Llegada a Wiesenstrasse
Era noche cerrada cuando el tren entró en la estación de Stettin. Con su increíble desparpajo, Rieke Busch había conseguido que un mozo que estaba a punto de terminar su jornada le prestara su carretilla portaequipajes. Bajo la gorra roja, el viejo rostro se volvió cada vez más confuso, luego cada vez más divertido.
—A ver, buen hombre, seguro que usté también estará cansao, ¿no? —había preguntado Rieke colocando suavemente su mano en una de las varas de la carretilla, junto a la mano con manchas de la edad y desgastada por el trabajo—. ¿Pa qué quie usté trotar a casa con esa carretilla? ¿No es más cómodo hacerlo solo?
—¡No me la devolverías, granuja descará! —se quejó el viejo.
—¿Onde vive usté? ¿En Müllerstrasse? ¡Una zona muy buena! Yo vivo en Wiesenstrasse. ¿Conoces esa calle, abuelo?
—¡Ya me olía yo que eres de Wedding, peazo de granuja! —exclamó el viejo, radiante.
—Ya lo ves —dijo Rieke riendo—, así que ya sabes cómo me llamo. ¡Me llamo granuja! ¿Y tú, abuelo?
—Kürass. Müllerstrasse. Número 87. ¡No lo olvides!
—¿Kurass? —Rieke pronunció mal el nombre—. Kierass, yo creía que así solo se llamaban los perros. Bueno, abuelo, no lo olvidaré, Müllerstrasse 87, Kierass. ¡Ya pues largarte, abuelo! Que duermas bien con esa tos que ties…
—¡Qué granuja tan descará! —volvió a decir el viejo antes de largarse muy obediente, sin preguntar siquiera a Rieke por su verdadero nombre. Granuja de Wiesenstrasse le parecía suficiente garantía para su carretilla.
A continuación, Karl y Rieke cargaron juntos las cestas y a Tilda, que estaba casi dormida; la acomodaron en medio, de forma que no pudiera caerse, y luego se marcharon. Karl entre las varas de la carretilla, Rieke tan pronto detrás empujando como a su lado para mostrarle el camino. Ella se había recogido las faldas demasiado largas atándolas con una cuerda alrededor de las caderas. Las farolas de gas temblaban con el viento racheado; los oscuros edificios los contemplaban desde lo alto mudos, cerrados. De vez en cuando, un chaparrón repentino azotaba el rostro de los chicos. ¡Cuando en su hogar provinciano Karl se imaginaba su entrada en la gran ciudad imperial de Berlín, nunca era así! Jamás se le ocurrió pensar que cruzaría calles oscuras delante de una carretilla, cargado con cestas, con una genuina berlinesa jacarandosa como única amiga y conocida, y un lugar para pasar la noche que debía compartir con un panadero como única perspectiva.
—¡Un tipo muy legal! No bebe, trabaja, solo flojea con las chicas, ahí pierde la chaveta con facilidá. —Con estas palabras caracterizó Rieke a su compañero nocturno.
Esa mañana, todavía en casa, entre las paredes tan familiares, junto a los muebles que le habían hecho compañía durante toda su vida —ay, ¿no sentía todavía en los labios el fresco beso de Ria?—, y ahora tan lejos, lejos para siempre, y sus labios paladeando el insípido sabor de la lluvia, que no sabía a lluvia, como allá, sino a humo, a hollín…
—¿Cómo se llama esta calle? —preguntó a Rieke, alzando los ojos casi medrosos hacia los edificios oscuros.
—Ackerstrasse. Cuando la hayamos subío, ya no estaremos lejos.
—¿Ackerstrasse? La calle del Sembrado. ¿Y dónde está aquí el sembrado? —La verdad era que Karl ya experimentaba nostalgia de un sembrado de verdad barrido por el viento otoñal.
—¿Sembrao? Ah, ya, ¿quies decir un campo donde siembran patatas? Aquí no hay d’eso. A lo mejor antes sí. Nosotros también vivimos en Wiesenstrasse, la calle de la Praera, pero no hay ni rastro de praera, aunque en cambio tenemos palmera.
—¿Palmera? ¿Y eso qué es? ¿Un jardín botánico?
—¡Pero hombre! ¿No sabes lo que es La Palmera[1]? Es un albergue, lo tenemos justo enfrente. Onde duermen los pobres y los vagabundos cuando no encuentran cobijo. Eso sí que tenemos, pero praera, no. Y sembrao, tampoco. Bueno, qué más da —dijo con tono consolador—. Mientras nos sobren patatas no necesitamos sembraos.
Continuaron empujando en silencio. En muchas ventanas se veía luz, la luz rojiza del gas, la amarilla mortecina del petróleo, en ocasiones también una luz eléctrica de blancura radiante; detrás de las ventanas se entreveían siluetas, por la calle se deslizaban sombras presurosas, de la taberna de la esquina salían gritos y cantos disonantes. Un guardia con un casco puntiagudo y un largo mostacho gris se acercó a la carretilla y examinó en silencio el pequeño vehículo. Siebrecht le dio instintivamente las buenas noches, y el guardia, dándose la vuelta sin decir palabra, continuó su camino. Nadie conocía a Karl Siebrecht, nadie tomaba nota de él, todos tenían su puesto de trabajo, su hogar, algún pariente, hasta la pequeña Rieke. Solo él iba empujando solitario; sin Rieke, también habría tenido que recurrir a La Palmera, la patria de los sin patria. Una sensación de congoja le provocó ahogo; nunca antes —ni siquiera cuando, junto al lecho de su padre, había comprendido que estaba muerto, que ya no respiraba— se había sentido tan solo y abandonado. Para colmo, Karl recordó aquella maldita canción sentimental:
—Estoy solo —se vio obligado a tararear—, como la piedra en el camino…
Sintió las piedras: cientos, miles, bajo sus pies, alzándose a su lado formando muros que impedían ver el cielo, piedras, solo piedras, ni un ser vivo… Y él solo ahí en medio, un ser viviente que respiraba, con sangre en las venas, corazón, sentimientos…, y sin embargo una piedra más entre las piedras, abandonado, sin valor. Nadie sabía de él, como nadie sabía de las piedras que acababan de pisar sus pies.
—¡Por ahí, a la izquierda, doblando la esquina! —le ordenó Rieke Busch—. Entra en Hussiten. ¿Qué te pasa, Karl? ¡Estás tiritando! Llegaremos a casa en menos de cinco minutos, entonces te prepararé algo caliente.
—Rieke, es que todo esto es demasiado, todos estos edificios, y todo de piedra, y nadie sabe nada de nosotros… —dijo el chico.
—Pues eso es lo que ties que hacer, que sepan pronto de ti. Esa es tu misión. Y lo de tantos edificios, que no te impresione; tanto si son de cinco pisos como ese o vuestras pequeñas casitas, en toas partes cuecen habas, y si te mantienes firme estarás en pie tanto aquí como allá. Ya estamos en Wiesenstrasse. No huele a flores precisamente, pero mira qué curioso, cuando llego aquí me siento siempre como en casa. El olor me resulta francamente simpático. ¡Alto, Karl! Quédate aquí con la carretilla, yo subiré a llamar a padre, el hombre al menos nos echará una mano con las cestas. Y no te dejes engañar ni burlar, que aquí tos roban como cuervos, en concreto los vagabundos. Pásame a Tilda, pa que la suba, la nena tie que acostarse. ¡Está empapá por la lluvia! Vamos, Tilda mía, hay que irse a la cama.
Y dicho esto la grotesca figurita desapareció tras un oscuro portón, y Karl se quedó solo en la calle. Se sentó en la carretilla, tenía frío. Con las manos hundidas en los bolsillos, se imaginó lo bueno que sería meterse por fin cómodamente en la cama después de un día tan largo. Por cierto, ¿qué aspecto tendría su cama? ¿Cómo sería el panadero que perdía la cabeza con tanta facilidad por las chicas? Esa niña Rieke parecía saberlo todo de la vida, como si fuese una vieja. Pero que despachase pronto sus asuntos y regresase deprisa… Ahora Karl sentía un frío tremendo. Una figura se había apartado de la sombra del edificio y llevaba ya un rato parada delante de él. Entonces el mozo, joven y de una palidez fantasmal, dijo:
—¿Qué hay?
—¿Perdón? —replicó Karl, que no sabía qué respuesta se esperaba de él.
—¿Es afanao? —preguntó, avanzando un paso y colocando una mano encima de la cesta.
—¡Eh, las manos fuera! —exclamó con dureza Karl. Y cuando la mano se retiró en el acto, preguntó con más suavidad—: ¿Qué significa afanao?
—¿Es que no lo sabes? ¡Pero hombre! ¿Si te digo lo que es afanar, me das un pito?
—¡No! —declaró decidido Karl—. ¿Qué es un pito?
—¡Qué verde estás! —El mozo exhibió una sonrisa sarcástica—. ¡Verdísimo, y eso que estamos en noviembre! Seguro que acabas de llegar del pueblo, ¿a que sí?
—Sí, así es. No llevo ni una hora en Berlín.
—Oye, tío —dijo el pillo casi febril, acercándose mucho a Karl y susurrándole ante la cara—: no seas panoli, y vuélvete por onde has venío. Aquí no hay más que gazuza y frío. ¡Este invierno va a ser de aúpa, te lo digo yo!
—¿No hay trabajo? —preguntó Karl.
—¿Que si hay faena? La semana pasá he ganao menos que mugre tengo bajo la uña del pulgar. Ya pues desgastar las suelas buscando… No hay na. Vamos, hombre —dijo el mozo acercándose todavía más—, sé bueno y dame algo, que no tengo siquiera pa ir a dormir a La Palmera. ¿Sabes qué es La Palmera?
—Sí, ya me lo han dicho.
—La noche pasá dormí en un arenero del Tiergarten. ¡Hacía un frío que pelaba! Me queé agarrotao en la arena mojada, más retorcío que un mono. ¡Solo una perra, anda, pa volver a dormir caliente!
El mozo, apenas dos o tres años mayor que él, había hablado con tanta pasión e insistencia que el joven no vaciló. Pensó de pasada con cuánta pena había recordado un rato antes su lecho nocturno, y este de aquí había dormido en un arenero… Sacó el monedero del bolsillo.
—Vale, te daré algo —anunció Karl.
Y en ese mismo instante recibió tal puñetazo en la barriga que se quedó sin aliento y no pudo hacer otra cosa que doblarse. Entonces le arrancaron el monedero de la mano.
—¡Trae p’acá! —exclamó el mozo con aire triunfal. Y con la misma rapidez añadió con tono lastimero—: ¡Soltadme! ¡Solo era una broma! Le devolveré la pasta, solo era una broma. ¡Rieke, Ernst…!
Karl volvió a incorporarse gimiendo. Sí, ahí estaban la pequeña Rieke Busch y a su lado un tipo joven, pálido, con un enorme tupé negro como un cuervo. Ellos sujetaban al mozo que se quejaba:
—¡De veras, Rieke, solo era una broma! ¿Cómo iba yo a limpiar a un conocío tuyo? Deja que me vaya, por favor. Rieke, Ernst, no le vayáis con el cuento a mi viejo. Me molerá a palos.
—¡Eso es lo que tie que hacer! —replicó Rieke, furiosa—. ¡Zurrarte la badana hasta hartarse! Peazo de vago… ¡Sin dar un palo al agua durante el día y atracando a la gente por la noche! ¡Tu lugar está en la comisaría de Alexanderplatz, en la trena, no con trabajadores como nosotros!
—Rieke, querida Rieke… —insistió el joven.
—¡Cierra el pico! Y tú, Karl, cuenta el dinero. ¿Falta algo? Y dicho sea de paso, eres un tarugo, Karl, después de to lo que te dije, le enseñas de noche tu dinero a este grandullón. No se te pue dejar solo ni un minuto, menúo pánfilo estás hecho. Tilda es más avispá que tú.
—Solo me pidió una perra para La Palmera —intentó justificarse Karl, muy avergonzado—. Me contó que había tenido que dormir en un arenero del Tiergarten…
Los dos, Rieke y el del tupé, estallaron en carcajadas; hasta el ladrón atrapado esbozó una leve sonrisa.
—¿Y te lo tragaste? —inquirió Rieke—. Está visto que a ti se te pue contar cualquier cosa. No te durará mucho la pasta si te crees to lo que diga la gente. Bien empiezas, Karl. ¿Sabes quién es este? El pimpollo de Krull, el maestro zapatero de Pankstrasse. Está haciendo su último año de aprendizaje con su padre, tiene cama, mejor que la tuya y la mía, ¡de arenero na! Solo que es más vago que la chaqueta de un guardia y no quie trabajar por na del mundo. Su padre ya lo ha molío a palos, pero no hay manera. Creo que a ti solo te domaría la trena, ¿eh?
—Deja que me vaya, Rieke, solo por esta vez. Te aseguro que no volveré a… —suplicaba el mozo.
—Pues claro que volverás. Pero lárgate, anda, a Dios gracias no eres mi hijo. ¡Yo te enderezaría, te lo aseguro!
Y la jovencita, echando chispas, dirigió una mirada tan peligrosa al larguirucho que este dio un paso atrás con una sonrisa turbada. Un instante después aprovechó la ocasión y se sumergió de inmediato en la oscuridad. Los tres lo siguieron un instante con la vista en silencio.
—¡Menuda pieza, el tal Fritz Krull! —reconoció Rieke—. ¡Tanta paz lleve como aquí deja! Ya le echarán el guante sin intervención nuestra. Bueno, Karl, este es Ernst, del que ya te he hablao, Ernst Bremer. Es panaero, un buen chico, te repito, solo que muy ligero de cascos. Va detrás de toas las chicas.
El panadero Ernst Bremer, que tenía una piel tan blanca como si se la hubieran espolvoreado con harina, rio muy halagado:
—No te lo creas, Karl —dijo estrechando la mano del muchacho—. Que la cosa no es pa tanto. ¿Acaso te he puesto a ti ojitos dulces alguna vez, Rieke?
—¡Lo que faltaba! —respondió la chica con tono airado—. ¡Que no se te pase por las mientes! Porque sería el último día que lucirías tu jeta intasta. Y ahora agarra la cesta, Karl. Yo había pensao que Ernst subiese las cestas, pero no voy a dejarte solo en la calle otra vez. Primero ties que conocer mejor Berlín. Este aprendizaje ha sío pa ti como una bofetá.
—Nosotros dos subiremos las cestas mientras tú vigilas —propuso Karl, de nuevo muy abochornado.
—Pues hala, si es lo que queréis, adelante. No voy a pelearme por eso.
Cruzaron dos, tres patios oscuros, a cada cual más angosto, maloliente y desolador que el anterior. Karl sentía escalofríos. Luego subieron por una estrecha escalera con el aire tan viciado que parecía inconcebible que la azulada y descubierta llama de gas en forma de lengua pudiera arder en ese ambiente. Puertas y más puertas, pasillos y más pasillos, estruendo, voces, golpes, chacoloteo de cazuelas. Mujeres silenciosas y —a juicio de Karl— de mirada hostil, que dejaban pasar a su lado la cesta. Y subir cada vez más arriba. Con el aire empeorando a cada paso.
—¿Te paíce que tomemos aliento? —preguntó el panadero—. Tú no estás acostumbrao a esto.
—No, déjalo, puedo seguir. ¿El aire aquí siempre está tan enrarecido?
—¿Te refieres al tufo? Pues sí, aquí siempre apesta, pero en invierno este tufo calienta. Ayuda a ahorrar carbón.
Karl Siebrecht volvió a estremecerse de asco.
—Ya estamos —dijo Ernst, y empujando con el hombro abrió una puerta entornada—. Nos limitaremos a dejar la cesta, para que Rieke no se quede sola mucho rato.
Karl apenas acertó a echar una ojeada fugaz a una cocina débilmente iluminada por una lámpara de petróleo. Gracias a Dios estaba limpia, y tampoco olía tan mal como fuera. De una habitación brotó un gruñido irritado.
—Es el viejo —explicó el panadero mientras bajaban por la escalera—. No es na complaciente; Rieke le ha cantao las cuarenta, pero no ha conseguío sacarlo de la cama.
Los chicos tuvieron que subir tres veces más las escaleras con las cestas, porque Rieke había ordenado que transportasen a su casa el equipaje de Karl.
—Solo te llevarás lo que necesites, pues venir a recogerlo tos los días. A ti hay que vigilarte. No es que desconfíe de tu patrona, la Bromme es buena gente, pero contigo nunca se sabe…
La última vez el panadero se quedó arriba, vigilando.
—¡Ernst, no dejes que el viejo meta mano! Vaciaré las cestas yo sola. Y volveremos enseguía, solo tenemos que entregar la carretilla, no hay mucho trecho hasta Müllerstrasse. Y la carretilla está vacía.