Capítulo 10

Arrepentimiento

—¡Te lo advertí! —dijo el capataz muy enfadado cuando Karl Siebrecht, recién aseado, abandonó la obra con su cazadora puesta—. También acabo de despedir a Busch, me ha mirado como un cordero degollado. Por lo que conozco a ese hombre, se sentará en la taberna más próxima y allí se quedará hasta gastar el último céntimo. Si puedes, llévatelo contigo, aunque creo que no podrás.

—¿Y dónde está? —preguntó Karl Siebrecht.

—Junto a la parada del tranvía. En El Árbol Verde. Pero no querrá irse contigo. —El capataz, un poco más tranquilo, le tendió la mano al joven—. Bueno, chico, que te vaya bien. No creas que no te entiendo. Te entiendo perfectamente. ¡Kalubrigkeit es un canalla! Ahora está con los inquilinos secadores. Déjalo, ya ves lo que consigue la gente como nosotros.

—Pues entonces tengo que triunfar para conseguir algo —replicó el chico muy decidido.

El capataz rio, pero furioso:

—¡No olvides tus propósitos! Te espera un largo camino, y es fácil olvidar las cosas.

—Yo también le doy las gracias, capataz —le dijo el chico al marcharse de la obra.

Durante un instante contempló la nueva construcción donde habitaban los inquilinos secadores, ahora seguramente acosados por el constructor Kalubrigkeit. Siebrecht aún sentía cierta desazón: le habría gustado cruzar y ayudarlos de algún modo. Solo que ahora sabía que su «ayuda de algún modo» suponía un perjuicio; tendría que ser algo más positiva. El caballero alto de ojos oscuros también le había prometido que velaría por esa gente. Sin embargo, ahora Karl prefería no reflexionar sobre lo que cabía esperar de semejante promesa, máxime sabiendo que procedía de un cuñado de Kalubrigkeit. Todavía le quedaba El Árbol Verde, donde el solitario albañil Busch empinaba el codo, y a ambos los encontró bastante deprisa, la taberna y en su interior a Busch. En el local reinaba el silencio a esa hora, después del descanso del mediodía. Busch se sentaba solo a su mesa de madera. Sobre el banco, a su lado, sus herramientas de albañil dentro de la mochila grisácea a causa del polvo, y sobre la mesa un vaso grande de aguardiente. Pero Busch aún no lo había probado.

Karl Siebrecht tocó al albañil en el hombro.

—Señor Busch, ¿por qué no volvemos juntos a casa? —le preguntó—. Seguro que Tilda se alegra de su llegada, y Rieke, quiero decir, su hija, quizá haya regresado también. —Había caído demasiado tarde en que para ese hombre Rieke aludía a otra.

—¿Rieke? —preguntó el hombre mirándolo con atención—. ¿Crees de verdá que me está esperando?

—Claro —se limitó a decir el chico.

—Entonces, vamos —dijo el hombre levantándose.

Se había olvidado tanto del aguardiente como de la mochila. Pero Karl Siebrecht ya la había recogido. En la puerta, Busch se volvió de nuevo hacia él.

—¿Estás seguro de lo de Rieke? —preguntó, escudriñando al chico con sus ojos desvaídos.

Una vez más, la sinceridad del joven le jugó una mala pasada. Solo habría tenido que responder «sí» para que el albañil se marchara con él, pero le pareció mal engañar a ese hombre desorientado y dijo:

—Sí, creo que su hija ya habrá regresado de la escuela, señor Busch.

—Ah, ya —dijo el hombre cambiando de actitud. Sus ojos se deslizaban indecisos de un lado a otro. Se detuvo.

—Venga, señor Busch —lo apremió Siebrecht—. Vámonos a casa. Mañana encontraremos otro trabajo.

Pero el hombre, que parecía no ver nada, había descubierto ya el solitario vaso de aguardiente sobre la mesa de madera manchada. Limitándose a apartar a un lado al chico, como si en lugar de una persona fuese una silla que se interponía en su camino, Busch se acercó a la mesa y, de pie, vació el vaso. Luego se acercó a la barra y se lo entregó al tabernero. Mientras este servía, depositó dinero en el mostrador. De nuevo de pie, esta vez junto al mostrador, apuró el vaso de un trago. Se lo volvió a dar al posadero, rebuscó dinero… El chico abandonó la taberna en silencio.

No es un buen comienzo, pensó. No es una buena forma de empezar. Desde anoche, con el zapatero Fritz Krull, todo lo que hago sale mal. ¿Cómo es posible que Rieke lo haga todo bien, y yo todo mal? Creo que soy tonto. No entiendo nada de los seres humanos ni de la vida, todo lo que hago sale mal. Rieke tampoco miente ni halaga, y sin embargo a ella le sale bien. ¿Cómo habría podido sacar al viejo Busch de la taberna sin mentir? ¿Cómo podría haber hecho algo por los inquilinos secadores sin discutir con Kalub rigkeit? ¡No quiero arrastrarme, eso nunca, y deseo llegar a ser alguien! Pero las cosas empiezan mal.

Así pensaba el joven, ansioso por llegar a casa de Rieke Busch para contárselo todo. Tenía una confianza total en ella; seguro que podía decirle lo que había hecho mal y le explicaría cómo lo habría hecho ella. Tengo que aprender, pensaba. Si quiero progresar, tengo que aprender primero a tratar a la gente de aquí. Por el momento no hablo bien con ellos. Creen que no soy más que un crío. Y lo cierto es que lo soy, pero quiero convertirme en un hombre, en un hombre hecho y derecho. Rieke tiene que decírmelo.

Pero aunque tenía prisa por llegar a casa de Rieke y cambiar impresiones con ella, no tomó el tranvía. No lo hizo por ahorrarse los pocos céntimos del trayecto; incluso se gastó más dinero, pues entró en la papelería más cercana y compró un plano de Berlín. Necesitaba conocer esa ciudad gris, muerta, esa ciudad que, a pesar del trajín, se le antojaba moribunda en la melancolía de noviembre. De modo que plegó el plano de forma apropiada y recorrió a pie el trayecto desde la obra en Pankow hasta Wedding, con la mochila del albañil Busch a la espalda. Caminó y caminó sin demorarse, pero su mente cavilaba sin cesar. La ciudad porosa se iba cerrando poco a poco en torno a él, absorbiéndolo en su interior. El estruendo aumentaba, los edificios se le antojaban más altos, sus fachadas se tornaban más grises, las gentes más presurosas. Le parecía que lo que atravesaba no era una ciudad, sino una mezcla de muchas ciudades; casi cada calle ostentaba un rostro diferente, tras anchas vías de asfalto espejeante desembocaba en otras más estrechas sobre cuyos adoquines pasaban con un ruido atronador los pesados vehículos.

Karl Siebrecht recorría la gran ciudad un tanto abatido y triste, y no volvió a animarse hasta que al final de su caminata, tras tanto adoquín, descubrió un paraje verde con árboles y arbustos llamado Humboldthain. Así que muy cerca de Wiesenstrasse existía algo así; un verdadero consuelo, también para los pies, que le ardían a causa del desacostumbrado pavimento de la ciudad. Recorrió despacio los senderos reblandecidos por la lluvia, contempló con agrado el verdor descolorido del césped como si llevara años sin ver algo igual, y al final recordó incluso sus bocadillos para el desayuno, que continuaban abombando los bolsillos de su cazadora. Se los comió mientras caminaba. Berlín no era tan rutilante como se lo había imaginado, pero tampoco tan malo como parecía en ese día gris de noviembre. ¡Ya se haría él con la ciudad! Aunque luego, cuando tuvo que volver a salir del parque, cuando dobló la esquina para adentrarse en Wiesenstrasse, cuando cruzó los patios, cuando subió la escalera hacia la vivienda de los Busch y comprendió que pronto tendría que contarle a Rieke que se había quedado sin trabajo, y que encima había hecho que su padre perdiese el suyo, se habría refugiado en una taberna para beber… Todo su ánimo se esfumó, y entonces se convirtió en un niño que ha cometido una travesura y que, avergonzado de sus actos, tan solo desea que el próximo cuarto de hora transcurra lo antes posible.

Pero Rieke no llegaba, y eso tampoco le agradó. La puerta de la vivienda estaba cerrada; dentro oyó trotar y parlotear a Tilda, fuera colgaba un pizarrín con la frase «Bolberé a las cuatro», que no permitía deducir una asistencia a la escuela muy provechosa por parte de Rieke. Su última esperanza era Bromme, su patrona, que tampoco resultó de mucho consuelo.

—¿La llave? Bueno, Rieke tie una, está encima del fregadero. Ella se pasa deprisa por aquí a las cuatro pa ver cómo está Tilda y darle leche. Luego se va al despacho del abogao Schneider pa limpiar, de allí no vuelve hasta poco antes de las siete… —decía la mujer, de modo que la confesión y la aclaración quedaban aplazadas hasta la noche, y para entonces tal vez ya había regresado a casa el viejo Busch, pero ¡en qué estado!—… y la otra llave la tiene el viejo Busch, pero ¿no te habías ido con él, chico? —Sí, eso había hecho, solo que…—. Ah, ¿entonces es que no salió lo del trabajo? ¡Me lo figuraba! ¿Y qué has hecho toa la mañana? ¿Cargar carbón? ¡Ya lo veo por tus manos! ¿Y cuánto te han pagao por ello? ¿Na? Amos anda… ¡O eres tonto o mientes!

—A las cuatro tengo que visitar a un caballero en Kurfürstenstrasse —informó Karl Siebrecht desviando la conversación.

—¿En Kurfürstenstrasse? ¡Eso está en el oeste finolis! Yo que tú no iría, eso no es pa gente como nosotros. Quéate en el campo y gánate el pan honradamente.

—Y claro, me habría gustado ponerme mi otra ropa…

—¡Ah, ya, por eso era lo de la llave! Pues lo siento, chico, pero no pueo ayudarte. Si no quies esperar hasta las cuatro a que venga Rieke… La ropa de mi difunto es demasiao grande pa ti. Pero Bremer, el panaero, está acostao en su cama durmiendo, porque l’a tocao turno de mañana… A lo mejor te presta algo. Sois igual de altos, aunque Bremer es más ancho…

Ernst Bremer, el panadero, yacía en su lecho, con su ropa de trabajo tan empolvada de blanco como su rostro, y sus pies de panadero tradicionalmente desnudos: tenía sus viejos zapatos delante de la cama. Pero no dormía, pues sus ojos oscuros miraron parpadeando a Karl Siebrecht, quien le manifestó su deseo con voz entrecortada.

—¡Nooo! —contestó el panadero, volviéndose de golpe hacia la pared—. ¡No te conozco de na! Aunque…

—¿Aunque qué? —preguntó a sus espaldas Karl Siebrecht, un poco perplejo por la brusca negativa.

La noche anterior habían cargado con las cestas tan contentos y colegas. Pero no obtuvo respuesta.

—Bueno, pues entonces nada —repuso Karl Siebrecht, y en ese momento supo por qué antes solo había podido expresar su ruego de un modo entrecortado: desde que lo había conocido, no aguantaba al panadero Ernst Bremer.

Karl Siebrecht tuvo que conformarse con lavarse a fondo en la cocina.