Vista desde la muerte, la enfermedad tiene una tierra, una patria que puede señalarse, un lugar subterráneo pero sólido, en el cual se anudan sus parentescos y sus consecuencias; los valores locales definen sus formas. A partir del cadáver se la percibe, paradójicamente, vivir. Con una vida que no es la de las viejas simpatías ni la de las leyes combinatorias de las complicaciones, sino que tiene sus figuras y sus leyes propias.
1. PRINCIPIO DE LA COMUNICACIÓN DE LOS TEJIDOS
Ya Roederer y Wagler habían definido el morbus mucosus como una inflamación susceptible de alcanzar la cara interna y externa del canal alimenticio en toda su extensión;[1] observación que generaliza Bichat. Un fenómeno patológico sigue en el organismo el camino privilegiado que prescribe la identidad de los tejidos. Cada tipo de membrana tiene modalidades patológicas que le son propias: «Ya que las enfermedades no son sino alteraciones de las propiedades vitales, y que cada tejido difiere de los demás en la relación de estas propiedades, es evidente que debe diferir también por sus enfermedades.»[2] La aracnoides puede ser afectada por las mismas formas de hidropesía que la pleura del pulmón, o el peritoneo, ya que se trata en unas y otras de membranas serosas. La red de las simpatías que no estaba fijada sino sobre parecidos sin sistema, comprobaciones empíricas, o una asignación conjetural de la red nerviosa, descansa ahora sobre una estricta analogía de estructura: cuando las envolturas del cerebro están inflamadas, la sensibilidad del ojo y del oído es exacerbada; en la operación del hidrocele por inyección, la irritación de la túnica vaginal provoca dolores en la región lumbar; una inflamación de la pleura intestinal puede provocar una afección cerebral por una «simpatía de tonicidad».[3] El avance patológico tiene ahora sus vías obligadas.
2. PRINCIPIO DE LA IMPERMEABILIDAD DE LOS TEJIDOS
Es el correlativo del precedente. Extendiéndose por capas, el proceso mórbido sigue horizontalmente un tejido sin penetrar verticalmente en los demás. El vómito simpático concierne al tejido fibroso, no a la membrana mucosa del estómago; las enfermedades del periostio son extrañas al hueso, y cuando hay catarro en los bronquios, la pleura permanece intacta. La unidad funcional de un órgano no basta para forzar la comunicación de un hecho patológico de un tejido a otro. En el hidrocele, el testículo permanece intacto en medio de la inflamación de la túnica que lo envuelve;[4] mientras que las afecciones de la pulpa cerebral son raras, las de la aracnoides son frecuentes, y de un tipo muy diferente de las que, por otra parte, afectan la píamadre. Cada estrato de tejido detenta y conserva sus caracteres patológicos individuales. La difusión mórbida concierne a las superficies isomorfas, no a la vecindad, o a la superposición.
3. PRINCIPIO DE LA PENETRACIÓN EN BARRENA
Sin volver a ponerlo en duda, este principio limita los dos precedentes. Compensa la regla de la homología por las de las influencias regionales, y la de la impermeabilidad admitiendo formas de penetración por capas. Puede ocurrir que una afección dure lo suficiente para impregnar los tejidos subyacentes o vecinos: Es lo que se produce en las enfermedades crónicas como el cáncer, donde todos los tejidos de un órgano son sucesivamente afectados y acaban «confundidos en una masa común»[5]. Se producen también pasos menos fácilmente asignables: no por impregnación ni contacto sino por un doble movimiento que va de un tejido a otro, y de una estructura a un funcionamiento; la alteración de una membrana puede, sin ganar la vecina, impedir, de una manera más o menos compleja, el cumplimiento de las funciones de ésta: las secreciones mucosas del estómago pueden estar perturbadas por la inflamación de sus tejidos fibrosos; y las funciones intelectuales pueden estar impedidas por lesiones de la aracnoides.[6] Las formas de penetración entre los tejidos pueden ser más complejas aún: la pericarditis, al afectar las envolturas membranosas del corazón provoca un trastorno de funcionamiento que acarrea la hipertrofia d el órgano, y por consiguiente una modificación de su sustancia muscular.[7] La pleuresía no toca, en su origen, más que a la pleura del pulmón; pero ésta, bajo el efecto de la enfermedad, secreta un líquido albuminoso que, en los casos crónicos recubre todo el pulmón; éste se atrofia, su actividad disminuye has ta un detenimiento casi total del funcionamiento, y está éste entonces tan reducido en superficie y en volumen que se puede pensar en una destrucción de la mayor parte de sus tejidos.[8]
4. PRINCIPIO DE LA ESPECIFICACIÓN DE LA FORMA DE ATAQUE DE LOS TEJIDOS
Las alteraciones, cuya trayectoria y cuyo trabajo están determinados por los principios precedentes, señalan una tipología que no depende sólo del punto que atacan, sino de una naturaleza que les es propia. Bichat no había estado muy lejos en la descripción de estos diversos modos, ya que no había distinguido sino las inflamaciones y los cirros. Laënnec, lo hemos visto,¿[9] ha intentado una tipología general de las alteraciones (de textura, de forma, de nutrición, de posición, en fin, de las que se deben a la presencia de cuerpos extraños). Pero la noción misma de alteración de textura, es insuficiente para describir las diversas maneras en las cuales un tejido puede ser atacado en su constitución interna. Dupuitren propone distinguir las transformaciones de un tejido en otro y las producciones de nuevos tejidos. En un caso, el organismo produce un tejido que existe regularmente, pero que no se encuentra por lo común sino bajo otra localización: por ejemplo las osificaciones contra natura; se pueden enumerar producciones celulares, adiposas, fibrosas, cartilaginosas, óseas, serosas, sinoviales, mucosas; se trata en ellas de aberraciones de las leyes de la vida, no de alteraciones. En el caso, por el contrario, en que se crea un tejido nuevo, es que las leyes de la organización están perturbadas fundamentalmente; el tejido de la lesión se aparta de todo tejido existente en la naturaleza: la inflamación, los tubérculos, los cirros, el cáncer. Por último, articulando esta tipología en los principios de la localización de los tejidos, Dupuitren observa que cada membrana tiene un tipo privilegiado de alteración: los pólipos, por ejemplo, para las mucosas, y la hidropesía para las membranas serosas.[10] Aplicando este principio, es como Bayle ha podido seguir paso a paso la evolución de la tisis, reconocer la unidad de sus procesos, especificar sus formas, y distinguirla de las afecciones cuya sintomatología puede ser parecida, pero que responden a un tipo de alteración absolutamente diferente. La tisis se caracteriza por una «desorganización progresiva» del pulmón, que puede tomar una forma tuberculosa, ulcerosa, de cálculo, granulosa, con melanosis, o cancerosa; y no se la debe confundir, ni con la irritación de las mucosas (catarro), ni con la alteración de las secreciones serosas (pleuresía), ni sobre todo con una modificación que ataca también al pulmón mismo, pero bajo la forma de la inflamación: la peripneumonía crónica.[11]
5. PRINCIPIO DE LA ALTERACIÓN DE LA ALTERACIÓN
La regla precedente excluye de una manera general las afecciones diagonales que atraviesan diversos modos de a taques y los utilizan alternativamente. Hay, no obstante, efectos de facilitación que encadenan unos a otros los diferentes trastornos: la inflamación de los pulmones y el catarro no constituyen la tuberculosis; favorecen no obstante su desarrollo.[12] El carácter crónico, o por lo menos la extensión en el tiempo de un ataque, autoriza a veces a señalar una afección por otra. La congestión cerebral bajo la forma instantánea de una fluxión brusca, provoca una distensión de los canales (de ahí los vértigos, los desvanecimientos, las ilusiones de óptica, los zumbidos de oídos) o, si está concentrada en un punto, una ruptura de los canales con hemorragia y parálisis inmediata. Pero si la congestión se hace por invasión lenta, hay primeramente una infiltración sanguínea en la materia Cerebral (acompañada de convulsiones y de dolores), un reblandecimiento correlativo de esta sustancia, que, por mezcla con la sangre, se altera en profundidad, se aglutina para formar islotes inertes (de ahí las parálisis); por último se produce una desorganización completa del sistema arteriovenoso en el parénquima cerebral y a menudo incluso en la aracnoides. Desde las primeras formas de reblandecimiento, se pueden comprobar difusiones serosas, además de una infiltración de pus que a veces se recoge en un absceso; a fin de cuentas la supuración y el reblandecimiento extremos de los canales, remplazan la irritación debida a su congestión y a su tensión demasiado fuerte.[13]
Estos principios definen las reglas del curso patológico y describen por adelantado los caminos posibles que deben seguir. Fijan la red de su espacio y de su desarrollo, haciendo aparecer en transparencia las nervaduras de la enfermedad. Ésta toma la figura de una gran vegetación orgánica, que tiene sus formas de crecimiento, su arraigamiento y sus regiones privilegiadas de crecimiento. Espacializados en el organismo, de acuerdo con líneas y regiones que les son propias, los fenómenos patológicos toman el aspecto de procesos vivos. De ahí dos consecuencias: la enfermedad está arraigada en la vida misma, nutriéndose de ella, y participando de este «comercio recíproco de acción donde todo se sucede, se encadena y se vincula».[14] No es ya un acontecimiento o una naturaleza importados del exterior; es la vida modificándose, en un funcionamiento desviado: «Todo fenómeno fisiológico se relaciona en último análisis con las propiedades de los cuerpos vivos considerados en su estado natural; todo fenómeno patológico deriva del aumento de éstos, de su disminución, y de su alteración.»[15] La enfermedad es una desviación interior de la vida. Además, cada conjunto mórbido se organiza sobre el modelo de una individualidad viva: hay una vida de los tubérculos y de los cánceres; hay una vida de la inflamación; el viejo rectángulo que la calificaba (tumor, enrojecimiento, calor, dolor), es insuficiente para restituir su desarrollo a lo largo de las diversas estratificaciones orgánicas: en los capilares sanguíneos, pasa por la resolución, la gangrena, el endurecimiento, la supuración y el absceso; en los capilares blancos, la curva se extiende de la resolución, a la supuración blanca y tuberculosa, y de ahí a las úlceras corrosivas incurables.[16] Es menester por consiguiente sustituir la idea de una enfermedad que atacaría la vida, por la noción mucho más restringida de la vida patológica. Los fenómenos mórbidos deben comprenderse a partir del texto mismo de la vida, y no de una esencia nosológica: «Se han considerado las enfermedades como un desorden; no se ha visto en ellas una serie de fenómenos dependientes los unos de los otros y que tienden con la mayor frecuencia a un fin determinado: se ha olvidado completamente la vida patológica.»
¿Desarrollo no caótico, al fin sabio de la enfermedad? Pero esto era algo adquirido y desde hacía mucho tiempo; la regularidad botánica, la constancia de las formas clínicas habían puesto orden, mucho antes de la nueva anatomía, en el mundo del mal. El hecho del ordenamiento no es nuevo, sino su modo y su fundamento. Desde Sydenham y hasta Pinel, la enfermedad se originaba y adquiría un rostro en una estructura general de racionalidad en la cual se trataba de la naturaleza y del orden de las cosas. A partir de Bichat, el fenómeno patológico es percibido sobre el fondo de la vida, encontrándose vinculado de este modo a las formas concretas y obligadas que ésta toma en una individualidad orgánica. La vida, con sus márgenes finitas y definidas de variación, va a desempeñar en la anatomía patológica el papel que aseguraba, en la nosología, la noción amplia de naturaleza: ésta es el fondo inagotable pero cerrado en el cual encuentra la enfermedad los recursos ordenados de sus desórdenes. Cambio lejano, teórico, que modifica, y a largo plazo, un horizonte filosófico; pero ¿se puede decir que pesa enseguida sobre un mundo de percepción y sobre esta mirada que un médico posa sobre un enfermo?
Con un peso grave y decisivo sin duda. Los fenómenos de la enfermedad encuentran allá su soporte ontológico. Paradójicamente el «nominalismo» clínico dejaba flotar al límite de la mirada médica, en las fronteras grises de lo visible y de lo invisible, algo que era a la vez el todo de los fenómenos y su ley, su punto de recolección, pero también la regla estricta de su coherencia; la enfermedad no tenía verdad sino en los síntomas, pero ella era los síntomas dados en verdad. El descubrimiento de los procesos vitales como contenido de la enfermedad, permite darle un fundamento que no es ni lejano, ni abstracto: un fundamento tan próximo, como es posible, de lo que es manifiesto; la enfermedad no será ya sino la forma patológica de la vida. Las grandes esencias nosológicas, que planeaban por encima del orden de la vida y lo amenazaban, son ahora deformadas por él: la vida es lo inmediato, lo presente y lo perceptible más allá de la enfermedad; y ésta a su vez, reúne sus fenómenos en la forma mórbida de la vida.
¿Reactivación de una filosofía vitalista? Es verdad que el pensamiento de Bordeu, o de Barthez, era familiar a Bichat. Pero si el vitalismo es un esquema de interpretación específica de los fenómenos sanos, o mórbidos, del organismo, es un concepto demasiado endeble para dar cuenta del acontecimiento que fue el descubrimiento de la anatomía patológica. Bichat sólo volvió a tomar el tema de la especificación de lo vivo, para situar la vida a un nivel ontológico más profundo y más enterrado: es para él no un conjunto de caracteres que se distinguen de lo inorgánico, sino el fondo a partir del cual puede percibirse la oposición del organismo a lo no vivo, situado y cargado con todos los valores positivos de un conflicto. La vida no es la forma del organismo, sino el organismo la forma visible de la vida en su resistencia a lo que no vive y se opone a ella. Una discusión entre el vitalismo y el mecanicismo, como entre el humorismo y el solidismo, no tenía sentido, sino en la medida en la cual la naturaleza, fundamento ontológico demasiado amplio, dejaba lugar al juego de estos modelos interpretativos: el funcionamiento normal o anormal, no podía explicarse sino por referencia sea a una forma preexistente, sea a un tipo específico. Pero a partir del momento en el cual la vida no explica sólo una serie de figuras naturales, sino que vuelve a tomar únicamente por su cuenta el papel de fondo absoluto y reflejado que el siglo XVIII prestaba a la naturaleza, la idea misma de un vitalismo perdía su significación y lo esencial de su contenido. Al dar a la vida, y a la vida patológica, un estatuto tan fundamental, Bichat liberó la medicina del problema vitalista y de los que estaban en conexión con él. De aquí este sentimiento, que ha llevado a la reflexión teórica de la mayor parte de los médicos al comienzo del siglo XIX, de que se habían liberado al fin de los sistemas y de las especulaciones. Los clínicos, Cabanis, Pinel, sentían su método como la filosofía realizada;[17] los anatomopatólogos descubren en el suyo una no filosofía, una filosofía abolida, que vencerían aprendiendo al fin a percibir: se trataba sólo de un desplazamiento en el fundamento ontológico sobre el que apoyaban su percepción. Tuvieron la impresión de una reducción teórica absoluta: efecto del milagro, debido sólo a una interpretación radical de la vida.
Situada a este nivel epistemológico, la vida no se distingue en lo sucesivo de lo inorgánico sino a un nivel superficial y en el orden de las consecuencias. Profundamente, está vinculada a la muerte, como a lo que amenaza positivamente y arriesga destruir su forma viva. En el siglo XVIII la enfermedad era a la vez de la naturaleza y de la contranaturaleza, ya que tenía una esencia ordenada pero que estaba en su esencia comprometer la vida natural. A partir de Bichat, la enfermedad va a desempeñar el mismo papel mixto, pero entre la vida y la muerte. Entendámonos: una experiencia similar, ni memoria conocía, y mucho antes de la anatomía patológica, del camino que va de la salud a la enfermedad, y de ella a la muerte. Pero esta relación jamás había sido pensada científicamente, ni estructurada en una percepción médica; adquiere a comienzos del siglo XIX una figura que se puede analizar en dos niveles. El que ya conocemos: la muerte, como punto de vista absoluto sobre la vida, y apertura (en todos los sentidos de la palabra, hasta el más técnico), sobre su verdad. Pero la muerte es también esto contra lo que la vida, en su ejercicio cotidiano viene a chocar; en ella, lo vivo se resuelve naturalmente: y la enfermedad pierde su viejo estatuto de accidente, para entrar en la dimensión interior, constante y móvil de la relación de la vida con la muerte. No es que el hombre muera porque ha caído enfermo; es, fundamentalmente, porque puede morir, por lo que llega el hombre a estar enfermo. Y bajo la relación cronológica vida-enfermedad-muerte, otra figura, anterior y más profunda se traza: la que une la vida y la muerte, para liberar además los signos de la enfermedad.
Más arriba, la muerte había aparecido como la portadora inmóvil de esta mirada que recoge, en una lectura de las superficies, el tiempo de los acontecimientos patológicos; era la condición, según la cual, la enfermedad alcanzaba al fin el discurso verdadero. Ahora aparecía como la fuente de la enfermedad en su ser mismo, esta posibilidad interior a la vida pero más fuerte que ella, que la hace gastarse, desviarse, y al fin desaparecer. La muerte, es la enfermedad hecha posible en la vida. Y si es verdad que para Bichat el fenómeno patológico está arraigado en el proceso fisiológico y deriva de él, esta derivación, en la separación que constituye y que denuncia el hecho mórbido, se funda sobre la muerte. La respiración en la vida es del orden de la vida, pero de una vida que va a la muerte.
De ahí la importancia adquirida, desde la aparición de la anatomía patológica, por el concepto de «degeneración». Noción ya antigua: Buffon la aplicaba a los individuos, o series de individuos que se apartan de su tipo específico;[18] los médicos la utilizaban también para designar este debilitamiento de la robusta humanidad natural, que la vida en sociedad, la civilización, las leyes y el lenguaje, condenan poco a poco a una vida de artificios y de enfermedades; degenerar era describir un movimiento de caída a partir de un estatuto de origen que figuraba por derecho de naturaleza en la cumbre de la jerarquía de las perfecciones y de los tiempos; en esta noción se recogía todo lo que lo histórico, lo a típico y lo que contranatura, podían suponer de negativo. Apoyada, a partir de Bichat, en una percepción de la muerte, al fin declarada en concepto, la degeneración recibirá poco a poco un contenido positivo. En la frontera de las dos significaciones, Corvisart define la enfermedad orgánica por el hecho de que «un órgano, o un sólido vivo cualquiera, está en su todo, o en una de sus partes bastante degenerado de su condición natural para que su acción fácil, regular y constante sea por ello lesionada, o alterada, de una manera sensible y permanente».[19] Definición amplia que envuelve toda forma posible de alteración anatómica y funcional; definición negativa aún, ya que la degeneración no es más que una distancia tomada con relación a un estado de naturaleza: definición que autoriza el primer movimiento de un análisis positivo, ya que Corvisart especifica las formas de éste en «alteraciones de contextura», modificaciones de simetría y cambios en «la manera de ser física y química».[20] La degeneración así comprendida, es la curva exterior en la cual vienen a alojarse, para sostenerla y dibujarla, los puntos singulares de los fenómenos patológicos; es, al mismo tiempo, el principio de lectura de su estructura fina.
En el interior de un cuadro tan general, el punto de aplicación del concepto ha sido discutido. En una memoria sobre las enfermedades orgánicas, Martin[21] opone a las formaciones de los tejidos (de un tipo conocido o nuevo), las degeneraciones propiamente dichas que modifican solamente la forma o la estructura interna del tejido. Cruveilhier, al criticar también un uso demasiado vago del término de degeneración, quiere reservarlo en cambio para esa actividad desordenada del organismo, que crea tejidos, sin análogo en el estado de salud; esos tejidos que presentan, en general, «una textura lardácea, grisácea», se encuentran en los tumores, en las masas irregulares formadas a expensas de los órganos, en las úlceras, o en las fístulas.[22] Para Laënnec, se puede hablar de degeneración en dos casos precisos: cuando un tejido se altera en otro que existe con una forma y una localización diferentes en el organismo (degeneración ósea de los cartílagos, grasosa del hígado); y cu ando un tejido toma una textura y una configuración sin modelo preexistente (degeneración tuberculosa de las glándulas linfáticas o del parénquima pulmonar; degeneración cirrosa de los ovarios, o de los testículos).[23] Pero de todos modos, no se puede hablar de degeneración a propósito de una superposición patológica de tejidos; un engrosamiento aparente de la duramadre, no es siempre una osificación; en el examen anatómico es posible desprender, por una parte, la lama de la aracnoides y, por otra, la duramadre: aparece entonces un tejido que se ha dispuesto entre las membranas, pero que no es la evolución degenerada de una de ellas. No se hablará de degeneración, sino a propósito de un proceso que se desarrolla en el interior de la textura de los tejidos; es la dimensión patológica de su evolución propia. Un tejido degenera cuando está enfermo como tejido.
Esta enfermedad de los tejidos se puede caracterizar por tres indicios. No es simple caída, ni desviación libre: obedece a leyes: «La naturaleza está sujeta a reglas constantes en la construcción, como en la destrucción de los seres.»[24] La legalidad orgánica no es sólo, por consiguiente, un proceso precario y frágil; es una estructura reversible cuyos momentos trazan un camino obligado: «Los fenómenos de la vida siguen leyes hasta en sus alteraciones.»[25] Camino jalonado por figuras cuyo nivel de organización es cada vez más débil; la morfología, la primera, se esfuma (osificaciones irregulares); luego las diferenciaciones intraorgánicas (cirrosis, hepatización del pulmón), por último la cohesión interna del tejido desaparece: cuando está inflamada, la membrana celular de las arterias «se deja dividir como el tocino»,[26] y el tejido del hígado puede ser desgarrado sin esfuerzo. Al límite, la desorganización se convierte en autodestrucción, como en el caso de la degeneración tuberculosa, en la cual la ulceración de los núcleos provoca, no sólo la destrucción del parénquima, sino la de los tubérculos mismos. La degeneración no es, por lo tanto, una vuelta a lo inorgánico; o más bien no es esa vuelta, sino en la medida en que está infaliblemente orientada hacia la muerte. La desorganización que la caracteriza no es la de lo no orgánico, es la de lo no vivo, de la vida aboliéndose: «Debe llamarse tisis pulmonar a toda lesión del pulmón que, entregada a sí misma, produce una desorganización progresiva de esta víscera, como consecuencia de la cual sobrevienen su alteración y por último la muerte.»[27] Por ello hay una forma de degeneración que acompaña constantemente a la vida y define, todo a lo largo de ella, su comparación con la muerte: «Es una idea en la cual la mayor parte de los autores no se ha dignado detenerse, la de la alteración y la lesión de las partes de nuestros órganos por el hecho mismo de su acción.»[28] La usura es una dimensión temporal imborrable de la actividad orgánica: mide el traba jo sordo que desorganiza los tejidos, por el hecho simple de que estos aseguran sus funciones, y de que encuentran «una multitud de agentes exteriores», capaces de «superar sus resistencias». La muerte, poco a poco, desde el primer momento de la acción y en la primera comparación con el exterior, comienza a trazar su inminencia: no se insinúa sólo bajo la forma del accidente posible; forma con la vida, sus movimientos y su tiempo, la trama única que a la vez la constituye enteramente y la destruye.
La degeneración, es al comienzo mismo de la villa, la necesidad de la muerte que es indisociable de ella, y la posibilidad más general de la enfermedad. Concepto cuyo vínculo estructural con el método anatomopatológico a parece ahora con toda claridad. En la percepción anatómica, la muerte era el punto de partida desde lo al to del cual la enfermedad se abría sobre la verdad; la trinidad vida-enfermedad-muerte se articulaba en un triángulo, cuyo ápice culminaba en la muerte; la percepción no podía aprehender en una unidad la vida y la muerte, sino en la medida en que situara la muerte en su propia mirada. Y ahora, en las estructuras percibidas, se puede volver a encontrar la misma configuración, pero invertida en el espejo: la vida con su duración real, la enfermedad como posibilidad de desviación encontrando su origen en el punto profundamente oculto de la muerte; ella dirige, desde abajo, su existencia. La muerte que, en la mirada anatómica, decía retroactivamente la verdad de la enfermedad, hace posible por adelantad o su forma real.
Durante milenios, la medicina había buscado qué modo de articulación podría definir las relaciones de la enfermedad y de la vida. Sólo la intervención de un tercer término pudo dar al encuentro de ambas, a su vez coexistencia a sus interferencias, una forma que fue fundada a la vez en posibilidad conceptual y en la plenitud percibida; este tercer término, es la muerte. A partir de ella, la enfermedad toma cuerpo en un espacio que coincide con el del organismo; sigue las líneas suyas y la corta; se organiza según su geometría general; se desvía también hacia sus singularidades. A partir del momento en el cual la muerte ha sido aprehendida en un organón técnico y conceptual, la enfermedad ha podido ser a la vez espacializada e individualizada. Espacio e individuo, dos estructuras asociadas, que derivan necesariamente de una percepción portadora de muerte.
En su ser profundo, la enfermedad sigue los oscuros, pero necesarios, caminos de las reacciones de los tejidos. ¿Pero qué es ahora su cuerpo visible, ese conjunto de fenómenos sin secreto que la hacían enteramente leíble para la mirada de los clínicos: es decir reconocible por sus signos, pero descifrable también en los síntomas cuya totalidad definía sin residuo su esencia? Todo este lenguaje ¿no corre el riesgo de ser aligerado de su peso específico, y reducido a una serie de acontecimientos de superficie, sin estructura gramatical ni necesidad semántica? Asignando a la enfermedad sordos caminos en el mundo cerrado de los cuerpos, la anatomía patológica atenúa la importancia de los síntomas clínicos y sustituye una metodología de lo visible, por una experiencia más compleja en la cual, la verdad no sale de su inaccesible reserva sino por el paso a lo inerte, a la violencia del cadáver recortado y con él a formas cuya significación viva se borra, en provecho de una geometría masiva.
Nueva transformación de relaciones entre signos y síntomas. En la medicina clínica, bajo su forma primera, el signo no era por naturaleza diferente de los síntomas.[29] Toda manifestación de la enfermedad podía tomar valor de signo sin modificación esencial, a condición de que una lectura médica informada fuera capaz de situarla en la totalidad cronológica del mal. Todo síntoma era signo en potencia, y el signo no era otra cosa que un síntoma leído. Ahora bien, en una percepción anatomoclínica, el síntoma puede perfectamente permanecer mudo, y el núcleo significativo, del cual se le creía armado, rebelarse inexistente. ¿Qué síntoma visible puede indicar, sin duda, la tisis pulmonar? Ni la dificultad para respirar, que se podía encontrar en un caso de catarro crónico, y no encontrarse en un tuberculoso; ni la tos, que pertenece también a la peripneumonía, pero no siempre a la tisis; ni la fiebre héctica, frecuente en la pleuresía, pero que se declara a menudo de modo tardío en los tísicos.[30] El mutismo de los síntomas puede ser rodeado, pero no vencido. El signo desempeña precisamente este papel de vuelta: no es el síntoma que habla, sino lo que sustituye a la ausencia fundamental de palabra en el síntoma. Bayle, en 1810, había sido obligado a recusar sucesivamente todas las indicaciones semiológicas de la tisis: ninguna era evidente, ni cierta: nueve años más tarde, auscultando un enfermo que creía afectado de un catarro pulmonar asociado a una fiebre biliosa, Laënnec tiene la impresión de oír a la voz salir directamente del pecho, y de una pequeña superficie de alrededor de una pulgada cuadrada. Quizá había allí el efecto de una lesión pulmonar, de una especie de abertura en el cuerpo del pulmón. Encuentra el mismo fenómeno en una veintena de tísicos; luego lo distingue de un fenómeno muy próximo, que se puede comprobar en los pleuréticos; la voz parece salir igualmente del pecho, pero es más aguda que lo natural; parece argentina y trémula.[31] Laënnec postula la «pectoriloquia», como el único signo patognomónico de la difusión pleurética. Se ve que, en la experiencia anatomoclínica, el signo tiene una estructura enteramente diferente de la que le había prestado, apenas algunos años antes, el método clínico. En la percepción de Zimmermann, o de Pinel, el signo era tanto más elocuente, o más seguro, cuanto más superficie tenía en las manifestaciones de la enfermedad: así la fiebre era el síntoma decisivo y por consiguiente el más seguro y el más cercano a lo esencial, por el cual se podía reconocer esa serie de enfermedades, que llevaban justamente el nombre de «fiebre». Para Laënnec, el valor del signo no tiene ya relación con la extensión sintomática; su carácter marginal, restringido, casi imperceptible, le permite atravesar, como al sesgo, el cuerpo visible de la enfermedad (compuesto de elementos generales e inciertos) y alcanzar de una vez la naturaleza. Por el mismo hecho, se despoja de la estructura estadística que tenía en la percepción clínica pura: para que pueda producir una certeza, un signo debe formar parte de una serie convergente; y era la configuración aleatoria del conjunto lo que llevaba la verdad; el signo, ahora, habla solo, y lo que pronuncia es apodíctico: la tos, la fiebre crónica, el debilitamiento, las espectoraciones, la hemoptisis, hacen cada vez más probable, pero, a fin de cuentas, jamás enteramente cierta, la tisis; la pectoriloquia, únicamente la designa sin error posible. Por último, el signo clínico remitía a la enfermedad misma; el signo anatomoclínico a la lesión; y si algunas alteraciones de los tejidos son comunes a varias enfermedades, el signo que las haya puesto en evidencia no podrá decir nada sobre la naturaleza del trastorno: se puede comprobar una hepatización del pulmón, pero el signo que la indique no dirá a qué enfermedad se debe.[32] El signo no puede, por lo tanto, si no remitir a una actualidad de la lesión, y jamás a su esencia patológica.
La percepción significativa es por lo tanto estructuralmente distinta en el mundo de la clínica tal como ha existido bajo su primera forma, y tal como ha sido modificada por el método anatómico. Esta diferencia es sensible hasta en la manera en que se tomó el pulso antes y después de Bichat. Para Menuret, el pulso es signo porque es síntoma, es decir, en la medida en que es manifestación natural de la enfermedad y en la cual comunica por derecho propio con su esencia. De este modo un pulso «pleno, fuerte, palpitante», indica plétora de sangre, vigor de las pulsaciones, obstrucción del sistema vascular, que deja prever una hemorragia violenta. El pulso, «toca por sus causas a la constitución de la máquina, a la más importante y a la más extensa de sus funciones; por sus caracteres, hábilmente aprehendidos y desarrollados, pone al descubierto todo el interior del hombre»: gracias a él, «el médico participa de la ciencia del ser supremo».[33] Al distinguir las pulsaciones capitales, pectorales y ventrales, Bordeu no modifica la forma de percepción del pulso. Se trata siempre de leer un cierto estado patológico en el curso de su evolución y de prever su desarrollo con la mejor de las probabilidades; así el pulso pectoral simple es flojo, pleno, dilatado; las pulsaciones son iguales, pero ondulantes, formando una especie de doble honda «con una facilidad, una blandura y una dulce fuerza de oscilación, que no permite confundir esta especie de pulso con las demás».[34] Es el anuncio de una evacuación en la región del pecho. Corvisart, por el contrario, al tomar el pulso de su enfermo, no es el síntoma de una afección lo que interroga, sino el signo de una lesión. El pulso no tiene ya valor expresivo en sus cualidades de blandura, o de plenitud; pero la experiencia anatomoclínica ha permitido establecer el cuadro de correspondencias biunívocas entre el aspecto de las pulsaciones y cada tipo de lesión: el pulso es fuerte, duro, vibrante, frecuente en los aneurismas activos sin complicación; blando, lento, regular, fácil de sofocar en los a neurismas pasivos simples; irregular, desigual, ondulante, en los encogimientos permanentes; intermitente, irregular por intervalos en los encogimientos momentáneos; débil y apenas sensible en los endurecimientos, las osificaciones, el debilitamiento; rápido, frecuente, desordenado y como convulsivo, en caso de ruptura de uno o varios haces carnosos.[35] No se trata ya de una ciencia análoga a la del Ser Supremo, y conforme a las leyes de los movimientos naturales, sino de la formulación de cierto número de percepciones de señales. El signo no habla ya el lenguaje natural de la enfermedad; no toma forma y valor sino en el interior de las interrogaciones planteadas por la investigación médica. Nada impide por lo tanto que sea solicitado y casi fabricado por ella. No es ya lo que, de la enfermedad, se enuncia espontáneamente, sino el punto de encuentro provocado entre los gestos de la búsqueda y el organismo enfermo. Así se explica que Corvisart haya podido reactivar, sin mayor problema teórico, el descubrimiento, relativamente antiguo y enteramente olvidado, de Auenbrugger. Este descubrimiento se apoyaba en conocimientos patológicos bien adquiridos: la disminución del volumen de aire contenido por la cavidad torácica en muchas afecciones pulmonares; se explicaba por un dato de la experiencia simple; la percusión de un tonel, cuando el sonido se vuelve hueco, indica a qué altura está lleno; por último, se justificaba por una experimentación sobre el cadáver: «Si en un cuerpo cualquiera la cavidad sonora del tórax se llena de un líquido por medio de una inyección, entonces el son ido, del lado del pecho que se haya llenado, se hará obscuro en la altura que alcance el líquido inyectado».[36]
Era normal que la medicina clínica, a fines del siglo XVIII dejara en la sombra esta técnica que hacía surgir artificiosamente un signo donde no había síntoma, y solicitaba una respuesta cuando la enfermedad no hablaba de sí misma: clínica que esperaba tanto en su lectura como en su terapéutica. Pero a partir del momento en el cual la anatomía patológica prescribe a la clínica interrogar al cuerpo en su espesor orgánico, y hace aflorar a la superficie lo que sólo estaba dado en capas profundas, la idea de un artificio técnico capaz de sorprender la lesión, vuelve a convertirse en una idea científicamente fundada. La vuelta a Auenbrugger se explica en la misma reorganización de las estructuras que la vuelta a Morgagni. La percusión no se justifica más que si la enfermedad está hecha de una trama de síntomas; se hace necesaria, si el enfermo no es casi otra cosa que un cadáver inyectado, tonel lleno a medias.
Establecer estos signos, artificiales o naturales, es arrojar sobre el cuerpo vivo toda una red de señales anatomopatológicas: dibujar en puntillado la autopsia futura. El problema es por lo tanto hacer aflorar a la superficie, lo que se escalona en profundidad; la semiología no será ya una lectura, sino ese conjunto de técnicas que permite constituir una anatomía patológica proyectara. La mirada del médico se dirigirá sobre una continuación y sobre una región de acontecimientos patológicos; debía ser sincrónica y diacrónica a la vez, pero de todas maneras estaba colocada en una obediencia temporal; analizaba una serie. La mirada del anatomoclínico deberá señalar un volumen; tendrá que vérselas con la complejidad de datos espaciales, que por primera vez en medicina son tridimensionales. Mientras que la experiencia clínica implicaba la constitución de una trama mixta de lo visible y de lo legible, la nueva semiología exige una especie de triangulación sensorial a la cual deben colaborar atlas diversos, y hasta entonces excluidos de las técnicas médicas: el oído y el tacto, vienen a añadirse a la vista.
Desde hace decenas de siglos, los médicos, ante todo, probaban las orinas. Muy tarde, se han puesto a tocar, a golpear, a escuchar. ¿Prohibiciones morales, al fin levantadas por los progresos de las Luces? Se comprendería mal, si tal fuera la explicación, que Corvisart, bajo el imperio, haya reinventado la percusión, y que Laënnec, bajo la restauración, haya inclinado el oído, por primera vez, hacia el pecho de las mujeres. El obstáculo moral no fue experimentado sino una vez constituida la necesidad epistemológica; la necesidad científica sacó a la luz la prohibición como tal; el saber inventa el secreto. Zimmermann deseaba, para conocer la fuerza de la circulación, que «los médicos tuvieran la enfermedad de hacer sus observaciones a este respecto llevando inmediatamente la mano sobre el corazón»; pero comprueba que «nuestras costumbres delicadas nos lo impiden, sobre todo con las mujeres».[37] Double, en 1811, critica este «falso pudor», y esta «excesiva contención», no porque estime permisible una práctica semejante sin reserva alguna; sino porque «esta exploración que se hace muy exactamente por encima de la camisa, puede realizarse con toda la decencia posible».[38] La pantalla moral, cuya necesidad es reconocida, va a convertirse en mediación técnica. La libido sciendi, reforzada con la prohibición que ha provocado y descubierto, lo desvía haciéndola más imperiosa; le da justificaciones científicas y sociales, la inscribe en la necesidad, para mejor fingir de borrar la de la ética, y construye sobre ella la estructura que la atraviesa ahora. No es ya el pudor el que impide el contacto, sino la suciedad y la miseria; no ya la inocencia, sino la desgracia de los cuerpos. Inmediata, la auscultación es tan «incómoda para el médico como para el enfermo; sólo el disgusto la hace casi impracticable en los hospitales; apenas puede proponerse en la mayor parte de las mujeres, y en algunas incluso el volumen de los senos es un obstáculo físico para lo que se puede emplear». El estetoscopio mide una prohibición transformada en disgusto, y un impedimento material: «Fui consultado en 1816 por una persona joven que presentaba síntomas de enfermedad de corazón y en la cual la aplicación de la mano y la percusión daban pocos resultados por causa de su robustez. La edad y el sexo de la enferma me impedían el tipo de examen de que acabo de hablar (la aplicación del oído a la región precordial), recordé un fenómeno de acústica muy común: si se aplica el oído a la extremidad de una viga se oye con mucha claridad un golpe de alfiler dado en la otra punta».[39] El estetoscopio, distancia solidificada, trasmite acontecimientos profundos, e invisibles, a lo largo de un eje medio táctil, medio auditivo. La mediación instrumental en el exterior del cuerpo autoriza un retroceso que mide una distancia moral; la prohibición de un contacto físico permite fijar la imagen virtual de lo que ocurre lejos y por debajo de la región visible. La lejanía del pudor es, para lo oculto, una pantalla de proyección. Lo que no puede verse, se muestra en la distancia de lo que no se debe ver. La mirada médica, así armada, envuelve, más que dice, la palabra única de «mirada». Comprime en una estructura única campos sensoriales diferentes. La trinidad vista-tacto-oído define una configuración perceptiva, en la cual el mal inaccesible es acorralado por señales, medido en profundidad, sacado a la superficie y proyectado virtualmente sobre los órganos dispersos del cadáver. El «vistazo», se ha convertido en una organización compleja para los fines de asignación espacial de lo invisible. Cada órgano de los sentidos recibe una función instrumental parcial. Y el ojo no tiene sin duela la más importante; la vista, ¿qué puede cubrir sino «el tejido de la piel y el principio de las membranas»? El tacto, permite señalar los tumores viscerales, las masas cirróticas, las inflamaciones del ovario, las dilataciones del corazón; en cuanto al oído, percibe «la crepitación de los fragmentos óseos, los zumbidos del aneurisma, los sonidos más o menos claros del tórax y del abdomen cuando se percuten»;[40] la mirada médica estará dotada en lo sucesivo de una estructura plurisensorial. Mirada que toca, oye y, además, no por esencia o necesidad, ve. Una vez no hace costumbre; citaré un historiador de la medicina: «Tan pronto como con el oído o con el dedo, se pueda reconocer en lo vivo lo que rebela la disección en el cadáver, la descripción de las enfermedades y por consiguiente la terapéutica, entrarán en una vía enteramente nueva.»[41]
No hay que dejar escapar lo esencial. Las dimensiones táctil y auditiva no han venido pura y simplemente a añadirse al dominio de la visión. La triangulación sensorial indispensable para la percepción anatomoclínica, permanece bajo el signo dominante de lo visible; primeramente, porque esta percepción multisensorial no es más que una manera de anticiparse a ese triunfo de la mirada que será la autopsia; el oído y la mano no son más que órganos provisionales que remplazan, esperando que la muerte conceda a la verdad la presencia luminosa de lo visible; se trata de un señalar en la vida, es decir, en la noche, para indicar lo que serán las cosas en la claridad blanca de la muerte. Y sobre todo, las alteraciones descubiertas por la anatomía conciernen «a la forma, a la grandeza, a la posición y a la dirección», de los órganos, o de sus tejidos:[42] es decir, datos espaciales que señalan por el derecho de origen de la mirada. Cuando Laënnec habla de las alteraciones de estructura, no se trata jamás de lo que está más allá de lo visible, ni incluso de lo que sería sensible a un tacto delicado, sino de soluciones de continuidad, de acumulaciones de líquidos, de crecimientos anormales, o de inflamaciones señaladas por la hinchazón del tejido, o su enrojecimiento.[43] De todos modos, el límite absoluto, el fondo de la exploración perceptiva están trazados siempre por el plano claro de una visibilidad por lo menos virtual. «Es una imagen que ellos se pintan —dice Bichat hablando de los anatomistas más que las cosas que aprenden. Deben ver más que meditar.»[44] Cuando Corvisart oye un corazón que funciona mal, Laënnec una voz aguda que tiembla, es una hipertrofia, es una difusión lo que ven, de esta mirad a que acosa secretamente su audición y, más allá de ella, la anima.
En esta forma la mirada médica, después del descubrimiento de la anatomía patológica se encuentra desdoblada: hay una mirada local y circunscrita, la mirad a limítrofe del tocar y de la audición, que no recubre si no uno de los campos sensoriales, y no aflora si no en las superficies visibles. Pero hay una mirada absoluta, absolutamente integrante, que domina y funda todas las experiencias perceptivas. Es la que estructura en una unidad soberana, lo que señala en un nivel más bajo que el ojo, que el oído y que el tacto. Cuando el médico observa, todos sus sentidos abierto, otro ojo se posa sobre la visibilidad fundamental de las cosas y, a través del dato transparente de la vida, con la cual los sentidos particulares se ven obligados a desviarse, se dirige sin astucia ni rodeo a la clara solidez de la muerte.
La estructura, a la vez perceptiva y epistemológica que gobierna la anatomía clínica y toda la medicina que deriva de ella, es la de la invisible visibilidad. La verdad que, por derecho propio, está hecha para el ojo, le es arrebatada, pero subrepticiamente apenas señalada por lo que trata de evitarla. El saber se desarrolla según todo un juego de envolturas; el elemento oculto toma la forma y el ritmo del contenido oculto, que hace que sea de la misma naturaleza del velo para ser transparente:[45] el fin de los anatomistas «es alcanzado cuando las opacas envolturas que cubren nuestras partes no son ya, a sus ojos ejercitados, sino un velo transparente que deja al descubierto el conjunto y las relaciones».[46] Los sentidos particulares acechan a través de estas envolturas, tratan de rodearla y de levantarlas; su alegre curiosidad inventa mil modos, hasta servirse impúdicamente (testimonio el estetoscopio) del pudor. Pero el ojo absoluto del saber ha confiscado y vuelto a tomar en su geometría de líneas, de superficies y, de volúmenes, las voces roncas o agudas, los silbidos, las palpitaciones, las pieles ásperas y tiernas, los gritos. Soberanía de lo visible. Y tanto más imperiosa como se asocia el poder de la muerte. Lo que oculta y envuelve, el telón de noche sobre la verdad, es paradójicamente la vida; y la muerte, por el contrario, abre para la luz del día el negro cofre de los cuerpos: oscura vida, muerte limpia, los más antiguos valores imaginarios del mundo occidental se cruzan allí en extraño contrasentido, que es el sentido mismo de la anatomía patológica, si se conviene en tratarla como un hecho de civilización del mismo orden, y, por qué no, de la transformación de una cultura que incinera, en cultura que inhuma. La medicina del siglo XIX ha estado obsesionada por este ojo absoluto que da carácter de cadáver a la vida, y vuelve a encontrar en el cadáver la endeble nervadura rota de la vida.
En otro tiempo, los médicos se comunicaban con la muerte por el gran mito de la inmortalidad, o por lo menos de los límites de la existencia poco a poco apartados.[47] Ahora, estos hombres que velan por la vida de los hombres, se comunican con la muerte bajo la forma sutil y rigurosa de la mirada.
Esta proyección del mal sobre el plano de la absoluta visibilidad otorga a la experiencia médica un fondo opaco más allá del cual no le es ya posible prolongarse. Lo que no está en la escala de la mirada cae fuera del dominio del saber posible. De ahí el rechazo de un cierto número de técnicas científicas que, no obstante, utilizaban los médicos en el curso fe los años precedentes. Bichat rechaza incluso el uso del microscopio: «Cuando se mira en la oscuridad cada uno ve a su manera.»[48] El único tipo de visibilidad reconocido por la anatomía patológica es el que está definido por la mirada cotidiana: Una visibilidad de derecho que envuelve, en una invisibilidad provisional, una opaca transparencia, y no «como la investigación microscópica» una invisibilidad de naturaleza que fuerza para un tiempo, una técnica de la mirada artificialmente multiplicada. De una manera que nos parece extraña, pero que es estructuralmente necesaria, el análisis de los tejidos patológicos prescindió, durante años de instrumentos, incluso de los más antiguos de la óptica.
Más significativo aún es el rechazo de la clínica. El análisis, a la manera de Lavoisier, sirvió de modelo epistemológico a la nueva anatomía,[49] pero no funcionó como prolongación técnica de su mirada. En la medicina del siglo XVIII, las ideas experimentales eran numerosas; cuando se quería saber en qué consistía la fiebre inflamatoria, se hacían análisis de sangre: se comparaba el peso medio de la masa coagulada y el de la «linfa que se separa de ellas»; se hacían destilaciones y se medían las masas de sal fija y volátil, de aceite y tierra, encontradas en un enfermo y en un sujeto sano.[50] A principios del siglo XIX este apara to experimental desaparece, y el único problema técnico que se plantea es saber si al abrir el cadáver el enfermo afectado de fiebre inflamatoria tendrá, o no, alteraciones visibles. «Para caracterizar una lesión mórbida —explica Laënnec— basta comúnmente describir sus caracteres físicos, o sensibles, e indicar la marcha que ésta sigue en su desarrollo y sus conclusiones»; a lo más se pueden utilizar algunos «reactivos químicos» con la condición de que sean muy simples y destinados sólo a «hacer resurgir algunos caracteres físicos»: Así se puede calentar un hígado, o verter un ácido sobre una degeneración en la que se ignora si es grasa, o albuminoidea.[51]
La mirada, para ella sola, domina todo el campo del saber posible; la intervención de las técnicas que plantean problemas de medida, de sustancia, de composición, al nivel de las estructuras invisibles es puesta fuera de circuito. El análisis no se hace en el sentido de una profundización indefinida hacia las configuraciones más finas, y hasta las de lo inorgánico; en esta dirección, choca muy pronto con el límite absoluto que le prescribe la mirada, y de allí, tomando la perpendicular, se desliza lateralmente hacia la diferenciación de las cualidades individuales. Sobre la línea en la cual lo visible está próximo a resolverse en lo invisible, sobre esta cúspide de su desvanecimiento, las singularidades vienen a contar. Un discurso sobre el individuo es de nuevo posible, o más bien necesario, porque es la única manera para la mirada de no renunciar a sí misma, de no abolirse en las figuras de experimentos donde estaría desarmada. El principio de la visibilidad tiene por correlativo, el de la lectura diferencial de los casos.
Lectura cuyo proceso es muy diferente de la experiencia clínica bajo su forma primera. El método analítico consideraba el «caso» en su función única de soporte semántico; las formas de la coexistencia, o de la serie, en las cuales era tomado, permitían anular lo que podía comportar de accidental, o de variable; su estructura legible no aparecía sino en la neutralización de lo que no era lo esencial. La clínica era ciencia de los casos en la medida en que procedía inicialmente al afelpamiento de las individualidad. En el método anatómico, la percepción individual está dada al término de una cuadrícula espacial cuya estructura más fina constituye la más diferenciada y, paradójicamente, la más abierta a lo accidental siendo la más explicativa. Laënnec, observa una mujer que presenta síntomas característicos de una afección cardíaca: rostro pálido e hinchado, labios violeta, extremidades inferiores infiltradas, respiración corta, acelerada, jadeante, quintas de tos, acostarse en supinación imposible. La apertura del cadáver muestra una tisis pulmonar con cavidades concretas y tubérculos amarillos en el centro, grises y transparentes en la circunferencia. El corazón estaba en un estado más o menos natural (a excepción de la aurícula derecha fuertemente dilatada). Pero el pulmón izquierdo se adhería a la pleura por una ligadura celulosa y ofrecía en ese sitio estrías irregulares y convergentes; la parte superior del pulmón presentaba hojas muy largas y entrecruzadas.[52] Esta modalidad particular de la lesión tuberculosa manifestaba respiración difícil, un poco sofocante, alteraciones circulatorias, que daban al cuadro clínico un aspecto netamente cardíaco. El método anatomoclínico integra, por primera vez, en la estructura de la enfermedad, la constante posibilidad de una modulación individual. Esta posibilidad existía, sin duda, en la medicina interior: pero estaba pensada bajo la forma abstracta del temperamento del sujeto, o de las influencias debidas al medio, o de intervenciones terapéuticas, encargadas de modificar desde el exterior un tipo patológico. En la percepción anatómica, la enfermedad nunca está dada sino con un cierto «movimiento»; tiene, desde el comienzo, una latitud de inserción, de progreso, de intensidad, de aceleración que dibuja su figura individual. No es una desviación sobreañadida a la desviación patológica; la enfermedad es en sí misma desviación perpetua en el interior de su naturaleza esencialmente desviante. No hay sino enfermedad individual: no porque el individuo reacciona sobre su propia enfermedad, sino porque la acción de la enfermedad se desenvuelve, por derecho propio, en la forma de la individualidad.
De ahí, la flexión nueva dada al lenguaje médico. No se trata ya por una correspondencia biunívoca, de promover lo visible en legible, y de hacerlo pasar a lo significativo por la universalidad de un lenguaje codificado, sino de abrir por el contrario las palabras a un cierto refinamiento cualitativo, cada vez más concreto, más individual, más modelado; importancia del color, de la consistencia, del «grano», preferencia atribuida a la metáfora sobre la medida (grande como…, de la talla de…); apreciación de la facilidad, o de la dificultad en operaciones simples (desgarrar, aplastar, prensar); valor de las cualidades intersensoriales (liso, untuoso, abollado); comparaciones empíricas y referencias a lo cotidiano, o a lo normal (más ahondado que en el estado natural, sensación intermedia «entre la de una vejiga húmeda llena de aire hasta la mitad, que se oprime entre los dedos y la crepitación natural de un tejido pulmonar en el estado sano»).[53] No se trata ya de poner en correlación un sector perceptivo y un elemento semántico, sino de desviar enteramente el lenguaje hacia esta región en lo cual lo percibido, en su singularidad, corre el riesgo de escapar a la forma de la palabra y de llegar a ser al fin imperceptible a fuerza de no poder ser dicho. Mientras que descubrir no será leer, bajo un desorden, una coherencia esencial, sino llevar algo más lejos la línea de espuma del lenguaje, hacerle morder esta región de arena que está aún abierta a la claridad de la percepción, pero que no lo está ya a la palabra familiar. Introducir el lenguaje en esa penumbra, en la cual la mirada no tiene ya palabras. Trabajo duro y cumplido; trabajo que hace ver, como Laënnec hizo ver con claridad, fuera de la masa confusa de los cirros, el primer hígado cirrótico de la historia de la percepción médica. La extraordinaria belleza formal del texto lee, en un sólo movimiento, la labor inferior de un lenguaje que persigue la percepción de toda la fuerza de su búsqueda estilística, y la conquista de una individualidad patológica hasta entonces no percibida: «El hígado reducido a un tercio de su volumen se encontraba, por así decir, oculto en la región que ocupa; su superficie externa ligeramente cubierta de protuberancias y seca, ofrecía un color gris amarillento; inciso, parecía enteramente compuesto de una multitud de pequeños granos de forma redonda, u ovoidal cuyo grosor variaba desde el de un grano de mijo, hasta el de un grano de cañamón. Estos granos, fáciles de separar los unos de los otros, no dejaban entre ellos casi ningún intervalo en el cual se pudiera distinguir aún algún resto de tejido propio del hígado; su color era leonado, o de un amarillo rojizo, tirando en algunos lugares al verdoso; su tejido, muy húmedo, opaco, era al tacto flojo más que blando, y al oprimir los granos entre los dedos, no se aplastaba más que una pequeña parte; el resto ofrecía al tacto la sensación de un pedazo de cuero blando».[54]
La figura de lo invisible visible organiza la percepción anatomopatológica. Pero se la ve, de acuerdo con una estructura reversible. Se trata del visible al que la individualidad viva, el cruzamiento de los síntomas la profundidad orgánica hacen invisible de hecho y por un tiempo, antes de la repetición soberana de la mirada anatómica. Pero se trata también de ese invisible de las modulaciones individuales, cuyo esclarecimiento parecía imposible incluso a un clínico como Cabanis,[55] y que el esfuerzo de un lenguaje incisivo, paciente y roedor, ofrece al fin a la claridad común de lo que es visible para todos. El lenguaje y la muerte han representado en cada nivel de esta experiencia, y según todo su espesor, para ofrecer al fin a una percepción científica, lo que para ella había sido durante mucho tiempo lo invisible visible —prohibición, e inminente secreto: el saber del individuo.
El individuo, no es la forma inicial y la más aguda en la cual se presenta la vida. No está entregado al saber sino al término de un largo movimiento de espacialización cuyos instrumentos decisivos han sido un cierto uso del lenguaje y una difícil concepción de la muerte. Bergson, está estrictamente en un contrasentido cuando busca en el tiempo y contra el espacio, en una aprehensión de lo interior y muda, en una loca cabalgata hacia la inmortalidad, las condiciones según las cuales es posible pensar la individualidad viva. Bichat, un siglo antes, daba una lección más severa. La vieja ley aristotélica, que prohibía sobre el individuo el discurso científico, ha sido apartada cuando, en el lenguaje, la muerte ha encontrado el lugar de su concepto: el espacio ha abierto entonces a la mirada la forma diferenciada del individuo. De acuerdo con el orden de las correspondencias históricas, esta introducción de la muerte en el saber, se prolonga lejos: el fin del siglo XVIII vuelve a sacar a la luz un tema que, desde el Renacimiento, había permanecido en la sombra. Ver en la vida la muerte, en su cambio la inmovilidad, bajo su sonrisa el espacio esquelético y fijo, y, al término de su tiempo, el comienzo de un tiempo trastornado que hormiguea de innumerables vidas, es la estructura de una experiencia barroca cuya reaparición atestigua el siglo pasado, cuatrocientos años después de los frescos del Campo Santo. Bichat, en definitiva, ¿no es el contemporáneo de aquel que hizo entrar de golpe, en el más decisivo de los lenguajes, el erotismo y su inevitable punzada, la muerte? Una vez más, el saber y el erotismo denuncian, en esta coincidencia, su profundo parentesco. En todos los últimos años del siglo XVIII, esta pertenencia abre la muerte a la tarea y a los principios infinitos del lenguaje. El siglo XIX hablará con obstinación de la muerte; muerte salvaje y castrada de Goya, muerte visible, musculosa, escultural y ofrecida en Géricault, muerte voluptuosa de los incendios en Delacroix, muerte lamartiniana de las efusiones acuáticas, muerte de Baudelaire. Conocer la vida sólo está dado a este saber burlón, reductor, y ya infernal que la desea muerta. La mirada que envuelve, acaricia, detalla, anatomiza la carne más individual, y señala sus secretos mordiscos, es esta mirada fija, atenta, un poco dilatada, que desde lo alto de la muerte ha condenado ya la vida.
Pero la percepción de la muerte en la vida no tiene la misma función en el siglo XIX que en el Renacimiento. Tenía entonces significaciones reductoras: la diferencia de destino, de fortuna, de condiciones, estaba borrada por su gesto universal; atraía irrevocablemente a cada uno hacia todos; las danzas de los esqueletos figuraban, a la inversa de la vida, especies de saturnales igualitarias; la muerte, infaliblemente, compensaba la suerte. Ahora es constitutiva por el contrario de singularidad; en ella se reúne el individuo, escapando a las vidas monótonas y su nivelación; en el acercamiento lento, subterráneo a medias pero visible de la muerte, la sorda vida común se convierte al fin en individualidad; un cerco negro la aísla y le da el estilo de su verdad. De ahí la importancia de lo mórbido. Lo macabro implicaba una percepción homogénea de la muerte, una vez franqueado su umbral. Lo mórbido, autoriza una percepción sutil de la manera en la cual la vida encuentra en la muerte su figura más diferenciada. Lo morboso, es la forma rarificada de la vida; en el sentido de que la existencia se agota, se extenúa en el vacío de la muerte; pero así mismo en este otro sentido, de que toma en ella su volumen extraño, irreductible a las conformidades y a los hábitos, a las necesidades recibidas; un volumen singular, que define su absoluta rareza. Privilegio del tísico: en otro tiempo se contraía la lepra sobre el fondo de los grandes castigos colectivos; el hombre del siglo XIX se vuelve pulmonar al completar, en esta fiebre que apresura las cosas y las traiciona, su incomunicable secreto. Por eso las enfermedades de pecho son exactamente de la misma naturaleza que las del amor: son la pasión, vida a la cual la muerte da un rostro que no cambia. La muerte ha abandonado su viejo cielo trágico; hela aquí convertida en el núcleo lírico del hombre: su invisible verdad, su visible secreto.