El viejo Busch
—Siéntate en la carretilla —le dijo Karl a Rieke.
—Noo, tiraré a tu lao. Hace mucho frío pa sentarse. ¿Tú también ties frío, Karl?
—Un poco.
—Tranquilo, ya pasará. De regreso a casa traeré un cubo de carbón, ya verás como nos calentamos. Cuando me fui a ver a la tía Bertha dejé una buena provisión, pero el viejo lo ha quemao to. Ese no sabe lo qu’es repartir, los hombres son así.
—¿Y se negó a echar una mano con las cestas?
—Olvídalo. Es su mala conciencia, se pone descarao, justo por mala conciencia. Entrará en razón. Ahora, cuando lleguemos a casa, fíjate y verás como no sabe qu’acer pa contentarme. No es malo, los hay mucho peores. Y además… —La chica calló, pensativa.
—¿Qué quieres decir con «y además»?
—¿Que qué quiero decir? Bueno, antes era muy bueno, pero se tomó muy a pecho lo de mi madre, desde entonces está así.
—¿Desde que murió tu madre?
—Bueno, también pue decirse así. Pero la verdad es que la echó de casa porque s’iba con otro. Tilda no es de mi padre, ¿sabes?, pero él no se lo hace pagar a la niña, las cosas como son. Y luego el patán dejó plantá a mi madre, y ella regresó con nosotros, ya preñá. En fin, mi padre no se lo impidió, pero no volvió a cruzar palabra con ella, ni siquiera a la hora de su muerte, y eso ahora le pesa. Por eso bebe, aunque solo a veces.
Karl Siebrecht calló, avasallado. La serena naturalidad exenta de lamentaciones con la que la treceañera Rieke Busch hablaba del asunto lo conmovió.
—¿Y cargas con todo eso como si nada, Rieke? —inquirió, colocando con cuidado la mano que apoyaba en la vara de la carretilla sobre la pequeña mano infantil gastada por el trabajo.
—¿Y qué voy a hacer? ¿Qué remedio me quea? Así son las cosas. Nadie pue hacer na. Solo te digo una cosa, Karl: que nadie me hable nunca de amor. Eso solo trae desgracias. Cuando Ernst empezó a decir antes… Bueno, tos lo saben, yo soy más fría que un témpano.
—¡Pero si ni siquiera has cumplido catorce años, Rieke! —exclamó Karl con asombro.
—Anda, ¿y qué? Ni te imaginas lo pronto que comienzan con los besuqueos las chicas de aquí. ¿No pasa lo mismo en tu pueblo? ¡Sé sincero, Karl! ¿Es que toavía no has besao nunca a una chica?
—Sí, pero…
—¿Lo ves? ¡No hay pero que valga! Seguramente serían más jóvenes que tú. Pero te lo aseguro, por aquí ándate con cuidao. Y si te enamoras, ven a verme. ¡Yo te aconsejaré! A las chicas de aquí las conozco, y a las otras me basta con verlas una vez pa saber de qué pie cojean. ¡Ven siempre a ver a Rieke, Karl, ella te ayudará!
Karl no pudo evitar la risa.
—Por Dios, Rieke, hablas como si fueras mi abuela. Además, seguro que no me enamoraré aquí.
—¡Uy, no te pases de listo! Eres un chico guapo, y las chicas se darán cuenta. La de tu aldea está muy lejos.
—Te aseguro que no me enamoraré.
—Espera, Karl, espera y verás.
A pesar de que ya eran casi las once, vieron al viejo mozo de equipaje esperando, intranquilo, ante el edificio de Müllerstrasse 87.
—¿Qué, abuelo, tenías miedo, eh? —preguntó Rieke, triunfante—. Aquí ties tu carretilla. Y mira lo que tengo pa ti: una salchicha. Pero no creas que es de Aschinger, qué va, esta viene directamente del pueblo, y la traigo pa ti, abuelo.
—Bien, niña —repuso el viejo conmovido—. No tenías que haberte molestao. ¡Huele que alimenta! ¿Es ahumá?
—Pues claro, pero no en humo de pino, como hacen los carniceros de aquí, nooo, sino en auténtico humo de haya. En fin, buenas noches, abuelo.
—Buenas noches, niña. Y muchas gracias.
—No hay de qué —contestó Rieke, que ya había echado a andar—. Por cierto, ¿a que no sabes por qué t’e dao la salchicha?
—¡Pues por mi carretilla!
—¡No ties ni idea! —gritó Rieke—. ¡Porque ties nombre de perro, y a los perros les encantan las salchichas! —Y, tras un penetrante silbido, empezó a decir cariñosa—: Ven, Kierass, ven, perrito bueno. ¡Al suelo, Kierass, vamos!
A dos manzanas de distancia aún oían la risa del viejo. Karl Siebrecht se lo imaginaba allí plantado, flaco y con los huesos molidos de tanto trabajar, en el umbral de los setenta, agradecido por cualquier palabra amable.
Eran más de las once cuando retornaron a Wiesenstrasse y cruzaron los patios estrechos y oscuros, malolientes; meros patios de luces. En las ventanas apenas se veía luz; también habían apagado las llamas de gas de la escalera. Rieke tuvo que agarrar de la mano a Karl y guiarlo en la oscuridad; ninguno de los dos disponía de cerillas con las que alumbrar la subida. Después Rieke lo introdujo en la cocina.
—¿Onde está Ernst? —preguntó inmediatamente al hombre alto y pesado sentado a la mesa junto a la pequeña lámpara, con la cabeza entre sus manos gigantescas—. ¡Le dije a Ernst que me esperase!
El hombre alzó la cabeza. Karl se asombró: era relativamente joven, quizá a finales de la treintena. Se imaginaba al padre de Rieke viejísimo, y ahora se topaba con un hombre fuerte, con aspecto de estar casi en la flor de la vida, barba rojiza, corta, piel llamativamente delicada, blanca y roja, y hermosa frente. Solo los ojos, unos ojos muy claros de un azul desvaído, le disgustaron: unos ojos que se posaban en ambos niños y parecían no verlos; daba la impresión de que no veía casi nada.
—¿Ernst? —preguntó—. ¿Ernst? ¡Le dije que se fuera, hija, estaba pidiendo a gritos una buena tunda! Lo eché con viento fresco. ¿Qué hacía aquí sentao? ¿Acaso necesito un vigilante, hija?
—Nooo, padre, no lo necesitas.
—No he tocao las cestas con candao. Te he preparao una sopa. La harina me la trajo Ernst de casa de la Bromme, un cuarto de kilo, encárgate de devolvérsela, hija.
—Lo haré, padre. Mañana mismo. Vas a ver qué harina tan fina traigo en la cesta, de la tía Bertha. ¡Ni Tamaschke vende una harina como esta! Padre, este es Karl, Karl Siebrecht, está buscando trabajo en Berlín. Es amigo mío, padre.
—Está bien, hija. Siéntate, Karl. ¿Qué tal con la tía Bertha?
—Se portó bien, padre —contestó Rieke mientras trajinaba en el fogón—. La he ganao en toa regla, padre. Ni te imaginas to lo que traigo en la cesta, ¡hasta un jamón entero! —Rieke Busch se sentía radiante de orgullo y alegría.
El padre apenas parecía darse cuenta.
—Sí, hija, eres hábil —reconoció, siempre con ese tono desapasionado, con una voz sin resonancia. Las palabras se extinguían en cuanto salían de su boca—. Eres hábil en to, igual que tu madre. Madre también era hábil, eso ya lo sabes, hija, te lo he contao mil veces.
—Sí, padre, lo has hecho…
—Lo he hecho. ¿He pronunciao yo alguna palabra contra tu madre, hija?
—Está bien, padre. Lo sé, no hablemos más de eso. Cálmate, padre. Mamá era la mejor. ¿Duerme ya Tilda?
—Sí, hija. La he acostao en mi cama. Le apetecía mucho por lo calentita que estaba. Se la he arreglao un poco. Déjala domir ahí, hija, si yo ya he acabao mi turno, ¿no ves que mañana vuelvo al trabajo? —pronunció las últimas palabras en tono casi animado, algo temeroso.
—Está bien, padre. Como quieras. En eso nadie tie que darte órdenes.
—Y tú no volverás a marcharte, ¿verdá, hija? Ahora te quedarás aquí, ¿no?
—Claro, padre. Vamos, Karl, tómate la sopa, que está mu calentita. Después quítate esas ropas mojás y te equiparemos de otro modo. Pero quítate el cuello alto, Karl, que llevarás el cuello desollao. Padre, ¿sabes de algún trabajo pa Karl?
—Hija, me paíce muy bien —dijo el padre, que parecía no haber oído nada— que no vuelvas a marcharte. Yo no puedo estar solo. ¡Qué importa el jamón…, tú ties que estar conmigo!
—Está bien, padre. ¿Onde quies que me marche? Ahora me quedaré aquí.
El padre, que había colocado una mano en su mejilla, levantó la otra y señaló a Rieke.
—¡Hija! —gritó casi alterado, a pesar de su aparente falta de vida—. ¡Hija, mírame!
—No te pongas nervioso, padre —dijo la chica soltando la cuchara y mirando atentamente al hombre—. No te inquietes, será mejor que te traiga otra botella. ¿Tan mala ha sío?
—¿Mala? —preguntó él—. ¿Mala? ¿A eso llamas mala? Hija, ¿es verdá lo que me ha contao Ernst, que quies que me case con la Bromme? —La mano que señalaba a su hija temblaba como si tuviera escalofríos, pero al hombre, inmóvil como un muro, solo se le agitaba la mano.
—En eso haz lo que quieras, padre. Es verdá, hablé con la Bromme. Hacéis buenas migas, padre, y la Bromme es muy trabajaora. Yo hago lo que puedo, padre, pero no soy una mujer de verdá; aunque tos vosotros me consideréis una mujer, solo soy una niña. Y si aquí hubiera una mujer, yo podría aprender un poco más, que soy demasiao zoquete. Pero haz lo que quieras, padre. Si ices que no, no hay más que hablar.
—Ella estuvo conmigo, hija —dijo el hombre, con la mano cada vez más temblorosa—. Estuvo conmigo tos los días, en la borrachera. Ahora sé por qué estaba tan diligente, tos los días, dondequiera que fuera y estuviera, me susurraba por encima del hombro: «No ties que acostarte con ninguna», me susurraba. Yo no la entendía, pero ahora sí que la entiendo. Yo pa ella no he pecao, hija, en eso pa ella no he pecao.
—Pues claro que no, padre. Fue una simple idea mía. Si ella no te deja en paz, se terminó. ¡Punto y final!
—Se terminó, hija. Tú lo has dicho, está bien. —La pesada mano cayó despacio sobre la mesa, donde quedó posada, olvidada. Sus ojos estuvieron a punto de cerrarse—. Pero ¿qué ropas son esas, hija? Anda, ve a ponerte otra cosa, algo claro. Se acabó, hija. Ya puedo volver a respirar tranquilo. —Hablaba como en sueños. La niña, mirando a Karl, se puso un dedo en la boca y se deslizó de puntillas hacia el dormitorio. La cuchara de Karl permanecía en las gachas que no había llegado a probar; ya se habían enfriado. El chico miraba fascinado al hombre que parecía no verlo, no ver nada. Este volvió a murmurar—: Se terminó, ella lo ha dicho… —Sus miembros se relajaron—. Ella volverá a calmarse…
Rieke salió del dormitorio con un vestido blanco. El chico esbozó un gesto de sorpresa: la pequeña figura grotesca, estrafalaria, se había convertido en una chica esplendorosa, de miembros delicados, casi alta para su edad.
—Hija, estás aquí —dijo el padre—. Vamos, siéntate en mi regazo. Ya sabes cómo. Pásame el brazo por el cuello, ráscame un poquito la barba, como hacía tu madre. Dime quién eres, Rieke. —Era la primera vez que el hombre llamaba Rieke a su hija, pero hasta el inexperto Siebrecht comprendía que a la que llamaba así no era su hija.
—Tu amada —contestó la chica.
—¿A quién quieres, Rieke?
—A ti, Walter, solo a ti.
—¿M’e portao mal contigo, Rieke?
—Nunca, Walter. Siempre has sío bueno. Y paciente. Y trabajaor.
—Dame un beso, Rieke. —Y ella se lo dio.
—Y ahora duérmete, Walter —dijo la niña separando con suavidad su brazo del cuello del hombre—. Anda, ve a acostarte. —Y condujo al dormitorio al hombre, que casi se caía de sueño.
A su regreso, Karl escrutaba la noche junto a la ventana. La chica esplendorosa se situó a su lado y, por primera vez también silenciosa, observó junto a Karl el exterior, más allá de los tejados sobre los que soplaba con fuerza el viento de noviembre. No se divisaba el cielo, pero la oscuridad aún gravitaba sobre la ciudad. Ni estrellas, ni luna, apenas un débil resplandor que acentuaba, más aún si cabe, las tinieblas. Por fin, Rieke dijo:
—No he podío hablar con mi padre de tu trabajo. ¿Lo comprendes, verdad?
—Por supuesto. —Y, apartando la vista de la oscuridad, contempló su rostro claro y preguntó—: ¿Cómo puedes soportar todo esto, Rieke? Me siento completamente flojo. ¡Te admiro!
—¿Por qué, Karl? —inquirió ella—. Dime solo por qué… ¿Por el trabajo y por mi padre? Bastará con que pases algún tiempo aquí para ver el trabajo con otros ojos. Padre es bueno. No hace mal a nadie.
—¿Nunca te da miedo?
—¿Padre? Pues sí, Karl, a veces. Porque a menúo no está del to en sus cabales. Entonces pienso que pue causar cualquier desgracia. Por eso me hubiera gustao casarlo, pa que tuviera una vigilancia como es debío, pero lo que no pue ser, no pue ser. Se lo diré enseguía a la Bromme, es una mujer razonable y lo entenderá. Y ahora, Karl, deshaz las maletas y cámbiate. Guardaremos esas ropas hasta que hayas progresao. De momento eres un simple obrero no cualificao, y ties que vestir como ellos.
Al cabo de media hora habían desempaquetado todo, y Karl vestía el ancho pantalón de pana de su padre y una cazadora. Primero había protestado, pero Rieke había dicho:
—Ties que tener la pinta necesaria pa que no se pitorreen de ti na más verte. Ya te tomarán bastante el pelo por tu modo de hablar y tus zarpas delicás. Pero no hagas ni caso, ties que buscarte la vida, y lo conseguirás.
Después atravesó en compañía de Rieke el edificio oscuro y siempre ruidoso. Ella portaba la pequeña lámpara de petróleo; la luz caía sobre los peldaños desgastados y sucios y a veces sobre sus piececitos, que debían de estar cansados, muy cansados.
—¿Cuándo te irás a dormir, Rieke?
—Enseguía, en cuanto te deje instalao.
—¿Y a qué hora te levantas?
—Mi padre vuelve a trabajar, así que a las cinco y media. Pero no tengas miedo, te despertaré a tiempo si padre encuentra algo pa ti.
—De modo que apenas disfrutarás de cinco horas de sueño.
—Eso da igual, Karl, entonces me dormiré un poco más deprisa. Eso se compensa. —Retrocedieron atravesando dos patios para entrar en un edificio transversal y volvieron a subir escaleras—. A la Bromme no le falta de na, tie una buena casa —le explicó Rieke—. Ya me había convencío de que podría mudarme allí con Tilda y padre. ¡En fin, otra vez será!
—Pero si aquí huele igual de mal y las escaleras son tan espantosas como las vuestras…
—¿Y el patio qué, Karl? ¿Es que no t’as fijao en el patio?
—¿El patio? Es igual de sombrío que el vuestro.
—Menúo ojo ties, Karl, tendrían que hacerte concejal de obras, ¡de viviendas obreras! ¡Este patio es casi el doble de grande que el nuestro! Cuando la Bromme abre la ventana le entra aire, a mí solo mal olor, y en verano ella tie sol, yo jamás.
Habían llegado a la puerta; Rieke llamó suavemente y esta se abrió al momento. La Bromme era una mujer pesada con colores casi demasiado vivos, vestida con prendas de punto de lana.
—Vaya, por fin llegáis —les dijo—. Ernst ya me ha puesto al corriente. La cama está recién mudá, y pa que lo sepas cuanto antes: dormir cuesta cuatro marcos por semana, siempre por anticipao. La cama se muda ca cuatro semanas. Y si quies desayunar, te costará un marco cincuenta más, pero solo pan, que a base de bollos me arruináis. ¿Conforme?
—Es un trato justo, Karl —dijo Rieke—. Está bien. Acepta y dale la pasta de la primera semana. De la comía ya hablaremos. He pensao que pues comer en mi casa y pagarme por ello. Por cierto, aquí tie usté la harina que le prestó a mi padre, Bromme.
—Demonios, tampoco era tan urgente, Rieke. En mi casa se pue prescindir de un cuarto de kilo de harina.
—Ya lo sé, Bromme. Es solo pa quedar en paz.
—Formal sí que eres, Rieke.
—Pero échele una ojeá a esta harina, Bromme, esta sí que es harina. Me l’a dao mi tía Bertha, ni en Tamaschke encontrará una harina como esta.
Y a continuación ambas comenzaron a describir las ventajas de la harina de pueblo, y luego Rieke informó de las provisiones que le había dado su tía. Mientras, Karl presenciaba la conversación mudo y un tanto malhumorado y derrengado. Por el momento no podía meter baza, era un mundo demasiado desconocido. A pesar de todo, pensaba que Rieke bien podría terminar y marcharse a la cama, pues ambos necesitaban dormir. Pero con esto Karl Siebrecht solo demostraba que era un chico que en verdad no sabía de la misa la media, porque ni en el pueblo ni en la gran ciudad imperial de Berlín se va directamente al grano. Rieke sabía muy bien cómo comportarse, y la Bromme también. Transcurrió un buen rato hasta que la Bromme preguntó:
—¿Y qué ice el viejo de to esto, Rieke? ¿S’a alegrao de la buena comida qu’as traío? ¡Porque vais a tener pa to el invierno!
—Hoy toavía no, Bromme —contestó Rieke—. Pero ya llegará.
Se hizo una pequeña pausa, y luego dijo la Bromme:
—¡Bueno, el caso es que llegue! La gente como nosotros está acostumbrá a esperar, ¿verdad, Rieke?
—Claro. Pero a veces la espera es en balde, Bromme.
—Ay, no me digas… —Y, alargando mucho las palabras, preguntó—: ¿Quies decir…?
—Sí, eso quiero decir, Bromme. Padre se niega.
—Vaya por Dios. —Siguió un profundo silencio meditabundo. Después dijo—: Ernst me ha dicho que hoy el viejo está medio loco.
—Eso también, Bromme.
—Ya pasará, Rieke.
—Eso no, Bromme, eso no. ¡El caso es que ella se lo ha prohibío!
—¿Y qué es lo que le ha prohibío? ¿Me ha prohibío a mí? ¡Vivir para ver, Rieke! Porque ella no se prohibió na, la verdá…
—No, claro que no. Pero son imaginaciones de mi padre, Bromme.
—¡Pues quítaselas de la cabeza!
—¡No pueo! Él la ve de verdá, y también la oye, así que no hay manera de contrariarlo.
—¿De veras habla ella con él? ¡Eso es imposible!
—No sé si habla, pero no lo creo.
—¿Y qué es lo que le ha dicho ella?
—Tampoco lo sé muy bien. ¡Que no pue tocar a ninguna mujer, o algo parecío!
—¡El colmo de los colmos! ¿Está loca o qué? Si el viejo está loco, ella está diez veces más loca que él. ¡Eso es totalmente insano, si ese hombre está en la flor de la vía! Nunca he oído na parecío. Hay que ver lo que se le ocurre a esa desde la tumba… ¡Y más siendo la que fue!
—Padre solo se lo imagina, Bromme —dijo Rieke con voz paciente y cansada.
—¡Ni hablar! Eso no hay persona capaz de imaginarlo. ¡Eso es típico de ella!
—En fin, Bromme, será como usté dice, igual tie razón. Pero creo que debemos dejar tranquilo a padre. Que primero se calme. El hombre está hecho un lío.
—Ties razón, Rieke. No vamos a hacerle a ella el favor de que siga asustándole. Que se quede donde está. Ahí está bien. El domingo iré al cementerio a visitarla y le llevaré flores, a lo mejor eso la calma.
—Hágalo, Bromme, es una buena idea. Buenas noches, Bromme. Buenas noches, Karl, que descanses.
—Igualmente, Rieke.
—Aquí está tu cama, chico —dijo la Bromme y, con una vela en la mano, lo condujo hasta un desván bajo cuyo techo inclinado había dos camas. De una simple ojeada se percató de que la suya se encontraba justo debajo de la inclinación, de forma que no podría incorporarse en el lecho.
—La otra cama es de Ernst, que toavía no ha venío. Pon tus cosas encima de la cama, que te darán calor. Aquí entra corriente por el tejao. Bueno, tu sangre es joven, así que eso da igual. Buenas noches.
—Buenas noches, señora Bromme.
La cama estaba húmeda y fría. Karl pensaba que se dormiría pronto, pero tiritaba de frío. El viento chocaba muy cerca de las planchas de pizarra, y debajo del techo había un agujero por el que entraba un frío glacial, por mucho que se abrigase. Con todo, acabó por dormirse. En sueños vio sobre él la cara blanca, como espolvoreada de harina, del panadero Ernst; su mano casi rodeaba la llama de la vela, una estrecha franja de luz se clavaba en sus ojos. Parpadeó con esfuerzo.
—¡Eh, tú! —susurró el panadero—. ¿Es que también te van las chicas pequeñas?
Yo solo quiero dormir, pensaba Karl. ¿Qué querrá este? Tal vez lo dijo en voz alta.
—¿Ties algo con Rieke? —siguió susurrando el panadero—. Te mira d’un modo mu raro, a mí nunca m’a mirao así. —Le dio un empujón a Karl—. ¿Me oyes, compañero? —Pero, a pesar del empujón, Karl Siebrecht estaba convencido de que estaba soñando. Se volvió de cara a la pared—. Estás advertío —oyó decir al otro—. Como note algo, me chivaré al viejo, y el viejo te matará.
Pero era un sueño, un simple sueño. No era real.
A la mañana siguiente, la verdad es que Karl lo había olvidado todo. Pero ya no podía ver ni en pintura al panadero, que tan bien le había caído la noche anterior. Y no sabía por qué.