En busca de trabajo
El chico creía que acababa de dormirse cuando la Bromme tiró con fuerza de su manta gritando:
—¡Venga, ties que salir a buscar trabajo con el viejo Busch! ¡Rieke ha estao aquí!
Karl Siebrecht se incorporó en la cama y su cráneo crujió al golpearse contra una viga. La luz del día apenas entraba por el estrecho ventanuco, y la cama del panadero estaba vacía. En pantalones, fue arrastrando los pies hasta la cocina, donde se lavó con agua fría. La Bromme le dio la espalda.
—Sin cumplidos ni remilgos… —intentó cantar—. No miro. Vaya, ¿también te lavas los dientes? Eso se lo tengo que contar a Rieke, nunca he tenío un huésped tan fino. Date prisa con el café, el viejo tie que estar en la obra a las ocho, es porque no amanece tan tarde, pero tie que estar antes de esa hora.
El café sabía distinto del que preparaba Minna, y la mantequilla no era mantequilla, sino margarina, pero Siebrecht tenía el apetito de la juventud y comía mucho.
—Vaya, así me gusta, hay que comer —dijo la viuda Bromme—. Y ahora vete, ya encontrarás el camino a casa de los Busch.
Pero no resultó tan fácil recordar el trayecto que había recorrido en la oscuridad de la noche. Con las primeras débiles luces del día los patios parecían, si eso era posible, aún más desoladores y oscuros. Las numerosas entradas confundían a Karl. Solo cuando subió por una escalera hasta el último piso se dio cuenta de que se había equivocado y tuvo que descender y ascender de nuevo. Cuando Rieke le abrió la puerta, Karl jadeaba por la carrera. Volvía a ser una Rieke completamente distinta, muy infantil, con una cartera de escolar a la espalda.
—Tengo que ir a la escuela o tendremos que pagar otra multa. Tilda se tie que quedar sola, va a berrear de lo lindo. Pero se lo diré sin rodeos a mi señorita, ¡yo no tengo tanto tiempo como ellos pa ir a la escuela! Que te vaya bien, Karl. —Y, tras darle la mano, corrió escaleras abajo.
Karl la siguió con la vista. De repente, sin su pequeña y luminosa amiga, el día le pareció muy gris.
Busch, el albañil, sentado a la mesa con su gorra de visera blanca como una pared, daba de comer a Tilda de un plato.
—Mira, Tilda —dijo—, y’a venío el chico. Buenos días, chaval. Ahora te acostarás en la camita y jugarás con tu muñeca. —En cuanto pronunció las primeras palabras, la niña empezó a llorar, berreando a voz en grito. Durante un instante el hombre se quedó indeciso, con la niña iracunda pataleando en sus brazos, la mirada vaga de sus ojos claros dirigida a Karl en demanda de ayuda. Luego murmuró:
—¡Eso no sirve de na, Tilda! Entre nosotros no sirve de na llorar.
El hombre desapareció en la habitación con la niña y los llantos se incrementaron. Después reapareció deprisa, tomó su mochila, en la que tintineaban las herramientas de albañil, y puso al chico un paquete en la mano.
—Tus bocadillos, chaval.
Lo apremió para que saliera. No suficientemente pronto, pues en la puerta del dormitorio apareció Tilda como un enano rabioso y salió disparada hacia ellos. Pero Busch ya había accionado el picaporte y echado la llave. Resultaba asombroso el escándalo que podía armar en la puerta una niña tan pequeña con la boca, las manos y los talones. El viejo Busch volvió a suspirar pesadamente y, sin dirigir una palabra a su acompañante, bajó por la escalera. Karl Siebrecht lo siguió en silencio.
Pero si el chico creía que Busch le diría algo sobre su destino y el tipo del posible trabajo, se equivocaba. El hombre caminaba con un paso tan tranquilo como ausente, como si sus piernas anduviesen sin ser dirigidas por la cabeza, y ni siquiera se volvía a mirar al chico. De repente, Busch se paró y Karl, antes de darse cuenta, ya se había alejado cinco pasos. Dio la vuelta. El hombre se había reunido con otros en una parada del tranvía.
—¿Vamos a tomar el tranvía, señor Busch? —preguntó Karl, ansioso por romper aquel silencio opresivo.
El hombre rebuscó en sus bolsillos, sacó una pipa corta, la llenó con detenimiento de una tabaquera, la encendió, dio las primeras chupadas, y preguntador y pregunta quedaron relegados al olvido. Pero como se quedó en la parada, Karl supuso que irían en tranvía. No se equivocaba. Algún tranvía había continuado ya el viaje. Busch se encaminó hacia la calzada, subió a uno que paraba en ese momento, se abrió paso hacia la repleta plataforma delantera y Karl saltó deprisa tras él. Las calles grises se deslizaban ante los ojos del chico, a quien le resultaba imposible diferenciar una de otra. Docenas, centenares, miles de edificios, todos grises en la llovizna de noviembre, cada uno de ellos igual al anterior. Y las personas, todas grises, todas hurañas o tensas, todas mudas…
Al fin, el albañil Busch se apeó. Berlín se había tornado más ralo. Las filas de edificios de cinco pisos junto a la calle tenían huecos; entre ellas había obras valladas, almacenes de leña y briquetas, yermos montones de escombros y, a veces, un trozo de campo de color indefinible, postrado como si estuviera condenado a muerte bajo el cielo gris de noviembre. El albañil Busch seguía sin cruzar palabra con el muchacho. Caminaba con el mismo paso ausente y sin saludar a los demás albañiles que, al igual que él, acudían a la obra. A veces le decían:
—Qué, ¿cansao de no trabajar, Walter?
Pero él apartaba la vista, y con los ojos clavados en el suelo parecía no escucharlos.
Habían doblado dos o tres veces una esquina, y ahora caminaban por una calle terrosa llena de baches y sin asfaltar. Allí todavía no existían edificaciones; era puro campo, con casetas de jardín, canteras de arena, abundantes escombros y basura. Sin embargo, justo delante de ellos se erigía un enorme bloque de edificios en todas las etapas constructivas: a media altura, alto y sin techar, enfoscado, con puertas y ventanas. Sí, incluso había unos lastimosos carretones de mano cargados de muebles baratos y desgastados de gente paupérrima. En algunas ventanas relucían los rescoldos rojos de los braseros de carbón de coque empleados para evaporar el agua de las paredes todavía húmedas. Ese era el lugar de trabajo de Busch. Los demás albañiles entraron en un largo barracón para depositar sus sacos. Sin embargo, Busch se quedó, con la cabeza gacha, cerca de un hombre con bigote que llevaba una cazadora parecida a la de Karl Siebrecht y que le permitió a este adivinar que era una especie de capataz o maestro de obras. El hombre hablaba con otro cuyo látigo acreditaba su condición de carretero. En ese momento el capataz se volvió y su mirada cayó sobre Busch, que esperaba paciente.
—Cómo, ¿usted, Busch? —preguntó.
El interpelado no se movió. El capataz, acalorado, se aproximó.
—Habrá recibido usted sus papeles y su dinero, ¿verdad, Busch? —gritó—. ¡Pues lárguese con viento fresco! ¡Aquí ya no hay trabajo para usted!
El hombre seguía igual, con la cabeza gacha y la vista dirigida al suelo. Se acercó otro paso más, y el capataz gritó:
—¡No pienso permitir que vuelva a tomarme el pelo, Busch! ¡Sí, lo creo, ahora lo corroe el arrepentimiento! Pero eso no le servirá de nada… ¡Usted volverá a dejarme plantado cuando estemos de trabajo hasta el cuello!
Busch alzó la mirada, esa mirada perdida que parecía la de un ciego. Allí estaba él, la viva imagen de la fuerza, con su barba rojiza, la tez de un niño, de un bonito tono rosado y blanco, y consciente de su culpa como un crío. «Usted volverá a dejarme plantado cuando estemos de trabajo hasta el cuello», le había gritado el capataz.
—Sí, señor —contestó con cierto desatino el albañil Busch.
—¡Que no sea usted capaz de dejar la maldita bebida, Busch! —volvió a gritar el capataz acercándose un poco más—. Un tipo como usted, trabajador… ¡El dinero que podría ganar si trabajase como es debido! Pero así… —Miró al hombre que permanecía mudo ante él, luego se encogió de hombros—. Lo siento, Busch, pero no puedo darle trabajo. Me ganaría una bronca del jefe. Buenos días. —Y, tras darse la vuelta, se dirigió hacia la obra.
Karl se encontraba medio metro detrás del despedido. Durante un instante la mirada del capataz se había posado en él, pero no le prestó mayor atención. Ahora, la ira y la compasión luchaban en el corazón del chico. Escenas como esa no resultaban nuevas para él. En ocasiones, en la obra, también su padre había echado un rapapolvo a un vago o a un borracho. Pero existía una diferencia fundamental entre estar detrás del que reprendía y estar a espaldas del reprendido. Allí, a la vista de la obra en la que ya martilleaban por doquier las alcatanas, las piedras caían sobre las tablas de los andamios, las paletas de las mezcladoras de mortero chasqueaban en las cubetas repletas y chapoteantes; allí, a la vista de un trabajo que daba de comer a centenares de personas, pero no a él, apreció lo muy abajo que estaba y lo alto que tenía que llegar, así como el cambio radical que en pocos días había sufrido su vida.
El albañil Busch continuaba con la cabeza gacha. No había movido un solo músculo desde que el capataz se marchó. Pero el chico giró la cabeza, volvió a mirar al hombre demasiado paciente, después buscó con los ojos al capataz en el andamio y comenzó a subir las escaleras. Sabía hacerlo, pues desde que era un renacuajo trepaba por los andamios de obra; subía corriendo las escaleras con la rapidez y seguridad de un gato. El capataz había visto subir al desconocido. Cuando Siebrecht aún no había abandonado la escalera del cuarto piso, le dijo:
—Es inútil, chico. No voy a darle trabajo a tu padre.
—Pero tal vez pueda colocarme a mí de peón, yo hago de todo.
—¿Con esas manos?
—Alguna vez hay que empezar. Conozco bien las obras.
—De eso ya me he dado cuenta al verte subir. ¿De dónde eres?
—Mi padre también era… capataz. Está muerto.
—¿Y ahora tienes que trabajar? ¿Has ido al colegio?
—Sí.
—Chico, eso vale algo. Ve a alguna oficina.
—En algún sitio hay que empezar. Necesito ganar dinero. ¡Déjeme empezar aquí!
El capataz se lo pensó.
—¿De qué conoces a Busch?
—Mi patrona vive en el mismo edificio. Creíamos que él podría proporcionarme trabajo.
El capataz volvió a mirar al chico de la cabeza a los pies. Era obvio que le asaltaban las dudas.
—Con chavales tan finos uno siempre tiene malas experiencias…
—No soy un chaval fino.
Los ojos del capataz, al principio de pasada, se detuvieron en el pantalón de pana del chico.
—Por el pantalón veo que no mientes —dijo el hombre sonriendo—. Es el pantalón de un capataz.
—Sí, era de mi padre.
—En fin, ve ahí enfrente, donde está parado delante de la puerta el carro de mudanza, yo acudiré dentro de cinco minutos. Pero durante la primera semana no te daré más que diez marcos, primero tengo que saber lo que vales.
¡Bueno, por lo menos valgo diez marcos a la semana!, pensó el chico mientras pasaba junto al albañil Busch, que continuaba paciente e inalterable en el mismo sitio. Quizá no sea mucho, pero algo es algo, se dijo.
—Me va a colocar, señor Busch —comentó al pasar.
El hombre alzó los ojos, que revelaron un asomo de vitalidad.
—No le digas a mi hija nada… de lo de aquí —susurró.
—Claro que no, señor Busch —contestó Karl Siebrecht dirigiéndose al carro de mano.
Descargaron un armario, después una cómoda. El chico enseguida tuvo ocasión de echar una mano. Se trataba de un hombre, alto, de mejillas grises y descarnadas, y una mujer que parecía tan débil que apenas podía tenerse en pie y no paraba de toser. Los dos aceptaron la ayuda de Karl Siebrecht sin dar las gracias y con una naturalidad malhumorada. Una vez que la mujer, sacudida por una tos que parecía interminable, se quedó apoyada contra la pared, el hombre dijo con encono:
—Este es ya el noveno piso que vamos a secar viviendo en él. Tengo el pálpito de que no llegará al décimo.
—¿A qué se dedican ustedes? —preguntó Karl Siebrecht.
—¿Pues a qué va a ser? ¿No conoces esto? Seguro que no, con esas zarpas de terciopelo que ties. Viviendo en ellos secamos los pisos pa los que pagan alquiler. A cambio no tenemos que pagar na, y la tisis te viene de balde. Nos llaman inquilinos secadores… porque estamos siempre mojaos.
—¿Y eso está permitido? ¡Porque a ustedes les va a costar la vida! —exclamó Karl Siebrecht.
—¿Eso crees? —preguntó el hombre, y una especie de rabia sardónica asomó a sus ojos grises y desesperanzados—. Si no tuvieas esas zarpas de terciopelo, chico, sabrías que a los de nuestra condición solo se les permite reventar, y na más que eso. ¡Anda, echa una mano a ver si conseguimos meter el armario!
Karl Siebrecht estaba tan impresionado por la experiencia que, cuando el capataz fue a buscarlo, el chico lo asedió a preguntas sobre si algo así estaba permitido. El capataz midió con la mirada el rostro del joven, rojo de indignación.
—A mí to eso ni me va ni me viene —respondió con un súbito y marcado acento berlinés—. Yo construyo; lo que pase luego con los edificios no es cosa mía. Ni tuya tampoco —remató. Y, recuperando su alemán depurado, añadió—: He vuelto a emplear a Busch. Seguro que el jefe me echará una bronca, pero no puedo dejar tirado a ese hombre.
—Gracias —dijo el chico.
Habían llegado a un edificio nuevo completamente terminado. Todas las ventanas y puertas estaban abiertas de par en par; la corriente de aire silbaba por las estancias que albergaban grandes cestas de hierro repletas de chisporroteante carbón de coque ardiendo.
—Aquí secamos previamente…, para tus inquilinos secadores —comunicó el capataz con una sonrisa triste.
Emitió un silbido estridente sirviéndose de dos dedos. Al cabo de un rato, un viejo bajo y jorobado de brazos largos y colgantes, ennegrecido por el humo y la carbonilla, se acercó arrastrando los pies.
—Edwin, aquí hay un chico que puede ayudarte a cargar carbón. Ocúpate de que haga lo que sea menester. Ha dicho que hace de todo. Y procurad terminar pronto el quinto piso, porque se ocupará la semana que viene. Vamos, chaval, Edwin te enseñará todo lo necesario. Ah, una cosa más, Edwin: ¡no se te ocurra meterte con el chico como haces siempre! Si esta vez sale alguno volando, serás tú.
Y tras pronunciar estas palabras, el capataz se marchó.