Principio y fin del trabajo
El pequeño jorobado con brazos colgantes de mono estaba en silencio ante Karl Siebrecht, dirigiéndole desde abajo una mirada de soslayo. En ella destacaba con fuerza la zona blanca del globo ocular, lo único blanco en esa cara ennegrecida por el carbón, ¡que proporcionaba al viejo un aspecto horrible! Al cabo de un rato, cuando Edwin estuvo completamente seguro de que el capataz se había marchado, preguntó:
—¿Y tú quién eres?
—Pues alguien como tú. —Karl Siebrecht rio.
—¡Déjate de rollos! ¿Estás emparentao con el capataz?
—No.
—Pero serás amigo suyo…
—¡Qué va!
El jorobado meditó.
—¡Entonces ties que conocer al jefe! ¿Conoces al jefe?
—Tampoco. No lo he visto en mi vida.
—¿Y a quién conoces en la obra?
—A nadie. Bueno, sí…, al viejo Busch.
—¡Pero a ese lo largó!
—Y lo ha readmitido esta mañana temprano.
—¿Eso ha hecho? ¿De veras?
—Sí, de veras.
—¿Y a ti también t’a colocao? ¿De qué conoces al capataz?
—De nada.
—¡Pues ties que conocerlo! Me ha dicho que te trate con cuidao… Nunca ha dicho eso de nadie.
—Tienes que tratarme igual que a los demás.
—No me vengas con esas. Déjate de rollos. —El jorobado suspiró. Después volvió a la carga—: Chico, dime solamente una cosa: ¿por qué t’a colocao?
—Seguramente porque le di pena, porque estoy sin trabajo.
—¡Y después, lo de tratarte con suavidá! —El jorobado suspiró, aún más atribulado—. Ya veo que eres muy aficionao a los secretos…
—¿Qué?
—Pero no quies reconocerlo. Bueno, déjalo, pero una cosa te digo: quien haya dicho de mí que aquí apesta, ha mentío —afirmó. Y luego, más alterado—: ¡Aquí no ties na que husmear! ¡Yo no trapicheo con el carbón! Quien lo diga miente. Ni con ninguna otra cosa.
—No soy un espía del capataz.
—¡Acabáramos! ¡Ya lo has soltao! ¡Pues lo serás del jefe! Si me cosqué al momento: por tus manos, na más verlas me dije, este es uno de la oficina que viene a husmear.
—Te aseguro que no. ¡Ni siquiera sé cómo se llama el jefe!
—Déjate de rollos. ¡Soy honrao hasta las cachas! En mí no tie usté na pa espiar. ¿Pa qué quie ensuciarse esas zarpas tan bonitas? Yo le enseñaré to, y luego siéntese en cualquier sitio caliente, y dígale al jefe: Edwin es un tío legal. Se lo pue decir con la conciencia tranquila, sin ensuciarse las manos.
Karl se despojó de la cazadora.
—Bueno, empecemos a trabajar. Todo eso son desatinos tuyos, Edwin. ¿Dónde está el coque? Tenemos que empezar en el quinto piso. —El jorobado lo miraba frunciendo el ceño con tal desesperación que no pudo evitar reírse—. ¡En efecto! Yo trabajo. Me van a dar diez marcos por semana. ¿Cuánto te dan a ti, Edwin?
Edwin respiró hondo.
—No te creo. ¡Pero por mí, si quies ponerte hecho un guarro, adelante! No por eso vas a averiguar na.
Y a continuación comenzaron de verdad a cargar cestas de carbón, a llevar brasas de una a otra, a avivar el fuego con un fuelle, a subir desde el sótano más cestos cargados de combustible. La verdad es que era un trabajo placentero; el capataz habría podido encomendar una faena peor a Karl Siebrecht. El chisporroteo del coque en las cestas era agradable, las brasas rojas alumbraban y calentaban amigablemente en el frío ambiente de noviembre, el cuero del gran fuelle gemía y crujía apacible mientras un delicioso calorcillo acariciaba el rostro y las manos de Karl… Y luego adentrarse en la gélida y silbante corriente de aire de las escaleras y el pasillo, pasando ante las ventanas abiertas, bajar a la cueva negra, fría y húmeda de la carbonera, llenar la cesta y volver a subir al trote hacia el calor, las suaves brasas, el agradable gemido.
¡Pero ojalá no hubiera estado presente ese maldito enano de Edwin! Una y otra vez, en mitad del trabajo, en la mejor de las carreras, volvía a la carga:
—Dímelo, hombre: ¿quién t’a mandao? Es por pura curiosidá…
Hasta que Karl pensó que la cosa pasaba de castaño oscuro y gritó enfadado:
—Debes de tener una malísima conciencia, Edwin, para insistir en semejante idiotez. Cierra el pico de una vez, o le voy a contar de verdad al capataz cómo me importunas con tus monsergas.
A partir de entonces, el enano de brazos largos enmudeció por completo. Incluso se separó de Karl, señalándole una planta para que la atendiera él solo. A pesar de todo, Karl lo sorprendía una y otra vez quieto y silencioso bajo una puerta, observándolo con los brazos colgando y los ojos en blanco, como si eso le permitiera averiguar qué explicación tenía su nuevo ayudante. En una ocasión, Karl Siebrecht sorprendió al enano registrando su cazadora: arrodillado, manoseaba la cartera con sus zarpas negras.
Sucedió después de la pausa del desayuno, que Karl había aprovechado para pasar de nuevo rápidamente a ver a los inquilinos secadores, por si necesitaban ayuda. ¡Oh, vaya si la necesitaban! Ahora la mujer yacía completamente exhausta en la cama, tiritando, presa de un estremecimiento que recorría todo su cuerpo, mientras el hombre se esforzaba por cerrar las ventanas hinchadas por la humedad, encender el fuego en el fogón con una caja rota y preparar algo caliente para su mujer. La escasa madera de la caja ardía de manera similar a como lo hacía el fuego originado por el papel, que se inflama tan rápidamente como se extingue, de modo que el chico trajo de «su» carbonera una brazada de leña y una cesta de carbón, sin pararse a pensar si eso también estaba permitido. A él le pareció bien, y le dio completamente igual que el jorobado lo viese haciéndolo. Tampoco le importó que los dos inquilinos secadores no le agradecieran su acción con una simple palabra, ni que el hombre incluso dijera:
—¡Yo no te lo he pedío, que lo sepas!
Karl Siebrecht no se había comportado así para que se lo agradecieran.
Pero más tarde, cuando al regresar con cierto retraso del descanso del desayuno encontró al enano Edwin con su cartera —que contenía, además de algunas cosas que no vienen al caso, el áster de Erika Wedekind— entre sus manos sucias de carbón, la cólera se apoderó de él. Apenas habían transcurrido veinticuatro horas, pero qué lejos quedaban ya la ciudad de provincias y la juventud despreocupada… Erika Wedekind, sin embargo, estaba firmemente arraigada en su interior, con su familiar boca infantil entreabierta; cuántas veces, durante el trabajo, había tarareado el estribillo bávaro «Tiroliroliro», aunque no había pensado en él… Le arrancó a Edwin la cartera de las manos, gritándole:
—¡Se acabaron los cotilleos, Edwin! ¡Como vuelva a pillarte haciendo algo así, se va a armar una buena!
Pero el jorobado parecía definitivamente convencido de que el nuevo ayudante no era más que eso, un nuevo ayudante. Se levantó sin el menor embarazo, limitándose a decir irritado:
—¿Y a quién se la vas a armar, eh, novato? Más te vale vigilar tu fuego, que está ahumándolo to. Y dicho sea de paso, ya casi ha pasao un cuarto de hora desde el desayuno… —Y farfullando amenazas se marchó.
El chico siguió trabajando animadamente mientras cantaba cada vez más alto su «Tiroliroliro», ¡porque nadie podía saber lo que pensaba! Y cuanto más le dolían los huesos por el trabajo desacostumbrado, y comenzaban a arderle los pies, a medida que se acercaba la hora del almuerzo, más aumentaba el ritmo: ¡él aguantaría! Iba a ganar diez marcos a la semana, y además quería merecérselos.
A eso de las doce, poco antes de la hora de comer, se corrió la voz de que tenían visita. Se trataba del jefe en persona, con su panza prominente y su abrigo forrado de piel, de habla y modales estridentes. Ay, el padre de Karl Siebrecht había sido un empresario de otro tipo. Él hablaba con sus trabajadores para que se notara que también había sido albañil en su día; hablaba su mismo idioma, no había olvidado sus preocupaciones. Seguramente por ello no había conseguido poseer un abrigo forrado de piel ni una manzana entera de casas con cientos de viviendas. Por lo visto, el señor Kalubrigkeit solo sabía echar la bronca, pues se hiciera lo que se hiciera, estaba mal.
—¿Este es el chico que me has endosado? —empezó a rugir—. ¡No soy una institución caritativa! ¿Qué voy a hacer yo con un chico como este?
—Es barato, señor Kalubrigkeit —contestó con indiferencia el capataz, muy acostumbrado a los rapapolvos—. Y cuando tenga práctica, trabajará como un hombre.
—Siempre me sale usted con las mismas historias. Primero Busch, cuando yo lo había prohibido ex profeso, y ahora este granujilla. ¡Deja de papar moscas, chico! ¿No ves que el fuego no arde? ¡Míralo, ahí parado mirando embobado! Por otra parte, ¿para qué se está secando aquí todavía? ¡La vivienda ya está seca! —Un hombre alto de semblante severo, pero cuyos ojos oscuros no resultaban desagradables, comentó que las paredes aún tenían manchas de humedad—. ¡Pamplinas! Lo que pasa es que están sudando. Eso sucede porque sale la humedad. ¿Desde cuándo estáis calentando esta vivienda, chico? ¡Todo esto cuesta un dineral! ¿Y bien?
—Yo solo llevo aquí desde esta mañana.
—Pues tendrías que haberte informado. Que venga el otro, ese jorobado vestido de negro…, ¿cómo demonios se llama? ¡Aquí se enciende el fuego por las buenas, a lo loco, capataz!
—Aquí solo se calienta desde ayer.
—¡Desde ayer, bobadas! Usted habla por hablar. Y continuamente se acaba el carbón, pero qué importa, Kalubrigkeit pagará lo que haga falta. ¡Dentro de poco calentaré todo Berlín! Bueno, ¿dónde está ese enano? —Edwin ya había llegado. Con los brazos colgantes y la espalda redonda, permanecía ante el jefe torciendo los ojos de un modo que daba pena—. A ver, ¿desde cuándo estáis calentando aquí… cómo te llamas?
—Edwin. Edwin Raabe, jefe —graznó el jorobado lanzando una rápida ojeada al capataz—. Calentamos…
—¡No mires al capataz, mírame a mí! ¿Desde cuándo estáis calentando este sector?
—Creo, creo… Es que tengo tan mala memoria…
—¿No estáis calentando desde ayer solamente? —preguntó de repente el caballero alto de ojos oscuros al que se iba por las ramas.
—¡Por favor, cuñado! —gritó el señor Kalubrigkeit—. ¿Es que también tú te has conchabado con esta pandilla? ¡No me cabe duda de que estáis calentando desde el martes, o puede incluso que desde el lunes! Pero os pillaré, y cuando lo haga os despediré a todos, y a usted el primero, capataz.
—¡Ya me ha despedido muchas veces, jefe! —repuso el capataz, impasible—. Y las paredes siguen húmedas. Si después viene la inspección de obras y hay jaleo, vuelva a despedirme usted, pero solo delante de ellos, por no haber calentado lo suficiente.
—Llegará el día en que te eche para siempre —gruñó el señor Kalubrigkeit, escudriñando a su alrededor hasta que encontró una salida para descargar su enfado—. ¡Ahí sigue el maldito crío! —vociferó—. ¡Ahí plantado, mirando como un bobo! ¡Lleva aquí diez minutos como un pasmarote! ¡A costa de mi dinero! ¿Qué me dices de este granuja? —preguntó a gritos a Edwin Raabe—. ¡Que me mires a mí, y no al capataz! ¿Hace algo el crío este, o se limita a mirar como un idiota?
El jorobado contestó con evasivas.
—Algo hace, jefe —respondió, y con repentina decisión añadió—: Pero ha regresado del desayuno un cuarto de hora tarde, a cada cual lo suyo, jefe, porque yo soy honrao.
—Vaya, de manera que un cuarto de hora tarde del desayuno y aquí otros diez minutos papando moscas. Qué buen trabajo, ¿eh? ¡Como Kalubrigkeit es tonto y paga…! Como se trata de mi dinero… ¿Dónde has estado durante el desayuno?
—Ahí al lado, con los inquilinos secadores —comenzó a decir Karl Siebrecht, que había tomado una decisión. Había odiado desde el primer momento a ese empresario llamado Kalubrigkeit.
—¡No digas nada de los inquilinos secadores, chico! —gritó el capataz.
—¿Qué es lo que había donde los inquilinos secadores? —preguntó casi con amabilidad el señor Kalubrigkeit.
—¡Cállate, chico!
—Vergüenza —respondió el chico, casi solemne—. ¡Vergüenza para usted y muerte para esa gente! La mujer está ya más allá que acá, y el hombre tampoco durará mucho. Las paredes están húmedas, no como aquí, jefe, donde ya están bien secas, pero no tanto como para que la mano no se humedezca al pasarla por encima. Y las ventanas están tan hinchadas que no se abren ni se cierran. La mujer se ha desplomado un par de veces, ahora está tosiendo como una descosida.
—Y él les ha llevado una cesta de carbón y dos brazadas de leña —graznó el enano.
—¡Sí, es cierto! —exclamó el chico—. Pero voy a pagarlo, señor, no quiero que usted les regale nada. Señor —Karl se dirigió al hombre alto de ojos oscuros—, usted parece diferente… ¿Cómo puede tolerar que las personas mueran en esos agujeros húmedos?
—Querido amigo —dijo el caballero, un poco confundido a pesar de su seguridad—. Me temo que ambos somos igual de incapaces de resolver la cuestión social…
Su cuñado, el empresario Kalubrigkeit, lo interrumpió. Con un auténtico alarido se abalanzó sobre el chico.
—¡Pero este es un anarquista! ¡Un rojo provocador! ¡Largo! ¡Fuera de mi obra! ¡Baja inmediatamente de aquí! ¡Y se le denunciará por robo! No, no se le denunciará. No quiero escándalos en la prensa roja. ¡Échelo ya, capataz! ¡Largo de aquí, golfo, o te tiraré escaleras abajo con mis propias manos!
—¿Cuánto es? —preguntó Karl Siebrecht con una furia fría—. ¿Cuánto se debe?
—¿Cómo? ¿De qué habla? ¿Qué quiere?
—¿Cuánto cuestan el carbón y la leña? Desearía pagárselo, señor Kalubrigkeit.
—¡Eche también a los inquilinos secadores! Que vea lo que consigue con su descaro. Y despida también a Busch, capataz. Y usted…
—¡Entendido, jefe, también me echaré a mí mismo!
—De eso no he dicho ni una palabra. ¡Qué más quisiera usted, largarse en medio del trabajo más urgente, poco antes del frío! ¿No se ha ido todavía el chico?
—Anda, vete, hijo mío —susurró el caballero alto que estaba cerca de Karl—. Solo traes desgracia a tus amigos. Veré qué puedo hacer por ellos. Y esta tarde, a las cuatro, kurfürtenstrasse 72, Senden. ¿Lo recordarás?
—Sí.
—Entonces márchate.
Y Karl Siebrecht dijo adiós… a su primer trabajo.