Muy pronto vincularon los historiadores el nuevo espíritu médico con el descubrimiento de la anatomía patológica; ésta parecía definirlo para lo esencial, llevarlo y recubrirlo, formar a la vez su expresión más viva y su razón más profunda; los métodos de análisis, el examen clínico, y hasta la reorganización de las escuelas y de los hospitales parecían prestarle su significación. «Una época nueva para la medicina acaba de comenzar en Francia…; el análisis aplicado al estudio de los fenómenos fisiológicos, un gusto ilustrado por los escritos de la antigüedad, la reunión de la medicina y de la cirugía, la organización de las escuelas clínicas han operado esta asombrosa revolución caracterizada por los progresos de la anatomía patológica.»[1] Ésta recibía el curioso privilegio de venir, en el último momento del saber, a dar los primeros principios de su positividad.
¿Por qué esta inversión cronológica? ¿Por qué el tiempo habría depositado al término del recorrido lo que estaba contenido en la partida, abriendo el camino y justificándolo? Durante ciento cincuenta años se ha repetido la misma explicación: la medicina no pudo encontrar acceso a lo que la fundaba científicamente, sino dando, con lentitud y prudencia, la vuelta a un obstáculo decisivo, el que la religión, la moral y obtusos prejuicios oponían a que se abrieran cadáveres. La anatomía patológica vivió una vida de penumbra, en los límites de lo prohibido, y gracias a ese valor de los saberes clandestinos que soportaron la maldición; no se diseccionaba sino al amparo de dudosos crepúsculos, en el gran miedo de los muertos: «En el punto del día, en que se acerca la noche —Valsalva— se deslizaba furtivamente en los cementerios, para estudiar allí con holgura los progresos de la vida y de la destrucción»; se vio a su vez a Morgagni «excavar la tumba de los muertos y hundir su escalpelo en cadáveres robados al sepulcro».[2] Luego vinieron las Luces; la muerte tuvo el derecho a la claridad y se convirtió para el espíritu filosófico en objeto y fuente de saber: «Cuando la filosofía introdujo su antorcha en medio de los pueblos civilizados, se permitió al fin llevar una mirada escrutadora a los restos inanimados del cuerpo humano, y estos despojos, antes miserable presa de los gusanos, se convirtieron en la fuente fecunda de las verdades más útiles.»[3] Hermosa trasmutación del cadáver; un tierno respeto lo condenaba a pudrirse, al trabajo negro de la destrucción; en la intrepidez del gesto que no viola sino para sacar a la luz, el cadáver se convierte en el momento más claro en los rostros de la verdad. El saber prosigue donde se formaba la larva.
Esta reconstrucción es históricamente falsa. Morgagni, a mediados del siglo XVIII, no tuvo dificultad para hacer sus autopsias; Hunter tampoco, algunos años más tarde; los conflictos narrados por su biógrafo son del orden de la anécdota y no indican ninguna oposición de principio.[4] La clínica de Viena, desde 1754, contaba con una sala de disección, como la de Pavía que Tissot organiza; Desault, en el Hôtel-Dieu, puede libremente «demostrar sobre el cuerpo privado de vida, las alteraciones que habían hecho al arte inútil».[5] Baste recordar el artículo 25 del Decreto de Marly: «Ordenamos a los magistrados y a los directores de los hospitales que proporcionen cadáveres a los profesores para hacer las demostraciones de anatomía, y para enseñar las operaciones de cirugía.»[6] Así pues, nada de penuria de cadáveres en el siglo XVIII, nada de sepulturas violadas ni de misas negras anatómicas; se está en el pleno día de la disección. Por una ilusión frecuente en el siglo XIX, y a la cual Michelet impuso las dimensiones de un mito, la historia ha prestado al final del Antiguo Régimen los colores de la Edad Media en sus últimos años, ha confundido con los desgarramientos del Renacimiento los problemas y los debates de la Aufklärung.
En la historia de la medicina, esta ilusión tiene un sentido preciso; funciona como justificación retrospectiva: si las viejas creencias han tenido, durante tanto tiempo, tal poder de interdicción, es que los médicos debían experimentar, desde el fondo de su apetito científico, la necesidad reprimida de abrir cadáveres. Ése es el punto del error, y la razón silenciosa que ha hecho cometerlo tan constantemente: desde el día en que se admitió que las lesiones explicaban los síntomas, y que la anatomía patológica fundaba la clínica, fue menester convocar una historia transfigurada, en la cual abrir cadáveres, por lo menos a título de exigencia científica, precedía a la observación, al fin positivo de los enfermos; la necesidad de conocer lo muerto debía existir ya cuando aparecía el cuidado de comprender lo vivo. Con todo esto, se ha imaginado por lo tanto una conjuración negra de la disección, una iglesia de la anatomía militante y doliente, cuyo espíritu oculto habría permitido la clínica antes de ser ella misma la superficie en la práctica regular, autorizada y diurna de la autopsia.
Pero la cronología no es flexible: Morgagni publica su Desedibus en 1760, y por mediación del Sepulchretum de Bonet, se sitúa en la gran filiación de Valsalva; Lieutaud da un resumen de ello en 1767. El cadáver forma parte, sin oposición religiosa ni moral, del campo médico. Ahora bien, Bichat y sus contemporáneos tienen el sentimiento, cuarenta años más tarde, de volver a descubrir la anatomía patológica más allá de una zona de sombra. Un tiempo latente separa el texto de Morgagni, como el descubrimiento de Auenbrugger, de su utilización por Bichat y por Corvisart: cuarenta años que son aquellos en que se ha formado el método clínico. Es allí, no en las viejas obsesiones, donde yace el punto de represión: la clínica, mirada neutra posada sobre las manifestaciones, las frecuencias y las cronologías, preocupada por emparentar los síntomas y por aprehender su lenguaje, era, por su estructura, extraña a esta investigación de los cuerpos mudos, e intemporales; las causas, o los lugares, la dejaban indiferente: historia, no geografía. Anatomía y clínica no son del mismo espíritu: por extraño que esto pueda parecer ahora que está establecido y fundada, lejos en el tiempo, la coherencia anatomo-clínica, es un pensamiento clínico el que durante cuarenta años impidió a la medicina entender la lección de Morgagni. El conflicto no es entre un joven saber y viejas creencias, sino entre dos rostros del saber. Para que, desde el interior de la clínica, se dibuje y se imponga el llamado de la anatomía patológica, será menester un mutuo arreglo: aquí, la aparición de nuevas líneas geográficas, y allá una nueva manera de leer el tiempo. En los términos de esta estructuración en litigio, el conocimiento de la enfermedad viva y sospechosa podrá alinearse sobre la blanca visibilidad de los muertos.
Abrir de nuevo a Morgagni no significaba, no obstante, para Bichat romper con la experiencia clínica que se acababa de adquirir. Por el contrario, la fidelidad al método de los clínicos permanece como lo esencial, e incluso más allá de ella, el cuidado, que comparte con Pinel, de dar fundamento a una clasificación nosológica. Paradójicamente la vuelta a las cuestiones del De sedibus se hace a partir de un problema de agrupación de síntomas y de ordenamiento de enfermedades.
Como el Sepulchretum y muchos tratados de los siglos XVII y XVIII, y las cartas de Morgagni aseguraban la especificación de las enfermedades por una repartición local de sus síntomas o de su punto de origen; la dispersión anatómica era el principio director del análisis nosológico: el frenesí pertenecía como la apoplejía, a las enfermedades de la cabeza; asma, peripneumonía y hemoptisis formaban especies próximas, porque se localizaban las tres en el pecho. El parentesco mórbido se apoyaba en un principio de vecindad orgánica: el espacio que lo definía era local. La medicina de las clasificaciones después de la clínica habían desligado el análisis patológico de este regionalismo, y constituido para ella un espacio a la vez más complejo y más abstracto, donde se trataba de orden, de sucesiones, de coincidencias y de isomorfismos.
El descubrimiento decisivo del Traité des membranes, sistematizado después en la Anatomie générale, es un principio de desciframiento del espacio corporal que es a la vez intraorgánico, interorgánico y transorgánico. El elemento anatómico ha dejado de definir la forma fundamental de la espacialización y de ordenar, por una relación de vecindad, los caminos de la comunicación fisiológica o patológica; no es ya más que una forma segunda de un espacio primario que, por enrollamiento, superposición, condensación, la constituye. Este espacio fundamental está íntegramente definido por la delgadez del tejido; la Anatormie générale enumera veintiuno de ellos: el celular, el nervioso de la vida animal, el nervioso de la vida orgánica, el arterial, el venoso, el de los vasos exhalantes, el de los absorbentes, el óseo, el medular, el cartilaginoso, el fibroso, el fibroso-cartilaginoso, el muscular animal, el muscular, el mucoso, el seroso, el sinovial, el glandular, el dermoideo, el epidermoideo y el piloso. Las membranas son individualidades de tejidos que, a pesar de su delgadez a menudo extrema, no «se ligan sino por relaciones indirectas de organización con las partes vecinas»;[7] una mirada global las confunde a menudo con el órgano que ellas envuelven o definen; se ha hecho la anatomía del corazón sin distinguir el pericardio, la del pulmón sin aislar la pleura; se han confundido el peritoneo y los órganos gástricos.[8] Pero se puede y se debe hacer el análisis de estos volúmenes orgánicos en superficies de tejidos si se quiere comprender la complejidad del funcionamiento y de las alteraciones: los órganos huecos están guarnecidos de membranas mucosas, cubiertas «de un fluido que humedece habitualmente su superficie libre y que proporcionan pequeñas glándulas inherentes a su estructura»; el pericardio, la pleura, el peritoneo, las aracnoides son membranas serosas «caracterizadas por el fluido linfático que las lubrica sin cesar y que está separado por exhalación de la masa de sangre»; el periostio, la duramadre, las aponeurosis están formadas por membranas «que ningún fluido humedece» y «que compone una fibra blanca análoga a los tendones».[9]
Sólo a partir de los tejidos, la naturaleza trabaja con una extrema simplicidad de materiales. Son los elementos de los órganos, pero los atraviesan, los emparentan, y, por encima de ellos, constituyen vastos «sistemas» en los cuales el cuerpo humano encuentra las formas concretas de su unidad. Habrá tantos sistemas como tejidos: en ellos la individualidad compleja, inagotable de los órganos se disuelve, y, de golpe, se simplifica. Así la naturaleza se muestra «uniforme por todas partes en sus procedimientos, variable sólo en sus resultados, avara de los medios que emplea, pródiga de los efectos que obtiene, modificando de mil maneras algunos principios generales».[10] Entre los tejidos y los sistemas, los órganos aparecen como simples repliegues funcionales, enteramente relativos, en su papel, o en sus trastornos, a los elementos de los cuales están constituidos y a los conjuntos en los cuales están presos. Es menester analizar su espesor y proyectarlo sobre dos superficies: la particular, de sus membranas, y la general de los sistemas. Y Bichat sustituye el principio de diversificación según los órganos que ordenaba la anatomía de Morgagni y de sus predecesores, por un principio de isomorfismo de los tejidos fundado en «la identidad simultánea de la conformación exterior, de la estructura, de las propiedades vitales y de las funciones».[11]
Dos percepciones estructuralmente muy distintas: Morgagni quiere percibir bajo la superficie corporal los espesores de los órganos cuyas figuras diversas especifican la enfermedad; Bichat quiere reducir los volúmenes orgánicos a grandes superficies homogéneas de tejidos, a regiones de identidad donde las modificaciones secundarias encontrarán sus parentescos fundamentales, Bichat impone, en el Traité des membranes, una lectura diagonal del cuerpo que se hace de acuerdo con capas de parecidos anatómicos, que a traviesan los órganos, los envuelven, los dividen, los componen y los descomponen, los analizan y al mismo tiempo los vinculan. Se trata del mismo modo de percepción que el que la clínica tomó a la filosofía de Condillac: sacar a la luz un elemental que es al mismo tiempo un universal, y una lectura metódica que, al recorrer las formas de la descomposición, describe las leyes de la composición. Bichat es, en el sentido estricto, un analista: la reducción del volumen orgánico al espacio del tejido es probablemente de todas las aplicaciones del Análisis, la más cercana al modelo matemático que este se había dado. El ojo de Bichat es un ojo de clínico porque concede un privilegio epistemológico absoluto a la mirada de superficie.
El prestigio bien pronto adquirido por el Traité des membranes, toca paradójicamente a lo que lo separa, en lo esencial, de Morgagni, y lo sitúa en el campo del análisis clínico: análisis al cual aporta, no obstante, un entorpecimiento de sentidos.
Mirada de superficie, la de Bichat, no lo es exactamente en el sentido en que lo era la experiencia clínica. La región del tejido no es el lugar vacío y en sí mismo imperceptible en el cual los acontecimientos patológicos ofrecen presa a la percepción; es un segmento de espacio perceptible en el cual se pueden señalar los fenómenos de la enfermedad. En lo sucesivo la superficialidad toma cuerpo, gracias a Bichat, en las superficies reales de las membranas. Las capas de tejido forman el correlato perceptivo de esta mirada de superficie que definía la clínica. La superficie, estructura del que mira, se ha convertido en rostro de lo mirado, por un desplazamiento realista en el cual va a encontrar su origen el positivismo médico.
De ahí el cariz que toma desde su punto de partida la anatomía patológica: el de un fundamento al fin objetivo, real e indudable de una descripción de enfermedades: «Una nosografía fundada en la afección de los órganos será necesariamente invariable.»[12]
En efecto, el análisis de los tejidos permite establecer, por encima de las reparticiones geográficas de Morgagni, formas patológicas generales; se verán dibujarse, a través del espacio orgánico, grandes familias de enfermedades que tienen los mismos síntomas decisivos y el mismo tipo de evolución. Todas las inflamaciones de las membranas serosas se reconocen por su condensación, por la desaparición de su transparencia, por su color blanquecino, por sus alteraciones granulosas, por las adherencias que forman con los tejidos adyacente. Y del mismo modo que las nosologías tradicionales comenzaban por una definición de las clases más generales, la anatomía patológica comenzará por «una historia de las alteraciones comunes a cada sistema», sean cuales fueren, el órgano, o la región afectados.[13] En el interior de cada sistema, será menester restituir en seguida el aspecto que toman, de acuerdo con el tejido, los fenómenos patológicos. La inflamación, que tiene la misma estructura en todas las membranas serosas, no ataca a todas con la misma facilidad y no se desarrolla en ellas con la misma rapidez: por orden decreciente de susceptibilidad, están la pleura, el peritoneo, el pericardio, la túnica vaginal y por último la aracnoides.[14] La presencia de tejidos de la misma textura a través del organismo permite leer de enfermedad en enfermedad, parecidos, parentescos, es decir, todo un sistema de comunicaciones que está inscrito en la configuración profunda del cuerpo. Esta configuración, no local, está hecha de un empalme de generalidades concretas, de todo un sistema organizado de implicaciones. Tiene, en el fondo, la misma armazón lógica que el pensamiento nosológico. Y más allá de la clínica de la cual parte y que quiere fundar, Bichat no encuentra la geografía de los órganos, sino el orden de las clasificaciones. La anatomía patológica ha sido ordinal antes de ser localizadora.
Daba no obstante al análisis un valor nuevo y decisivo, mostrando, a la inversa de los médicos, que la enfermedad no es el objeto pasivo y confuso al cual es menester aplicarla sino en la medida en que es ya y por sí misma el sujeto activo que la ejerce implacablemente sobre el organismo. Si la enfermedad debe analizarse, es que es en sí misma análisis; y la descomposición ideológica no puede ser sino la repetición en la conciencia del médico de lo que ella castiga en el cuerpo del enfermo. Aunque Van Horne, en la segunda mitad del siglo XVII las haya distinguido, muchos autores, como Lieutaud, confundían aún la aracnoides y la piamadre. La alteración las separa claramente; bajo el efecto de la inflamación, la piamadre enrojece, mostrando que está toda ella tejida de canales; es entonces más dura y más seca; la aracnoides se vuelve de un blanco más denso, y se cubre de una exhudación viscosa, sólo ella puede contraer hidropesías.[15] En la totalidad orgánica del pulmón, la pleuresía no ataca sino la pleura, la peripneumonía, al parenquima; las toses catarrales, las membranas mucosas.[16] Dupuytren, ha mostrado que el efecto de las ligaduras no es homogéneo en todo el espesor del canal arterial: desde que se comprime, las túnicas medias, e internas ceden y se dividen; resiste sólo la túnica celulosa, la más exterior, no obstante, porque su estructura está más comprimida.[17] El principio de homogeneidad de los tejidos, que asegura los tipos patológicos generales, tiene como correlativo un principio de división real de los órganos bajo el efecto de las alteraciones mórbidas.
La anatomía de Bichat hace mucho más que dar un campo de aplicación objetiva a los métodos de análisis; hace del análisis un momento esencial del proceso patológico; lo realiza en el interior de la enfermedad, en la trama de su historia. Nada, en un sentido, está más alejado del nominalismo implícito del método clínico, al cual llevaba el análisis sino en las palabras, por lo menos en los segmentos de percepción siempre susceptibles de ser transcritos en un lenguaje; se trata ahora de un análisis comprometido en una serie de fenómenos reales y que actúa de modo que disocia la complejidad funcional en simplicidades anatómicas; libera los elementos que por haber sido aislados por abstracción no son por ello menos reales y concretos; en el corazón, hace aparecer el pericardio, en el cerebro la aracnoides, en el a para to intestinal las mucosas. La anatomía no ha podido ser patológica sino en la medida en que lo patológico anatomiza espontáneamente. La enfermedad, autopsia en la noche del cuerpo, disección en lo vivo.
El entusiasmo que Bichat y sus discípulos experimentaron en seguida por el descubrimiento de la anatomía patológica toma de ahí su sentido: no encontraban a Morgagni, más allá de Pinel, o de Cabanis; encontraban el análisis en el cuerpo mismo; sacaban a la luz, en la profundidad, cosas del orden den de las superficies; definían para la enfermedad un sistema de clases analíticas cuyo elemento de descomposición patológica era principio de generalización de las especies mórbidas. Se pasaba de una percepción analítica a la percepción de los análisis reales. Y muy naturalmente Bichat ha reconocido en su descubrimiento un acontecimiento simétrico al de Lavoisier: «La química tiene sus cuerpos simples que forman por las combinaciones diversos, de las cuales son susceptibles, los cuerpos compuestos… Asimismo, la anatomía tiene sus tejidos simples que… por sus combinaciones forman los órganos.»[18] El método de la nueva anatomía es, como el de la química, el análisis: pero un análisis desligado de su apoyo lingüístico, y que define la divisibilidad espacial de las cosas más que la sintaxis verbal de los acontecimientos y de los fenómenos.
De ahí, la paradójica reactivación del pensamiento clasificador, al comienzo del siglo XIX. Lejos de disipar el viejo proyecto nosológico, la anatomía patológica, que iba a tener razón algunos años más tarde, le da un nuevo vigor, en la medida en que parece aportarle un fundamento sólido: el análisis real según superficies perceptibles.
A menudo nos asombra que Bichat haya citado, al comienzo de su descubrimiento, un texto de Pinel —Pinel, que hasta el fin de su vida debía permanecer sordo a las lecciones esenciales de la anatomía patológica. En la primera edición de la Nosographie, Bichat había podido leer esta frase que fue para él como una revelación: «¿Qué importa que la aracnoides, la pleura y el peritoneo residan en diferentes regiones del cuerpo ya que estas membranas tienen conformidades generales de estructura? ¿No experimentan lesiones análogas en el estado de flegmasia?»[19] En ella había en efecto una de las primeras definiciones del principio de analogía, aplicado a la patología de los tejidos; pero la deuda de Bichat respecto de Pinel es más grande aún, ya que encontraba formuladas, pero no llenas, en la Nosographie, las exigencias a las cuales debía responder este principio de isomorfismo: un análisis con valor de clasificación que permite un ordenamiento general del cuadro nosológico. En el ordenamiento de las enfermedades, Bichat coloca primeramente las «alteraciones comunes a cada sistema», sean cuales fueren el órgano, o la región afectados; pero no atribuye esta forma general sino a las inflamaciones y a los cirros; las demás alteraciones son regionales, y deben estudiarse órgano por órgano.[20] La localización orgánica no interviene sino a título de método residual, allá donde no puede actuar la regla del isomorfismo de los tejidos; Morgagni, no es utilizado más que a falta de una lectura más adecuada de los fenómenos patológicos. Laënnec, estima que esta mejor lectura se hará posible con el tiempo: «Algún día se podrá probar que casi todas las formas de lesión pueden existir en todas las partes del cuerpo humano y que no presentan en cada una de ellas sino ligeras modificaciones.»[21] El mismo Bichat no tiene quizá demasiada confianza en su descubrimiento destinado, no obstante, a «cambiar la faz de la anatomía patológica»; reservó, piensa Laënnec, una parte demasiado importante a la geografía de los órganos, a la cual basta recurrir para analizar los trastornos de forma y de posición (luxaciones, hernias), y los trastornos de nutrición, las atrofias e hipertrofias; puede ser que algún día se puedan considerar como de la misma familia patológica las hipertrofias del corazón y las del encéfalo. En cambio Laënnec analiza, sin límites regionales, los cuerpos extraños y sobre todo las alteraciones de textura, que tienen la misma tipología en todos los conjuntos de tejido: existen siempre ya sean soluciones de continuidad (llagas, fracturas), ya sean acumulaciones, o desbordamientos de líquidos naturales (tumores grasos, o apoplejía), ya sean inflamaciones como en la neumonía, o la gastritis, ya sean, por último, desarrollos accidentales de tejidos que no existían antes de la enfermedad. Éste es el caso de los cirros y de los tubérculos.[22] En la época de Laënnec, Alibert, sobre el modelo de los químicos, intenta establecer una nomenclatura médica: las terminaciones en osis designan las formas generales de la alteración (gastrosis, leucosis, enterosis), en itis designan las irritaciones de los tejidos, en rea, los derrames, etc. Y sólo este proyecto de fijar un vocabulario meticuloso y analítico, confunde sin escándalo (porque aún era conceptualmente posible) los temas de una nosología de tipo botánico, los de la localización a la manera de Morgagni, los de la descripción clínica y los de la anatomía patológica: «Me valgo del método de los botánicos ya propuesto por Sauvages… Método que consiste en aproximar objetos que tienen afinidad y en apartar los que no tienen ninguna analogía. Para llegar a esta clasificación filosófica, para darle bases fijas e invariables, he agrupado las enfermedades según los órganos que son su sede especial. Se verá que era el único medio para encontrar los caracteres que tienen más valor para el médico clínico.»[23]
¿Pero cómo es posible ajustar la percepción anatómica a la lectura de los síntomas? ¿Cómo un conjunto simultáneo de fenómenos espaciales podría fundar la coherencia de una serie temporal que le es, por definición, íntegramente anterior? Desde Sauvages hasta Double, la misma idea de un fundamento anatómico de la patología ha tenido sus adversarios, todos convencidos de que las lesiones visibles del cadáver no podían designar la esencia de la enfermedad invisible. ¿Cómo distinguir, en un conjunto complejo de lesiones, el orden esencial de la serie de los efectos?
¿Las adherencias del pulmón, en el cuerpo de un enfermo de pleuresía, son uno de los fenómenos de la enfermedad misma, o una consecuencia mecánica de la irritación?[24] La misma dificultad fara situar lo primitivo y lo derivado: en un cirro del píloro se encuentran elementos cirrosos en el epiplón y el mesenterio; ¿dónde situar el hecho patológico primero? Por último, los signos anatómicos indican mal la intensidad del proceso mórbido: hay alteraciones orgánicas muy fuertes que no suponen sino ligeros desarreglos en la economía; pero no se supondría que un minúsculo tumor de cerebro pudiera acarrear la muerte.[25] No narrando jamás sino lo visible, y en la forma simple, final y abstracta de su coexistencia espacial, la anatomía no puede decir lo que es encadenamiento, proceso y texto legible en el orden del tiempo. Una clínica de los síntomas busca el cuerpo vivo de la enfermedad; la anatomía no le ofrece más que el cadáver.
Cadáver doblemente engañador ya que, a los fenómenos que la muerte interrumpe se añaden los que ésta provoca y deposita en los órganos según un tiempo que le es propio. Hay, por supuesto, los fenómenos de descomposición, difíciles de disociar de los que pertenecen al cuadro clínico de la gangrena, o de la fiebre pútrida; hay en cambio los fenómenos de receso o de desaparición: el enrojecimiento de las irritaciones desaparece muy pronto después de detenerse la circulación; esta interrupción de los movimientos naturales (pulsaciones del corazón, difusión de la linfa, respiración), determina efectos cuya división de los elementos mórbidos es difícil hacer: la obstrucción del cerebro y el reblandecimiento rápido que le sigue ¿son el efecto de una congestión patológica, o de una circulación interrumpida por la muerte? Por último, es menester quizá tener en cuenta lo que Hunter llamó el «estímulo de la muerte», y que desencadena el detenerse de la vida sin pertenecer a la enfermedad, de la cual, no obstante, depende.[26] En todo caso, los fenómenos de agotamiento que se producen al término de una enfermedad crónica (flaccidez muscular, disminución de la sensibilidad y de la conductibilidad) señalan más, una cierta relación de la vida con la muerte, que una estructura patológica definida. Dos series de preguntas se plantean a una anatomía patológica que quiere fundar una nosología: una, concerniente a la coyuntura de un conjunto temporal de síntomas y de una coexistencia espacial de tejidos; otra, concerniente a la muerte y a la definición rigurosa de su relación con la vida y con la enfermedad. En su esfuerzo por resolver estos problemas, la anatomía de Bichat hace caer todas sus significaciones primitivas.
Para rechazar la primera serie de objeciones, ha parecido que no había necesidad de modificar la estructura misma de la mirada: clínica: ¿No basta mirar a los muertos como se mira a los vivos? Y aplicar a los cadáveres el principio diacrítico de la observación médica: No hay hecho patológico sino comparado.
En el uso de este principio, Bichat y sus sucesores encuentran no sólo a Cabanis y a Pinel, sino a Morgagni, a Bonet y a Valsalva. Los primeros anatomistas sabían bien que era menester «ejercer la disección de cuerpos sanos», si se quería descifrar, en un cadáver, una enfermedad: ¿De qué modo, si no, distinguir una enfermedad intestinal, de estas «concreciones poliposas» que produce la muerte o que aportan a veces las estaciones en los sanos?[27] Es menester también comparar los sujetos muertos de la misma enfermedad, admitiendo el viejo principio que formulaba el Sepulchretum; las alteraciones observadas en todos los cuerpos definen, si no la causa, por lo menos la sede de la enfermedad, y quizá su naturaleza; las que difieren de una autopsia a otra son del orden del efecto, de la simpatía, o de la complicación.[28]
Comparación por último entre lo que se ve de un órgano alterado, y lo que se sabe de su funcionamiento normal: es menester «comparar constantemente estos fenómenos sensibles y propios de la vida, de la salud de cada órgano, con los desarreglos que cada uno de ellos presenta en su lesión».[29]
Pero lo propio de la experiencia anatomoclínica es haber aplicado el principio diacrítico a una dimensión mucho más compleja y problemática: aquella en la cual vienen a articularse las formas reconocibles de la historia patológica y los elementos visibles que ésta deja aparecer una vez concluida. Corvisart sueña sustituir el viejo tratado de 1760 por un texto, libro primero y absoluto de la anatomía patológica, que tendría por título: De sedibus et causis morborum per signa diagnostica investigatis et per anatomen confirmatis.[30] Y esta coherencia anatomo-clínica que Corvisart percibe en el sentido de una confirmación de la nosología por la autopsia, la define Laënnec en dirección inversa: un remontarse de la lesión a los síntomas que ella ha provocado: «La anatomía patológica es una ciencia que tiene por fin el conocimiento de las alteraciones visibles que el estado de enfermedad produce en los órganos del cuerpo humano. Abrir cadáveres es el medio de adquirir este conocimiento; pero para que éste sea de una utilidad directa… es menester unir a ello la observación de los síntomas, o de las alteraciones de funciones que coinciden con cada especie de alteraciones de órganos».[31] Es menester, por lo tanto, que la mirada médica recorra un camino que no le había sido abierto hasta entonces: vía vertical que va de la superficie sintomática a la superficie del tejido, vía en profundidad que se hunde de lo manifiesto hacia lo oculto, vía que es menester recorrer en los dos sentidos y continuamente si se quiere, de un término a otro, definir la red de las necesidades esenciales. La mirada médica que hemos visto posarse en regiones de dos dimensiones, la de los tejidos y la de los síntomas, deberá, para conciliarlos desplazarse a lo largo de una tercera dimensión. De este modo se definirá el volumen anatomoclínico.
La mirada se hunde en el campo que se ha dado la tarea de recorrer. La lectura clínica, bajo su forma pura, implicaba una soberanía del sujeto que descifra, que, más allá de lo que él deletreaba, daba orden, sintaxis y sentido.[32] El ojo médico, en la experiencia anatomo-clínica, no domina sino estructurando el mismo, en su profundidad esencial, el espacio que debe descubrir: entra en el volumen patológico, o más bien constituye lo patológico como volumen; es la profundidad espacialmente discursiva del mal. Lo que hace que el enfermo tenga un cuerpo espeso, consistente, espacioso, un cuerpo ancho y pesado, no es que ha ya un enfermo, es que hay un médico… o patológico, no forma un cuerpo con el cuerpo mismo sino por la fuerza, espacializante, de esta mirada profunda.
Es menester dejar a las fenomenologías el cuidado de describir en forma de encuentro, de distancia o de «comprensión», los avatares de la pareja médico-enfermo. Tornando las cosas en su severidad estructural, no ha habido ni matrimonio ni pareja; sino constitución de una experiencia, en la cual la mirada del médico se ha convertido en el elemento decisivo del espacio patológico y su armazón interna. Al nivel originario, se ha anudado la figura compleja que una psicología, incluso en profundidad, no es capaz de dominar; a partir de la anatomía patológica, el médico y el enfermo no son ya dos elementos correlativos y exteriores, como el sujeto y el objeto, lo que mira y lo mirado, el ojo y la superficie; su contacto no es posible sino sobre el fondo de una estructura en la cual lo médico y lo patológico se pertenecen, desde el interior, en la plenitud del organismo. El escalpelo no es sino el reluciente, metálico y provisional símbolo de esta pertenencia. No lleva ya este valor de fractura que el siglo XVIII resentía aún tan vivamente; medicina y cirugía no son ya sino una sola y única cosa, en el momento en que el desciframiento de los síntomas se ajusta a la lectura de las lesiones. El cadáver abierto y exteriorizado, es la verdad interior de la enfermedad, es la profundidad extendida de la relación médico-enfermo.
Es menester ahora entrar un poco en detalle y hacer el inventario de los momentos principales de esta nueva percepción.
Sustituye el método de coincidencias, por un análisis que se podría decir en tablero, o en estratos. Las repeticiones sintomáticas dejan a menudo mezclas de formas mórbidas cuya anatomía puede sola mostrar la diversidad. La sensación de ahogo, las palpitaciones repentinas, sobre todo después de un esfuerzo, la respiración corta y difícil, los despertares con sobresaltos, una palidez caquéctica, un sentimiento de presión, o de constricción en la región precordial, de pesadez y de entorpecimiento en el brazo izquierdo significan de una manera masiva enfermedades del corazón, en las cuales sólo la anatomía puede distinguir la pericarditis (que afecta a las envolturas membranosas), el aneurisma (que afecta la sustancia muscular), las contracciones y los endurecimientos (en los cuales el corazón es afectado en sus partes tendinosas, o fibrosas).[33] La coincidencia, o por lo menos la sucesión regular del catarro y de la tisis, no prueba, a pesar de los nosógrafos, su identidad, ya que la autopsia muestra en un caso una afección de la membrana mucosa, en el otro, una alteración del parenquima que pueden ir hasta la ulceración.[34] Pero a la inversa, es menester reunir como perteneciente a la misma célula local la tuberculosis y la hemoptisis, entre las cuales una sintomatología como la de Sauvages no encontraba un vínculo de frecuencia suficiente para reunirlas. La coincidencia que define la identidad patológica no tendrá valor sino para una percepción localmente dividida.
Es decir, que la experiencia médica va a sustituir el registro de las frecuencias, por la señal del punto fijo. El curso sintomático de la tisis pulmonar ofrece la tos, la dificultad de respirar, el marasmo, la fiebre héctica, y a veces expectoraciones purulentas; pero ninguna de estas modificaciones visibles es absolutamente indispensable (hay tuberculosos que no tosen); y su orden de entrada en escena no es riguroso (la fiebre puede aparecer pronto, o no desencadenarse sino al término de la evolución). Un sólo fenómeno es constante, condición necesaria y suficiente para que haya tisis: la lesión del parenquima pulmonar que, en la autopsia «se revela esparcido de más o menos, centros purulentos. En algunos casos, son tan numerosos que el pulmón no parece ser ya más que un tejido alveolar que los contiene. Estos centros están atravesados por un gran número de bridas; en las partes cercanas se encuentra un endurecimiento más o menos grande».[35] Por encima de este punto fijo, los síntomas se deslizan y desaparecen; el índice de probabilidad, en el cual la clínica los afectaba, se borra en provecho de una única implicación necesaria que es del orden, no de la frecuencia temporal, sino de la constancia local: «Es menester considerar como tísicos a individuos que no tienen ni fiebre, ni delgadez, ni expectoración purulenta; basta que los pulmones estén afectados por una lesión que tiende a desorganizarlos y a ulcerarlos; la tisis es esta misma lesión.»[36]
Ligada a este punto fijo, la serie cronológica de los síntomas se ordena bajo la forma de fenómenos secundarios, en la ramificación del espacio de la lesión y en la lógica que le es propia. Estudiando el progreso, «curioso e inexplicable», de algunas fiebres, Petit compara sistemáticamente los cuadros de observación obtenidos en el curso de la enfermedad y el resultado de las autopsias: la sucesión de sigilos intestinales, gástricos, febriles, glandulares, incluso encefálicos, debe estar primitivamente vinculada en su totalidad a «alteraciones perfectamente semejantes del tubo intestinal». Se trata siempre de la región de la válvula íleo-cecal; ésta está cubierta de manchas vinosas, hinchadas, hacia el interior; y las glándulas del segmento mesentérico que le corresponden están engrosadas, de un rojo sombrío y azuloso, profundamente inyectadas y obstruidas. Si la enfermedad ha durado mucho tiempo, hay ulceración y destrucción del tejido intestinal: Se puede admitir entonces que se está en presencia de una acción deletérea en el canal digestivo, cuyas funciones son las primeras alteradas; este agente es «trasmitido por absorción a las glándulas del mesenterio, al sistema linfático» (de ahí el trastorno vegetativo), de ahí «a la universalidad del sistema», y singularmente a sus elementos encefálicos y nerviosos, lo que implica la somnolencia, el amodorramiento de las funciones sensoriales, el delirio y las fases de estado comatoso.[37] La sucesión de las formas y de los síntomas aparece entonces simplemente como la imagen cronológica de una red más compleja: Una floración espacio-temporal a partir de un ataque primitivo y a través de toda la vida orgánica.
El análisis de la percepción anatomoclínica saca a la luz tres referencias (de localización, de centro y de primitivismo), que modifican la lectura esencialmente temporal de la clínica. El cuadriculado orgánico que permite determinar puntos fijos pero arborescentes, no elimina el espesor de la historia tel volumen específico del cuerpo, haciendo coincidir, por primera vez en el pensamiento médico, el tiempo mórbido y el recorrido señalable de las masas orgánicas. Entonces, pero solamente entonces, la anatomía patológica vuelve a encontrar los temas de Morgagni, y, más allá, de Bonet: un espacio orgánico autónomo, con sus dimensiones, sus caminos, sus articulaciones propias vienen a doblar el espacio natural o significativo de la nosología y exige que éste sea, en lo esencial, relacionado. Nacido del cuidado clínico de definir las estructuras del parentesco patológico (véase el Traité des membranes), la nueva percepción médica se da al fin por tarea señalar las figuras de la localización (v. las investigaciones de Corvisart o de G.-L. Bayle). La noción de sede se sustituye definitivamente por la de clase: «¿Qué es la observación —preguntaba Bichat— si se ignora el lugar del mal?»[38] Y Bouillaud debía contestar: «Si hay un axioma en medicina es esta afirmación de que no existe enfermedad sin sede. Si se admitía la opinión contraria, sería menester admitir también que existen funciones sin órganos, lo que es un palpable absurdo. La determinación de la sede de las enfermedades, o su localización, es una de las más grandes conquistas de la medicina moderna.»[39] El análisis de los tejidos cuyo sentido originario era genérico no pudo dejar, por su propia estructura, de tomar muy pronto el valor de una regla de localización.
Morgagni, no obstante, no se había encontrado de nuevo sin una modificación decisiva. Él había asociado la noción de sede patológica a la de causa: De Sedibus et causis…; en la nueva anatomía patológica, la determinación de la sede no vale como asignación de causalidad: encontrar en las fiebres adinámicas lesiones ileocecales, no es enunciar su causa determinante; Petit pensará en un «agente del hetéreo», Broussais en una irritación. Poco importa: localizar, es sólo fijar un punto de partida espacial y temporal. Para Morgagni, la sede era el punto de inserción en el organismo de la cadena de causalidades; se identificaba con su último eslabón. Para Bichat y sus sucesores, la noción de sede está liberada de la problemática causal (y en esto ellos son herederos de los clínicos); ésta está dirigida hacia el futuro de la enfermedad más que hacia su pasado; Jo sede es el punto del cual irradia la organización patológica. No causa última, sino centro primitivo. En este sentido la fijación en un cadáver, de un segmento de espacio inmóvil puede resolver los problemas planteados por los desarrollos temporales de una enfermedad.
En el pensamiento médico del siglo XVIII, la muerte era a la vez el hecho absoluto y el más relativo de los fenómenos. Era el término de la vida y, asimismo, el de la enfermedad si estaba en su naturaleza ser fatal; a partir de ella, el límite se alcanzaba, la verdad se cumplía y por ello mismo se franqueaba: En la muerte, la enfermedad llegada al fin de su carrera, callaba y se convertía en algo de la memoria. Pero si llegaba en las huellas de la enfermedad a morder el cadáver, entonces ninguna prueba podía distinguir absolutamente lo que era de ella y lo que era de la muerte; sus signos se entrecruzaban en un indescifrable desorden. Aunque la muerte era este absoluto desorden, a partir del cual no hay ya ni vida ni enfermedad, sus desorganizaciones eran lo mismo que todos los fenómenos mórbidos. La experiencia clínica bajo su forma primera no volvía a poner en tela de juicio este ambiguo concepto de la muerte.
Técnica del cadáver, la anatomía patológica debe dar a esta noción un estatuto más riguroso, es decir, más instrumental. Este dominio conceptual de la muerte ha sido adquirido primeramente a un nivel muy elemental, por la organización de las clínicas. La posibilidad de abrir inmediatamente los cuerpos disminuyendo lo más posible el tiempo latente entre el deceso y la autopsia, ha permitido hacer coincidir, o casi, el último momento del tiempo patológico y el primero del tiempo cadavérico. Los efectos de la descomposición orgánica se suprimen casi por lo menos bajo su forma más manifiesta y más perturbadora; si bien el instante del deceso puede desempeñar el papel de una señal sin espesor, que vuelve a encontrar el tiempo nosográfico, como el escalpelo el espacio orgánico. La muerte no es ya sino la línea vertical y absolutamente tenue que une cortándolas la serie de los síntomas y de las lesiones.
Por otra parte, Bichat, volviendo a tomar diferentes indicaciones de Hunter, se esfuerza por distinguir dos órdenes de fenómenos que la anatomía de Morgagni había confundido: las manifestaciones contemporáneas de la enfermedad y los antecedentes de la muerte. En efecto, no es necesario que una alteración remita a la enfermedad y a la estructura patológica; puede remitir a un proceso diferente, en parte autónomo y en parte dependiente, que anuncia el avance de la muerte. Así la flacidez muscular forma parte de la semiología de algunas parálisis de origen encefálico, o de una afección vital como la fiebre asmática; pero se la puede encontrar también en cualquier enfermedad crónica, o incluso en un episodio agudo siempre que sean el uno y la otra de duración bastante larga; se ven ejemplos de ella en las inflamaciones de la aracnoides, o en las últimas fases de la tisis. El fenómeno, que no tendría lugar sin la enfermedad, no es la enfermedad misma: dobla su duración con una evolución que no indica una figura de lo patológico, sino una proximidad de la muerte; designa, bajo el proceso mórbido, éste, asociado, pero diferente, a la «mortificación». Estos fenómenos, sin duda, no carecen de analogía, de contenido, con los «signos» fatales, o favorables, analizados tan a menudo desde Hipócrates. Por su estructura, no obstante, y su valor semántico, son muy diferentes: el signo remite a un resultado, anticipándose al tiempo, e indica la gravedad esencial de la enfermedad, o su gravedad accidental (se deba ésta a una complicación, o a un error terapéutico). Los fenómenos de muerte parcial, o progresiva, no anticipan ningún futuro: muestran un proceso en curso de realización; después de una apoplejía, la mayor parte de las funciones animales son naturalmente suspendidas, y por consiguiente la muerte ha comenzado ya para ellas mientras que las funciones orgánicas continúan su vid a propia.[40] Además, los grados de esta muerte móvil no siguen sólo, ni de ese modo, las formas nosológicas, sino más bien las líneas de facilitación propias al organismo; estos procesos no indican sino de una manera accesoria la fatalidad mortal de la enfermedad; hablan de la permeabilidad de la vida y de la muerte: cuando un estado patológico se prolonga, los primeros tejidos afectados por la mortificación son siempre aquellos en los cuales la nutrición es más activa (las mucosas); luego viene el parenquima de los órganos y en la fase última, los tendones y las aponeurosis.[41]
La muerte es por lo tanto múltiple y está dispersa en el tiempo: no es este punto absoluto y privilegiado, a partir del cual los tiempos se detienen para volverse; tiene como la enfermedad misma una presencia hormigueante que el análisis puede repartir en el tiempo y en el espacio; poco a poco, aquí o allá, cada uno de los nudos vienen a romperse, hasta que cesa la vida orgánica, por lo menos en sus formas más importantes, ya que durante mucho tiempo aun después de la muerte del individuo, muertes minúsculas y parciales vendrán a su vez a disociar los islotes de vida que se obstinan.[42] En la muerte natural, la vida animal se apaga la primera: extinción sensorial primeramente, entorpecimiento del cerebro, debilitamiento de la locomoción, rigidez de los músculos, disminución de su contractilidad, casi parálisis de los intestinos y por último inmovilización del corazón.[43] A este cuadro cronológico de las muertes sucesivas, es menester añadir el espacial, de las interacciones que desprenden, de un punto a otro del organismo, muertes en cadena; tienen tres centros esenciales: corazón, pulmones y cerebro. Se puede establecer que la muerte del corazón no acarrea la del cerebro por la vía nerviosa, sino por la red arterial (detenimiento del movimiento que mantiene la vida cerebral), o por la red vascular (detenimiento del movimiento, o por el contrario reflujo de sangre negra que obstruye el cerebro, lo comprime y le impide actuar). Se puede mostrar también cómo la muerte del pulmón acarrea la del corazón: sea porque la sangre ha encontrado en el pulmón un obstáculo mecánico para la circulación, sea porque al cesar de actuar el pulmón, las reacciones químicas no tienen ya alimento y la contracción del corazón se interrumpe.[44]
Los procesos de la muerte, que no se identifican ni a los de la vida, ni a los de la enfermedad, son de naturaleza que ilustra los fenómenos orgánicos y sus perturbaciones. La muerte lenta y natural del anciano toma en sentido inverso el desarrollo de la vid a en el niño, en el embrión, acaso, incluso, en la planta: «El estado del animal, al cual la muerte natural va a anular, se aproxima a aquel en el cual se encontraba en el seno de su madre, e incluso a aquel del vegetal que no vive sino dentro de él, y para quien toda la naturaleza está en silencio.»[45] Las envolturas sucesivas de la vida se desligan naturalmente, enunciando su autonomía y su verdad en lo mismo que las niega. El sistema de las dependencias funcionales y de las interacciones normales o patológicas se ilumina también con el análisis de estas muertes particulares: se puede reconocer que, si hay acción directa del pulmón sobre el corazón, éste no sufre sino indirectamente la influencia del cerebro: la apoplejía, la epilepsia, la necrosis, las conmociones cerebrales, no provocan ninguna modificación inmediata y correspondiente del corazón; sólo efectos secundarios podrán producirse por mediación de la parálisis muscular, de la interrupción de la respiración o de los trastornos circula torios.[46] Así fijada, en sus mecanismos propios, la muerte, con su red orgánica, no puede ya ser confundida con la enfermedad, o sus huellas; puede por el contrario servir de punto de vista sobre lo patológico y permitir fijar sus formas, o sus etapas. Al estudiar las causas de la tisis, G.-L. Bayle no considera ya la muerte como una pantalla (funcional y temporal), que los separaba de la enfermedad, sino como una situación experimental espontánea que abre el acceso a la verdad misma de la enfermedad y a sus diferentes fases cronológicas. La muerte puede, en efecto, producirse a lo largo del calendario patológico, ya bajo el efecto de la enfermedad misma, ya a causa de una afección sobreañadida, ya, por último, por motivo de un accidente. Una vez conocidos y dominados los fenómenos invariables y las manifestaciones variables de la muerte, se puede reconstituir, gracias a esta apertura sobre el tiempo, la evolución de toda una serie mórbida. En la tisis, hay primeramente tubérculos firmes, homogéneos, blanquecinos; luego formaciones más blandas, que tienen en el centro un núcleo de materia purulenta que altera su color; por último un estado de supuración que provoca úlceras y una destrucción del parenquima pulmonar.[47] Sistematizando el mismo método, Laënnec ha podido mostrar, contra el mismo Bayle, que la melanosis no formaba un tipo patológico distinto, sino una fase posible de la evolución. El tiempo de la muerte puede deslizarse a lo largo de la evolución mórbida; y como esta muerte ha perdido su carácter opaco, se convierte, paradójicamente y por su efecto de interrupción temporal, en el instrumento que permite integrar la duración de la enfermedad en el espacio inmóvil de un cuerpo recortado.
La vida, la enfermedad y la muerte constituyen ahora una trinidad técnica y conceptual. La vieja continuidad de las obsesiones milenarias que colocaban en la vida la amenaza de la enfermedad, y en la enfermedad la presencia aproximada de la muerte, está rota: en su lugar, se articula una figura triangular, cuya cumbre superior está definida por la muerte. Desde lo alto de la muerte se pueden ver y analizar las dependencias orgánicas y las secuencias patológicas. En lugar de ser lo que había sido durante tanto tiempo, esta noche en la cual se borra la vida, en la cual se confunde la enfermedad misma, está dotada, en lo sucesivo, de este gran poder de iluminación que domina y saca a la luz a la vez el espacio del organismo y el tiempo de la enfermedad… El privilegio de su intemporalidad, que es tan viejo sin duda como el conocimiento de su inminencia, por primera vez se vuelve instrumento técnico que da presa sobre la verdad de la vida y la naturaleza de su mal. La muerte es la gran analista que muestra las conexiones desplegándolas, y hace estallar las maravillas de la génesis en el rigor de la descomposición: y es menester dejar a la palabra descomposición caer en la pesadez de su sentido. El análisis, filosofía de los elementos y de sus leyes, encuentra en la muerte lo que en vano había buscado en las matemáticas, en la química, en el lenguaje mismo: un modelo insuperable, y prescrito por la naturaleza; sobre este gran ejemplo, va a apoyarse en lo sucesivo la mirada médica. No es ya la de un ojo vivo; sino la mirada de un ojo que ha visto la muerte. Gran ojo blanco que desata la vida.
Habría mucho que decir sobre el «vitalismo» de Bichat. Es verdad que al tratar de cercar el carácter singular del fenómeno vivo, Bichat vinculaba a su especificación el riesgo de la enfermedad: un cuerpo simplemente físico no puede desviarse de su tipo natural.[48] Pero e to no impide que el análisis de la enfermedad no pueda hacer e sino desde el punto de vista de la muerte —de esta muerte a la cual la vida se resiste por definición. Bichat ha dado un carácter relativo al concepto de muerte, haciéndolo decaer de este absoluto, en el cual a parecía como un acontecimiento que no se puede cortar, decisivo e irrecuperable: lo ha volatilizado y repartido en la vida, bajo la forma de muertes particulares, muertes parciales, progresivas y tan lentas como para concluirse más allá de la muerte misma. Pero con este hecho, él formaba una estructura esencial del pensamiento y de la percepción médicos; es a lo que se opone la vida y a lo que se expone; es aquello por relación a lo cual ella es viva oposición, por lo tanto vida; aquello con relación a lo cual ella está analíticamente expuesta, por lo tanto verdad. Magendie y antes que él Buisson, iban al fondo del problema, pero como biólogos, cuando criticaban la definición de la vida por la cual se a bren las Recherches physiologiques: «idea falsa ya que morir significa en todas las lenguas dejar de vivir y que desde entonces la pretendida definición se reduce a este círculo vicioso: la vida es el conjunto de funciones que se resisten a la ausencia de vida».[49] Pero Bichat había partido de una experiencia primera de anatomopatólogo, que había constituido él mismo: experiencia en la cual la muerte era la única posibilidad de dar a la vida una verdad positiva. La irreductibilidad de lo vivo en lo mecánico, o en lo químico, no es si no secundario con relación a este vínculo fundamental de la vida y de la muerte. El vitalismo aparecía sobre el fondo de este «mortalismo».
El camino recorrido es inmenso desde el momento1 próximo no obstante, en el cual Cabanis asignaba al saber de la vida el mismo origen y el mismo fundamento que a la vida misma: «La naturaleza ha querido que la fuente de nuestros conocimientos fuera la misma que la de la vida. Es menester recibir impresiones para vivir; es menester recibir impresiones para conocer; y como la necesidad de estudiar está siempre en razón directa de su acción sobre nosotros, se sigue que nuestros medios de instrucción son siempre proporcionales a nuestras necesidades».[50] Para Cabanis como para el siglo XVIII y para toda una tradición que era familiar ya en el Renacimiento, el conocimiento de la vida se apoyaba de pleno derecho en la esencia de lo vivo, ya que no era ésta sino una manifestación de ello. Por eso no se trataba jamás de pensar en la enfermedad sino a partir de lo vivo, o de sus modelos (mecánicos) y de lo que los constituían (humorales, químicos); el vitalismo y el antivitalismo nacen, el uno y el otro, de esta anterioridad fundamental de la vida en la experiencia de la enfermedad. Con Bichat, el conocimiento de la vida encuentra su origen en la destrucción de la vida, y en su extremo opuesto; la enfermedad y la vida dicen su verdad a la muerte: verdad específica, irreductible, protegida con todas las asimilaciones de lo inorgánico por el círculo de la muerte que las designa por lo que éstas son. Cabanis, que hundía tan lejos la vida en la profundidad de los orígenes, era naturalmente más mecánico que Bichat que sólo la pensaba en su relación con la muerte. Desde el comienzo del Renacimiento hasta fines del siglo XVIII el saber de la vida era tomado en el círculo de la vida que se repliega sobre sí misma y se observa; a partir de Bichat se ha desplazado con relación a la vida, y separado de ella por el infranqueable límite de la muerte, en el espejo de la cual la mira.
Sin duda era una tarea bien difícil y paradójica para la mirada médica operar tal conversión. Una propensión inmemorial, tan antigua como el miedo de los hombres, volvía los ojos de los médicos hacia la iluminación de la enfermedad, hacia la curación, hacia la vida: no podía tratarse sino de restaurarla. La muerte permanecía, a espaldas del médico como la gran amenaza sombría en la cual se abolían su saber y su habilidad; era el riesgo no sólo de la vida y de la enfermedad sino del saber que las interrogaba. Con Bichat, la mirada médica giraba sobre sí misma y pedía a la muerte cuenta de la vida y de la enfermedad, a su inmovilidad definitiva de sus tiempos y de sus movimientos. ¿No era menester que la medicina desviara su más antiguo cuidado por leer, en lo que testimoniaba su fracaso, lo que debía fundar su verdad?
Pero Bichat ha hecho más que liberar a la medicina del miedo de la muerte. Ha integrado esta muerte en un conjunto técnico y conceptual, en la cual ella toma sus caracteres específicos y su valor fundamental de experiencia. Aunque la gran ruptura en la historia de la medicina occidental data precisamente del momento en que la experiencia clínica se ha convertido en la mirada anatomoclínica. La médecine clinique de Pinel data de 1802; Les revolutions de la médecine aparecen en 1804; las reglas del análisis parecen triunfar en el puro desciframiento de los conjuntos sintomáticos. Pero un año antes, Bichat los había relegado ya a la historia: «Usted podría tomar durante veinticinco años de la mañana a la noche notas en el lecho de los enfermos sobre las afecciones del corazón, los pulmones, de la víscera gástrica, y todo no será sino confusión en los síntomas que, no vinculándose a nada, le ofrecerán una serie de fenómenos incoherentes. Abrid algunos cadáveres: veréis desaparecer en seguida la oscuridad que la observación sola no había podido disipar».[51] La noche viva se disipa con la claridad de la muerte.