Capítulo 11

El señor Von Senden, cuñado de Kalubrigkeit

Como es natural, lo primero que sucedió en el edificio de Kurfürstenstrasse 72 fue que el portero, con un tono grosero, lo obligó a bajar de la escalera principal, marmórea y aterciopelada, para ordenarle subir por la de servicio. Para Karl Siebrecht esas experiencias eran nuevas, en un primer momento irritantes pero, tras una breve reflexión, tolerables. Porque él ya no era el hijo del contratista de obras Siebrecht —aunque lógicamente siguiera siéndolo—, sino Karl Siebrecht, obrero y buscador de empleo.

También la rolliza cocinera que le abrió la puerta trasera lo miró con una gran desconfianza.

—¿No me mientes? —preguntó.

Karl le aseguró que el señor lo había citado allí.

—Entonces aguarda —contestó ella, dándole de nuevo con la puerta en las narices.

Karl había captado un olor muy grato a ganso asado y lombarda; el señor Senden —el señor Von Senden, según proclamaba el rótulo de porcelana con el nombre en la puerta trasera— debía de ser un hombre acaudalado. Asado de ganso en un día de diario; eso no se lo habían permitido los Siebrecht ni en sus mejores tiempos. Aunque tal vez fuese pato… Y el chico cayó en la cuenta de que ese día, posiblemente por primera vez en su vida, no había comido caliente. Ante ese pensamiento su estómago, a pesar de los bocadillos, comenzó a rugir con abierta impertinencia.

Abrió mucho la boca y tragó repetidamente considerables cantidades de aire, un método infalible —como es sabido— contra semejante rebelión del estómago. Pero el aroma todavía perceptible del asado de ganso se reveló más fuerte y su estómago siguió gruñendo. Y continuaba haciéndolo cuando se abrió la puerta y un chiquillo vestido con una librea verde examinó de arriba abajo al visitante para decir después con enorme descaro:

—Sígueme.

Primero condujo a Karl Siebrecht a través de la aromática cocina —entonces los gruñidos adoptaron formas amenazadoras—, después por un largo pasillo en el que resonaban los pasos y los gruñidos, luego a través de una habitación gigantesca dotada de una iluminación resplandeciente —el comedor, la sala berlinesa[2]—, en la que una dama con un sombrero descomunal adornado con dos enormes plumas de avestruz se sentaba sola a la mesa cubierta con un mantel blanco y comía del plato algo tostado —¡oh, esos gruñidos!—, para finalmente introducirlo en una habitación también grande pero en penumbra, en la que el señor Von Senden yacía recostado en un sillón, iluminado por el rojizo fuego de gas de la falsa chimenea y con los pies calzados con zapatos bajos de color pardo con botones apoyados en el guardafuego.

—¡Aquí está el joven, señor capitán de caballería! —comunicó el chiquillo de librea verde.

—¡Vete! —respondió el señor Von Senden, que por tanto era también capitán de caballería.

El crío desapareció. El capitán de caballería, sin levantar la vista, le hizo una seña con una mano pálida y larga que lucía numerosas sortijas.

—Siéntate, hijo. Eres el de la obra, ¿no?

—Sí —contestó Karl lo más alto que pudo, pues su estómago reanudaba los gruñidos—. Me llamo Karl Siebrecht.

—Encantado —dijo el capitán de caballería—. ¿No te sientas?

—Me gusta estar de pie —comentó el chico con un asomo de rebeldía.

El recibimiento le disgustaba. A pesar de todo, su estómago continuó gruñendo; seguro que lo que la dama del comedor tenía en su plato era un muslo de ganso.

—¿Y eso por qué? —inquirió el señor Von Senden, asombrado—. Acerca un sillón y siéntate. ¿Por qué estar de pie cuando uno puede sentarse? ¿Para qué sentarse cuando uno puede tumbarse? Muy bien, así, eso es lo razonable. Pensaba, por tu comportamiento de esta mañana, que eras un rebelde nato.

—No soy un rebelde ni lo he sido nunca —declaró el muchacho enfurruñado. Seguía sin estar satisfecho con su anfitrión.

—¿Y a qué te dedicabas? —preguntó, y el chico contestó lo mejor que pudo en cuatro o cinco frases—. Así pues —comentó el capitán de caballería Von Senden—, no descubriste tu buen corazón hacia los pobres y miserables, como los inquilinos secadores, hasta que tú mismo fuiste pobre y miserable. ¿No te parece gracioso?

—No —replicó el chico, enfadado—. En el lugar del que vengo no existe nada parecido. No me parece nada gracioso.

—¡Oh, oh, oh! —exclamó dubitativo el capitán de caballería—. ¿Así que estabas en la inopia? ¿No teníais pobres allí? ¿Ni siquiera el consabido tonto del pueblo al que los buenos ciudadanos emborrachaban a horas avanzadas y a quien tiraban al estanque de la localidad? ¿De veras que no?

Por la mente del chico cruzó como un relámpago la imagen de Ludwig el Largo, como todos lo llamaban, un pobre afectado de epilepsia. ¿Acaso no había corrido él mismo de pequeño detrás del borracho, vociferando con los demás sin pensar aquellos versos?

Ludwig el Largo

no encuentra su cuarto.

¡Izquierda! ¡Derecha!

¡Camina, tonto de la cabeza!

—¿Por qué estás tan callado, hijo mío? —preguntó el capitán de caballería al cabo de un buen rato.

—Sí —respondió el chico en voz baja—. Tiene usted toda la razón. Nosotros también tenemos algo similar, y yo incluso tomé parte en las burlas.

—No debes avergonzarte por ello —contestó amable el capitán de caballería—. Es gracioso que los humanos solo pensemos en lo mal que puede irle a alguien cuando nos va mal a nosotros mismos.

—Pero seguro que a usted no le ha ido mal —repuso el chico convencido, y pensó en la cocina repleta de aromas, en la hermosa dama de las plumas de avestruz del comedor refulgente; recordó el asado de ganso mientras contemplaba la chimenea que irradiaba un fulgor rojizo—. Y sin embargo, usted sabe lo mal que le puede ir a la gente.

—¿Eso crees? —preguntó pensativo el capitán de caballería. Y súbitamente se echó a reír—. Dime, ¿qué tal te cayó mi cuñado, el señor Kalubrigkeit?

—¡Usted no tiene nada que ver con él!

—Te equivocas, hijo. Construimos edificios juntos, somos socios. Él hace el trabajo y yo gano dinero con ello.

—No me gusta que hable así —dijo el chico al cabo de un rato—. O bien todo eso le asquea, y en ese caso debería mandarlo al cuerno y no hablar de ello, o lo hace por dinero, en cuyo caso prefiero marcharme. —Se levantó. Su estómago había olvidado los gruñidos, y tampoco sabía por qué había acudido allí, a ver a ese hombre que hablaba en voz baja con un tono tan distinguido.

—¡Ay, qué fácil es la vida a tu edad! —exclamó el señor Von Senden—. ¡Siempre enfrentado a distintas alternativas! ¡O se ayuda a los inquilinos secadores o me quedo sin trabajo! Vuelve a sentarte. Tus inquilinos secadores, dicho sea de paso, ya han recibido ayuda.

—¿Ah, sí? —preguntó el chico, sentándose de mala gana pero deseoso de saber más del asunto.

—En la medida de lo posible. Ella sufrió un vómito de sangre y está en el hospital. Y él ha sido alojado en un lugar seco y caliente. ¿Lo ves? Yo puedo hacer algo así, aunque la situación también me asquee, como tú dices.

—¿Qué es lo que le asquea? ¿El hecho en sí?

—¡Todo!

—¿Qué significa «todo»?

—La vida entera.

—¿La vida entera? Entonces, ¿por qué vive todavía? —preguntó el chico.

—Tal vez sea por conversaciones como esta. ¿Crees que siempre he sido así? Hubo un tiempo en que era igual que tú.

—¿Y por qué se ha vuelto así? ¿Cómo se vuelve uno así?

—¿Tú qué quieres ser?

El muchacho vaciló un momento. Después se irguió.

—¡Quiero conquistar Berlín! —respondió.

—Entonces —dijo el capitán de caballería incorporándose a su vez—, entonces estás en el mejor camino para convertirte en lo que me he convertido yo.

—De ninguna manera —replicó el chico—. ¡Yo, nunca!

—Sí. Siempre —repuso el capitán de caballería.

—No voy a dejarme atemorizar —afirmó el chico.

Y el señor Von Senden:

—¿Hay que tener miedo de mí?

Y Karl Siebrecht:

—Yo nunca me volveré como usted.

—¿Y cómo soy yo, hijo mío?

—Un cínico. Está asqueado. Duda de todo y no cree en nada. Usted se ríe de todo, y lo peor es que se ríe de sí mismo.

—Un momento, Karl —dijo el capitán de caballería casi animado, retirando los pies cubiertos con calcetines violetas del guardafuego y apoyándolos sobre el reposabrazos del sillón, de manera que se colocó justo enfrente del chico—. ¡Solo una pregunta más, Karl! ¿Qué piensas hacer cuando hayas conquistado Berlín?

El chico calló, confundido durante un instante; luego, el capitán de caballería añadió:

—Entonces estarás harto de tu conquista. ¡Te asqueará! Estarás sentado con el poder en tus manos, con la riqueza en tus manos, y te preguntarás: ¿todo esto para qué? ¿Qué voy a hacer ahora? Todo es mortalmente aburrido. Era mil veces más feliz entonces, cuando todavía era un don nadie y albergaba muchas esperanzas. Hoy tengo todo, pero he perdido la esperanza.

—Yo… —empezó a decir el chico.

—Un momento, Karl. ¡Solo una pregunta! ¿Crees en Dios?

—No… No lo sé…

—Pues imagínatelo siempre en algún lugar ahí arriba en el universo, fijando la órbita de los astros y dirigiendo la historia de los humanos. Unos astros que desde hace eones recorren su brillante órbita, y desde hace eones las personas nacen, esperan y mueren, aman y odian, y después mueren, libran guerras sangrientas y crean culturas que desaparecen… ¿No crees que Dios sabe hace mucho que no pasa nada en absoluto? ¿Que todo da igual? ¡Ese Dios debe de ser el ser más cínico, el más incrédulo, el más asqueado del universo! ¡Y el más desgraciado!

—¿Por qué me cuenta todo eso? —exclamó el chico furibundo, levantándose del sillón de un salto—. ¿Por qué me ha pedido que viniera? ¿Por qué ha ayudado a los inquilinos secadores? ¿Solo para desmoralizarme? ¿Pretende arrebatarme mis esperanzas? Yo también he aprendido en la escuela que todo es vanidad. Pero eso es para los viejos, que están hartos. Yo soy joven y estoy hambriento… —Y, justo cuando pronunciaba estas palabras, alterado y furioso, recordó a la dama que comía asado de ganso, el hambre lo acometió como un lobo y su estómago soltó unos poderosos rugidos. Sin darse cuenta, preso de la agitación, el chico se echó a reír desenfrenadamente. Y no podía dejar de hacerlo, hasta el punto de que sus risas ocultaban los ávidos gruñidos de su estómago.

El capitán de caballería rio con él.

—¿Por qué te ríes, hombre? —exclamó—. Dime por qué te ríes, para que pueda secundarte.

Pero ya se estaba riendo. Sin aliento, estremecido una y otra vez por convulsos ataques de risa, el chico le contó que ese día, por primera vez, no había disfrutado de una comida caliente y que allí, en la casa, olía tan bien a asado de ganso…

—De pato —le corrigió el capitán de caballería.

Y que cuando momentos antes había gritado que era joven y estaba hambriento, de pronto había surgido ante él la visión del asado de pato, y su estómago había tomado la palabra pero no había podido evitar reírse de ello.

—¿Lo ves, hijo? —dijo placenteramente el capitán de caballería—. He tenido buen olfato. No eres un rebelde ni un arribista insensible, pues ambos caracteres carecen de humor. Pero tú lo tienes, y por eso me gustas. Así que dime qué puedo hacer por ti.

—¿Por qué quiere hacer algo por mí?

—¡Qué cauteloso! —exclamó el capitán de caballería hundiéndose en su sillón.

El chico experimentó por primera vez auténtica simpatía hacia ese hombre, porque no se le pasaba por la cabeza ofrecerle pato asado.

—Desconfiado como un animal joven que sale del bosque por primera vez y desconfía incluso del tentador sembrado de avena. Pero quizá mi tedio se atenúe un poco si puedo ayudarte a progresar en tu camino hacia la conquista de Berlín.

—Yo no estoy aquí para mitigar su aburrimiento —insistió el chico, obstinado.

—¡Muy cierto! Pero ¿no podrías recorrer tu camino despreocupándote un poco de mí? Yo me encargaré de satisfacer mis propias expectativas. Con una charlita como la de esta tarde al trimestre sería suficiente.

—Yo no quiero charlar con usted. No me gusta su charla.

—¿Demasiado peligrosa?

—¡Qué va! Sencillamente no me gusta esta charla tan cínica. Quiero actuar, no charlar.

—¿Y cómo has pensado empezar? Porque supongo que ese acarreo de carbón era un simple recurso de emergencia…

—Desde luego.

—¿Qué preferirías hacer?

—Lo que más me gustaría sería ser chofer de un coche de primera —contestó el chico.

—¿Cómo? —exclamó el señor Von Senden un tanto decepcionado—. ¿Así es como imaginas el comienzo de tu conquista de Berlín? ¿Y cómo piensas continuar?

—No lo sé. Eso ya se verá. Pero de momento me gustaría ser chofer.

—Bien —dijo el capitán de caballería—. A mí los automóviles me resultan insoportables. Son ruidosos y apestan. Son bastos, únicamente los caballos son elegantes. Pero dado que el káiser también viaja en ellos… ¡por mí que no quede! Así pues, hijo mío, mañana temprano iremos los dos a comprar un coche de primera, y tú te convertirás en mi chofer.

—¿Cómo? —preguntó el chico—. ¿Habla en serio?

—Completamente.

—Pero un coche bueno de verdad cuesta un dineral, más de diez mil marcos.

—Por eso no te preocupes. Dinero habrá. ¿De acuerdo, Karl Siebrecht? —Y le tendió su mano larga y blanca adornada con numerosos anillos.

El chico creía estar soñando. Era su primer día de estancia en Berlín y ya se había cumplido uno de sus más fervientes deseos. ¡Fácil, por encima de cualquier expectativa! Pero la vida no es un sueño, le advirtió una voz en su interior. Los pollos asados que acuden volando a tu boca no saben como los que has conseguido luchando. Además, ¿qué quería ese hombre? ¡Distraerse! El dinero le importaba un rábano. Contemplaría divertido cómo Karl Siebrecht, el jovencito, se deslomaba, y a cada fracaso, a cada decepción diría o pensaría: ¡Lo supe desde el primer momento! ¿Para qué esforzarse? En ese mismo instante el chico pensó en Rieke Busch. Dios sabía que ella no dudaba de sí misma, ni tenía tiempo para aburrirse. Ella sufría todos los días decepciones y fracasos que se tragaba sin darle vueltas, y seguía trabajando. De repente al chico le asaltó el vago presentimiento de que ante él se abrían dos caminos, y que debía decidir irremisiblemente para toda su vida posterior cuál prefería recorrer: el liso, cómodo, amplio, en el que el señor Von Senden sería su guía, o la senda escabrosa que se perdía en la espesura y en la oscuridad… De un modo aún más vago el chico tenía ante sí un tercer camino… Intentó pensar en Erika Wedekind pero, para su sorpresa, se oyó decir en voz alta:

—No, gracias, señor capitán de caballería. Preferiría conseguirlo por mis propios medios.

Oyó la risita del capitán de caballería.

—Me lo imaginaba, hijito —dijo henchido de satisfacción—. Cualquier otra decisión me habría decepcionado. ¿Y ahora qué hacemos?

—¿Ahora? —preguntó Karl Siebrecht—. Me iré a casa y mañana probaré fortuna en otro lugar.

—¿En otra obra?

—Eso aún no lo sé.

—¿Algo en el ramo del automóvil?

—Es posible. Pero no quiero que usted me ayude.

—Tampoco tienes por qué. Escucha, me dijiste que eras hijo de un constructor…

—Sí, pero…

—Y seguramente sepas manejar la escuadra y el compás, ¿no es así?

—Sí, pero…

—Y seguro que también sabes calcar planos para hacer copias.

—Por supuesto, pero…

—¿Qué me dirías si para empezar trabajases primero en la oficina técnica de Kalubrigkeit, mi cuñado? Solo hasta que te hayas aclimatado al ambiente berlinés. Al mismo tiempo podrás buscar discretamente otra cosa.

El chico esbozó una sonrisa sardónica.

—El señor Kalubrigkeit me echaría a la calle en cuanto me viera.

—¿En cuanto te viera? ¡Pero si mi cuñado jamás acude a su oficina técnica! ¿Crees que eso le interesa? Kalubrigkeit no es maestro de obras, sino el propietario de una empresa constructora; a él solo le interesa el dinero. Sí, en ocasiones se deja caer por la obra, pero él no entiende una palabra de construcción, solo quiere ahorrar dinero, de eso sí que entiende. No, Kalubrigkeit no te verá jamás, según la humana prevención, jamás.

—Es que no me gustaría… —adujo el chico titubeando.

—¡No seas majadero, hijito! —le advirtió el capitán de caballería con ternura—. Rechazas la propuesta porque procede de mí. Pero te aseguro que no tienes absolutamente ningún compromiso conmigo. Tu susceptibilidad queda a salvo. Sé que ahora tienen muchísimo trabajo en la oficina, están diseñando un proyecto gigantesco en el barrio bávaro… ¿Sabes dónde está?

—No.

—Pues tienes que ir a verlo, será lo más elegante que se haya visto en el mundo. Edificios de cinco pisos con entramado bávaro de madera imitado a la perfección y doradas cúpulas en forma de cebolla en el tejado. A mi cuñado la ambición le quita el sueño; él también tiene que construir algo así. Así que no paran de diseñar y dibujar. ¿Por qué no vas a dibujar tú cebollas doradas? ¡A mí solo me costaría una llamada telefónica!

—Y al cabo de una semana o de un trimestre yo tendría que venir a verlo e informarlo, ¿verdad? ¡Y usted con sus palabras echaría a perder toda mi alegría!

—No, no tienes que hacer eso siquiera. Si no te apetece, no tienes que volver a presentarte nunca más en Kurfürstenstrasse 72, a pesar de que me gustaría que lo hicieras. Pero no has contraído ninguna obligación conmigo. Al contrario. Si mañana a las nueve vas a Krausenstrasse 12, a las oficinas de Kalubrigkeit & Co., que somos yo y un montón de haraganes más, verás un letrero en la puerta que reza: «Se busca delineante y calcador». Así comprobarás que no te facilito ningún puesto de trabajo extra. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —contestó Karl Siebrecht.