Capítulo 13

Buscando al padre

A pesar de que estaba de bote en bote, El Árbol Verde no cobijaba ya al viejo Busch, pues por más que buscaron al callado bebedor por todos los rincones no lo encontraron. Karl Siebrecht habría dado por finalizada la búsqueda, pero Rieke Busch se encaminó hacia el mostrador con paso decidido.

—Aguarda un momento, Karl —susurró—. Estos tien que conocer a mi padre.

Los hombres estaban en doble fila delante del mostrador, pero ni siquiera eso logró detener a Rieke. Deslizándose por detrás, llegó al lugar donde cumplían con su cometido el silencioso tabernero de barba negra y su mujer, mucho más locuaz, con blusa de seda y abundantes alhajas. Eran los genuinos taberneros berlineses enriquecidos: ella toda majestad, con pecho generoso y labios abultados, la variedad de dama mal entendida con la que se puede soñar en una pesadilla; él todavía algo inseguro en su recién estrenada riqueza, pero ambos igual de despiadados y ávidos.

—¿Qué quieres? —preguntó inmediatamente la mesonera a Rieke Busch con tono estridente e imperioso, mientras su marido lanzaba una mirada venenosa a la niña desde la espita.

—¿Pue usté decirme cuándo s’a marchao mi padre? Es el viejo Busch. De la obra de Kalubrigkeit.

—¡Solo faltaba que tuviéramos que vigilar a toa la parentela! —exclamó ella mientras llenaba con increíble seguridad una ronda de vasos de aguardiente.

—Aquí no viene ningún Busch —precisó el tabernero, irritado.

—Sí que viene —insistió Rieke con decisión—. Este mediodía ha estao aquí.

—¡Pues si lo sabes, me alegro, y ahora aire! —la reprendió el tabernero.

—¡Siempre estas crías preguntonas! —dijo su señora dirigiéndose a los bebedores situados junto al mostrador—. Si la gente vigilase mejor a sus maríos… Pero nosotros tenemos que saberlo to. ¿Somos acaso el servicio de información?

Los bebedores se abstuvieron de cualquier comentario, pero el tabernero se sintió en la obligación de soltar una patada hacia Rieke, aunque solo como amenaza.

—¡Lárgate de una vez! —exclamó.

—¡No hagas eso! —lo reprendió un obrero—. La cría no es un sacabotas.

—Pues no para de estorbarme —gruñó el tabernero a modo de disculpa.

Rieke levantó la voz. Allí estaba, detrás del mostrador, el mantón oscuro de flecos mojados alrededor de su cara pálida, completamente impávida. Aquellos hombres, sobrios, achispados, muy borrachos, no la asustaban nada. Poniéndose de puntillas, gritó:

—¿No hay aquí nadie que conozca al viejo Busch?

—¡Silencio! —gritó uno—. Prestad atención. Aquí hay una cría que pregunta por el viejo Busch —durante un instante reinó el silencio.

—El viejo Busch —dijo otro lentamente—. ¿No es ese el pelirrojo de barba recortada que trabajaba en el bloque grande?

—¡El mismo! —exclamó Rieke—. ¡Es mi padre!

—Bueno, niña —le gritó el obrero desde la otra punta del local—. Entonces no preguntes por el viejo Busch, pregunta por el Monje. Así lo conocen tos.

—¿El Monje? —exclamaron—. ¡Vaya si lo conocemos! Hoy ha estao aquí.

Y hasta la tabernera mayestática dijo:

—Tenías que haber empezao por ahí, niña. Aquí tos conocemos al Monje. Yo estaba convencía de que se llamaba así. Señor Monje, le decía siempre.

—Nooo —intervino un obrero, pintor a juzgar por su ropa blanca con salpicaduras de cal—. Lo llaman el Monje porque nunca abre la boca.

—¿Y cómo iba a saberlo yo? —dijo la tabernera, mordaz y, por motivos inexplicables, muy ofendida—. A mí no me preocupa cómo se llama la gente. Está bien, Karl, seis cervezas y una ronda de aguardiente… ¿quién de los caballeros pagará? ¡Aparta, niña, no me molestes!

La constatación de que el viejo Busch era en realidad el Monje pareció aplacar a Rieke. Pero la chica no cedió, fue de mesa en mesa, preguntando incansable con su voz fina, soportando negativas y bromas groseras con la misma amable indiferencia. Karl se mantenía a su espalda. No podía ayudarla, ella hablaba diez veces mejor que él el lenguaje de la gente de allí, era la que más posibilidades tenía de enterarse de algo. Pero podía seguirla, quedarse detrás de ella, como si fuese su guardaespaldas, aunque no pudiera protegerla. ¡Ella era quien mejor cuidaba de sí misma! ¡Y sin embargo, cómo le gustaba caminar tras ella! Al final, ya entrada la noche, Rieke encontró la mesa a la que su padre se había sentado. Allí se enteró de que el Monje había regresado a la obra en busca de algo.

Karl susurró:

—Creo que sé lo que buscaba: sus herramientas de albañil. ¡Porque yo me llevé la mochila y la dejé en vuestra casa!

—Ties razón, Karl —exclamó Rieke con ojos brillantes—. Una cabecita muy lista. El viejo se pirra por sus herramientas, aunque esté borracho como una cuba. ¡Andando, Karl, a la obra!

El viento que barría calle abajo los asedió sin piedad. La lluvia azotaba sus rostros. Pero tras el aire viciado y hediondo de la taberna, era un alivio. Respiraron hondo. Al doblar la esquina, la fuerza del viento aumentó. Los dos, hombro con hombro, se detuvieron atisbando la insondable oscuridad. A pesar de que el bloque de casas no podía estar lejos, no veían nada. Ya no lucía una sola farola. Después distinguieron poco a poco unos puntitos rojos brillantes y, más arriba, rectángulos rojos que relucían débilmente.

—Son las estufas de coque en las que he trabajado esta mañana —afirmó Karl Siebrecht—. Vamos, Rieke, agárrate a mí. Creo que conozco el camino.

Abandonaron el empedrado y bajaron al barro reblandecido por la lluvia que retenía sus pies, por lo que caminaban con sumo cuidado… De improviso se metieron en un charco hondo.

—¡Rieke! —exclamó Karl—. Tendríamos que haber ido más a la derecha. ¡Menudo guía estoy hecho!

—No importa —dijo ella riendo—. Ahora que ya estamos mojaos podemos ir chapoteando.

Reanudaron la marcha agarrados de la mano, atravesando el agua, el barro y la lluvia torrencial hacia el débil resplandor rojizo de los faroles de aviso. Lentamente, en el cielo nocturno oscurecido por las nubes se dibujó el perfil negro del bloque de edificios, primero achatado, después alzándose cada vez más amenazador. Los fuegos de coque brillaban con fuerza en las ventanas.

—Ahora tenemos que prestar atención, Rieke. Aquí hay por todas partes piedras, carretillas, barracas de obra…

De repente distinguieron algo oscuro muy cerca, ante sus ojos, con lo que estuvieron a punto de chocar. Eran ladrillos, los palparon con las manos… Los dos rieron, sin aliento.

—Al menos ya estamos. Por aquí tenemos que girar a la izquierda, rodeando los ladrillos.

—¿Y cómo encontraremos a mi padre?

Sí, ya habían llegado, estaban en la obra, ante un bloque de cinco, diez, veinte, quizá cincuenta viviendas.

—Algunas casas ya disponen de electricidad —comentó Karl Siebrecht.

—Pero no onde ha estao trabajando mi padre. ¿No sabes onde ha estao levantando paredes?

—No, Rieke.

—Pues tie que ser onde toavía haiga andamios. ¿No pues ver onde hay andamios, Karl?

—Tiene que ser al otro lado, lejos de los fuegos de coque. Aquí ya está todo terminado.

—Pues vamos, Karl. Sujétame. Aquí podemos chocar contra algo en cualquier sitio. M’alegro de que m’ayas acompañao, no soy miedosa, pero esto…

Las obras se alzaban oscuras por encima de ellos, adentrándose en el cielo nocturno. Ella se había agarrado a su brazo con naturalidad, y ahora Karl la guiaba con suma torpeza, pues la situación le resultaba completamente desacostumbrada. Pero cuando chocaron con una carretilla y estuvieron a punto de caerse, apretó con más fuerza el brazo de Rieke, y el calor de la chica generó en él una sensación desconocida y grata. Avanzaron tanteando, sujetándose a las barras de los andamios y gritando por los huecos vacíos de las ventanas y por las aberturas de las puertas, que desprendían un olor ácido e intenso a cal fresca.

—¡Padre!

—¡Señor Busch!

—¡Padre!

Y un eco débil respondía con tristeza antes de extinguirse…

—Ha sido el eco, Rieke.

Siguieron avanzando a tientas. La tempestad tiraba de sus ropas y tenían la cara y las manos heladas por la humedad despiadada. Y de nuevo gritos, escucha y tanteos. De repente, Rieke se detuvo.

—To esto no tie ningún sentío, Karl —anunció—. Si el viejo está curda, s’abrá tumbao. Y ya podemos gritar hasta enronquecer, que no nos oirá.

—Pero es imposible buscar en los edificios, Rieke. No podemos subir por ninguna escalera. ¡Si ni siquiera vemos un burro a tres pasos!

—Precisamente. Y el hombre estará tirao en medio del frío y la humedad. ¿Qué vamos a hacer?

Karl Siebrecht reflexionó.

—Rieke, creo que hemos empezado mal. Si tu padre busca sus herramientas, irá primero al barracón de la obra. Porque sabe de sobra que ya no están en el andamio donde ha estado trabajando a mediodía.

—¿Eso crees, Karl? Pue que tengas razón. ¿Podrás encontrar el barracón?

—Creo que sí. Tomaremos uno de los faroles rojos; es lo que tendríamos que haber hecho desde el principio.

Retrocedieron a tientas. Tropezaron con frecuencia, pero se sujetaban el uno al otro. Estaban agotados, helados, desanimados. A su alrededor se erguían, amenazadores, los edificios del señor Kalubrigkeit, un fragmento diminuto de aquella ciudad de tres millones de habitantes que Karl Siebrecht pretendía conquistar. Ay, pero ahora él no pensaba en conquistas, solo quería encontrar a una persona y después irse a la cama y dormir, dormir… Agarraron un farol rojo y entre los numerosos cobertizos encontraron por fin el barracón de la obra. Abrieron la puerta de un empujón y entraron; el viento volvió a cerrar con estrépito la puerta a sus espaldas. En el barracón había una luz mortecina procedente de una linterna de establo con cristal claro. También parecía muy caliente tras el frío húmedo del exterior; una estufa redonda de hierro ardía, roja, en una esquina. Allí se sentaba derrumbado un hombre. Dieron un paso rápido hacia él.

—¡Padre!

—¡Señor Busch!

El viejo grisáceo situado junto a la estufa levantó, adormilado, la cabeza.

—¿Quiénes sois? ¿Qué buscáis aquí? —preguntó parpadeando—. ¡Está prohibido entrar en la obra! Yo soy el vigilante nocturno.

—¿Ha estao aquí mi padre? Me refiero a Busch, el albañil, uno de barba roja corta. La gente también lo llama el Monje.

El vigilante nocturno —el durmiente nocturno— hizo un ademán con la mano.

—Ahí detrás hay uno tirado encima de unos sacos. Si es tu padre, lleváoslo de aquí. Está prohibido quedarse de noche en la obra. Pero está borracho. ¡Chico, echa unos carbones, menudo tiempo hace! —Y su cabeza cayó de nuevo hacia delante, presa del sueño.

Los chicos llegaron al rincón, junto a los sacos vacíos. Sí, encima de ellos yacía el albañil Busch, durmiendo profundamente la mona. Respiraba despacio y roncaba. La cara, manchada de barro de la calle y de polvo de yeso, tenía un aspecto huraño y sombrío. Una costra sangrienta en la frente demostraba que al albañil Busch también le había costado encontrar el camino en la oscuridad. El hombre dormido sostenía en la mano una alcotana.

—Buscaba sus herramientas —susurró Karl Siebrecht.

—Pues hablar to lo alto que quieras —precisó Rieke—. No creas que está a punto de despertarse. —La chica se sentó sobre los sacos junto a su padre—. A este no podemos llevárnoslo a casa, Karl. Mañana, quizá. Ahora vete a casa, Karl, toavía pillarás el tranvía. Yo me quedaré con mi padre.

—Entonces te acompañaré, Rieke.

—Eso es un desatino. ¿De qué sirve? Basta con que vele uno. ¿De qué sirve que te quedes aquí?

—¿Y qué sentido tiene que te quedes con tu padre, Rieke? ¿Sirve de algo? ¿Cambiará algo?

—¡Y yo qué sé! Nooo, creo que no. Pero soy su hija.

—Y yo tu amigo, tu amigo de verdad, Rieke.

—Ya lo sé, Karl. Anda, entonces siéntate cerca de mí, media hora, pero no más. Lueo ties que irte a la cama.

—Aguarda, primero echaré unos carbones. —Y a su regreso añadió—: Menudo pájaro el vigilante. Por él podrían llevarse la obra entera. No se ha despertado ni cuando he echado el carbón.

—¿Sabes que el viejo se mata a trabajar durante el día? Déjalo que duerma, es mejor pa nosotros. Si estuviera despierto, pue que nos echara del barracón.

—Tienes razón, Rieke.

Se quedaron un rato sentados en silencio. El viento bramaba alrededor del barracón, y la lluvia repiqueteaba sobre el tejado de cartón alquitranado. La estufa rugía. El durmiente roncaba pesadamente, con la alcotana en la mano. La niña se estremeció.

—Estoy helá de frío, Karl. ¿Tú no?

—No —mintió el chico—. Vamos, coloca tu cabeza en mi regazo, Rieke. Aquí hay sacos de sobra, te taparé para que estés calentita. Así…

—Qué gusto, Karl. ¡Qué bueno eres! Unos cuantos mimos no están na mal. ¿También te mimaba tu Erika?

—Era distinto, Rieke.

—Claro, lo comprendo. Siendo la hija de un pastor… Una chica así será finísima, ¿no, Karl?

—¡Por Dios, Rieke, que es muy joven todavía!

—¿Cuántos años tiene?

—Catorce solamente.

—Entonces toavía es un poco mayor que yo. Pero seguro que no sabe na…

—No, aún no sabe nada.

—Tú tampoco sabías na hasta que nos conociste, ¿eh, Karl?

—Sí que sabía algo, Rieke. Porque mi padre quebró…

—Es curioso lo que nos pasa a los dos, Karl —repuso Rieke despacio—. Pegamos. Tú no ties madre, como yo. Y tu padre es igual que el mío… Por eso pegamos.

—Sí, es muy curioso que te conociera precisamente en el tren de cercanías.

—Karl, ¿crees que mi padre cambiará algún día?

—No lo sé, Rieke. Tal vez, si encuentra un trabajo como es debido…

—En fin, qué más da. ¡Es mi padre! Las cosas no son fáciles p’al pobre hombre. Mañana temprano iré con él a una obra, conozco una, y procuraré que le den trabajo. Mi padre no sabe hablar, yo sí. ¡Pero es un buen albañil! Dicen d’él que de tos los albañiles de Berlín es el que hace las mejores llagas… Sin un solo agujero, sin una sola salpicaúra.

—Mi padre también era muy capaz. Pero era demasiado bueno. Yo nunca seré bueno como mi padre, Rieke.

—Eres tan bueno como tu padre, Karl. Tan bonachón como una oveja. Si no fueras tan bueno, no estaría aquí tumbá con la cabeza en tu regazo. Estoy en la gloria, Karl. Ya voy entrando en calor.

—Esto es completamente distinto, Rieke. Contigo es completamente distinto. Contigo puedo ser así, tú no te aprovecharás de ello.

—¡Que te lo has creío! Yo también me aprovecho de ti.

—Y yo de ti. Sin ti, estaría totalmente abandonado y perdido en esta ciudad, Rieke.

—¿Lo crees de verdá, Karl?

—Sí, Rieke.

—Me alegro, Karl. Así me siento el doble de bien en tu regazo.

Callaron durante un buen rato, entregados a la sensación de alivio, calor y satisfacción que se propagaba despacio en su interior. En esa noche de noviembre gris, tormentosa y húmeda, los jóvenes habían encontrado algo parecido a un hogar, no en el barracón de la obra, sino uno en otro. Reconfortaba no luchar, confiar. Rieke dijo mucho más esperanzada:

—Seguro que mañana encuentro trabajo pa mi padre. Y luego acordaré con el capataz que yo iré toas las semanas a por su jornal, eso no me da vergüenza.

—¿Accederá tu padre?

—Tendré aguardiente en casa pa él. Cuando al viejo le da el arrebato y no tie dinero, sabe que el aguardiente lo espera en casa y viene. Eso es lo bueno de mi viejo, que nunca bebe fiao. To el mundo tie algo bueno.

—¿Y tú no tienes miedo?

—Eso ya me lo has preguntao, ¿no t’acuerdas? ¡Ayer por la noche! Nooo, casi nunca tengo miedo. Ahora estoy muy contenta, creo que me traes suerte, Karl.

—Ojalá, Rieke, porque la necesitas de verdad.

—¡Y ahora, escucha, Karl! Ties que irte pitando pa casa. No digas na, mañana a las siete en punto vuelve aquí con las herramientas de mi padre. Así iré directa a la obra. ¿Lo harás, Karl?

—Claro. Pero ¿de verdad quieres quedarte aquí sola toda la noche? ¿Y si te echa el vigilante?

—¡No me echará, Karl! ¡Que se alegre de que no lo eche yo! Y esta noche duerme en nuestra casa, no en la de la Bromme. Es por Tilda. Y antes de salir ponle la leche. También hay pan, de la tía Bertha, exquisito pan de pueblo, y mantequilla, y tocino. Haz bocadillos pa ti y pa Tilda. Y trae también pa mi padre… —Rieke le dio diez indicaciones más para él, para sí misma no pidió nada.

Karl vio desaparecer de su regazo el rostro vivaz y luminoso con una leve sensación de pesar. Lo último que vio fue a la chica arrodillada junto a su padre. Había traído agua caliente de la estufa y lavaba con cuidado la cara del durmiente. La luz de la linterna iluminaba su rostro, era como una dulce estrella en el lóbrego barullo del barracón. Karl Siebrecht se sumió en la oscuridad de la noche.