El futuro en la cocina
En la salita hablaban cada vez más alto; por lo visto, no se ponían de acuerdo sobre su futuro. El chico escudriñó por la ventana de la cocina; aquella noche de noviembre silbaba el viento. A su espalda, la vieja Minna trajinaba con las cazuelas en el fogón. En ese momento bajó la mecha de la lámpara de petróleo, de forma que la cocina quedó casi sumida en la penumbra.
—Pronto será hora de cenar. ¿Quieres que te prepare unos emparedados? —preguntó.
—No soy capaz de comer…, al menos hasta que se haya decidido mi futuro.
—No creo que haya mucho que decidir. Tendrás que entrar como dependiente en la tienda de tu tío Ernst.
—¡Jamás, Minna! ¡Eso jamás! ¿De veras has pensado que me refugiaría en el tío Ernst para vender jabón verde en su tenducho? ¡Jamás, jamás, jamás!
—¿Qué harás entonces, Karl? Ya sabes que no hay un céntimo. Cuando se haya vendido todo, acaso alcance apenas para pagar las deudas. ¿Qué harás entonces?
—Me marcho, Minna. No me delates, me voy a Berlín.
—Ellos nunca lo permitirán.
—Me iré sin preguntarles.
—Pero ¿qué vas a hacer en Berlín? No has estudiado nada, solo has ido a la escuela, y no estás acostumbrado al trabajo físico.
—Soy fuerte, más fuerte que todos, Minna. ¡Quiero salir de esta estrechez! Aquí odio cada piedra, cada casa, cada cara… ¡Salvo tu vieja cara bondadosa, Minna! Quiero alejarme de todo esto. ¡Destrozó a papá, y no quiero que me suceda lo mismo!
—Karl, tú no sabes lo dura que es una vida en la que uno depende por completo de sí mismo.
Karl exclamó con voz rotunda:
—¡Claro que será duro, Minna! No aspiro a llevar una vida fácil. ¡Quiero llegar lejos, siento que tengo fuerzas para ello!
La vieja criada prosiguió, impertérrita:
—Y luego está la vida en la gran ciudad. Tú, que no eres capaz de permanecer quieto, que pasas fuera cada hora libre, pretendes encerrarte en esos altos edificios de piedra, sin luz, sin sol… Te sentirás muy desgraciado, Karl.
—Aunque lo sea, Minna, sé que habrá merecido la pena. Aquí también sería desgraciado todos los días, ¿y para qué, Minna, para qué? ¿A qué puedo aspirar aquí?
—En todas partes puede uno convertirse en un hombre de provecho, Karl.
—Ese es uno de los dichos del pastor Wedekind. A mí no me sirven de nada. Lo siento aquí, dentro del pecho, Minna; tengo que marcharme de este lugar donde cada rostro, cada árbol me recuerdan a mi padre, donde todos susurran a mi espalda: «Ese es el hijo del maestro albañil Siebrecht, el que quebró».
Ella, colocándole las manos sobre los hombros, replicó:
—¡Entonces márchate, hijo, márchate! Te aseguro que no te retendré si te sientes obligado a hacerlo.
—Sí, me siento obligado a hacerlo, Minna, para llegar a algo, para ser un hombre hecho y derecho. Estos de aquí, el tío Studier, mi tutor, y el gordo Fritz Adam, el amigo de papá, cederán. ¡Yo nunca los molestaré, jamás les pediré nada! Y no regresaré hasta ser alguien, un hombre como es debido. Entonces iré a visitarte, Minna, y te llevaré conmigo a Berlín, quizá en un automóvil…
Minna contempló sus ojos brillantes. De pronto, sin saber cómo, lo rodeó con sus brazos y lo estrechó contra su pecho, apretándolo con fuerza contra su cuerpo.
—¡Ay, niño, niño! —susurraba, alegrándose de que él no pudiera ver unas lágrimas desacostumbradas en sus ojos—. ¡Ay, pequeño niño grande! ¿Ahora quieres escapar volando del nido? ¡Pues ten cuidado, que hay muchos pájaros grandes y malos, y tormentas para las que serán muy débiles tus alas! Pero tienes razón, vuela lejos: es preferible volar que arrastrarse.