Capítulo en el cual se tratará del último proceso por el cual la percepción anatomoclínica encuentra la forma de su equilibrio. Capítulo que sería largo si nos dejáramos ganar por el detalle de los acontecimientos: durante casi veinticinco años (de 1808, fecha en que a pareció la Histoire des phlegmasies chroniques, hasta 1832 en que las discusiones sobre el cólera toman la primacía), la teoría de las fiebres esenciales y su crítica, por Broussais, ocupan una superficie considerable en la investigación médica; más considerable, sin duda, que lo que habría debido permitir un problema muy pronto ordenado al nivel de la observación; pero tantas polémicas, tal dificultad para entenderse cuando se estaba de acuerdo sobre los hechos, un uso tan amplio de argumentos extraños al dominio de la patología, todo esto indica un emparejamiento esencial, el último de los conflictos (el más violento y el más enredado), entre dos tipos incompatibles de experiencia médica.
El método constituido por Bichat y sus primeros sucesores dejaba abiertas dos series de problemas.
Los primeros tocaban al ser mismo de la enfermedad y a su relación con los fenómenos de las lesiones. Cuando se comprueba un derrame seroso, un hígado degenerado, un pulmón lagunar, ¿es la pleuresía, la cirrosis, la tisis lo que se ve, hasta su fondo patológico? ¿Es la lesión la forma originaria y tridimensional de la enfermedad, de la cual el ser sería así de naturaleza espacial —o bien se la debe situar en seguida más allá, en la reg1on de las causas próximas, o inmediatamente más acá, como la primera manifestación visible de un proceso que permanecía oculto? Se ve claramente —pero después— la respuesta que prescribe la lógica de la percepción anatomoclínica: para los que se ejercitaban en esta percepción, por primera vez en la historia de la medicina, las cosas no eran tan claras. M. A. Petit, que fundaba toda su concepción de la fiebre entero-mesentérica en observaciones de anatomía patológica, piensa no haber descubierto, en las lesiones intestinales que acompañan a algunas fiebres llamadas adinámicas, o atáxicas, la esencia misma de la enfermedad, ni su insuperable verdad; se trata sólo de su «sede», y esta determinación geográfica es menos importante para el conocimiento médico que «el conjunto general de síntomas que distinguen las enfermedades las unas de las otras y hacen conocer su verdadero carácter»: es en este punto, donde la terapéutica se extravía, cuando se detienen en las lesiones intestinales, en vez de seguir las indicaciones de la sintomatología que reclama tónicos.[1] La «sede» no es más que la inserción espacial de la enfermedad; son las demás manifestaciones mórbidas, las que designan su esencia. Ésta permanece como el gran antecedente que forma el vínculo entre causas y síntomas, rechazando así la lesión al dominio de lo accidental; el ataque tisular u orgánico, no marca sino el punto de abordaje de la enfermedad, la región desde donde va a desarrollar su empresa de colonización: «Entre la hepatización del pulmón y las causas que la provocan, ocurre algo que se nos escapa; lo mismo pasa con todas las lesiones que se encuentran al abrir los cuerpos; lejos de ser la causa primera de todos los fenómenos que se han observado, son ellas mismas el efecto de un trastorno particular en la acción íntima de nuestros órganos; ahora bien esta acción última se sustrae a todos nuestros medios de investigación».[2] A medida que la anatomía patológica sitúa mejor la sede, parece que la enfermedad se retira más profundamente a la intimidad de un proceso inaccesible.
Hay otra serie de preguntas: ¿tienen todas las enfermedades su correlativo en una lesión? ¿La posibilidad de asignarles una sede es un principio general de la patología, o no toca sino a un grupo bien particular de fenómenos mórbidos? Y en este caso, ¿no se puede empezar el estudio de las enfermedades por una clasificación de tipo nosográfico (trastornos orgánicos-trastornos no orgánicos), antes de entrar en el dominio de la anatomía patológica? Bichat había dejado lugar a las enfermedades sin lesión —pero no las trataba apenas sino por preterición: «suprimid ciertos géneros de fiebres y afecciones nerviosas: casi todo es entonces del dominio de esta ciencia» (la anatomía patológica).[3] Desde el comienzo, Laënnec admite la división de las enfermedades en «dos grandes clases: las que van acompañadas de una lesión evidente en uno, o varios órganos: son las que se designan desde hace muchos años bajo el nombre de enfermedades orgánicas; las que no dejan en ninguna parte del cuerpo una alteración constante y a la que se pueda atribuir su origen: son las que se llaman comúnmente enfermedades nerviosas».[4] En la época en que Laënnec redacta este texto (1812), no ha tomado aún partido, definitivamente, a propósito de las fiebres: está todavía próximo a los localizadores, de los cuales se separará en seguida. Bayle, en el mismo momento, distingue lo orgánico, no de lo nervioso, sino de lo vital, y opone a las lesiones orgánicas, vicios de los sólidos (tumefacciones por ejemplo), los desórdenes vitales, «alteraciones de las propiedades vitales o de las funciones» (dolor, calor, aceleración del pulso); las unas y las otras pueden superponerse como en la tisis.[5] Esta es la clasificación que tomará en seguida Cruveilhier, bajo una forma un poco más compleja: lesiones orgánicas, simples y mecánicas (fracturas), lesiones primitivamente orgánicas y secundariamente vitales (hemorragias); afecciones primitivamente vitales duplicadas por lesiones orgánicas, ya sea profundas (flegmasías crónicas), ya sean superficies (flegmasías agudas); por último enfermedades vitales sin ninguna lesión (neurosis y fiebres).[6]
Se había dicho repetidamente que todo el dominio de la nosología permanecía bajo el control de la anatomía patológica, y que una enfermedad vital no podía ser probada como tal sino negativamente, y por el fracaso en la búsqueda de las lesiones, no quedaba menos ya que incluso por este rodeo, se encontraba una forma de análisis clasificador. Su especie no su sede, ni su causa— determinaba la naturaleza de la enfermedad; y el hecho mismo de tener, o no, un centro localizable estaba prescrito por las formas precedentes de esta determinación. La lesión no era la enfermedad, sino sólo la primera de las manifestaciones por las cuales aparecía este carácter genérico, que la oponía a las afecciones sin apoyo. Paradójicamente, el cuidado de los anatomopatólogos volvía a dar vigor a la idea clasificadora. En ello toma su sentido la obra de Pinel, y su curioso prestigio. Formado en Montpellier y en París en la tradición de Sauvages y bajo la influencia más reciente de Cullen, el pensamiento de Pinel es de estructura clasificadora; pero tuvo el infortunio y la suerte a la vez, de desarrollarse en la época en que el tema clínico y luego el método anatomoclínico privaban a la nosología de su contenido real, pero no sin efectos, provisionales por otra parte, de fortalecimiento recíproco: Hemos visto cómo la idea de clase era correlativa de una cierta observación neutra de los síntomas,[7] cómo el desciframiento clínico implicaba una lectura de esencias;[8] vemos ahora cómo la anatomía patológica se ordena espontáneamente en una cierta forma de nosografía. Ahora bien, toda la obra de Pinel debe su vigor a cada uno de sus fortalecimientos: su método no requiere sino secundariamente la clínica, o la anatomía de las lesiones; fundamentalmente se trata de la organización, de acuerdo con una coherencia real, pero abstracta, de las estructuras transitorias por las cuales la mirada clínica, o la percepción anatomopatológica, han buscado, en la nosología ya existente, su apoyo y su equilibrio de un instante. Ninguno entre los médicos de la vieja escuela, ninguno fue más sensible que Pinel y ninguno recibió mejor las formas nuevas de la experiencia médica; él fue con gusto profesor de clínica, y sin demasiada reticencia hacia practicar autopsias; pero no percibía sino efectos de recurrencia, sólo siguiendo, en el nacimiento de las nuevas estructuras, las líneas de apoyo que tomaban de las antiguas:[9] mientras que la nosología a cada instante se encontraba confirmada, y la nueva experiencia por adelantado encajonada. Bichat fue quizá el único que comprendió desde el principio la incompatibilidad de su método con el de los nosógrafos: «Nosotros, descubrimos como podemos los procedimientos de la naturaleza… No atribuimos en absoluto una importancia exagerada a tal o cual clasificación»: jamás ninguna de ellas nos dará «un cuadro preciso de la marcha de la naturaleza».[10] Laënnec, en cambio, admite sin problema el desarrollo de la experiencia anatomoclínica en el espacio de la repartición nosológica: abrir los cadáveres, encontrar las lesiones, es sacar a la luz lo que hay «de más fijo, de más positivo, y de menos variable en las enfermedades locales»; es por lo tanto aislar «lo que debe caracterizarlas o especificarlas»; es a fin de cuentas servir la causa de la nosología, ofreciéndole criterios más certeros.[11] En este espíritu, la Sociedad de Emulación, que agrupaba a la nueva generación y representaba fielmente a la nueva escuela, planteaba al concurso de 1809 la famosa interrogación: «¿Cuáles son las enfermedades que se deben considerar especialmente como orgánicas?»[12] Sin duda, lo que estaba en cuestión, era la noción de fiebre esencial y su no-organicidad, a la cual Pinel había permanecido ligado, pero a propósito de este punto preciso, el problema planteado era aún un problema de especie y de clase. Pinel era discutido su medicina no se revaloraba de arriba abajo.
Lo hará sólo Broussais en 1816, en el Examen de la doctrine généralement ad mise, donde hace radicales las críticas que ya había formulado al publicar ocho años antes la Histoire des phlegmasies chroniques. De una manera inesperada, será menester esta medicina explícitamente fisiológica, esta teoría tan fácil y floja de la simpatía, el uso general del concepto de irritación, y la vuelta con él a un cierto monismo patológico pariente cercano del de Brown, para que la anatomía patológica se libere realmente de la tutela de los nosógrafos, y que la problemática de las esencias mórbidas, cese de doblar el análisis perceptivo de las lesiones orgánicas. Al pasar el tiempo, se olvidará pronto que la estructura de la experiencia anatomoclínica: sólo ha podido equilibrarse gracias a Broussais; se guardará sólo el recuerdo de los ataques enfurecidos contra Pinel; de los cuales Laënnec en cambio soportaba tan bien el impalpable control; no se recordará sino al intemperante fisiólogo y a sus apresuradas generalizaciones. Y recientemente, el buen Mondor encontraba, bajo la benignidad de su pluma, la acritud de injurias adolescentes para arrojarlas a los manes de Broussais.[13] El imprudente no había leído los textos, ni entendido las cosas.
Helas aquí.
Neurosis y fiebres esenciales eran consideradas, por acuerdo bastante general, a fines del siglo XVIII y a comienzos del XIX como enfermedades sin lesión orgánica. Las enfermedades del espíritu y de los nervios recibieron, y gracias a Pinel, un estatuto bastante particular para que su historia, por lo menos hasta el descubrimiento de A.-L. Bayle, en 1821-1824, no vuelva a cortar las discusiones sobre la organicidad de las enfermedades. Las fiebres están durante más de 15 años en el centro mismo del problema.
Volvamos a trazar primeramente alguna de las líneas generales del concepto de fiebre en el siglo XVIII. En principio se entiende por esta palabra una reacción finalizada del organismo que se defiende contra un ataque o una substancia patógenos; la fiebre manifestada en el curso de la enfermedad va en contrasentido y trata de remontar su corriente; no es un signo de enfermedad; sino de la resistencia a la enfermedad; «una afección de la vida que se esfuerza por apartar la muerte».[14] Tiene, por lo tanto, y en el sentido estricto del término, un valor saludable: muestra que el organismo «morbiferan aliquam materiam sive praeoccupare sive removere intendit».[15] La fiebre es un movimiento de excreción, de intención purificadora; y Stahl recuerda una etimología: februare, es decir, ahuyentar ritualmente de una casa las sombras de los difuntos.[16]
Sobre este fondo de finalidad, el movimiento de la fiebre y su mecanismo se analizan fácilmente. La sucesión de los síntomas indica sus diferentes fases: el estremecimiento y la impresión primera de frío, denuncian un espasmo periférico, y una rarefacción de la sangre en los capilares cercanos a la piel. La frecuencia del pulso, indica que el corazón reacciona haciendo fluir la mayor sangre posible hacia los miembros: el calor, muestra que, en efecto, la sangre circula más rápidamente y que todas las funciones se aceleran por ello mismo; las fuerzas motrices decrecen proporcionalmente: de ahí la impresión de languidez y la atonía de los músculos. Por último, el sudor indica el éxito de esta reacción febril que llega a expurgar la sustancia morbífica; pero cuando ésta llega a reformarse a tiempo, se tienen las fiebres intermitentes.[17]
Esta interpretación simple, que vinculaba hasta la evidencia los síntomas manifiestos a sus correlativos orgánicos, ha sido en la historia de la medicina de una triple importancia. Por una parte, el análisis de la fiebre, bajo su forma general, recubre exactamente el mecanismo de las inflamaciones locales; aquí y allá hay fijación de sangre, contracción que provoca una estasis más o menos prolongada, luego, esfuerzo del sistema nervioso por restablecer la circulación, y por este efecto, movimiento violento de la sangre; se verá que «glóbulos rojos vienen a pasar a las arterias linfáticas», lo que provoca, bajo una forma local, la inyección de la conjuntiva por ejemplo, bajo una forma general, el calor y la agitación de todo el organismo; si el movimiento se acelera, las partes más tenues de la sangre se separarán de las más pesadas, que permanecerán en los capilares donde «la linfa se convertirá en una especie de helado»: de ahí las supuraciones que se hacen en el sistema respiratorio, o intestinal, en caso de inflamación generalizada, o bajo forma de abceso si se trata de una fiebre local.[18] Pero si hay identidad funcional entre inflamación y fiebre, es que el sistema circulatorio es el elemento esencial del proceso. Se trata de un doble desplazamiento en las funciones normales: moderación primeramente, exageración después; fenómeno irritante primero, fenómeno de irritación después. «Todos estos fenómenos deben deducirse de la irritabilidad del corazón y de las arterias, aumentada y estimulada; por último, de la acción de un estímulo cualquiera y de la resistencia de la vida, así irritada, al estímulo dañino.»[19] De este modo, la fiebre, cuyo mecanismo intrínseco puede tanto ser general como local, encuentra en la sangre el apoyo orgánico y aislable que (la) hace local o general, o de nuevo general después de haber sido local. Siempre por esta irritación difusa del sistema sanguíneo, una fiebre puede ser el síntoma general de una enfermedad que permanece como loca l a lo largo de su desarrollo: sin que nada se modifique en su modo de acción, podrá también ser esencial como simpática. En un esquema como éste, el problema de la existencia de las fiebres esenciales, sin lesiones asignables, no podía plantearse: cualquiera que sea su forma, su punto de partida, o su superficie de manifestación, la fiebre tenía siempre el mismo tipo de apoyo orgánico.
Por último, el fenómeno del calor está lejos de constituir lo esencial del movimiento febril; no forma más que el resultado más superficial y más transitorio, mientras que el movimiento de la sangre, las impurezas de las cuales se carga, o las que expurga, los entorpecimientos, o las exhudaciones que se producen, indican lo que es la fiebre en su naturaleza profunda. Grimaud, pone en guardia contra los instrumentos físicos que «no pueden seguramente hacernos conocer más que los grados de intensidad del calor; y estas diferencias son las menos importantes para la práctica;… el médico, debe aplicarse sobre todo a distinguir en el calor febril cualidades que no pueden ser percibidas sino por un tacto muy ejercitado, y que escapan y se ocultan a todos los medios que la física puede proporcionar. Semejante cualidad, acre, o irritante, del calor febril», que da la misma impresión «que el humo en los ojos» y que anuncia una fiebre pútrida.[20] Por debajo del fenómeno homogéneo del calor, la fiebre tiene cualidades propias, una especie de solidez sustancial y diferenciada, que permite repartirla de acuerdo con formas, específicas. Se pasa,
por lo tanto, naturalmente y sin problema, de la fiebre a las fiebres. El deslizamiento de sentido y de nivel epistemológico, que nos salta a los ojos,[21] entre la designación de un síntoma común y la determinación de enfermedades específicas, no puede ser percibido por la medicina del siglo XVIII, dada la forma de análisis, por la cual descifraba el mecanismo febril.
El siglo XVIII acogerá, por consiguiente, en nombre de una concepción muy homogénea muy coherente de «la fiebre», un número considerable de «fiebres». Stoll, reconoce doce, a las cuales añade las fiebres «nuevas y desconocidas». Las especifica ora por el mecanismo circula torio que las explica (fiebre inflamatoria analizada por J.-P. Franck y designad a tradicionalmente como la sínoca), ora por el síntoma no febril más importante que las acompaña (fiebre biliosa de Stahl, Selle, de Stoll), ora según los órganos a los cuales lleva la inflamación (fiebre mesentérica de Baglivi), ora al fin según la cualidad de las excreciones que provoca (fiebre pútrida de Haller, de Tissot, de Stoll), por último según la variedad de las formas que ella toma y la evolución que sigue (fiebre maligna, o fiebre atáxica de Selle).
Esta red, en redada a nuestros ojos, se volvió confusa desde el día en que la mirada médica cambio de estructura.
Hubo un primer encuentro entre la anatomía y el análisis sintomático de las fiebres, mucho antes de Bichat, mucho antes de las primeras observaciones de Prost. Encuentro puramente negativo ya que el método anatómico se desprendía de sus derechos, y renunciaba a asignar una sede a algunas enfermedades febriles. En la carta cuarenta y nueve de su Traité, Morgagni decía no haber encontrado al abrir enfermos muertos de fiebres violentas «vix quidquam… quod earum gravitati aut impetui responderet; usque adeo id saepe latet per quoud faber in terficiunt».[22] Un análisis de las fiebres, sólo de acuerdo con sus síntomas y sin esfuerzo de localización se hacía posible, e incluso necesario: para dar estructura a las diferentes formas de la fiebre, era menester sustituir el volumen orgánico, por un espacio de repartición en el cual no entrarían más que los signos y lo que ellos significan.
El nuevo ordenamiento operado por Pinel, no era sólo en la línea de su propio método de desciframiento nosológico; empalmaba, exactamente, en la estructura definida por esta primera forma de anatomía patológica: las fiebres sin lesión son esenciales; las fiebres con lesión local son simpáticas. Estas formas idiopáticas, caracterizadas por sus manifestaciones exteriores, dejan aparecer «propiedades comunes como suspensión del apetito y la digestión, alteración de la circulación, interrupción de ciertas secreciones, impedimento del sueño, excitación, o disminución de la actividad y del entendimiento, afección de algunas funciones de los sentidos, o incluso suspensión de ellas, trabar cada una a su manera en movimiento circular».[23] Pero la diversidad de los síntomas permite también la lectura de especies diferentes: una forma inflamatoria, o angiotónica «marcada fuera son los signos de irritación, o de tensión de los canales sanguíneos» (es frecuente en la pubertad, en el comienzo de la preñez, después de excesos alcohólicos); una forma «meningo-gástrica» con síntomas nerviosos, pero con otros, más primitivos, que parecen «corresponder a la región epigástrica», y que siguen en todo caso los trastornos del estómago; una forma adeno-meníngea «cuyos síntomas indican una irritación de las membranas mucosas del conducto intestinal»; se encuentra, sobre todo, en los sujetos de temperamento linfático, en las mujeres y en los ancianos; una forma adinámica «que se manifiesta especialmente en el exterior por los signos de una debilidad extrema y de una atonía general de los músculos»; se debe probablemente a la humedad, a la falta de limpieza, a la frecuentación de los hospitales, de las cárceles y de los anfiteatros, a la mala alimentación y al abuso de los placeres venéreos; por último la fiebre atáxica, o maligna se caracteriza por «alternativas de excitación y debilitamiento, con las anomalías nerviosas más singulares»: se la encuentran casi los mismos antecedentes que a la fiebre adinámica.[24]
En el principio mismo de esta especificación reside la paradoja. Bajo su forma general, la fiebre se caracteriza sólo por sus efectos; se la ha separado de todo sustrato orgánico; y Pinel, no menciona siquiera el calor como signo esencial o síntoma decisivo de la clase de las fiebres; pero cuando se trata de dividir esta esencia, la función de repartición está asegurada por un principio que ostenta, no la configuración lógica de las especies, sino la espacialidad orgánica del cuerpo: los canales sanguíneos, el estómago, la mucosa intestinal, el sistema muscular, o nervioso, son alternativamente citados para servir de punto de coherencia a la diversidad informe de los síntomas. Y si pueden organizarse de modo que formen especies no es porque son expresiones esenciales, es porque son signos locales. El principio de la esencialidad de las fiebres no tiene por contenido concreto y específico más que la posibilidad de localizarlas. De la Nosologie de Sauvages a la Nosographie de Pinel, la configuración ha sido invertida: en la primera, las manifestaciones locales llevaban siempre una generalidad posible; en la segunda la estructura general envuelve la necesidad de una localización.
Se comprende en estas condiciones que Pinel haya creído poder integrar en su análisis sintomatológico de las fiebres, los descubrimientos de Roederer y de Wagler: en 1783 éstos habían demostrado que la fiebre mucosa iba siempre acompañada de huellas de inflamación interna y externa en el canal alimenticio.[25] Se comprende así que aceptara los resultados de las autopsias de Prost, que manifestaban lesiones intestinales evidentes; pero se comprende también porque no las veía él mismo;[26] la localización de la lesión, para él, venía a colocarse por sí misma, pero a título de fenómeno secundario, en el interior de una sintomatología en la cual los signos locales no remitían a la sede de las enfermedades, sino a su esencia. Se comprende en fin por qué los defensores de Pinel han podido ver en él al primero de los localizadores: «No se limitó a clasificar los objetos: materializando de algún modo la ciencia, hasta entonces demasiado metafísica, se esforzó por localizar, si se puede decir, cada enfermedad, o atribuirle una sede especial, es decir, por determinar el lugar de su existencia primitiva. Esta idea se muestra evidentemente en las nuevas denominaciones impuestas a las fiebres que seguía llamando esenciales, como para rendir un último homenaje a las ideas hasta entonces dominantes, pero asignando a cada una una sede particular, que hacía consistir, por ejemplo, las fiebres biliosas y pituitosas de los demás, en la irritación especial de ciertas partes del tubo intestinal.»[27]
De hecho, lo que Pinel localizaba no eran las enfermedades, sino los signos: y el valor local por el cual éstos eran afectad os no indicaba un origen regional, un lugar primitivo del cual la enfermedad sacaría a la vez su nacimiento y su forma; permitía únicamente reconocer una enfermedad que daba esa señal como síntoma característico de su esencia. En estas condiciones, la cadena causal y temporal que debía establecerse no iba de la lesión a la enfermedad, sino de la enfermedad a la lesión, como a su consecuencia y a su expresión quizá privilegiada. Chomel, de 1820, seguirá permaneciendo fiel a la Nosographic cuando analice las ulceraciones intestinales percibidas por Broussais «como el efecto y no la ca usa de la afección febril»: ¿No se producen relativamente tarde (el día décimo de la enfermedad solamente, cuando el meteorismo, la sensibilidad abdominal derecha y las excreciones icorosas denuncian su existencia)? ¿No aparecen en esta parte del canal intestinal, en donde las materias, ya irritadas por la enfermedad, se detienen durante más tiempo (fin del íleo, ciego y colon ascendente) y en los segmentos pendientes del intestino, mucho más frecuentemente que en las porciones verticales y ascendentes?[28] Así, la enfermedad se deposita en el organismo, ancla en él signos locales, se reparte en el espacio secundario del cuerpo; pero su estructura esencial sigue siendo la anterior. El espacio orgánico está provisto de referencias a esta estructura; la señala, no la ordena.
El Examen de 1816 fue hasta el fondo de la doctrina de Pinel para denunciar, y con una asombrosa lucidez teórica, sus postulados. Pero desde la Histoire des phlegmasies, se encontraba planteado bajo forma de dilema, lo que se había creído hasta entonces perfectamente compatible; o una fiebre es idiopática, o es localizable; y toda localización lograda hará caer la fiebre de su estatuto de esencialidad.
Sin duda, esta incompatibilidad, que se inscribía lógicamente en el interior de la experiencia anatomoclínica, había sido formulada discretamente, o por lo menos supuesta por Prost cuando mostró fiebres diferentes las unas de las otras según «el órgano cuya afección les da lugar», o según «el modo de alteración» de los tejidos;[29] por Récamier también y sus alumnos cuando estudiaron las enfermedades prometidas a la fortuna: las meningitis, indicando que «las fiebres de este orden son raramente enfermedades esenciales, que dependen quizá siempre incluso de una afección del cerebro tal como una flegmasía, una colección serosa».[30] Pero lo que permite a Broussais transformar estos primeros avances en forma sistemática de interpretación de todas las fiebres, es, sin duda alguna, la diversidad y al mismo tiempo la coherencia de los campos de experiencia médica que él había atravesado.
Formado apenas antes de la Revolución, en la medicina del siglo XVIII, habiendo conocido como oficial de sanidad en la marina los problemas propios de la medicina hospitalaria y de la práctica quirúrgica, alumno después, de Pinel y de los clínicos de la nueva Escuela de sanidad, habiendo seguido los cursos de Bichat y las clínicas de Corvisart que lo iniciaron en la anatomía patológica, reanudó el oficio militar y siguió al ejército de Utrecht a Mayence y de Bohemia a Dalmacia, ejercitándose como su maestro Desguenettes en la nosografía médica comparada, y practicando, en gran escala el método de las autopsias. Todas las formas de experiencia médica que se cruzan a fines del siglo XVIII le son familiares; no es asombroso que pudiera, del conjunto de éstas y de sus líneas de comprobación, sacar la lección radical que debía dar a cada una sentido y conclusión. Broussais, no es más que el punto de convergencia de todas estas estructuras, la forma individualmente modelada de la configuración de conjunto. Él lo sabía, por otra parte, y en él hablaba ese médico observador que no desdeñará la experiencia de los demás, pero que querrá sancionarla con la suya… Nuestras escuelas de medicina, que han sabido liberarse del yugo de los antiguos sistemas y preservarse del contagio de los nuevos han formado desde hace algunos años sujetos capaces de reafirmar la marcha todavía tambaleante del arte de curar. Dispersos entre sus conciudadanos, o diseminados lejos en nuestros ejércitos, observan, meditan… Un día sin duda, hará oír su voz.[31] Al volver de Dalmacia en 1808, Broussais publica su Histoire des phlegmasies chroniques.
Es el repentino retorno a la idea preclínica de que fiebre e inflamación ostentan el mismo proceso patológico. Pero mientras que en el siglo XVIII esta identidad hacía secundaria la distinción entre lo general y lo local, es en Broussais la consecuencia natural del principio de los tejidos de Bichat, es decir de la obligación de encontrar la superficie de ataque orgánico. Cada tejido tendrá su modo propio de alteración: por consiguiente, por el análisis de las formas particulares del organismo, es menester comenzar el estudio de lo que se llaman fiebres. Habrá las inflamaciones en los tejidos cargados de capilares sanguíneos (como la piamadre o los lóbulos pulmonares), que provocan un fuerte estímulo térmico, la alteración de las funciones nerviosas, el desarreglo de las secreciones, y eventualmente trastornos musculares (agitación, contracciones); los tejidos poco provistos de capilares rojos (membranas delgadas), provocan trastornos semejantes pero atenuados; por último, la inflamación de los vasos linfáticos produce desarreglos en la nutrición y en las secreciones serosas.[32]
Sobre el fondo de esta especificación, enteramente global y cuyo estilo se acerca mucho a los análisis de Bichat, el mundo de las fiebres se simplifica de modo singular. No se volverá a encontrar en el pulmón más que las flegmasias que corresponden al primer tipo de inflamación (catarro y peripneumonía), las que derivan del segundo tipo (pleuresía), por último aquellas cuyo origen es una inflamación de los vasos linfáticos (tisis tuberculosa). Para el sistema digestivo, la membrana mucosa puede ser afectada, sea a la altura del estómago (gastritis), sea en el intestino (enteritis, peritonitis). En cuanto a su evolución, es convergente, según la lógica de la propagación de los tejidos: una inflamación sanguínea, cuando dura, gana siempre los canales linfáticos; por ello las flegmasias del sistema respiratorio «desembocan todas en la tisis pulmonar»;[33] en cuanto a las inflamaciones intestinales tienden regularmente a las ulceraciones de la peritonitis. Homogéneas por su origen y convergentes en sus formas finales, las flegmasias no se perfilarán en síntomas múltiples sino en este hueco. Ganan, por el camino de la simpatía, regiones y tejidos nuevos: ora se trata de una progresión a lo largo de los centros de la vida orgánica (la inflamación de la mucosa intestinal para alterar las secreciones biliosas, urinarias, hace aparecer manchas en la piel, o sarro en la boca); ora a taca sucesivamente las funciones de relación (cefalea, dolor muscular, vértigos, delirio). Así, todas las verdades sintomatológicas pueden nacer a partir de esta generalización.
Allí reside la gran conversión conceptual que el método de Bichat había autorizado, pero todavía no puesto en claro: es la enfermedad local, la que al generalizarse da los síntomas particulares de cada especie; pero tomada en su forma geográfica primera, la fiebre no es otra cosa que un fenómeno localmente individualizado, de estructura patológica general. Dicho de otro modo, el síntoma particular (nervioso o hepático), no tiene un signo local; es por el contrario un índice de generalización; sólo el síntoma general de inflamación lleva en él la exigencia de un punto de ataque bien localizado. Bichat, se había quedado preocupado por el cuidado de fundar orgánicamente las enfermedades generales: de ahí su búsqueda de las universalidades orgánicas. Broussais disocia los dobletes, síntoma particular —lesión local, síntoma general— alteración de conjunto, cruza los elementos y muestra la alteración de conjunto bajo el síntoma particular (y la lesión geográfica bajo el síntoma general). En lo sucesivo, la especie orgánica de la localización es realmente independiente del espacio de la configuración nosológica: éste se desliza en el primero, remplaza sus valores con relación a él, y no se remite a él, sino al precio de una proyección invertida.
Pero qué es la inflamación, ¿proceso de estructura general pero con un punto de ataque siempre localizado? El antiguo análisis sintomático la caracteriza por el tumor, el enrojecimiento, el calor, el dolor; lo que no corresponde a las formas que ella toma en los tejidos; la inflamación de una membrana no presenta ni dolor, ni calor, ni menos aún enrojecimiento. La inflamación no es una constelación de signos: es un proceso que se desarrolla en el interior de un tejido: «Toda exaltación local de los movimientos orgánicos, bastante considerable como para trastornar la armonía de las funciones y para desorganizar el tejido en que está fija, debe considerarse como inflamación.»[34] Se trata por lo tanto de un fenómeno que comporta dos capas patológicas de nivel y de cronología diferentes: primeramente, un ataque funcional, luego un ataque de la textura. La inflamación tiene una realidad fisiológica que se puede anticipar sobre la desorganización anatómica, que la hace sensible a los ojos. De ahí, la necesidad de una medicina fisiológica, «que observa la vida, no la vida abstracta, sino la vida de los órganos y en los órganos, en relación con todos los agentes que pueden ejercer alguna influencia sobre ellos»;[35] la anatomía patológica concebida como simple examen de los cuerpos sin vida es para ella misma su propio límite, ya que «el papel y las simpatías de todos los órganos están lejos de ser perfectamente conocidos».[36]
Para detectar este trastorno funcional primero y fundamental, la mirada debe saber desprenderse del centro de la lesión, porque éste no está dado desde el comienzo, aunque la enfermedad sea, en su arraigamiento de origen, siempre localizable; le es preciso señalar justamente esta raíz orgánica antes de la lesión, gracias a los trastornos funcionales y a sus síntomas. En esto encuentra su papel la sintomatología, pero un papel fundado enteramente sobre el carácter local del ataque patológico: al remontar el camino de las simpatías y de las influencias orgánicas, debe, bajo la red indefinidamente extensa de los síntomas, «inducir» o «deducir» (Broussais utiliza las dos palabras en el mismo sentido), el punto inicial de la perturbación fisiológica. «Estudiar los órganos alterados, sin mencionar los síntomas de las enfermedades, es hacer como si se considerara al estómago independiente de la digestión.»[37] Así en lugar de exaltar, como se hace «sin medida, en los escritos actuales, las ventajas de la descripción», despreciando enteramente «la inducción bajo los nombres de teoría hipotética, de sistema a priori de vanas conjeturas»,[38] se hará hablar a la observación de los síntomas, el lenguaje mismo de la anatomía patológica.
Nueva organización de la mirada médica, con relación a Bichat: a partir del Traité des membranes, el principio de la visibilidad era una regla absoluta, y la localización no formaba más que su consecuencia. Con Broussais el orden se invierte; porque es local en su naturaleza, la medicina es lo que es, de modo secundario visible. Broussais, sobre todo en la Histoire des phlegmasies, admite (y en esto incluso va más lejos que Bichat para quien las enfermedades vitales pueden no dejar huellas), que toda «afección patológica» implica «una modificación particular en el fenómeno que restituye nuestros cuerpos a las leyes de la materia inorgánica»; por consiguiente, «si los cadáveres nos han parecido mudos alguna vez, es que ignoramos el arte de interrogarlos».[39] Pero estas alteraciones, cuando el ataque es sobre todo de forma fisiológica, pueden ser apenas perceptibles; o incluso pueden, como las manchas de la piel en las fiebres intestinales, desaparecer con la muerte; pueden estar, en todo caso, en su extensión y su importancia perceptiva, sin medida común con el trastorno que provoca; lo que es importante, en efecto, no es lo que de estas alteraciones se ofrece a la vista, sino lo que en ellas está determinado por el lugar en el cual se desarrollan. Derribando la división nosológica mantenida por Bichat entre el trastorno vital o funcional y la alteración orgánica, Broussais, en virtud de una necesidad estructural evidente, hace pasar el axioma de localización antes que el principio de visibilidad.
La enfermedad es del espacio antes de ser para la vista. La desaparición de las dos grandes clases a priori de la nosología, ha abierto a la medicina un campo de investigación enteramente espacial y determinado una y otra vez por estos valores locales. Es curioso comprobar que esta espacialización absoluta de la experiencia médica no es debida a la integración definitiva de la anatomía normal y patológica, sino al primer esfuerzo por definir una fisiología del fenómeno mórbido.
Pero es menester remontarse más lejos aún en los elementos que constituyen esta nueva medicina y plantear la cuestión del origen de la inflamación. Siendo ésta una exaltación local de los movimientos orgánicos, implica en los tejidos una cierta «aptitud para moverse» y, al contacto de estos tejidos, un agente que suscita y exagera los mecanismos. Tal es la irritabilidad, «facultad que los tejidos poseen de moverse por el contacto de un cuerpo extraño… Haller, no atribuía esta propiedad sino a los músculos; pero hoy se conviene en que es común a todos los tejidos».[40] Es menester no confundirla con la sensibilidad que es «la conciencia de los movimientos excitados por los cuerpos extraños», y que únicamente forma un fenómeno sobreañadido y secundario, con relación a la irritabilidad: el embrión no es todavía sensible, la apoplética no lo es ya; el uno y la otra son irritables. El aumento de acción irritante, es provocado «por cuerpos u objetos vivos o no vivos»,[41] que entran en contacto con los tejidos; son, por lo tanto, agentes interiores o exteriores pero, de todos modos, extraños al funcionamiento del órgano; la serosidad de un tejido puede llegar a ser irritante para otro, o para sí mismo, si es demasiado abundante, pero lo mismo un cambio de clima, o un régimen alimenticio.
Un organismo está enfermo en relación con las solicitaciones del mundo externo, o de las alteraciones de su funcionamiento, o de su anatomía. «Después de muchas vacilaciones en su marca, la medicina sigue, al fin, el único camino que puede conducirla a la verdad: la observación de las relaciones del hombre con las modificaciones externas, y de los órganos de los hombres los unos con los otros».[42]
Con esta concepción del agente ex terno, o de la modificación interior, Broussais rodea uno de los temas que habían, con escasas excepciones, reinado sobre la medicina a partir de Sydenham: la imposibilidad de definir la causa de las enfermedades. La nosología de Sauvages a Pinel había sido, desde este punto de vista, como una figura encajada en el interior de esta renuncia a la asignación causal: la enfermedad se redoblaba y se fundía en su afirmación esencial, y las series causales no eran sino elementos en el interior de ese esquema en el cual, la naturaleza de lo patológico, le servía de causa eficaz. Con Broussais —cosa que aún no estaba adquirida con Bichat— la localización reclama un esquema causal envolvente: la sede de la enfermedad no es más que el punto de enganche de la causa irritante, punto que está determinado a la vez por la irritabilidad del tejido y la fuerza de irritación del agente. El espacio local de la enfermedad es al mismo tiempo, e inmediatamente, un espacio causal.
Entonces —y éste es el gran descubrimiento de 1816— desaparece el ser de la enfermedad. Reacción orgánica a un agente irritante, el fenómeno patológico no puede pertenecer a un mundo en el cual la enfermedad, en su estructura particular, existiría de acuerdo con un tipo imperioso, que sería su precedente, y en el que ella se recogería, una vez descartadas las variaciones individuales y todos los accidentes sin esencia; está preso en una trama orgánica cuyas estructuras son espaciales, las determinaciones causales, los fenómenos anatómicos y fisiológicos. La enfermedad no es más que un cierto movimiento complejo de los tejidos en reacción a una causa irritante: allí está toda la esencia de lo patológico, porque ya no hay ni enfermedades esenciales, ni esencias de las enfermedades. «Todas las clasificaciones que tienden a hacernos considerar las enfermedades como seres particulares, son defectuosas y un espíritu juicioso es sin cesar, y como a pesar suyo, llevado hacia la búsqueda de los órganos que sufren.»[43] Por ello la fiebre no puede ser esencial: no es «sino una aceleración del curso de la sangre… con un aumento de la calorificación y una lesión de las funciones principales. Este estado de la economía es siempre dependiente de una irritación local».[44] Todas las fiebres se disuelven en un largo proceso orgánico, casi íntegramente vislumbrado en el texto de 1808,[45] afirmado en 1816 y esquematizado de nuevo, ocho años más tarde, en el Catéchisme de la médecine physiologique. Como origen de todas, una única y misma irritación gastrointestinal: primero un simple enrojecimiento, luego manchas vinosas cada vez más numerosas en la región ileocecal; estas manchas toman a menudo el aspecto de regiones abolsadas que a la larga provocan ulceraciones. Sobre esta trama anatomopatológica constante, que define el origen y la forma general de la gastroenteritis, los procesos se ramifican: cuando la irritación del canal digestivo ha ganado más en extensión que en profundidad, provoca una secreción biliar importante, y un dolor en los músculos locomotores: es lo que Pinel llamaba la fiebre biliosa; en un sujeto linfático, o cuando el intestino está cargado de mucosidades, la gastroenteritis, toma el aspecto que le ha valido el nombre de fiebre mucosa; lo que se llamaba la fiebre adinámica «no es sino la gastroenteritis llegada a tal grado de intensidad, que las fuerzas disminuyen, que las facultades intelectuales se entorpecen… que la lengua se oscurece, que la boca se tapiza de una capa negruzca»; cuando la irritación gana por simpatía las envolturas cerebrales, se tienen las formas «malignas» de las fiebres.[46] Por estas ramificaciones, y por otras, la gastroenteritis gana poco a poco todo el organismo: «Es bien cierto que el curso de la sangre es precipitado en todos los tejidos; pero esto no prueba que la causa de estos fenómenos resida en todos los puntos del cuerpo.»[47] Es menester por lo tanto retirar a la fiebre su estatuto de estado general, y, en provecho de los procesos fisiopatológicos que especifican sus manifestaciones, «desencializarla».[48]
Esta disolución de la ontología febril, con los errores que ella ha comportado (en una época en que la diferencia entre meningitis y tifus comenzaba a percibirse claramente), es el elemento más conocido del análisis. De hecho, no es, en la estructura general de su análisis, más que la contra partida negativa de un elemento positivo y mucho más sutil: la idea de un método médico (anatómico y sobre todo fisiológico), aplicada al sufrimiento orgánico; es menester «agotar en la fisiología, los rasgos característicos de las enfermedades y desentrañar por un análisis sabio los gritos a menudo confusos de los órganos que sufren».[49] Esta medicina de los órganos que sufren implica tres momentos:
1o. Determinar cuál es el órgano que sufre, lo que se hace a partir de los síntomas manifestados, pero con la condición de conocer «todos los órganos, todos los tejidos que constituyen los medios de comunicación por los cuales estos órganos están asociados entre sí, y los cambios que la modificación de un órgano hace experimentar a los demás»;
2o. «Explicar cómo un órgano ha llegado a sufrir», a partir de un agente exterior; teniendo en cuenta el hecho esencial de que la irritación puede provocar una hiperactividad, o por el contrario una astenia funcional, y que «casi siempre estas dos modificaciones existen a la vez en nuestra economía» (bajo la acción del frío, la actividad de las secreciones cutáneas disminuye, la del pulmón aumenta);
3o. «Indicar qué es menester hacer para que deje de sufrir»: es decir, suprimir la causa (el frío en la neumonía), pero también borrar «los efectos que no desaparecen siempre cuando la causa ha dejado de actuar» (la congestión sanguínea mantiene la irritación en los pulmones de los neumónicos).[50]
En la crítica de «la ontología» médica, la noción de «sufrimiento» orgánico va más lejos sin duda y más profundamente que la de irritación. Ésta implicaba todavía una estructura abstracta: la universalidad que le permitía explicar todo, formaba para la mirada posada sobre el organismo una última pantalla de abstracción. La noción de un «sufrimiento» de los órganos sólo implica la idea de una relación del órgano a un agente o a un medio, la de una reacción al ataque, la de un funcionamiento anormal, por último la de la influencia perturbadora del elemento atacado sobre los demás órganos. En lo sucesivo, la mirada médica no se posará sino en un espacio lleno por las formas de composición de los órganos. El espacio de la enfermedad es, sin residuo ni deslizamiento, el espacio mismo del organismo. Percibir lo mórbido, no es otra cosa que percibir el cuerpo.
La medicina de las enfermedades ha terminado su tiempo; empieza una medicina de las reacciones patológicas, estructura de experiencia que ha dominado el siglo XIX y hasta cierto punto el XX ya que, no sin modificaciones metodológicas, la medicina de los agentes patógenos vendrá a encajarse en ella.
Era tan necesario este intento de Broussais en el desarrollo y el equilibrio de las estructuras, que hizo deslizarse con él toda la experiencia médica. Pueden dejarse de lado las infinitas discusiones que opusieron los fieles de Broussais, a los últimos partidarios de Pinel. Los análisis anatomopatológicos hechos por Petit y Serres sobre la fiebre entero-mesentérica,[51] la distinción restablecida por Caffin entre los síntomas térmicos y las enfermedades que se pretendía febriles,[52] los trabajos de Lallemand sobre las afecciones cerebrales agudas,[53] en fin, el Traité de Bouillaud consagrado a las «fiebres llamadas esenciales»,[54] han puesto paulatinamente fuera de problema, lo que seguía alimentando las polémicas. Éstas acaban por callarse. Chomel que, en 1821, afirmaba la existencia de fiebres generales sin lesiones, les reconoce a todas en 1834, una localización orgánica;[55] Andral había consagrado un volumen de su Clinique médicale, en la primera edición, a la clase de las fiebres; en la segunda, las repartía en flegmasias de las vísceras y flegmasias de los centros nerviosos.[56]
Y no obstante, hasta su último día, Broussais fue atacado con pasión; y después de su muerte, su descrédito no dejó de crecer. No podía ser de otro modo. Broussais no había logrado perfilar la idea de las enfermedades esenciales sino por medio de un precio extraordinariamente elevado; le había sido menester armar de nuevo la vieja noción tan criticada (y justamente por la anatomía patológica) de simpatía; había debido volver al concepto de Haller de irritación; se había replegado sobre un monismo patológico que recordaba a Brown, y había vuelto a poner en juego, en la lógica de su sistema, las viejas prácticas de la sangría. Todas estas vueltas habían sido estructuralmente necesarias para que apareciera, en su pureza, una medicina de los órganos, y para que la percepción médica se liberara de todo prejuicio nosológico. Pero por lo mismo, corría el riesgo de perderse a la vez en la diversidad de los fenómenos y en la homogeneidad del proceso. Entre la irritación monótona y la violencia infinita de «los gritos de los órganos que sufren», la percepción oscilaba antes de fijar el inevitable ordenamiento, en el cual todas las singularidades se fundían: lanceta y sanguijuela.
Todo estaba justificado en los furiosos ataques que los contemporáneos de Broussais lanzaban contra él. No enteramente, sin embargo: esta percepción anatomoclínica, conquistada al fin en su totalidad y capaz de controlarse por sí misma, esta percepción en el nombre de la cual tenían razón contra él, es su «medicina fisiológica», a la que ellos debían por lo menos la forma definitiva de equilibrio. Todo en Broussais estaba contra la corriente de lo que se veía en su época, pero él habla fijado para su época el último elemento de la manera de ver. A partir de 1816, el ojo del médico puede dirigirse a un organismo enfermo. El a priori histórico y concreto de la mirada médica, ha completado su constitución.
El desciframiento de las estructuras sólo tiene que hacer rehabilitaciones. Pero ya que hay todavía médicos en nuestros días y otros que no lo son, que creen escribir historia escribiendo biografías y distribuyendo méritos, aquí hay, para ellos, un texto de un médico, que no era en absoluto ignorante: «La publicación del Examen de la doctrine médicale es uno de esos importantes acontecimientos de los cuales los fastos de la medicina, conservarán memoria durante mucho tiempo… La Revolución Médica cuyos fundamentos echó Broussais, en 1816, es sin duda la más notable que la medicina haya experimentado en los tiempos modernos.»[57]