Capítulo 12

El panadero celoso

La chica estaba cansada, el chico también, y ambos se quedaron dormidos junto al fogón. El fuego se apagó, el último hálito de calor se desvaneció, Tilda se agitó en sueños en la habitación contigua: ambos se despertaron, tenían frío.

—Van a dar las once —constató Rieke Busch estirándose—, y mi padre sigue sin llegar.

El chico se sentía culpable y no dijo nada.

—Mi padre no tie mucho aguante —insistió la chica—. Y pronto llevará doce horas por ahí.

—¿Quieres que intente traerlo una vez más?

—Si no has podío con él cuando estaba sobrio, menos podrás con una tajá, Karl —contestó Rieke, y aunque había pronunciado esas palabras sin el menor asomo de reproche, Karl las vivió así y guardó silencio.

—Aún quean dos horas de tranvía —dijo la chica—. Podría intentar traerlo a casa.

—Entonces te acompaño —afirmó Karl, decidido.

—¿Y eso pa qué? —replicó Rieke—. Mejor será que descanses pa que mañana estés fresco pa tu nuevo trabajo.

—¿Y tú, Rieke? ¿Es que no necesitas dormir?

—Estoy acostumbrá a dormir poco, a mí eso me da igual.

—Escucha —dijo el chico. Una aullante ráfaga de aire acababa de lanzar contra el cristal gotas de lluvia que repiquetearon—. ¡Fíjate qué temporal de viento y lluvia!

—Sí…, y cuando está bebío, se tumba esté onde esté. Porque se cree que tie cama en toas partes. Me marcho. Y tú vete a la piltra, mañana ties que estar bien descansao.

—Te acompaño, Rieke.

—¡No! Acuéstate. Ya me las arreglaré. Yo siempre me las he arreglao sola. No te necesito.

—¿Ves como estás enfadada conmigo por ser el causante de que tu padre haya perdido el trabajo?

—¡Atontao! —dijo ella mirándolo con su viejo ánimo y humor—. ¡Mira to lo que te imaginas! ¿Por qué iba a estar enfadá contigo? ¿Qué culpa ties tú?

—Entonces déjame acompañarte, Rieke.

—No, no te cuelgues de nosotros. Esto no es pa ti. ¡Y menos ahora, que t’an dao ese empleo tan fino!

—¿Acaso vas a reprocharme que trabaje, Rieke?

—Karl, tú no eres un obrero, ni lo serás. Ayer me había pensao otra cosa. Pero cuando me contaste que estuviste hablando con el capitán de caballería así, de tú a tú… ¡Yo no sería capaz!

—Pero te parece bien que haya aceptado el trabajo en la oficina, ¿verdad, Rieke?

—Pues claro que sí. ¡Faltaría más! Solo que m’i dao cuenta de que no soy más que un obstáculo pa ti, ayer por la tarde toavía no lo había comprendío. Pero hoy lo comprendo, y te digo: ¡s’acabó, Karl!

—¡Rieke! —exclamó el chico—. Ahora te voy a decir yo una cosa: si ya no puedo estar contigo ni venir a visitaros a casa, mañana rechazaré el empleo.

—¡No hagas eso, Karl!

—Lo haré, Rieke.

Ella lo miró con firmeza. Él le devolvió la mirada con los ojos brillantes. Ninguno sentía ya el menor vestigio de cansancio. De pronto, Rieke se volvió. Tomó un paño del gancho, un mantón oscuro de largos flecos como los que llevan las obreras, se lo echó sobre la cabeza y los hombros y anunció:

—¡Vale, pues entonces ven, Karl! No hay que cortar el revesino al niño, como decía mamá.

—Y mamá siempre tenía razón. —Karl Siebrecht rio mientras bajaba las escaleras detrás de ella.

La lluvia borboteaba en los patios, lavándolos y salpicándolos. En el oscuro portón toparon con una pareja muy abrazada.

—¡Mira por dónde vas, no vayas a derribar a alguien! —gruñó una voz furiosa.

—¡Disculpa, Ernst! —contestó Rieke, que debía de tener ojos de gato—. La próxima vez ya sabré en qué rincón te das el lote.

Oyeron un murmullo embarazoso, un carraspeo, pero ya habían salido a la calle. El viento los acometió con violencia, arrojando gotas gélidas contra sus rostros, que se enfriaron al momento. Hombro con hombro, inclinados hacia delante, avanzaron luchando contra la tormenta.

—¡Ese era el panaero! —gritó Rieke—. Y la chica es del taller de plancha de Jartenstrasse.

—¡No soporto al panadero! —contestó a gritos Karl.

—¿Y eso por qué? ¡Es un buen chico! Si fueras chica… Pa las chicas jóvenes no es tan bueno. Toas ellas van detrás de su jeta enhariná.

Estaban solos en la parada del tranvía. Justo cuando montaban llegó alguien corriendo, y tras ellos entró en el vagón casi vacío el oficial panadero Ernst Bremer.

—¡Caramba, Ernst! —exclamó Rieke—. ¿Qué te pasa? ¿Es que ahora te dedicas a hacer la ronda en otro lao?

—Yo pueo ir ande vayan otros —dijo enfadado el panadero, lanzando una mirada hostil a Karl Siebrecht.

—Y también pues tomar el tranvía. —Rieke rio—. ¿Has despachao sin más ni más a Lotte?

—¿Qué Lotte? No conozco a ninguna Lotte.

—Uy, ¿entonces no eras tú el que estaba hace na en el portal?

—¡Claro que sí! Yo era a quien has atropellao.

—¿Y no estaba también Lotte? ¿Estabas tú solito, Ernst?

—Pues claro. ¿O…?

—¿O qué, Ernst?

—¿Es que no estaba solo, eh?

—Faltaría más. Estabas solo, y Lotte también estaba sola. Pero os sujetabais el uno al otro pa no caeros al suelo.

—¡Déjate de bobás!

—¿Onde vas, Ernst?

—Ya veremos. Siempre p’alante, como decía aquel, detrás de mi nariz, hasta que le atizaron un buen mamporro.

—¡Las cosas claras, Ernst! —repuso Rieke con tono enérgico—. D’acompañarme, ni hablar. Voy a buscar a mi padre, que está curda perdío. No te necesito pa na.

—Pero ¿a ese sí lo necesitas?

—¡Te estás poniendo en ridículo, hombre! ¿Qué t’as figurao? ¿Te crees qu’ahora pues empezar conmigo? ¡Tú no estás bien de la azotea! Eres un buen chico, siempre lo he dicho, pero como me vengas con esas se acabó.

—Pero ¿a él sí lo necesitas? —insistió el panadero.

—¡Pues va a ser que sí! ¿Y sabes por qué, Ernst? Porque no piensa en chicas. ¡Es mi amigo!

—¿Así, tan de repente? ¡Porque mira q’a sío repentina la cosa!

—Eso a ti ni te va ni te viene, Ernst. ¿Te pregunto yo a ti por qué cambias tanto de novia?

—¿Lo ves? Ya estás hablando de novias. Primero l’as llamao amigo, y ahora ya es tu novio.

—¡Eres más tonto que Abundio! Tú crees que tos tienen la cabeza como tú, llena de estúpidos magreos. ¡A mí eso me importa un bledo! Aparte de que toavía voy a la escuela. ¡Hazme el favor de volver en ti, Ernst!

—Eso no tie na que ver con la escuela. He visto cómo te junaba ayer por la noche… Yo soy un experto, con una simple ojeá me basta.

—¡Estás majara, Ernst, él no es como tú!

—Te diré una cosa, Ernst. —Karl intervino en ese diálogo que iba subiendo de tono poco a poco—. Rieke se equivoca, yo también soy como tú.

—¿Lo ves, Rieke? Pero…

—Pero lo que dices de Rieke es una estupidez. Yo tengo una chica en casa, en el lugar del que procedo, y en quien pienso es en ella…

—¿Eso es verdá, Karl?

—Absolutamente, Ernst.

Ernst Bremer reflexionó.

—Te lo acabas de inventar.

—Te aseguro que no. Y para más información, se llama Erika, aunque yo la llamo Ria. ¡Ya lo sabes!

La desconfianza del panadero persistía.

—¿Ties una foto suya? —preguntó—. ¡Anda, enséñame su foto!

—No tengo ninguna foto —dijo, y sin la menor lógica añadió—: ¿No ves que es la hija del pastor?

Pero esas palabras precisamente parecieron convencer al panadero.

—Siendo así… —dijo, enojado de nuevo—. ¡Pero se puen tener más chicas!

—¡Cállate de una vez, Ernst! —replicó Rieke Busch con tono enérgico—. Eso lo harás tú, que pues tener diez y si aparece la número once, echas a correr tras ella como un bobo. Pero Karl no es así. ¿Verdá, Karl, que no eres así?

—Por supuesto que no.

—¡A Dios gracias! Estaría bonito que tú también empezaras a poner ojitos. ¡Si supieras qué pinta ties, Ernst! Anda, lárgate ya, que Lotte espera… porque espera, ¿no?

—¡Bah, esa! Bueno, pues siendo así, Karl… No te lo tomes a mal, Rieke. Claro que toavía eres una niña de escuela, solo que pue ser que alguno se olvide de ello… —Y abandonó el tranvía sin parar de hablar.

—¡Menúo donjuán! —criticó Rieke—. Lo que ese se figura no quisiera serlo yo más que el domingo a mediodía. Pero ¿lo de tu Erika es verdá, Karl?

—Claro.

—¿Y en serio que no ties ninguna foto suya?

—No.

—¿Es rubia o morena?

—Pues no lo sé muy bien, Rieke. Pero…, creo que es rubia.

—¡Tos los hombres sois iguales, nunca sabéis esas cosas! Y siendo hija de un pastor será muy piadosa, ¿verdá?

—Pues tampoco lo sé, Rieke. Nunca hemos hablado del asunto. Seguramente lo será.

—¿Y te besa?

—Sí. Me ha besado una vez.

—Pues entonces está bien, Karl. Pensaba que era demasiao piadosa pa eso, lo que tampoco sería bueno. Pero si ella te besa, mu bien.

—Tenemos que bajar en la próxima parada, Rieke —advirtió Karl, que se sentía algo incómodo con ese interrogatorio. Rieke había sido capaz de averiguar que solo se habían besado una vez. ¡Era tan malditamente desconsiderada y realista!

—Sí —reconoció Rieke suspirando, y se levantó—. Lástima, con lo bien que se está aquí. Qué chistoso ha estao Ernst, ¿eh? Y luego, tu Erika… Erika es un nombre muy fino, ¿verdá? ¿Me lo contarás to de ella, eh, Karl?

—Ya lo sabes todo, Rieke.

—¡Pero si no sé na! El besito ese… Pero lo que importa es lo que hubo antes. Mía tú si soy rara, ni yo me entiendo: no quiero saber na de amores. Pero si cae en mis manos una novela, de esas de amoríos, con los padres que se oponen, y ellos con el corazón destrozao…, lloro a moco tendío. ¿Por qué será, Karl?

—Tenemos que salir, Rieke.

—Ties razón. Hala, a la tormenta otra vez. Ojalá mi padre siga en El Árbol Verde.