CONCLUSIÓN

El libro que se acaba de leer es, entre otras cosas, el ensayo de un método en el dominio tan confuso, tan poco y tan mal estructurado, de la historia de las ideas.

Su apoyo histórico es limitado ya que trata, en definitiva, del desarrollo de la observación médica y de sus métodos durante apenas medio siglo. Se trata, no obstante, de uno de esos períodos que tratan un imborrable umbral cronológico: el momento en el cual el mal, lo contranatura, la muerte, es decir, todo el fondo negro de la enfermedad sale a la luz, o sea todo se ilumina a la vez y se suprime como noche, en el espacio profundo, visible y sólido, cerrado pero accesible, del cuerpo humano. Lo que era fundamentalmente invisible se ofrece de repente a la claridad de la mirada, en un movimiento en apariencia tan simple, tan inmediato que parece la recompensa natural de una experiencia mejor hecha. Se tiene la impresión de que, por primera vez desde hace milenios, los médicos, libres al fin de teorías y de quimeras, han consentido en abordar para él mismo y en la pureza de una mirada, no prevenida, el objeto de su experiencia. Pero es menester volver al análisis: son las formas de visibilidad las que han cambiado; el nuevo espíritu médico del cual Bichat es, sin duda, el primer testigo absolutamente coherente, no debe inscribirse en el orden de las purificaciones psicológicas y epistemológicas; no es otra cosa que una reorganización sintáctica de la enfermedad en la cual los límites de lo visible y de lo invisible siguen un nuevo trazo; el abismo por debajo del mal y que era el mal mismo acaba de surgir a la luz del lenguaje —esta luz que ilumina sin duda un mismo día los 120 Journées, Juliette y los Désastres.

Pero aquí no se trata sino del dominio de la medicina y de la manera en la cual se ha estructurado en algunos años el conocimiento singular del individuo enfermo. Para que la experiencia clínica fuera posible como forma de conocimiento, ha sido menester toda una reorganización del campo hospitalario, una definición nueva del estatuto del enfermo en la sociedad y la instauración de una cierta relación entre la asistencia y la experiencia, el auxilio) el saber; se ha debido envolver al enfermo en un espacio colectivo y homogéneo. Ha sido también menester abrir el lenguaje a todo un dominio nuevo: el de una correlación perpetua y objetivamente fundada de lo visible y de lo enunciable. Un uso abolutamente nuevo del discurso científico se ha definido entonces: costumbre de fidelidad y de obediencia incondicionadas al contenido coloreado de la experiencia —decir lo que se ve; pero también costumbre de fundación y de constitución de la experiencia— dar a ver al decir lo que se ve; por consiguiente, ha sido menester situar el lenguaje médico en este nivel, aparentemente, muy superficial, pero, a decir verdad, muy profundamente arraigado, en el cual la fórmula de descripción es al mismo tiempo gesto de descubrimiento. Y este descubrimiento implicaba a su vez como campo de origen y de manifestación de la verdad, el espacio discursivo del cadáver: el interior revelado. La constitución de la anatomía patológica en la época en que los clínicos definían su método no es del orden de la coincidencia: el equilibrio de la experiencia quería que la mirada posada sobre el individuo y el lenguaje de la destrucción reposen sobre el fondo estable, visible y legible de la muerte.

Esta estructura, en la cual se articulan el espacio, el lenguaje y la muerte —lo que se llama en definitiva el método anatomoclínico constituye la condición histórica de una medicina que se da y que nosotros recibimos como positiva. Positivo, debe considerarse aquí en sentido lato. La enfermedad se desprende de la metafísica del mal con la cual, desde hacía siglos, estaba emparentada; y encuentra en la visibilidad de la muerte la forma plena en la cual su contenido aparece en términos positivos. Pensada con relación a la naturaleza, la enfermedad era el negativo imposible de asignar, cuyas causas, formas y manifestaciones no se ofrecían sino al sesgo y sobre un fondo siempre rechazado; percibida con relación a la muerte, la enfermedad se hace exhaustivamente legible, abierta sin residuo a la disección soberana del lenguaje y de la mirada. Cuando la muerte se ha convertido en el a priori concreto de la experiencia médica, es cuando la enfermedad ha podido desprenderse de la contranatura y tomar cuerpo en el cuerpo vivo de los individuos.

Será sin duda decisivo para nuestra cultura que el primer discurso científico, tenido por ella sobre el individuo, haya debido pasar por este momento de la muerte. Es que el hombre occidental no ha podido constituirse a sus propios ojos como objeto de ciencia, no se ha tomado en el interior de su lenguaje y no se ha dado en él y por él, una existencia discursiva sino en la apertura de su propia supresión: de la experiencia de la sinrazón han nacido todas las psicologías y la posibilidad misma de la psicología; de la integración de la muerte, en el pensamiento médico, ha nacido una medicina que se da como ciencia del individuo. Y de una manera general, la experiencia de la individualidad, en la cultura moderna, está vinculada a la de la muerte: desde el Empédocles de Hölderlin, al Zaratustra y luego al hombre freudiano, una relación obstinada con la muerte prescribe a lo universal su rostro singular y presta a la palabra de cada uno el poder ser indefinidamente oída; el individuo le debe un sentido que no se detiene en él.

La división que traza y la finitud cuya marca impone, anudan paradójicamente la universalidad del lenguaje a la forma precaria, e irremplazable del individuo.

Lo sensible, inagotable para la descripción, y que tantos siglos han querido evitar, encuentra al fin en la muerte la ley de su discurso; es ella la que fija piedra tangible, el tiempo que vuelve, la hermosa tierra inocente bajo la hierba de las palabras. Permite ver, en un espacio articulado por el lenguaje, la profusión de los cuerpos y su orden simple.

A partir de ello puede comprenderse la importancia de la medicina en la constitución de las ciencias del hombre: importancia que no es sólo metodológica, sino ontológica, en la medida en que toca al ser del hombre como objeto de saber positivo.

La posibilidad para el individuo, de ser a la vez sujeto y objeto de su propio conocimiento, implica una inversión en la estructura de la finitud. Para el pensamiento clásico, ésta no tenía otro contenido que la negación de lo infinito, mientras que el pensamiento que se forma a fines del siglo XVIII le da los poderes de lo positivo: la estructura antropológica que aparece entonces desempeña a la vez el papel crítico de límite y el papel fundador de origen. Esta vuelta es la que ha servido como condición filosófica para la organización de una medicina positiva; a la inversa, en el nivel empírico, ésta ha sido la primera abertura hacia esta relación fundamental que ata al hombre moderno a su originario fin. De ahí el lugar fundamental de la medicina en la arquitectura de conjunto de las ciencias humanas: más que otra, está ella cerca de la estructura antropológica que sostiene a todas. De ahí también su prestigio en las formas concretas de la existencia: la salud sustituye a la salvación, decía Guardia. La medicina ofrece al hombre moderno el rostro obstinado y tranquilizador de su fin; en ella la muerte es reafirmada, pero al mismo tiempo conjurada; y si ella anuncia, sin tregua, al hombre el límite que lleva en sí mismo, le habla también de ese mundo técnico que es la forma armada, positiva y plena de su fin. Los gestos, las palabras, las miradas médicas tomaron, desde ese momento, una densidad filosófica que antes había tenido el pensamiento matemático. La importancia de Bichat, de Jackson, de Freud, en la cultura europea no prueba que ellos eran tan filósofos como médicos, sino que, en esa cultura, el pensamiento médico está comprometido por derecho propio en el estatuto filosófico del hombre.

Esta experiencia médica está emparentada por ello mismo con una experiencia lírica que ha buscado su lenguaje, de Hölderlin a Rilke. Esta experiencia que inaugura el siglo XVIII y a la cual no hemos escapado aún, está vinculada a una vuelta a las formas del fin, cuya muerte es sin duda la más amenazadora, pero también la más plena. El Empédocles de Hölderlin, llegando, por su paso voluntario, al borde del Etna, es la muerte del último mediador entre los mortales y el Olimpo, es el fin de lo infinito sobre la tierra, la llama que vuelve a su fuego de nacimiento y que deja como única huella que permanece, lo que justamente debía ser abolido por su muerte: la forma hermosa y cerrada de la individualidad; después de Empédocles, el mundo será colocado bajo el signo de la finitud, en este hueco sin condición en el que reina la Ley, la dura ley del límite; la individualidad tendrá como destino tomar siempre una figura en la objetividad que la manifiesta y la oculta, que la niega y la funde: «Aquí aún, lo subjetivo y lo objetivo cambian su figura». De una manera que puede parecer extraña a la primera mirada, el movimiento que sostiene el lirismo del siglo XIX forma una unidad con éste por el cual el hombre ha tomado un conocimiento positivo de él mismo; ¿pero es preciso asombrarse de que las figuras del saber y del lenguaje obedezcan a la misma ley profunda, que la irrupción de la finitud pese, de la misma manera, sobre esta relación del hombre con la muerte que, aquí, permite un discurso científico bajo una forma racional, y allá abre la fuente de un lenguaje que se despliega indefinidamente en el vacío dejado por la ausencia de los dioses?

La formación de la medicina clínica, no es más que uno de los más visibles testimonios de estos cambios en las estructuras fundamentales de la experiencia; puede verse que éstos han comprometido mucho más de lo que se puede descifrar por la lectura cursiva del positivismo. Pero cuando se hace la investigación vertical de este positivismo, se ve aparecer, a la vez oculta por él, pero indispensable para que nazca, toda una serie de figuras que serán liberadas a continuación y paradójicamente utilizadas contra él. En particular, lo que la fenomenología le opondrá con mayor obstinación estaba presente ya en sus estructuras de basamento: los poderes originarios de lo percibido y su correlación con el lenguaje, en las formas originarias de la experiencia, la organización de la objetividad a partir de los valores del signo, la estructura secretamente lingüística de lo dado, el carácter constituyente de la espacialidad corporal, la importancia de la finitud en la relación del hombre con la verdad y en el fundamento de esta relación, todo esto estaba ya en juego en la génesis del positivismo.

En juego, pero olvidado para su proyecto. Aunque el pensamiento contemporáneo, creyendo haber escapado a él desde fines del siglo XIX, no ha hecho más que volver a descubrir poco a poco lo que él había hecho posible. La cultura europea, en los últimos años del siglo XVIII, ha trazado una estructura que no está aún desenredada; apenas se comienzan a desenrollar algunos hilos, que nos son aún tan desconocidos que los tomamos de buena gana por maravillosamente nuevos, o absolutamente arcaicos, mientras que, desde hace dos siglos (no menos y no obstante no mucho más), han constituido la trama sombría pero sólida de nuestra experiencia.