquier momento… Y allí estaba Rieke, blanca como la nieve.

Pero antes de que Karl Siebrecht pudiera levantarse y acudir en su ayuda, Rieke ya se había tranquilizado.

—Pero ¿qué ideas se t’ocurren, padre? —gritó con los brazos en jarras, adoptando de manera completamente inconsciente la típica postura de reñir de las mujeres berlinesas—. ¿Es que t’as vuelto loco? Lo que hay que ver, ahora se vuelve celoso de repente. ¡Pero eso no va conmigo, ¿entiendes?! ¡Baja ahora mismo los brazos, padre! Si esto es así, si el aguardiente te hace ese efecto, no te daré una gota más, ¿entendío? —Se tranquilizó. Volvió en sí—. ¿T’as hecho daño, Karl? ¿No? Menos mal. Padre no iba en serio. —Y dirigiéndose de nuevo a su padre—: Pero ¿qué tonterías son esas, padre? Nunca más hagas algo así, porque me voy a poner hecha una fiera. Este es mi hermano Karl, ¿entendío? ¡No ties por qué ponerte celoso! —Tomó a su padre de la mano y lo condujo a la silla junto a la ventana—. Anda, tranquilízate —añadió con suavidad—. ¿Has soñao algo malo, padre? Pues no es verdá, yo soy tu amor. Rieke es tu amor, ¿verdá, padre? —Volvía a estar sentada en su regazo, los brazos alrededor su cuello. Y le dijo a Karl—: Vete a dormir, anda. Hoy ya no tie sentío seguir aquí. ¡Uno no tie que alegrarse mucho, porque luego sale to mal! Anda, Karl, vete a la piltra. Haré mis deberes, te lo prometo. Ties que tener una hermana culta. Buenas noches, Karl.

—Buenas noches, Rieke. Muy buenas noches.

—Gracias, Karl. Eso ha sío tan bueno como un beso. Gracias, Karl. Muy buenas noches.

A partir de esa noche, el viejo Busch fue de mal en peor. Por las mañanas al trabajo, igual que siempre, pero por la noche ya no tenía tantas ganas de aguardiente como antes, porque ya se había echado alguna copa al coleto.

—No sé qué le pasa a mi padre —se lamentaba Rieke con Karl—. No sé, creo que el viejo bebe a escondías… ¡Eso no lo había hecho nunca!

—¿Y trae el jornal íntegro?

—Pues ahí está la cosa, que lo trae bien. ¿Estará dejando el viejo deudas en las tabernas? No creo que le presten, porque él no lleva ni una perra en el bolsillo.

Pero el jornal pronto dejó de estar bien. Bueno, estaba bien, pero es que el viejo no había ido a trabajar, hoy unas horas, después medio día. El capataz ya había advertido a Rieke que su padre no podía seguir así. Ahora que podía helar cualquier día, no debía faltar al trabajo. Busch sería de los primeros en ser despedido.

—¿Onde has estao, padre? —preguntaba Rieke muy enfadada—. ¿Onde estuviste la mañana del miércoles? Fuiste al trabajo como tos los días, eso lo sé, pero no llegaste a la obra.

—Dios, hija —se limitaba a responder el viejo—. ¿Cómo quies que lo sepa? ¿El miércoles has dicho…, el miércoles?

—Sí, el miércoles por la mañana no fuiste al trabajo.

—Pa mí tos los días son iguales, hija —contestaba tozudo el viejo, y no había manera de sacarle nada más.

Pero de todos esos años Rieke conocía tantos trucos de su padre que ya no se enfadaba demasiado.

—Ya cambiará, Karl —decía ella—. Cambia él solito. Solo hay que darle tiempo. Él es así.