Capítulo 4

Viaje en el ferrocarril de vía estrecha

El último saludo de Minna se había desvanecido; Karl Siebrecht se sentó en un rincón del espacioso vagón y se enjugó las lágrimas. Sí, había acabado llorando, igual que la vieja Minna, en la despedida. La separación de la pequeña ciudad no le había resultado tan fácil como se había figurado.

Se levantó y atisbó por la ventanilla, pero el bosque ocultaba ya la vista de la pequeña ciudad con su puntiagudo campanario rojo. Ahora salía de verdad al mundo; había dejado atrás todo lo que había constituido su existencia hasta entonces. Tuvo que volver a buscar su pañuelo, pero tardó en encontrarlo, pues antes dio con un paquetito que Minna le había entregado en el tren en el último momento. Tras desatar la cinta de tela roja que lo rodeaba halló, en una cajita, el grueso reloj de plata de su padre y, debajo, cubiertas por una capa de algodón, diez grandes monedas de oro.

¡Doscientos marcos! Los miró con incredulidad, pero allí estaban, en el fondo de la caja; un gesto muy propio de Minna haberle entregado sus ahorros de manera que no pudiera negarse a aceptarlos ni darle las gracias. ¡Cuánto tiempo tenía que haber ahorrado la anciana criada para reunir esos doscientos marcos! Porque ganaba poco, y en los últimos años su padre ni siquiera había podido pagarle su pequeño salario. En cuanto esté en Berlín le devolveré el dinero, pensó el chico. Pero con eso solo la ofendería, se le ocurrió al momento. Le enviaré esa suma tan pronto como tenga trabajo fijo y haya ahorrado un poco; eso la alegrará más. Depositó el dinero de nuevo en la cajita con sumo cuidado. ¡En total poseía ahora doscientos sesenta marcos, llegaba a Berlín convertido en un hombre rico! Se guardó con cuidado en el bolsillo del chaleco el reloj de su padre, lo pondría en hora cuando llegase a la próxima estación. ¡Por primera vez en su vida poseía un reloj!

La campanilla comenzó a sonar con fuerza y Karl volvió a sacar apresuradamente el reloj del bolsillo. Estaban atravesando el cruce que había antes de entrar en el pueblo de Priestitz, donde se detendrían y él podría poner su reloj en hora. Tan enfrascado estaba en sus pensamientos que una voz aguda le regañó, recordándole que tenía otras obligaciones.

—¡Eh, tú, larguirucho! —resonó la voz que surgía de debajo de un sombrero con forma de capucha—. ¿No ties ojos en la cara o qué? ¿No ves que me voy a herniar con esta cesta? ¡Deja de mirar y echa una mano!

Karl agarró rápidamente la pesada cesta de viaje para meterla en el vagón.

—Discúlpeme —contestó deprisa—. Creía que…

—¡No ties que creer más que en Dios y en los santos mandamientos! ¡Déjate de rollos y agarra esto, arriba! ¿Lo ves? Ya está to. Ahora solo falta que subas a Tilda —dijo, y, dirigiéndose a la niña que sollozaba, añadió—: ¡No llores, Tilda, que este hombre no v’acerte na! Aparte de que no es un hombre, sino un atontao, y está atontao porque nunca ha salido de su pueblucho de mala muerte. Y ahora vuelve a darme la mano, mozalbete. ¡Arriba! ¡Malditas ropas!

Cuando Karl Siebrecht subió al vagón a la enérgica dama —ella se había remangado las faldas sin ceremonia, sujetándolas entre las rodillas—, vio por primera vez su rostro. Por la voz suponía que debía de tratarse de una mujer joven, acaso muy joven. Pero en ese momento comprobó asombrado que era una cría, una niña de trece o catorce años, conjeturó, vestida con las ropas demasiado grandes de una mujer mayor pero con el rostro un tanto descarado y alegre de una musaraña. Muy rubia, con una nariz larga y delgada, ojos claros y despiertos, y boca de labios muy finos y vivaces.

—¿Y tú qué miras? —preguntó la niña—. Ah, ya, te creías que era tu abuela. Pues t’as colao. Apuesto a que no adivinas mi edá. A ver, ¿cuántos años tengo? —Y deprisa, sin aguardar respuesta, añadió—: ¿Por qué seguiremos paraos aún en este poblacho? ¡Ojalá nos vayamos pronto! Si no hubía sío por mí y por Tilda, no hubía tenío ni que parar. Más vale que se dé prisa o llegaremos tarde al transbordo en Prenzlau.

—Primero tienen que cargar las cántaras de leche —explicó Karl—. Esas también van a Berlín.

—¡Acabáramos! Conoces este pueblo. ¿Eres de aquí? Pues no t’e visto nunca. Ya llevo tres días aquí, conozco a to Cristo de est’aldea.

—No, yo vengo de una estación más lejana. Pero conozco esto, mi padre construyó esta estación. ¿A quién ha visitado… has visitado aquí?

—¿Estación? ¿Llamáis estación a esto? Pues yo lo llamo blusa de verano, aireá p’alante y p’atrás. ¡Menuda filfa hizo tu padre!

Karl Siebrecht repuso sin darse cuenta:

—Mi padre falleció el lunes.

—¡Vaya por Dios, lo siento de veras! Por eso vas tan de negro, yo pensé que estabas d’aprendiz con algún pastor. En fin, tos tenemos que diñarla algún día, no hay na qu’acer. A nosotros se nos murió la madre. Desde entonces yo hago de ama de cría de esta mocosa. ¡Como vuelvas a tirar el chupete, te sacudo, Tilda! ¿T’as fijao cómo obedece? El respeto es obligao, esta me obedece como si yo fuera su madre en lugar de su hermana. ¿Vive tu madre?

—No, murió hace mucho tiempo.

—¿Así que eres huérfano del to? Pues eso pue estar muy bien, ¿me entiendes? Nosotras aún tenemos padre, pero a veces pienso que nos iría mejor sin él. Es albañil, pero casi nunca da un palo al agua. Y eso que es buen paleta; en fin, pa ser justa, es de buena pasta, solo que el hombre no quie ver el agua ni en pintura… En fin, tos tenemos nuestros defectos…

El tren, campanilleando con fuerza, corría de nuevo por los campos. La enérgica jovencita se había sentado encima de su cesta, y, tras sacar una manzana del bolsillo de sus enaguas, la mordisqueaba con ahínco. Pero no se olvidaba de su hermana, que también podía morder mientras los ojos vivaces de la mayor tan pronto se dirigían hacia el exterior por la ventana como al muchacho. Ahora volvía a escudriñar su equipaje. Karl tenía la impresión de que no perdía detalle: él nunca había visto a una chica tan espabilada y vivaracha. ¡Ni tan parlanchina!

—Las manzanas son buenas —dijo ella—. ¿Quies una? ¡Tengo media cesta llena! ¿No? Vale, no insisto, el que tie hambre no s’ace de rogar. Te preguntarás qué es lo que he hecho en tu pueblucho… T’abrás dao cuenta de que no soy de pueblo. Pues no, a mí me bautizaron con agua del Spree, bueno, habrá sío con agua del Panke, porque más bien vengo de Wedding, de Pankstrasse. ¿Sabes onde está eso?

—Claro, ya me había dado cuenta de que eres de Berlín —Karl rio satisfecho.

No sabía cómo, pero esa jovencita le hacía olvidar la tristeza y el dolor de la despedida. ¡Qué mezcla tan increíble de niña y adulta! Con experiencia de la vida y, sin embargo, ¡infantil!

Ella también rio.

—Ah, ya, lo dices por mi acento. Tos no podemos hablar igual, sería demasiao aburrío. Por cierto, me llamo Friederike Busch.

—Karl Siebrecht —se presentó el chico.

—Mucho gusto, Karl. —Le tendió su mano pequeña, gris y ya encallecida—. Mi primo de Priestitz, la aldea de la que vengo, también se llama Karl. Pero ese es más tonto que mandao hacer de encargo; con ese no pueo hablar ni media palabra, contigo sí que me entiendo bien, Karl.

—Y yo contigo.

—¡Mía tú qué bien! ¿Que por qu’e estao en Priestitz? Pues porque ahí vive la hermana de mi madre, la tía Bertha. En vida de mi madre, y también el año después de su muerte, ella siempre nos mandaba paquetes de la matanza. Pero el último año, ¡na de na! Conque le dije a padre: «Esto no pue ser, como siga así nos vamos a quear toa la vía sin na. Me voy p’allá». Bueno, el viejo rezongó, pero a mí no me importó. Le dejé una nota, cargué con Tilda y me piré.

—¿Y qué le dijiste a tu tía cuando te presentaste en su casa por las buenas? ¿No deberías haber anunciado tu llegada, Friederike?

—Eh, que me llamo Rieke, Friederike es solo pa la autoridá, y cuando me pegan, pero a mí ya no me pega nadie, a mí nadie me levanta la mano. ¡La mujer puso unos ojos como platos, ya te digo, como botones de abrigo! «¿Qué haces aquí?», me suelta ella. «Y encima con la cría esta». «Permíteme, tía Bertha», le digo a la buena mujer, «la cría esta es tu sobrina carnal y tie tu misma cara, y aparte solo quiero hacer una pequeña pregunta: ¿es que a tus cerdos les ha entrao la tos ferina?». Menúo ataque de risa le dio, pero después se portó, las cosas como son. Reparó lo del año pasao y más toavía. Y me ha dicho que vuelva el año que viene, que enviarlo es una lata. Es que no se le da bien la pluma, ¿entiendes? ¡Escribir direcciones y tal! Este vestido también es suyo. Buena lana, ya no cabía en la cesta, pero ¿dejarlo allí? ¡Nanay! Me lo puse encima de mis ropas, ¿t’as dao cuenta?

Pero antes de que Karl pudiera responder, la locomotora empezó a tocar la campanilla como loca, los frenos rechinaron, se notó un frenazo tremendo y el tren se detuvo de improviso: ellos se tambalearon en sus asientos, Tilda se cayó del banco gritando.

—¡Esto es el colmo! —vociferó Rieke Busch—. ¡Tirarme a mi niña del asiento! ¡Voy a denunciar a toa la plana mayor!

Karl Siebrecht se había asomado a la ventanilla: el tren, que en realidad era un trenecito, se detuvo en medio de la vía. El revisor, un hombre alto vestido de negro, la recorría muy alterado, irrumpiendo en cada vagón.

—Algo ha pasado —le dijo Siebrecht a Rieke Busch, que intentaba tranquilizar a la niña llorosa.

Esta derramó al instante toda su furia sobre él.

—¿Y qué v’aber pasao aquí? ¡Si aquí nunca pasa na! Aquí solo se dan las buenas noches las gallinas. ¡Es pa troncharse de risa! Y me tiran del banco a la cría… ¡Qué falta de consideración! ¡La niña pue hacerse mucho daño! ¡Oiga, usté, hombrecito! —Se volvió sin más al excitado revisor, que ahora entraba como una tromba en el compartimento para viajeros que llevaban equipaje—. Sí, a usté le digo, hombrecito, ¿qué demonios pasa con su tren de campanilla? Está más claro que el agua que el maquinista ha empinao el codo más de la cuenta. ¡Y m’an tirao del asiento a la cría!

Pero el revisor, sin prestar la menor atención a la enfurecida niña, había empezado a examinar el freno de emergencia pintado de blanco y rojo. Luego, volviéndose hacia ambos, vociferó:

—¡Habéis tirado del freno de emergencia! ¿Quién de los dos ha sido? ¡Eso supone una multa…, una multa de diez táleros! —Empezó a rebuscar por el suelo—. ¡Aquí está el cable! ¡Y aquí, el precinto! Cualquiera puede ver que lo habéis roto. ¡Esto cuesta diez táleros, y si no podéis pagarlos iréis a la trena!

—Disculpe usted —medió Karl—, nosotros no hemos tirado del freno de emergencia. Íbamos conversando tranquilamente…

Pero su compañera no estaba de humor para declaraciones educadas.

—¡Tie usté gracia! —gritó con voz aún más estridente—. ¡Es usté un encargao la mar de gracioso! ¡Primero tira del banco a la cría, y luego me viene con esas! ¿Es que no tie ojos en la cara, eh? ¿No s’a fijao en mi altura? Yo no soy tan grandullona como otros. ¡Ni siquiera alcanzo a su asqueroso freno de emergencia! ¡Sí, míreme to lo que quiera con esos ojillos negros y penetrantes, no llego ni subía a la cesta de viaje!

—Pero el joven… —comenzó a decir el revisor.

—¡Querrá decir el caballero! Este es un caballero mu educao, no como otros, no anda por ahí corriendo y gritándole a la gente que les va a meter en la trena. Ha tenío una muerte en la familia y no está de humor pa frenos de emergencia, ¡y usté va y entra aquí hecho una furia!

—Pero es que se ve claramente que alguien ha arrancado el cable —insistió el revisor.

—¿Eso es lo que ve usté? ¡Pues anda que no ve usté na en un peacito tan chico de cable! ¿Y en qué nota usté que lo han arrancao? ¿No pue haberse roto solo? Yo no lo sé, pero usté sí: el cable nunca se rompe, lo arrancan. ¡A saber lo que estará deteriorao aquí, y no lo digo por usté, hombrecito!

La chica, con sus grotescas ropas de mujer, con su rostro tan blanco y exento de cualquier temor, relampagueaba de ira ante el hombre que habría podido fulminarla de un solo golpe. Pero a él ni se le pasaba por la cabeza, ella lo había confundido de veras. Volvió a hacer pruebas con el cable y el precinto, pero ya no estaba tan convencido.

—Pienso dar parte de esto en la estación de Prenzlau —afirmó con tono todavía amenazador, pero más atenuado—. ¡Os vais a enterar de lo que es bueno, mira que tirar por las buenas del freno de emergencia! —Y salió del vagón a trompicones.

Observaron al revisor, que caminaba a lo largo del tren con el cable y el precinto en la mano. Después, ya junto a la locomotora, deliberó con el maquinista. Ellos creyeron oírlo decir:

—Esto lo ha roto alguien, salta a la vista.

Después el tren reanudó la marcha resollando, y la campanilla sonó agitada.

—¡Tú sí que sabes reñir a la gente! —dijo Karl Siebrecht a Rieke Busch con un punto de admiración—. ¿No tenías miedo de que te sacudiese un bofetón?

—He recibío tantos palos en la vida que ya no me dan na de miedo. Donde vivimos, s’aprende a reñir. Si allí no te defiendes, date por muerto. A ti no te ha hecho falta, de ti s’an preocupao siempre, eso salta a la vista.

—Pues quizá ahora también me haga falta a mí. Porque voy a Berlín, para siempre.

—¿Y qué? Seguro que tendrás algún tío… ¿O es que te cambias a un colegio mejor?

—No, no tengo a nadie allí. Y tendré que ganarme el pan por mí mismo.

—¡Qué cosas dices! Seguro que ya ties un empleo, ¿a que sí? Comerciante o algo parecío, con ese cuello alto almidonao tan finolis que paece que te va a cortar el gaznate.

Karl se llevó sin darse cuenta la mano a su alto foque rígido, que en verdad casi le cortaba el cuello. Minna había exigido que se pusiera ese objeto criminal; ¡tenía que causar buena impresión en Berlín! Sin embargo, antes de que pudiera explicar a Rieke su desamparo, la locomotora repicó agitada por segunda vez. Notaron otra sacudida, si bien menos violenta que la primera —Tilda permaneció en el banco—, y el tren volvió a detenerse.

—¿Qué me dices ahora, eh? —exclamó Rieke, furiosa—. ¡En Berlín estas cosas no pasan! ¡Atiende, dentro de na tendremos aquí de nuevo a ese mono negro!

Y en efecto, la puerta se abrió de golpe, el revisor entró de un salto, se lanzó hacia el freno de emergencia sin dignarse dirigir una mirada fugaz a ninguno de los dos, lo examinó y levantó el mango. Rieke había logrado mantenerse callada hasta entonces, pero ahora dijo en un susurro muy audible:

—La única suerte es que ya no tie ningún cable suelto. Porque sin cable no puen acusarnos de na, Karl. Tie que haber algo roto pa que luego nos metan en la trena.

El revisor dirigió a la que hablaba una mirada iracunda, sacó un alambre del bolsillo y volvió a sujetar con él el freno de emergencia.

—¡Menos mal! —exclamó Rieke, alborozada—. ¡Ahora ya solo falta el precinto! Me pirro por los precintos… La diversión no será completa sin el precinto. —El revisor dio un paso hacia ella, pero después se lo pensó mejor y abandonó atropelladamente el compartimento—. ¿Has visto a ese? —Rieke rio—. Hace un momento han estao a punto de sacudirme una buena. Pero entonces m’abría tronchao de risa. Qué graciosa es la gente que se enfada a la primera de cambio. Me divierte chinchar a la gente así.

—¿Y tú no te enfadas nunca?

—¡Y mucho! ¡Te aseguro que pueo ponerme como una fiera! Cuando me quien tomar el pelo, y cuando el verdulero me quie colar siempre lo podrío, o cuando en medio quintal me entran ochenta briquetas de carbón, aunque a otros les den noventa y cuatro, o cuando padre ha vuelto a faltar al trabajo, o cuando no hay na de dinero en casa…, ¡vaya si me enfado! Entonces me pongo verde de rabia, igual que una cuchara con cardenillo. Pero dejar que se me note, que la gente lo vea, ni hablar. Cuando estoy furiosa, parezco ca vez más refiná, casi tan refiná como el pastor en la iglesia. No, señora mía, digo. ¡Yo no! No es lo que usté piensa, señora. Mi dinero huele como el de cualquiera…, ¿por qué iba a apestar mi pasta?

Así describía Rieke Busch su carácter cuando la locomotora aulló por tercera vez y un frenazo repentino detuvo nuevamente el convoy.

—¡Esto ya va siendo aburrío! —exclamó Rieke. Y con una rápida ojeada al freno de emergencia, añadió—: ¡Ahí lo ties, se ha vuelto a romper el cable! ¡Ahora seguro que nos empapelan!

La muchacha se asomó por la ventanilla y le gritó al revisor:

—¿Y ahora qué ice usté? ¡S’a vuelto a romper el cable!

En esta ocasión el revisor traía consigo al maquinista. Pero no prestó atención a Rieke.

—¡Basta con cerrar el aire, Franz! —precisó el maquinista.

Y se pusieron a soltar el tubo de aire comprimido del vagón. Los dos jóvenes —y muchos otros rostros sonrientes, burlones y furiosos— contemplaban con interés su actuación.

Cuando ambos hombres se disponían a regresar a la locomotora, Rieke Busch gritó:

—¡Eh, Franz, escucha, joé! —El revisor se detuvo sin querer y miró a la chica, iracundo—. Si yo fuera tú —continuó ella con tono sincero—, pediría disculpas. ¿Qué me ices, eh?

En el rostro del revisor vestido de negro, la ira luchaba con la risa. Pero triunfó la risa.

—¡Mal bicho! —exclamó—. Pequeño bichejo berlinés de piquito de oro. ¡Ay, si fueras hija mía!

—Pues si tú fueras mi padre —replicó ella, riendo convencida—, te ibas a enterar de lo que vale un peine…

—¡Anda, dame un besito, que todavía eres una niña! —exclamó el revisor.

Y ella, muy desenvuelta, le dio un beso desde la ventanilla del compartimento.

—Y ahora dale caña, Franz —le urgió ella—. A ver si llegamos a tiempo a Prenzlau. Allí me echarás una mano con la cesta de viaje, ¿hecho? Eso me lo debes, Franz.

El tren ya había reanudado la marcha cuando la joven le dijo a Siebrecht:

—Ese tendría que ser mi marío. ¡Pero debería ser un hombre como es debío, y no estar siempre bufando! Aunque casi toas las mujeres son tontas. No tanto como los hombres, tontas d’otra manera, precisamente con los hombres. ¿Y qué piensas hacer en Berlín, Karl?