Capítulo 5

De viaje

Lo cierto es que no llegaron al transbordo de Prenzlau, lo que nadie lamentó más que el revisor Franz, que se había vuelto muy amable. Pero ¿qué se puede hacer con un freno de emergencia estropeado?

Si bien tuvieron que pasar tres horas en la estación de Prenzlau y Tilda no les facilitó precisamente la vida con su eterno lloriqueo, a Karl Siebrecht la espera se le hizo corta. Y en lo tocante a Rieke Busch, para esa chica no parecía haber minutos vacíos, pues era tan vivaracha que cualquier cosa atraía su interés. Sus ojos claros no paraban de corretear veloces de un lado a otro, enseguida pegaba la hebra con cualquiera. En su pequeña ciudad natal, Karl solo se habría dejado ver a disgusto con una cría de atavío tan grotesco y tan deslenguada. En la gran Prenzlau, sentados en la sala de espera codo con codo, como si fuera de la familia, la ayudó a tranquilizar a Tilda y escuchó su charla con atención infatigable. Pero Rieke Busch, además de hablar, también sabía preguntar, y costaba resistirse a su incisiva curiosidad. Siebrecht, que en modo alguno deseaba resistirse, le contó de buen grado a esa cría de casi catorce años —acababa de enterarse de su edad— su pasado y sus grandes planes de futuro. Nadie le parecía más idóneo para dar consejos que esa chiquilla salerosa, sensata y hábil. Rieke ya había conseguido aquello a lo que él aspiraba por encima de todo: ganarse el sustento. Y no solo se ganaba su propio sustento sino también el de su hermana Tilda, y encima alimentaba a menudo a un padre holgazán. Pero si las esperanzas de Karl para el futuro eran aún muy vagas, ella tenía planes muy concretos, y era la persona indicada para llevarlos a cabo.

—Solo necesito crecer —decía Rieke Busch—. Veinte centímetros más y podré apañármelas con la tina y la tabla de lavar sin tener que colocar debajo un cajón, y entonces aceptaré trabajos de lavandera. Y ganaré más dinero, porque ahora sirvo durante media jorná, ¡a la porra la escuela!, pero eso no va muy bien. Sin embargo lavar sí que sé, tos los días un tálero, y luego los bocadillos, con eso tendré p’artarnos los tres. ¡Y encima ahorraré! ¿Que pa qué? Pa una máquina de coser, y luego me dedicaré a la costura, con eso se gana un dineral. ¿Trabajo? ¿Trabajo hay pa dar y tomar, pronto lo comprobarás tú mismo, solo que no ties que andarte con remilgos, no se pue escoger. Y tus manos delicás…, bueno, eso ya lo sabes, no seguirán tan finas mucho tiempo.

—Me gustaría algo relacionado con los coches —apuntó Karl Siebrecht.

—¿Lo ves? —replicó ella con los ojos brillantes de sorna—. ¡Así me gusta! ¡Amos…, que ya estás queriendo escoger el curro! ¡Primero acepta lo que te den, aunque sea empujar cochecitos de niño, el coche ya llegará! Y amás, lo del coche… Ahí son tos cerrajeros y mecánicos, ¿t’as creío que vas a saber sin más lo que ellos han aprendío en cuatro años como aprendices? Pa seguir así no ties ni que empezar, pa’iso vuélvete ahora mismo junto a tu Minna.

¡Demonios, esa pequeñaja realista no tenía pelos en la lengua! En lo más hondo de su ser, Karl soñaba con un hombre noble, fabulosamente rico, al que ayudaba de algún modo —¡a veces incluso le salvaba la vida!—, y ese noble solitario, reconociendo en el acto las extraordinarias aptitudes del joven Siebrecht, lo promocionaba hasta que en un plazo muy breve se convertía en su sucesor y heredero. Ese era el sueño que le asaltaba a veces. Pero Rieke Busch nunca había soñado, o si lo había hecho había sido con la tina y la máquina de coser. Ella tenía un olfato extraordinariamente sutil para detectar expectativas exageradas.

—¡Si t’as creío que alguien te va a regalar algo —dijo ella, y eso que Karl no había contado ni media palabra de su sueño—, es que eres bobo! Nadie te regalará na; lo que no tomes, no lo tendrás. Y lo que hayas tomao, agárralo fuerte o volverás a perderlo. Menúo montón de dinero ties ahí, nunca había visto tanto junto, pero si no lo sujetas, lo perderás antes de decir ni pío. Y otra cosa… Ya pues hacerte obrero con rapidez y tener pinta de obrero. No t’imaginas lo que se van a reír de ti con tu cuello alto y ese tupé tan fino que llevas. Anda, abre tu cesta, voy a ver si ties ropa como es debío que pueas ponerte en el curro. Si no, mañana venderemos tus baratijas por tres gordas y te comprarás algo más apropiao. ¡Puños postizos… anda, coño! Pero el pantalón de pana está bien. ¿Cómo? ¿Que te está largo? Entonces te coseré el dobladillo, ya verás qué pinta tendrás cuando trabajes como es debío. Hablaré con mi padre, igual se le ocurre acudir a la obra y a lo mejor necesitan un peón.

Pues sí, aún no habían subido al tren de Berlín y ya habían convenido —sin consultar a Karl, dicho sea de paso— que Rieke, además de a su hermana y a su padre, tomaría bajo sus alas protectoras a ese joven. Ella también conocía un lugar donde pasar la noche («de una habitación ni hablar, quítatelo de la cabeza. ¿Qué te figuras que vas a ganar al principio?»), ¡y Karl llevaría su dinero a la caja de ahorros mañana mismo! Siebrecht se mostró completamente de acuerdo con todas esas disposiciones sobre su persona, no porque estuviera preparado para someterse a un nuevo jefe por pereza o cobardía, sino porque tenía la sensación de que en las primeras semanas de su estancia en Berlín le vendría muy bien que lo dirigieran. Ya se gobernaría a sí mismo más adelante. Y además, la tal Rieke Busch le gustaba mucho, porque no mandaba por afán de dominio, sino por un sano sentido común. Ella era una experta y él no tenía ni idea.

El tren de Berlín iba lleno hasta los topes. Tuvieron que apilar sus cestas, pero encontraron asientos gracias al ingenio de Rieke, y no habían transcurrido ni tres minutos cuando esta divertía a todo el vagón con la descripción de su viaje en el tren de vía estrecha. Karl Siebrecht olvidó a su padre muerto y se le saltaron las lágrimas de la risa cuando Rieke Busch, con sus ropas de mujer, imitaba al revisor larguirucho. Con un trozo de cable imaginario entre la punta de sus dedos, decía una y otra vez:

—¡Lo han arrancado, eso salta a la vista! ¡No se ha roto, qué va!

Apenas terminó su representación, Rieke Busch, para sorpresa de Karl, se enfrascó en una explicación muy franca sobre su vida pasada y futura. Por lo visto, no guardaba secretos. Como en el vagón figuraban numerosos berlineses, pronto se entabló un coloquio de lo más animado. Siebrecht fue objeto de muchas e inquisitivas miradas de soslayo; tuvo que informar de sus conocimientos escolares, de sus habilidades en aritmética, de su hermosa letra, incluso tuvo que quitarse la chaqueta y tensar los bíceps. Llevó a cabo todo ello de buen grado y risueño. Los pasajeros del vagón eran gente humilde, pero se rompían la cabeza intentando encontrar algo para él; deseaban ayudarlo de todo corazón.

Por desgracia, pronto se puso de manifiesto que los oficios de que tenían conocimiento los compañeros de viaje requerían más fuerza de la que le atribuían a Siebrecht.

—He pensao —dijo un honrado hombre con mostacho— que quizá podrías venir a trabajar al establo con nosotros, chico. Yo estoy en los autobuses municipales, ¿entiendes? Con una chistera en lo alto del pescante, ¿entiendes? Y nuestro encargao del forraje siempre necesita otro ayudante. Limpiando y echando pienso te las arreglarías, pero cargar con tos los sacos del suelo, ca uno de quintal y medio, con eso no pues, te derrengarías.

—Yo ya he cargado un quintal y medio —informó Karl.

—¡Sí, una vez! Pero una vez no es na, tú ya me entiendes. Y cuando tengas que echarte a la espalda veinte sacos seguíos, t’ablandarás. Porque ¿qué es lo que eres? ¡Un blando! Tu cuerpo no está hecho de carne de obrero, sino de floja carne de ternera, ¿entiendes? To fibra, así es.

—¡Ya criará otras carnes! —gritó Rieke Busch—. ¡No es flojo!

—Nooo, seguro que no, pero pa nosotros no es. Nuestro encargao del forraje no es bueno, enseguía sacude.

—Puede que yo tenga algo para usted —afirmó un hombre joven, alto y pálido, con abundantes granos en la cara—. Si es usted trabajador, puede ganar un buen dinero conmigo.

—¿Con usté? —respondió deprisa Rieke antes de que Karl tuviera tiempo de abrir la boca. Karl conocía ya el tono arrastrado y agudo de su voz, que salía a relucir en cuanto la tempestad se cernía en su interior—. ¿Que pue ganar buen dinero con usté? —Examinó al joven—. Pa empezar, ¿con qué se gana usté el pan?

—Ostento la representación general para Berlín y la Marca de Brandeburgo del quemador económico Pfiffikus —contestó el joven complacido—. Ahorra hasta un sesenta por ciento del consumo de petróleo.

—Bah, ya conozco esa birria —replicó deprisa Rieke—. Cuando pones un chisme de esos encima de la lámpara, oscurece tanto como con luna nueva, o humea como si nevase hollín. ¡Es una mierda, oiga!

—Permítame —protestó el joven—. Acabo de llegar de Prenzlau y alrededores, donde he vendido sesenta y tres unidades del Pfiffikus.

—¡Eso habría que verlo! A lo mejor en Prenzlau hay tanta claridá que les apetece estar medio a oscuras. ¿Y cuánto gana usté por pieza?

—¡Veinte céntimos!

—¡Una cantidá respetable!

—No está mal.

—Doce marcos con sesenta, eso es lo que gana uno de nosotros en toa la semana.

—Sí, pero hay que descontar el viaje en tren.

—¿Y qué? ¡El tren no es caro!

Así iba y venía por el compartimento.

—Me pregunto una cosa —volvió a decir Rieke Busch—. Cuando usté busca clientela, querrá causar buena impresión, ¿verdá?

—¡Por supuesto!

—Entonces me pregunto por qué lleva un traje tan viejo. ¡Tie usté un agujero de tomo y lomo en la chaqueta! ¿Se lo habrá hecho con el Pfiffikus? ¡Porque con doce marcos al día tie que tener más ropa que un marqués!

—Pero, señora mía —dijo el joven, y ante semejante descaro sacó a relucir el más cerrado berlinés—, con este tiempo usté tampoco va lo que se ice acicalá. ¿S’a creío usté que voy a dejar que se me moje la ropa?

—¡En eso lleva razón! —exclamó Rieke Busch—. Y como el tiempo es tan húmedo, se ha puesto zapatos con agujeros pal agua, pa que se le mojen deprisa los pies, ¿eh?

—No tengo nada que hablar con usted —replicó el joven de nuevo muy fino—. Estoy hablando con el caballero. Yo lo adiestraría a usted —añadió con voz persuasiva—. Es muy fácil, el artículo se vende solo. En cualquier caso, quiero emplear a varios representantes. Le dejo el Pfiffikus a noventa céntimos si compra cincuenta piezas; el precio de venta es un marco. ¡No entraña el menor riesgo!

—¡No, no, muchas gracias!

—¡Y a usté le cuesta ochenta! —volvió a gritar Rieke—. Es un negocio sin riesgo, claro que sí…, ¡pero pa usté! Nooo, Karl, olvídalo. Nunca escuches a un tipo así. Si te viene uno y te cuenta que pues ganar doce marcos al día, y sin trabajar, y tie pinta de que su estómago lleva siete semanas sin ver ni de lejos un bocadillo, limítate a decirle: lárgate, que te conozco, bacalao.

—Oiga, señora mía, permítame, puedo demostrarle que…

—Lo que no pue demostrarme es que el agujero de su chaqueta no es un agujero y que sus zapatos no se calan. ¡Y vale ya! Nooo, Karl, primero hablaremos con padre. Cuando padre tie el día claro, también hay claridá. Solo que me huelo que volverá a estar trompa.