En el estudio de delineación de Kalubrigkeit & Co.
Karl Siebrecht vuelve a llevar cuello blanco, rígido. Rieke Busch ha lavado los pantalones de pana de su padre, que cuelgan en el armario junto a los pantalones de los domingos de Busch. Mientras Karl se pone a diario los pantalones de los domingos, el albañil Walter Busch, el Monje, puede llevar con pleno derecho sus pantalones de faena: gracias a la labia de Rieke ha encontrado otro trabajo. Y se gana el sueldo. Silencioso y sobrio, con la mirada siempre ausente de sus ojos azul pálido, une ladrillo con ladrillo dejando entre ellos la famosa llaga sin tacha. La vida le sonríe… Gana ciento veinte marcos al mes, es delineante auxiliar, aunque puede ser despedido en cualquier momento. Pero el ingeniero jefe Hartleben siente simpatía por él; el muchacho, a pesar de su juventud, de sus conocimientos fragmentarios, confía en que lo hagan fijo.
Habría podido abandonar su lecho en casa de la Bromme junto al dudoso panadero Bremer y alquilar una habitación amueblada: sus ingresos se lo permitían. También habría podido enviar a la vieja Minna sus doscientos marcos sin problemas. Si en lugar de eso sus ingresos han sido depositados en una libreta de ahorros que Rieke Busch ha escondido, la única culpable es Rieke. Una Rieke inquebrantable, siempre esperanzada, que, a pesar de su optimismo, aplica una sana desconfianza en los períodos de bonanza:
—¡Es mejor esperar, Karl! Esto no pue durar siempre. Nadie conoce el porvenir. Cuando hayas ahorrao doscientos marcos, mandas estos. Antes, no.
Aunque Karl Siebrecht no desconfiaba ni por lo más remoto de la suerte de la gente humilde como Rieke Busch, espabilada por cien experiencias, estaba totalmente de acuerdo en guardar el dinero. Sí, en conjunto, en la gran oficina de delineación de la empresa constructora Kalubrigkeit & Co. estaban satisfechos con el joven, pero…, ¿estaba él contento en la oficina de delineación? No lo tenía del todo claro, sencillamente no podía imaginar que eso durase. Es verdad que había dejado atrás los primeros días desagradables, cuando habían mirado al chico recomendado por el señor Von Senden con abierta desconfianza. Durante casi dos días le encomendaron la tarea de afilar lápices con un cuchillo hasta sacarles una punta larga, mortal y amenazadora, afilada como una aguja. Había tenido que pensar a fondo en todos los trabajos desagradables y penosos que ocupaban casi toda la jornada de Rieke Busch para ser capaz de atravesar ese purgatorio aguzado como una aguja sin perder el ánimo. Pero ese pensamiento intenso le había prestado una ayuda decisiva. Cuando su más duro opresor, Wums, que le sacaba dos años, le devolvía un lápiz diciendo:
—Haz el favor de sacarle punta como es debido, una punta bien puntiaguda.
Él respondía con desarmadora amabilidad:
—O sea, ¿una punta que tenga punta? Eso haré, señor Wums.
Y volvía a afilar el lápiz, de forma que hasta el granujiento Wums te nía que cerrar la boca.
Pero al tercer día Hartleben, el ingeniero jefe lacónico y entrado en años que estaba instalado en una sacrosanta estancia junto a la sala de dibujo, empezó a refunfuñar de repente. ¿Qué significaba eso? Que los señores dibujantes hicieran el favor de afilarse ellos mismos sus lápices, como siempre. Y el ingeniero jefe en persona condujo a Karl Siebrecht hasta un armario pardo muy hondo y le preguntó si se creía capaz de encontrar entre el montón de planos allí apilados, el dibujo de la cubierta XYZ, en la calle número tal y tal, pues lo necesitaban con suma urgencia para la inspección de obras, que volvía a dar la tabarra.
Karl Siebrecht accedió. A la mañana siguiente había dado con la cubierta, y a partir de entonces encargaron al chico ordenar definitivamente el embarullado armario. A lo largo de los días pasaron por sus manos planos y más planos en los que los pulgares de los capataces y montadores de estructuras metálicas habían dejado huellas nítidas. Él los comparó y ordenó. Ahora yacían en los estantes, agrupados desde los cimientos hasta el remate del tejado, cada estante pulcramente rotulado, una visión muy grata. Sí, a Karl Siebrecht también le agradaba contemplar ese orden que era obra suya. Pero ¿era eso todo? ¿Se conquistaba así Berlín?
Cuando el señor ingeniero jefe Hartleben se encontraba en su sanctasanctórum enfrascado en planificar bloques enteros de viviendas y calles principales, en el que resonaba el laborioso chacoloteo de su descomunal regla de dibujo y su formidable escuadra; cuando el señor ingeniero jefe trazaba planos de unas dimensiones tan desmesuradas que, o se acuclillaba encima de una mesa gigantesca sobre el mismo plano, o bien se arrodillaba con el torso muy estirado hacia delante como si adorase humildemente a una deidad, nadie podía molestarlo. Entonces tomaba el mando de la oficina de dibujo el señor Feistlein, ingeniero superior. Este se daba mucha importancia porque había estudiado en una auténtica universidad, y así lo acreditaba algún que otro chirlo rojo en su rostro fresco y lucido provocado por un duelo. Los demás, incluido el ingeniero jefe señor Hartleben, habían asistido en el mejor de los casos a una escuela técnica, no eran nada comparados con el señor Feistlein. Karl Siebrecht, que ni siquiera había realizado un verdadero aprendizaje, era un auténtico cero a la izquierda.
Las obras proyectadas en el barrio bávaro de Berlín ocupaban intensamente al señor ingeniero jefe Hartleben: cuando Karl Siebrecht terminó de ordenar el armario, el señor Feistlein le mandó hacer lo mismo con otro. Y de ese segundo armario pasó a un tercero. Pero dado que el señor Feistlein, como solía decir con orgullo de sí mismo, no era un hombre pedante y ordenado, sino un arquitecto, es decir un artista, el orden que creaba Karl Siebrecht era destruido casi con la misma celeridad con la que había surgido, de forma que existían grandes probabilidades de que la ordenación de los diez o doce armarios le proporcionara un empleo vitalicio. ¡Mas con eso no bastaba! El señor Feistlein también empezó a utilizar al chico, así llamaba a Karl, como recadero. Tenía que salir a comprar sellos, echar cartas al correo, traer material de dibujo, trasladar un montón de planos a una obra. Todos estos cometidos los desempeñaba Karl, el chico.
Y la verdad es que ejecutaba estas tareas muy a gusto. Casi se alegraba de abandonar la enorme y siempre un punto sombría sala de dibujo. Salía al fresco aire invernal, conocía calles nuevas. Ahora tenía negocios en tantos edificios… Si el señor Feistlein pretendía hacerlo enfadar, se equivocaba de cabo a rabo. Porque Karl Siebrecht no ambicionaba convertirse en un consumado delineante para ascender quizá a los cincuenta años a jefe de sala. Todo eso era una simple etapa transitoria, así lo vivía él, que algún día llegaría a su fin, con o sin el señor Feistlein.
Casi parecía que llegaría a su fin con el señor Feistlein. Porque el ingeniero pasó a encomendar al chico también encargos personales, como recoger de una tienda en Französische Strasse diez cigarros muy concretos o una botella de coñac en la tienda de vinos del hotel Adlon, inaugurado poco tiempo antes. Karl, el chico, traía coñac y cigarros; de todos modos siempre estaba en la calle, carecía de orgullo profesional, hacía los recados del señor Feistlein. Pero pronto tuvo también que salir a la calle ex profeso para el señor Feistlein, por ejemplo por un vaso de cerveza que colocaba con cuidado debajo de la mesa de dibujo, o para traer panecillos y embutido de hígado, o dos pepinillos en vinagre, y más tarde otro vaso de cerveza. Siebrecht se percataba de la intención, y su obstinación juvenil se rebelaba. Pero era difícil enfadarse cuando había empezado de tan buen grado. Los deseos del ingeniero fueron aumentando poco a poco; el punto en que habían rebasado el límite de lo tolerable había pasado hacía mucho… Tenía que hallar una ocasión que permitiese a Karl Siebrecht negarse a obedecer a su superior.
Y el que la sigue, la consigue. Ocurrió una tarde en la que el ingeniero Hartleben se había ausentado de la oficina de dibujo, llamado por el jefe. El señor Feistlein aprovechó la ocasión para tomarse una o dos horas de asueto de la oficina de delineación sin permiso de su superior. Cuando Feistlein regresó a la oficina a eso de las cuatro de la tarde, su faz resplandecía como un bonito tulipán rojo holandés.
El señor Feistlein no tenía intención de ponerse a trabajar inmediatamente. Primero caminó un rato de acá para allá muy risueño, mientras tarareaba entre dientes unos versos:
—¿Dónde están los que no titubearon ni retrocedieron de la ancha piedra, los que sin dinero con cerveza y vino se parecían a los señores de la tierra? Retrocedieron con la mirada gacha al país de los filisteos. O rerum, rerum, rerum, o quae mutatio rerum! ¡Eh, chico! —gritó el señor Feistlein, volviéndose de golpe—. Traduce quae mutatio rerum.
Karl habría podido hacerlo, pues el director Tietböhl le había enseñado el latín necesario, pero no le apetecía someterse a un examen para regodeo de toda la oficina de delineación. De modo que respondió:
—Ni idea, señor Feistlein.
—¡Vaya, vaya! —exclamó con un brillo colorado el señor Feistlein—. ¡Carece de formación humanística! ¡Eres una sima de ignorancia, chico! Tú no vislumbras tu propia ignorancia, pero yo la percibo y me apena mirarte. Nuestro káiser ha dicho que promoverá el liceo científico, pero que será fiel al liceo de humanidades. Después de sus señores oficiales, a quienes más ama nuestro excelente káiser es a nosotros, los humanistas. ¡Sí, señor!
Dicho esto, el señor Feistlein se dirigió hacia los delineantes, cuya sonrisa sarcástica se trocó en seriedad o lisonja, olvidándose por un momento de Karl. Luego pasó de un tablero de dibujo a otro, criticando numerosas cosas y agitando su formidable lápiz, pero se guardó de trazar una sola línea, pues aún conservaba la lucidez suficiente como para desconfiar de su estado. Después se desplomó en la silla situada ante su mesa, apoyó la cabeza en el hueco de la mano y se sumió en profundas reflexiones. Todo habría ido bien si el señor Feistlein no hubiera tenido los pies mojados debido a la aguanieve que caía fuera. Sin esto se hubiera adormilado dulcemente, arrullado por el cálido zumbido de las llamas de gas.
Pero sus pies lo molestaban. Un par de veces los miró irritado, después se incorporó y gritó:
—¡Eh, chico!
—¿Qué desea, señor Feistlein?
—¡Ven aquí! —Karl, tras acercarse, se plantó ante su jefe, mirándolo—. ¡Quítame estos chismes! —ordenó el señor Feistlein. Karl lo miró—. ¡Que me quites las botas, maldita sea! ¿Es que estás sordo?
—No, señor Feistlein.
—¿Cómo?
—No, señor Feistlein, no lo haré.
—¿Que no vas a hacer lo que te digo?
—No, señor Feistlein, no.
—¡Entonces que el diablo se nos lleve a ambos! —replicó el señor Feistlein con esfuerzo, lanzando una patada al joven.
—Déjelo, señor Feistlein, no haga eso —le advirtió Karl.
El propio ingeniero tenía la vaga impresión de que sería mejor olvidarlo. Pero como la sugerencia había partido del chico, aceptarla habría sido incompatible con su honor. El señor Feistlein soltó otra patada y acertó de lleno a la espinilla enemiga.
—¡Toma! —exclamó sorprendido y encantado por la violencia del golpe.
—¡Toma! —exclamó a su vez el chico, sujetando el pie con fuerza entre sus manos.
—¡Suelta ahora mismo! —gritó el señor Feistlein.
—¡No hasta que deje de dar patadas!
—¡Eso ni se me pasa por la cabeza! —gritó el ingeniero—. ¡Y vas a recibir más! —Y se esforzaba por liberar el pie de las manos del joven.
Sin embargo, había olvidado prestar atención a su sentido del equilibrio, alterado por el consumo de alcohol, y resbaló de la silla, aterrizando con estrépito en el suelo.
—¡Toma! —exclamó, desconcertado.
Karl Siebrecht había soltado el pie y se reía a carcajadas; tanto le divertía el rostro desconcertado, enrojecido y reluciente que se alzaba hacia él.
Todo el estudio de delineación se alborotó. Hubo quienes, obsequiosos, ayudaron a levantarse al violento caído. Y guasones que lo sacudieron con fuerza por detrás. Pero otros también se acercaron a Karl Siebrecht y le susurraron:
—Bien hecho.
—No le toleres a ese que se comporte así.
—Ese fanfarrón se merece hace mucho una buena tunda.
—¡Quedas despedido ipso facto! —chilló el ingeniero, que se había serenado un poco.
A Karl Siebrecht no le habría disgustado irse, pero se negaba a ser despedido de esa manera.
—Usted no puede despedirme, eso solo puede hacerlo el ingeniero jefe.
—Te has metido conmigo.
—Después de que usted me haya pegado una patada.
—Te has negado a obedecerme.
—No en asuntos del servicio.
—Yo te empleo en aquello para lo que sirves.
—Estoy empleado como delineante auxiliar.
—No tienes ni idea de dibujo.
—Sí la tengo.
—¿De veras? —inquirió el señor Feistlein—. ¿De veras? —Miró buscando algo en su tablero y tomó un dibujo—. Aquí tienes la planta de una vivienda. Calcula los cimientos y dibuja los planos para el jefe de obra.
—Sabe usted de sobra que no tengo por qué saber eso —respondió Karl Siebrecht—. Al darme trabajo, nadie me exigió que hiciese cálculos y dibujase.
—¡No sabes dibujar! —gritó con voz triunfal el señor Feistlein—. ¡Por eso tienes que hacer de recadero!
—Pero he visto tantas veces con mi padre planos similares, que quizá sea capaz de hacerlo. En cualquier caso, lo intentaré.
Apartó de la planta de la vivienda la mano del estupefacto señor Feistlein y reflexionó unos instantes. Luego, tras una pequeña reverencia con un mínimo matiz burlón, se dirigió a su mesita en el rincón que hasta entonces había utilizado exclusivamente para afilar lápices y hacer paquetes. Encendió el gas.
—¡Alto! —gritó el señor Feistlein—. ¡Solo conseguirás echarme a perder el dibujo, Karl! —Sentía los ojos de todos fijos en él—. ¡Bueno, dejadlo! ¡Menuda birria hará el recadero! —Y se volvió hacia su tablero de dibujo.
Aunque era parco en palabras, al ingeniero jefe Hartleben no se le pasaba nada por alto. Seguramente contaba con soplones entre los empleados. Pudo ser una mera casualidad, pero también algo premeditado, que a la mañana siguiente el señor Hartleben se detuviera justo junto a la mesa del joven Siebrecht, que primero siguiera hablando —informaba sobre los nuevos proyectos de construcción del jefe—, luego lanzase una mirada distraída a esa mesa, interrumpiese su parlamento y exclamase asombrado:
—¡Caramba, no doy crédito a mis ojos! Estás haciendo planos para el jefe de obra. ¡Señor Feistlein!
El señor Feistlein se levantó de golpe y se puso colorado.
—Sí, señor Hartleben. Así es. Le dije al chico… Porque este chico sostiene que puede dibujarlo todo…
Karl miraba con firmeza al señor Feistlein. Este enmudeció. Una voz tosca gritó desde el fondo:
—¡Toma ya! —Y enmudeció también.
—Al fin y al cabo está empleado como delineante auxiliar —dijo débilmente el señor Feistlein.
Alguien murmuró en tono audible:
—¡Y trae cerveza!
Algunos se echaron a reír.
El ingeniero jefe Hartleben tomó el dibujo.
—No está nada mal —dijo asintiendo—. Pero… ¿no es este el terreno donde hay que rellenar, donde no se abre ninguna zanja? ¿Qué me dice, señor Feistlein?
—Creo que sí. En este momento no lo recuerdo con exactitud. Pero es posible que así sea, señor Hartleben.
—Vaya, vaya —repuso el ingeniero jefe—. Karl, devuelve estos dibujos al señor Feistlein.
Karl Siebrecht llevó los papeles al señor Feistlein en medio del profundo silencio de todo el estudio de delineación.
—Tenga, señor Feistlein —dijo.
—Gracias —murmuró este. Quiso tomar los dibujos, recapacitó y, con dos dedos entre el pescuezo y el cuello de la camisa, que parecía oprimirlo, ordenó—: Déjalos ahí, encima de la mesa.
Karl Siebrecht regresó a su puesto.
—A partir de ahora, Karl —anunció el ingeniero jefe Hartleben—, harás única y exclusivamente lo que yo te diga, ¿entendido?
—Sí, señor ingeniero jefe.
El señor Hartleben asintió y prosiguió su exposición sobre los proyectos de construcción del señor Kalubrigkeit.
Desde ese instante, la posición de Karl Siebrecht en el estudio quedó asegurada. A nadie se le ocurrió mandarle afilar lápices. Como único recuerdo de épocas pasadas quedó en el estudio la frase hecha «y trae cerveza». Siempre que preguntaban por alguien, algún guasón exclamaba:
—¡Y trae cerveza!
Todos los ojos miraban a Karl Siebrecht, pero este no levantó la vista. Tenía un trabajo muy agradable, el señor Hartleben se encargaba de que el principiante no se limitase a la monótona tarea de calcar. Tenía que hacerlo, pero además había dibujos en los que había que pensar y algo que aprender. El ingeniero jefe también se plantaba a veces junto a la mesa del joven y con unas cuantas palabras le explicaba esto o aquello, o con unos cuantos trazos rápidos y seguros de su lápiz resolvía un problema considerado insoluble. Algunos se daban cuenta de que el ingeniero jefe, de un modo callado, imperceptible, trataba con distinción al recadero, y pasaron a tratar de usted a Karl Siebrecht, el primero de ellos Wums, el bufón. El señor Feistlein nunca lo trató de usted, pero no le dirigía la palabra si podía evitarlo. Era probable que hubiera habido un pequeño cambio de impresiones entre el ingeniero jefe y su ingeniero superior. Durante mucho tiempo el señor Feistlein fue de un lado a otro abatido, su rostro resplandecía menos, y ya no hablaba de la superioridad del académico sobre los alumnos de una escuela técnica. No, Karl Siebrecht había conseguido una victoria aplastante. Disfrutaba de una posición segura, el aviso de despido había pasado de uno a catorce días de antelación, aprendía algo y tenía perspectivas inmejorables de que su salario aumentase lentamente. Pero ¿lo alegraba eso? No, no lo alegraba. Lo inquietaba. Mientras su empleo había tenido carácter provisional, improvisado, le había resultado soportable, pero ahora que todo estaba encarrilado por vías firmes y seguras le asaltaba una y otra vez el mismo pensamiento: No es esto lo que yo quería. Me importa un bledo esta manera de progresar.
Cuando por la mañana emprendía el trayecto desde Wiesenstrasse a Krausenstrasse, cuando, abandonando los estrechos, atestados, sucios barrios obreros cruzaba el barrio industrial cubierto de hollín de Chausseestrasse y llegaba al trajín comercial de la parte alta de Friedrichstrasse y continuaba por el barrio de las diversiones lleno de carteles hasta llegar a la zona del estudio, paseo que se repetía día tras día, las mismas tiendas, los mismos rótulos, el mismo tráfico impetuoso de carruajes y automóviles en el que él también pasaba desapercibido, entonces sentía que era joven, que no debía deambular así, que anhelaba otra cosa. En ocasiones se detenía, como si se estremeciera, y pensaba: ¡Así, no! ¡Así, no! ¡Así, no!
Y cuando llegaba al estudio de delineación, y el gas con su olor dulzón y blando lo saludaba con un suave zumbido, y protegía las mangas de su chaqueta poniéndose unos manguitos, y veía siempre las mismas caras, del señor Feistlein y de Wums, el granujiento, de Bechert y de Karbe, y pensaba que en primavera, en verano, un año después estaría esperándolo el mismo cuarto, el mismo gas, las mismas mangas, el mismo tablero de dibujo, le habría encantado dar media vuelta, salir corriendo a la calle y gritar: ¡Yo quiero conquistar Berlín! ¡Eh, Berlín, aquí estoy! ¡No soy una persona casera ni lo seré jamás! ¡Adelante! Pero entonces sentía posada en él la mirada del señor Feistlein, empuñaba rápidamente el lápiz de dibujo y pensaba con obstinación juvenil: Precisamente ahora, no. ¡A ese no le hago ese favor ni de lejos! Pensaría que he huido de él. Para lo otro aún hay tiempo, podré empezarlo cualquier día. Voy a quedarme aquí unas semanas y enfadaré a ese hasta que reviente. No, la verdad era que todavía no podía marcharse, aunque solo fuese por el señor Feistlein. Además, renunciar a ese excelente empleo habría afligido mucho a Rieke Busch, y más en esa época, en Navidad.