He aquí, fuera de toda medida, la extensión del dominio clínico. «Desentrañar el principio y la causa de una enfermedad a través de la confusión y de la oscuridad de los síntomas; conocer su naturaleza, sus formas, sus complicaciones; distinguir al primer vistazo todos sus caracteres y todas estas diferencias; separar de ella por medio de un análisis rápido y delicado todo lo que le es extraño; prever los acontecimientos ventajosos y nocivos que deben sobrevenir durante el curso de su duración; gobernar los momentos favorables que la naturaleza suscita para operar en ella la solución; estimar las fuerzas de la vida y la agilidad de los órganos; aumentar, o disminuir, de acuerdo con la necesidad, su energía; determinar con precisión cuándo es preciso actuar y cuándo conviene esperar; decidirse con seguridad entre varios métodos de tratamiento, los cuales ofrecen todos ventajas, e inconvenientes; escoger aquel cuya aplicación parece permitir mayor celeridad, más concordancia, más certeza en el éxito; aprovechar la experiencia; percibir las ocasiones; combinar todas las posibilidades; calcular todos los azares; adueñarse de los enfermos y de sus afecciones; aliviar sus penas; calmar sus inquietudes) adivinar sus necesidades; soportar sus caprichos; manejar su carácter y regir su voluntad, no como un tirano cruel que reina sobre esclavos, sino como un padre tierno que vela por el destino de sus hijos.»[1]
Este texto solemne y parlachín muestra su sentido si se le compara con este otro cuyo laconismo, paradójicamente, puede sobreponérsele: «Es menester, tanto como es en sí, hacer a la ciencia ocular».[2] Muchos poderes, desde la lenta aclaración de las oscuridades, la lectura siempre prudente de lo esencial, el cálculo del tiempo y de las posibilidades, hasta el dominio del corazón y la confiscación majestuosa de los prestigios paternos, son otras tantas formas en las cuales se instaura poco a poco la soberanía de la mirada. Ojo que sabe y que decide, ojo que rige.
La clínica es probablemente el primer intento, desde el Renacimiento, de formar una ciencia únicamente sobre el campo perceptivo y una práctica sólo sobre el ejercicio de la mirada. Ha habido sin duda, de Descartes a Monge, y anteriormente— entre los pintores y los arquitectos, una reflexión sobre el espacio visible; pero se trataba de fijar una geometría de la visibilidad, es decir, de situar los fenómenos señalando la percepción en el interior de un dominio sin mirada; las formas inteligibles fundaban las formas percibidas en una exposición que las suprimía. La clínica no es una dióptrica del cuerpo; reside en una mirada a la cual no escapa. Supone, sin interrogarla, la visibilidad de la enfermedad, como una estructura común en la cual la mirada y la cosa vista, la una frente a la otra, encuentran su sitio.
En efecto, esta visibilidad supone a la mirada y al objeto vinculados por naturaleza y por origen. Eh un círculo que no es menester tratar de romper, la mirada médica es la que abre el secreto de la enfermedad, y esta visibilidad es la que hace a la enfermedad penetrable a la percepción. La alteración del campo es por derecho propio modificación en la mirada y por la mirada. No es por consiguiente la concepción de la enfermedad la que ha cambiado primero, y luego la manera de reconocerla; no es tampoco el sistema de señales que ha sido modificado después de la teoría; sino todo el conjunto y más profundamente la relación de la enfermedad con esta mirada a la cual se ofrece y que al mismo tiempo ella constituye. No hay división que hacer entre teoría y experiencia, o métodos y resultados; es menester leer las estructuras profundas de la visibilidad en las cuales el campo y la mirada se vinculan el uno a la otra, por códigos perceptivos; las estudiaremos en este capítulo bajo sus dos formas más importantes: la estructura lingüística del signo, y la aleatoria del caso.
En la tradición médica del siglo XVIII, la enfermedad se presenta al observador de acuerdo con síntomas y signos. Los unos y los otros se distinguen por su valor semántico, así como por su morfología. El síntoma —de ahí su posición real— es la forma bajo la cual se presenta la enfermedad: de todo lo que es visible, él es el más cercano a lo esencial; y es la primera transcripción de la naturaleza inaccesible de la enfermedad. Tos, fiebre, dolor de costado y dificultad para respirar, no son la pleuresía misma —ésta no se ofrece jamás a los sentidos, «no revelándose sino bajo el racionamiento»— pero forman su «síntoma esencial» ya que permiten designar un estado patológico (por oposición a la salud), una esencia mórbida (diferente, por ejemplo, de la neumonía), y una causa próxima (una difusión de serosidad).[3] Los síntomas dejan transparentar la figura invariable, un poco en retirada, visible e invisible, de la enfermedad.
El signo anuncia: pronostica lo que va a ocurrir; anamnesia lo que ha ocurrido; diagnostica lo que se desarrolla actualmente. De él a la enfermedad reina toda una distancia que no franquea sin subrayarla, ya que se ofrece desviado y por sorpresa a menudo. No da a conocer; a lo más, a partir de él se puede esbozar un reconocimiento. Un reconocimiento que, a tientas, adelanta las dimensiones de lo oculto: el pulso traiciona la fuerza invisible y el ritmo de la circulación; o incluso el signo descubre el tiempo como el azulado de las uñas que anuncia, sin duda, la muerte, o las crisis del cuarto día que, en las fiebres intestinales, prometen la curación. A través de lo invisible el signo indica lo más lejano, lo que está por debajo, lo más tarde. En él, se trata del éxito, de la vida y de la muerte, del tiempo y no de esta verdad inmóvil, de esta verdad dada y oculta que los síntomas devuelven en su transparencia de fenómenos.
Así, el siglo XVIII transcribía la doble realidad, natural y dramática, de la enfermedad; así fundaba la verdad de un conocimiento y la posibilidad de una práctica; estructura feliz y tranquila, en la cual se equilibran el sistema Naturaleza-Enfermedad, con formas visibles que se arraigan en lo invisible, y el sistema Tiempo-Resultado, que se anticipa sobre lo invisible gracias a su sistema visible de señales.
Estos dos sistemas existen para sí mismos; su diferencia es un hecho de naturaleza en el cual se ordena la percepción médica pero que ella no constituye.
La formación del método clínico está vinculada a la emergencia de la mirada del médico en el campo de los signos y de los síntomas. El reconocimiento de sus derechos constituyentes acarrea la desaparición de su distinción absoluta y el postulado de que, en lo sucesivo, el significante (signo y síntoma) será enteramente transparente para el significado que a parece, sin ocultación ni residuo, en su realidad más maquinal, y que el ser del significado —el corazón de la enfermedad— se agotará entero en la sintaxis inteligible del significante.
1. LOS SÍNTOMAS CONSTITUYEN UNA CAPA PRIMARIA INDISOCIABLEMENTE SIGNIFICANTE Y SIGNIFICADO
Más allá de los síntomas, no hay ya esencia patológica: todo en la enfermedad es fenómeno de sí misma; en esta medida, los síntomas desempeñan un papel ingenuo, primero de naturaleza: «Su colección forma lo que se llama la enfermedad».[4] No son si no una verdad dada en total a la mirada; su vínculo y su estatuto no remiten a una esencia, sino y que indican una totalidad natural que tiene únicamente sus principios de composición y sus formas más o menos regulares de duración: «Una enfermedad es un todo ya que se le pueden asignar los elementos; tiene un fin ya que se pueden calcular sus resultados; por consiguiente es un todo colocado en los límites de la invasión y de la terminación.»[5] El síntoma está así disminuido de su papel de indicador soberano, no siendo si no el fenómeno de una ley de aparición; está a nivel de la naturaleza.
No del todo sin embargo: algo, en lo inmediato del síntoma, significa lo patológico, por lo cual se opone a un fenómeno que seña la pura y simplemente la vida orgánica: «En tendemos por fenómeno todo cambio notable del cuerpo sano, o enfermo; de ahí la división en los que pertenecen a la salud y los que designan la enfermedad: estos últimos se confunden fácilmente con los síntomas o apariencias, sensibles, de la enfermedad.»[6] Por esta simple oposición a las formas de la salud, el síntoma abandona su pasividad de fenómeno natural y se convierte en significante de la enfermedad, es decir, de sí mismo tomado en su totalidad, ya que la enfermedad no es más la colección de síntomas. Ambigüedad singular, ya que en su función significante, el síntoma remite a la vez al vínculo de los fenómenos entre sí, a lo que constituye su totalidad y la forma de su coexistencia, y a la diferencia absoluta que separa la salud de la enfermedad; significa por consiguiente, por una tautología, la totalidad de lo que es, y por su emergencia, la exclusión de lo que no es. De modo indisociable, es, en su existencia de puro fenómeno, la única naturaleza de la enfermedad y la enfermedad constituye su única naturaleza de fenómeno específico. Cuando es significante con relación a sí mismo, es por consiguiente doblemente significado: por sí mismo y por la enfermedad que, al caracterizarlo, lo opone a los fenómenos no patológicos; pero, tomado como significado (por sí mismo, o por la enfermedad), no puede recibir su sentido sino de un acto más antiguo, y que no pertenece a su esfera de un acto que lo totaliza y lo aísla, es decir, de un acto que lo ha transformado en signo por adelantado.
Esta complejidad en la estructura del síntoma vuelve a encontrarse en toda filosofía del signo natural; el pensamiento clínico no hace más que trasponer, al vocabulario más lacónico y a menudo más confuso de la práctica, una configuración conceptual, de la cual Condillac dispone, en toda latitud, la forma discursiva. El síntoma, en el equilibrio general del pensamiento clínico, desempeña casi el papel del lenguaje de acción: está preso como él, en el movimiento general de una naturaleza; y su fuerza de manifestación es también primitiva, tan naturalmente dada como «el instinto» que lleva esta forma inicial del lenguaje;[7] es la enfermedad en el estado manifiesto, como el lenguaje de acción es la impresión misma en la vivacidad que la prolonga, la mantiene y la devuelve en una forma exterior, que es del mismo grano que su verdad interior. Pero conceptualmente es imposible que este lenguaje inmediato tome sentido para la mirada de otro, si no interviene un acto venido de otro lugar: acto a cuyo juego se da Condillac par adelantado confiriendo, a los dos sujetos sin palabra, imaginados en su motricidad inmediata, la conciencia;[8] y cuya naturaleza singular y soberana ha ocultado, al insertarla en los movimientos comunicativos y simultáneos del instinto.[9] Cuando planteaba el lenguaje de acción como el origen de la palabra, Condillac deslizaba en ello, secretamente, despojándola de toda figura concreta (sintaxis, palabras y sonidos incluso), la estructura lingüística inherente a cada uno de los actos de un sujeto parlante. En lo sucesivo le era posible desprender de ello el lenguaje sin más, ya que había comprometido de antemano su posibilidad. Lo mismo ocurre, en la clínica, con las relaciones entre este lenguaje de acción, que es el síntoma, y la estructura explícitamente lingüística del signo.
2. LA SOBERANÍA DE LA CONCIENCIA ES LO QUE TRANSFORMA EL SÍNTOMA EN SIGNO
Signos y síntomas son y dicen lo mismo: aproximadamente lo que el signo dice, es lo mismo que es precisamente el síntoma. En su realidad material, el signo se identifica con el mismo síntoma; éste es el soporte morfológico indispensable del signo. Por lo tanto «no hay signo sin síntoma».[10] Pera lo que hace que el signo sea signo, no pertenece al síntoma, sino a una actividad que viene de otra parte. Por consiguiente «todo síntoma es signo» en derecho, «pero todo signo no es más que un síntoma»,[11] en el sentido de que la totalidad de los síntomas no llegará jamás a agotar la realidad del signo. ¿Cómo se hace esta operación que transforma el síntoma en el elemento significante, y que significa precisamente la enfermedad como verdad inmediata del síntoma?
Por una operación que hace visible la totalidad del campo de la experiencia en cada uno de sus momentos, y disipa todas sus estructuras de opacidad:
operación que totaliza comparando los organismos: tumor, enrojecimiento, calor, dolor, palpitaciones, impresión de tensión, se convierten en signo de flemón porque se compara una mano a la otra, un individuo a otro;[12]
operación que rememora el funcionamiento normal: un aliento frío en un sujeto, es signo de una desaparición del calor animal y, con ello, de un «debilitamiento radical de las fuerzas vitales y de su destrucción próxima»;[13] operación que registra las frecuencias de la simultaneidad, o de la sucesión: «¿Qué relación hay entre la lengua sucia, temblor del labio inferior y la tendencia al vómito? Se ignora, pero la observación ha hecho ver a menudo los dos primeros fenómenos acompañados de este estado y esto basta para que en el futuro, se conviertan en signos»;[14]
por último, operación que, más allá de las primeras apariencias, escruta el cuerpo y descubre a la autopsia un invisible visible: así el examen de los cadáveres ha mostrado que, en casos de peripneumonía con espectoración, el dolor bruscamente interrumpido y el pulso que se hace cada vez más insensible son signos de una «hepatización» del pulmón.
El síntoma se convierte por lo tanto en signo bajo una mirada sensible a la diferencia, a la simultaneidad, o la sucesión, y a la frecuencia. Operación espontáneamente diferencial, consagrada a la totalidad y a la memoria, calculadora también; acto que por consiguiente reúne, en un solo movimiento, el elemento y el vínculo de los elementos entre sí. En que no hay, en el fondo, sino el análisis que Condillac puso en práctica en la percepción médica. Aquí y allá no se trata simplemente de «¿componer y descomponer nuestras ideas para hacer diferentes comparaciones de ellas y para descubrir por este medio las relaciones que ellas tienen entre sí, y las nuevas ideas que pueden producir?»[15] El análisis y la mirada clínica tienen también este rasgo común de no componer y descomponer, sino para sacar a la luz un orden que es el natural mismo: su artificio es no operar más que en el acto que restituye desde lo originario: «Este análisis es el verdadero secreto de los descubrimientos porque nos hace remontar al origen de las cosas»,[16] Para la clínica, este origen es el orden natural de los síntomas, la forma de su sucesión o de su determinación recíprocas. Entre signo y síntoma, hay una diferencia decisiva que no adquiere su valor sino sobre el fondo de una identidad esencial: el signo es el síntoma mismo, pero en su verdad de origen. Por último, en el horizonte de la experiencia clínica, se dibuja la posibilidad de una lectura exhaustiva, sin oscuridad ni residuo: para médico cuyos conocimientos fueran llevados «al más alto grado de percepción, todos los síntomas podrían convertirse en signos»:[17] todas las manifestaciones patológicas hablarían un lenguaje claro y ordenado. Se estaría por último al mismo nivel que esta forma serena y realizada del conocimiento científico de la cual habla Condillac, y que es «lengua bien hecha».
3. EL SER DE LA ENFERMEDAD ES ENTERAMENTE ENUNCIABLE EN SU VERDAD
«Los signos exteriores tomados del estado del pulso, del calor, de la respiración, de las funciones del entendimiento, de la alteración de los rasgos del rostro, de las afecciones nerviosas, o espasmódicas, de la lesión de los apetitos naturales, forman por sus diversas combinaciones cuadros desligados, más o menos distintos, o fuertemente pronunciados… La enfermedad debe ser considerada como un todo indivisible desde sus inicios hasta su terminación, un conjunto regular de síntomas característicos y una sucesión de períodos.»[18] No se trata ya de dar con qué reconocer la enfermedad, sino restituir, al nivel de las palabras, una historia que cubre su ser total. A la presencia exhaustiva de la enfermedad en sus síntomas, corresponden la transparencia sin obstáculo del ser patológico para la sintaxis de un lenguaje descriptivo: isomorfismo fundamental de la estructura de la enfermedad y de la forma verbal que la cerca. El acto descriptivo, es, por derecho propio, una percepción del ser, y a la inversa el ser no se deja ver en manifestaciones sintomáticas, por consiguiente esenciales, sin ofrecerse al dominio de un lenguaje que es la palabra misma de las cosas. En la medicina de las especies, la naturaleza de la enfermedad y su descripción no podía corresponder sin un momento intermediario que era, con sus dos dimensiones, el «cuadro»; en la clínica, ser visto y ser hablado comunican sin tropiezo en la verdad manifiesta de la enfermedad de la cual está allí precisamente todo el ser. No hay enfermedad sino en el elemento de lo visible, y por consiguiente de lo enunciable.
La clínica pone en juego la relación, fundamental en Condillac, del acto perceptivo y del elemento del lenguaje. La descripción del clínico, como el análisis del filósofo, prefiere lo que está dado por la relación natural entre la operación de conciencia y el signo. Y en esta repetición, se enuncia el orden de los encadenamientos naturales; la sintaxis del lenguaje, lejos de pervertir las necesidades lógicas del tiempo, las devuelve en su articulación más originaria: «Analizar no es otra cosa que observar en un orden sucesivo las cualidades de un objeto con el fin de darle en el espíritu el orden simultáneo en el cual existen… Ahora bien, ¿cuál es este orden? La naturaleza lo indica por sí misma; es aquel en el cual ella ofrece los objetos».[19] El orden de la verdad forma una cosa con el del lenguaje, porque el uno y el otro devuelven en su forma necesaria y enunciable, es decir discursiva, el tiempo. La historia de las enfermedades, a la cual daba Sauvages un sentido oscuramente espacial, toma ahora su dimensión cronológica. El curso del tiempo ocupa, en la estructura de este nuevo saber, el papel desempeñado en la medicina clasificadora por el espacio plano del cuadro nosológico.
La oposición entre la naturaleza y el tiempo, entre lo que se manifiesta y lo que se enuncia ha desaparecido; desaparecida, también, la división entre la esencia de la enfermedad, sus síntomas y sus signos; desaparecido, por último, el juego de la distancia por los cuales la enfermedad se manifestaba pero como en retirada, por los cuales se traicionaba pero en la lejanía y en la incertidumbre. La enfermedad ha escapado a esta estructura que gira de lo visible que la hace invisible y de lo invisible que la hacer ver, para disiparse en la multiplicidad visible de los síntomas que significan, sin residuo, su sentido. El campo médico no conocerá ya estas especies mudas, dadas y retiradas; se abrirá sobre algo que siempre habla un lenguaje solidario en su existencia y su sentido de la mirad a que lo descifra, lenguaje indisociable leído y que lee.
Isomorfa de la ideología, la experiencia clínica le ofrece un dominio inmediato de aplicación. No es que, en el surco supuesto de Condillac, la medicina haya vuelto a un respeto, al fin empírico, de la cosa percibida; sino que en la clínica, como en el análisis, la armazón de lo real está dibujada de acuerdo con el modelo del lenguaje. La mirada del médico y la reflexión del filósofo detentan poderes análogos, porque presuponen ambas una estructura idéntica de objetividad, en la cual la totalidad del ser se agota en manifestaciones que son su significante-significado; donde lo visible y lo manifiesto se unen en una identidad por lo menos virtual; donde lo percibido y lo perceptible pueden ser íntegramente restituidos en un lenguaje cuya forma rigurosa enuncia su origen. Percepción discursiva y meditada del médico, y reflexión discursiva del filósofo, sobre la percepción, vienen a unirse en una figura de exacta superposición, ya que el mundo es para ellas la analogía del lenguaje.
La medicina, conocimiento incierto: viejo tema al cual el siglo XVIII era singularmente sensible. Encontraba en él, subrayada incluso por la historia próxima, la oposición tradicional del arte médico al conocimiento de las cosas inertes: «La ciencia del hombre se ocupa de un objeto demasiado complicado, abarca una multitud de hechos demasiado variados, opera sobre elementos demasiado sutiles y demasiado numerosos, para dar siempre a las inmensas combinaciones de las cuales es susceptible, la uniformidad, la evidencia, la certeza que caracterizan las ciencias físicas y matemáticas.»[20] Incertidumbre que era signo de complejidad del lado del objeto, de imperfección del lado de la ciencia; ningún fundamento objetivo era dado al carácter conjetural de la medicina, fuera de la relación de esta extrema exigüidad, a este exceso de riqueza.
De este defecto, el siglo XVIII, en sus últimos años, hace un elemento positivo de conocimiento. En la época de Laplace, sea bajo su influencia, sea en el interior de un movimiento de pensamiento del mismo tipo, la medicina descubre que la incertidumbre puede ser tratada analíticamente, como la suma de un cierto número de grados de certeza aislables y susceptibles de un cálculo riguroso. Así, este concepto confuso y negativo, que tenía su sentido en una oposición tradicional al conocimiento matemático, va a poder transformarse en un concepto positivo, ofrecido a la penetración de una técnica apropiada al cálculo.
Esta transformación conceptual ha sido decisiva: ha abierto a la investigación un dominio en el cual cada vez comprobado, aislado, después comparado a un conjunto, ha podido situarse en toda una serie de acontecimientos, cuya convergencia, o divergencia, eran en principio susceptibles de medición. De cada elemento percibido hacía un acontecimiento registrado, y de la evolución incierta en la cual éste se encuentra colocado una serie aleatoria. Daba al campo clínico una estructura nueva en la cual el individuo que se investigaba era menos la persona enferma que el hecho patológico indefinidamente reproducible en todos los enfermos aparentemente afectados; en la cual la pluralidad de las comprobaciones no es ya simplemente contradicción o confirmación, sino convergencia progresiva y teóricamente indefinida; en la cual el tiempo por último no es un elemento de imprevisibilidad que puede disfrazar y que es menester dominar por un saber anticipador, sino una dimensión por integrar, ya que aporta en su propio curso los elementos de la serie, como tantos otros grados de certeza. Con la importación del pensamiento probabilístico, la medicina renovaba enteramente los valores perceptivos de su dominio: el espacio, en el cual debía ejercerse la atención del médico, se convertía en un espacio limitado, constituido por acontecimientos aislables cuya forma de solidaridad era del orden de la serie. La dialéctica simple de la especie patológica y del individuo enfermo, de un espacio cerrado y de un tiempo incierto, es, en principio, desatada. La medicina no deja ver lo verdadero esencial bajo la individualidad sensible; está ante la tarea de percibir, y, al infinito, los acontecimientos de un dominio abierto. Esto es la clínica.
Pero este esquema no fue en esta época ni radicalizado ni reflexionado, ni establecido incluso de un modo absolutamente coherente. Más que una estructura de conjunto, se trata de temas estructurales que se yuxtaponen sin haber encontrado su fundamento. Mientras que para la configuración precedente (signo-lenguaje), la coherencia era real, aunque a menudo a medias luces, aquí, la probabilidad se invoca sin cesar, como forma de explicación o de justificación, pero el grado de coherencia que alcanza es débil. La razón no está sin duda en la teoría matemática de las probabilidades, sino en las condiciones que podían hacerla aplicable: el censo de los hechos fisiológicos o patológicos, como el de una población o de una serie de acontecimientos astronómicos, no era técnicamente posible en una época en la cual el campo hospitalario permanecía, aun en este punto, al margen de la experiencia médica, de la cual parecía a menudo como la caricatura, o el espejo deformante. Un dominio conceptual de la probabilidad en medicina implicaba la validación de un dominio hospitalario que, a su vez, no podía ser reconocido como espacio de experiencia, sino por un pensamiento ya probabilitario. De ahí el carácter imperfecto, precario y parcial del cálculo de las certezas, y el hecho de que se haya buscado un fundamento confuso, opuesto a su sentido tecnológico intrínseco. Así trataba de justificar Cabanis los instrumentos, todavía en formación de la clínica en ayuda de un concepto cuyo nivel técnico y teórico pertenecía a una sedimentación mucho más antigua. No había dejado de lado el viejo concepto de incertidumbre sino para activar de nuevo éste, casi mejor adaptado, de la imprecisa y libre profusión de la naturaleza. Ésta «no trae nada en su exacta precisión: parece haber querido reservarse una cierta latitud, con el fin de dejar a los movimientos que imprime esta libertad regular que no les permite jamás salir del orden, pero que los hace más variados y les da más gracia».[21] Pero la parte importante, decisiva del texto, está en la nota que lo acompaña: «Esta latitud corresponde exactamente a aquella que el arte puede darse en la práctica, o más bien forma su medida.» La imprecisión que Cabanis presta a los movimientos de la naturaleza no es sino un vacío dejado para que vengan a colocarse y a fundarse allí la armazón técnica de una percepción de los casos. He aquí sus principales momentos.
1. La complejidad de combinación. La nosografía del siglo XVIII implicaba una configuración tal de la experiencia que, por enredados y complicados que sean los fenómenos en su presentación concreta; señalaban, en un plazo mayor o menor, esencias cuya generalidad creciente garantizaba una complejidad decreciente: la clase era más simple que la especie, que lo era siempre más que la enfermedad presente, con todos sus fenómenos y cada una de sus modificaciones en un individuo dado. A fines del siglo XVIII, y en una definición de la experiencia del mismo tipo que la de Condillac, Ja simplicidad no se encuentra en la generalidad esencial, sino en el nivel primero de lo dado, en el pequeño número de los elementos indefinidamente repetidos. No es la clase de las fiebres la que, gracias a la débil comprensión de su concepto, es principio de inteligibilidad; es el pequeño número de elementos indispensables para constituir una fiebre; todos los casos concretos en los cuales ésta se presenta. La variedad combinatoria de las formas simples constituye la diversidad empírica: «A cada caso nuevo, se creería que son hechos nuevos; pero no son sino otras combinaciones, no son sino otros matices: en el estado patológico, no hay jamás sino un pequeño número de hechos principales, todos los demás resultan de la mezcla de éstos y de sus diferentes grados de intensidad. El orden en el cual aparecen su importancia, sus relaciones diversas, bastan para dar nacimiento a todas las variedades de enfermedades».[22] Por consiguiente, la complejidad de los casos individuales no es ya para tomarse en cuenta en estas incontrolables modificaciones que perturban las verdades esenciales, y obligan a no descifrarlas sino en un acto de reconocimiento que descuida y abstrae; puede ser aprehendida y reconocida en sí misma, en una fidelidad sin residuo a todo Jo que ella presenta, si se la analiza de acuerdo con los principios de una combinación; es decir si se define el conjunto de elementos que la componen, y la forma de esta composición. Conocer será por tanto devolver el movimiento por el cual la naturaleza asocia. Y en este sentido el conocimiento de la vida y la vida misma obedecen a las mismas leyes de génesis, mientras que, en el pensamiento clasificador, esta coincidencia no podía existir sino una sola vez y en el entendimiento divino; el progreso del conocimiento tiene ahora el mismo origen y se encuentra preso en el mismo devenir empírico que la progresión de la vida: «La naturaleza ha querido que la fuente de nuestros conocimientos fuera la misma que la de la vida; es menester recibir impresiones para vivir; es menester recibir impresiones para conocer»;[23] y la ley de desarrollo aquí y allá, es la ley de combinación de estos elementos.
2. El principio de la analogía. El estudio combinatorio de los elementos saca a la luz formas análogas de coexistencia o de sucesión que permiten identificar síntomas y enfermedades. La medicina de las especies y de las clases, lo acostumbraba igualmente en el descriptamiento de los fenómenos patológicos: se reconocía el parecido de los trastornos de un caso a otro, como de una planta a otra el aspecto de sus órganos de reproducción. Pero estas analogías no se apoyaban jamás sino sobre datos morfológicos inertes: se trataba de formas percibidas cuyas líneas generales eran susceptibles de superposición, de un «estado inactivo y constante de los cuerpos, estado extraño a la naturaleza actual de la función».[24] Las analogías sobre las cuales se apoya la mirada clínica para reconocer, en diferentes enfermos, signos y síntomas, son de otro orden; «consisten en las relaciones que existen primeramente entre las partes constituyentes de una única enfermedad y después entre una enfermedad conocida y una enfermedad por conocer».[25] Así comprendida, la analogía no es ya un parecido de parentesco más o menos próximo y que se borra a medida que se aleja de la identidad esencial; es un isomorfismo de relaciones entre elementos: lleva a un sistema de relaciones y de acciones recíprocas, a un funcionamiento, o a una disfunción. Así, la dificultad para respirar es un fenómeno que se encuentra en una morfología bastante semejante en la tisis, el asma, las enfermedades del corazón, la pleuresía y el escorbuto; pero atenerse a tal parecido sería ilusorio y peligroso; la analogía fecunda y que designa la identidad de un síntoma es una relación mantenida con otras funciones, u otros trastornos: la debilidad muscular (que se encuentra en la hidropesía), la lividez de la tez (parecida a la de las obstrucciones), las manchas sobre el cuerpo (como en la viruela) y la inflamación de las encías (idéntica a la provocada por la acumulación de sarro), forman una constelación en la cual la coexistencia de los elementos designa una interacción funcional propia del escorbuto.[26] La analogía de estas relaciones permitirá identificar una enfermedad en una serie de enfermos.
Pero hay más: en el interior de una misma enfermedad y en un solo enfermo, el principio de analogía puede permitir cercar en su conjunto la singularidad de la enfermedad. Los médicos del siglo XVIII habían usado y abusado, después del concepto de simpatía, de la noción de «complicación», que permitía siempre encontrar una esencia patológica ya que se podía sustraer a la sintomática manifiesta lo que, en contradicción con la verdad esencial, era designado como interferencia. Así una fiebre gástrica (fiebre, cefalalgia, sed, sensibilidad en el epigastrio) permanecía de acuerdo con su esencia cuando iba acompañada de postración, deyecciones involuntarias, pulso flojo e intermitente, molestias en la deglución: entonces está «complicada» con una fiebre adinámica.[27] Un empleo riguroso de la analogía debía permitir evitar otro arbitrio en las divisiones y en las agrupaciones. De un síntoma a otro, en un mismo conjunto patológico, se puede encontrar una cierta analogía en sus relaciones con «las causas externas, o internas que las producen».[28] Por ejemplo para peripneumonía biliosa, que muchos nosógrafos consideraban una enfermedad complicada: si se percibe la homología de relación que existe entre la «gastricidad» (acarreando síntomas digestivos y dolores epigástricos), y la irritación de los órganos pulmonares que llama la inflamación y todos los trastornos respiratorios, sectores sintomatológicos diferentes y que parecen señalar esencias mórbidas distintas, permiten dar, no obstante, a la enfermedad su identidad: la de una figura compleja en la coherencia de una unidad, y no de una realidad mixta hecha de esencias cruzadas.
3. La percepción de las frecuencias. El conocimiento médico no tendrá certeza sino en proporción del número de casos sobre los cuales haya llevado su examen: esta certeza «será total si se extrae de una masa de probabilidad suficiente»; pero si no es absolutamente «la deducción rigurosa» de casos muy numerosos, el saber «permanece en el orden de las conjeturas y de las similitudes; no es sino la expresión simple de las observaciones particulares».[29] La certeza médica no se constituye a partir de la individualidad completamente observada, sino de una multiplicidad enteramente recorrida de hechos individuales.
Por su multiplicidad, la serie se hace portadora de un índice de convergencia. La hemoptisis estaba colocada por Sauvages en la clase de las hemorragias, y la tisis en la de las fiebres: repartición conforme a la estructura de los fenómenos, y que ninguna conjunción sintomática podía poner en duda. Pero si el conjunto tisis-hemoptisis (a pesar de las disociaciones según los casos las circunstancias, los momentos), alcanza en la serie total una cierta densidad cuantitativa, su dependencia se convertirá, más allá de todo encuentro, o de toda laguna, fuera incluso del aspecto aparente de los fenómenos, en relación esencial. «En el estudio de los fenómenos más frecuentes, en la meditación del orden de sus relaciones y de su sucesión regular, se encuentran las bases de las leyes generales de la naturaleza.»[30]
Las variaciones individuales se borran espontáneamente por integración. En la medicina de las especies, este borrarse de las modificaciones singulares, no es taba asegurado sino por una operación positiva: para acceder a la pureza de la esencia, era menester poseerla y obliterar con ella misma el contenido demasiado rico de la experiencia; era menester, por una elección primitiva, «distinguir lo que es constante de lo que se encuentra en ella de variable, y lo esencial de lo que no es sino puramente accidental».[31] Las variaciones, en la experiencia clínica, no se desechan, se reparten por sí mismas; se anulan en la configuración general, porque se integran en el dominio de la probabilidad; jamás caen fuera de límites, por «inesperados», por «extraordinarias» que sean; lo anormal es de nuevo una forma de regularidad: «el estudio de los monstruos o de las monstruosidades de la especie humana nos da una idea de los recursos fecundos de la naturaleza y de los desvíos a los cuales puede entregarse».[32]
Es menester entonces abandonar la idea de un espectador ideal y trascendente a cuyo genio, o paciencia, los observadores reales podrían, más o menos, aproximarse. El único observador normativo, es la totalidad de los observadores: sus errores de perspectivas individuales se reparten en un conjunto que tiene sus poderes propios de indicación. Sus divergencias, incluso, dejan aparecer en este núcleo en el cual, a pesar de todo, se cortan de nuevo, el perfil de irrefutables identidades: «Muchos observadores no ven jamás el, mismo hecho de manera idéntica, a menos que la naturaleza se lo haya ofrecido realmente de la misma manera.»
En la sombra, y bajo un vocabulario aproximado, circulan las nociones, en las cuales se puede reconocer el cálculo de error, el desvío, los límites, el valor de la media. Todas indican que la visibilidad del campo médico toma una estructura estadística y que la medicina será como campo perceptivo, no ya un jardín de especies, sino un dominio de acontecimientos. Pero nada está aún formalizado. Y curiosamente, en el esfuerzo por pensar un cálculo de probabilidades médicas es donde el fracaso se va a dibujar, y las razones del fracaso van a aparecer.
Fracaso que no atañe, en su principio, a una ignorancia, o a un uso demasiado superficial del instrumento matemático,[33] sino a la organización del campo.
4. El cálculo de los grados de certeza. «Si algún día se descubre, en el cálculo de probabilidades, un método que pueda adaptarse convenientemente a los objetos complicados, a las ideas abstractas, a los elementos variables de la medicina y de la fisiología, se producirá en seguida en ella el más alto grado de certeza al cual pueden llegar las ciencias.»[34] Se trata de un cálculo que desde el comienzo, valga en el interior del dominio de las ideas, siendo a la vez principio de su análisis en elementos constituyentes, y método de inducción a partir de las frecuencias; se da de una manera ambigua, como descomposición lógica y aritmética de la aproximación. Es que, en efecto, la medicina de fines del siglo XVIII nunca supo si se dirigía a una serie de hechos, cuyas leyes de aparición y de convergencia debían estar determinadas por el estudio único de las repeticiones, o si se dirigía a un conjunto de signos, de síntomas y de manifestaciones cuya coherencia debía buscarse en una estructura natural. Dudó sin cesar entre una patología de los fenómenos y una patología de los casos. Por eso el cálculo de los grados de probabilidad ha sido tan pronto confundido con el análisis de los elementos sintomáticos: de una manera bien extraña, es el signo como elemento de una constelación el que se encuentra afectado, por una especie de derecho de naturaleza, con un coeficiente de probabilidad. Ahora bien, lo que le daba su valor de signo no era una aritmética de los casos, era su vínculo con un conjunto de fenómenos. Bajo una apariencia matemática, se juzgaba la estabilidad de una figura. El término, «grado de certeza», deducido entre los matemáticos designaba, por una aritmética gastada, el carácter más o menos necesario de una implicación.
Un simple ejemplo permitirá aprehender en lo vivo esta confusión fundamental. Brulley recuerda el principio formulado en el Ars conjectandi de Jacques Bernoully, de que toda certeza puede ser «considerada como un todo divisible en tantas posibilidades como se quiera».[35] Así la certeza de la preñez, en una mujer, puede dividirse en ocho grados: la desaparición de las reglas; las náuseas y el vómito el primer mes; en el segundo, el aumento del volumen de la matriz; aumento más considerable aún el tercer mes; aparición luego de la matriz por encima de los huesos del pubis; el sexto grado, es en el quinto mes, el relieve de toda la región hipogástrica; el séptimo es el movimiento espontáneo del feto, que golpea la superficie interna de la matriz; por último el octavo grado de certeza está constituido en el comienzo del último mes, por los movimientos de balanceo y de desplazamiento.[36] Cada uno de los signos lleva por consiguiente en sí mismo una octava certeza: la sucesión de las cuatro primeras constituye una semicerteza «que forma la duda propiamente dicha, y puede imaginarse como una especie de equilibrio»; más allá comienza la verosimilitud.[37] Esta aritmética de la implicación vale para las indicaciones curativas como para los signos diagnósticos. Un enfermo que había consultado a Brulley quería hacerse operar de cálculo; en favor de la intervención, dos probabilidades favorables: el buen estado de la vejiga, el pequeño volumen del cálculo; pero contra ellas, cuatro probabilidades desfavorables, «el enfermo es sexagenario; es del sexo masculino; tiene un temperamento bilioso; está afectado por una enfermedad de piel». Ahora bien, el sujeto no ha querido entender esta aritmética simple; no ha sobrevivido a la operación.
Se quiere ponderar, por aritmética de los casos, una dependencia de estructura lógica; pero entre el fenómeno y lo que éste significa, el vinculo no es el mismo que entre el acontecimiento y la serie de la cual forma parte. Esta confusión no es posible sino por las virtudes ambiguas de la noción de análisis, a la cual los médicos se remiten a cada instante: «Sin el análisis, ese hilo emblemático de Dédalo, no podríamos a menudo, a través de caminos tortuosos, abordar el asilo de la verdad.»[38] Ahora bien, esté análisis es definido según el modelo epistemológico de las matemáticas y según la estructura instrumental de la ideología. Como instrumento, sirve para definir, en su conjunto complejo, el sistema de la simplificación: «Por este método, se descompone, se hace la disección de un sujeto, de una idea compuesta; se examinan separadamente las partes unas después de otras; las más esenciales primero, luego aquellas que lo son menos, con sus diversas relaciones; se lo eleva a la idea más simple»; pero según el modelo matemático este análisis debía servir para determinar una desconocida: «se examina el modo de composición, la manera en la cual éste se ha llevado a cabo, y con ello se llega de lo conocido a lo desconocido, y esto por el uso de la inducción».[39]
Selle decía que la clínica no era «sino el ejercicio mismo de la medicina junto al lecho de los enfermos», y que, en esta medida, se identificaba con «la medicina práctica propiamente dicha».[40] Mucho más que una continuación del viejo empirismo médico, la clínica es la vida concreta, la aplicación primera del análisis. Si bien, al experimentar su oposición a los sistemas y a las teorías, reconoce su inmediato parentesco con la filosofía: «¿Por qué separar la ciencia de los médicos de la de los filósofos? ¿Por qué distinguir dos estudios, que se confunden por un origen y un destino comunes?»[41] La clínica, es un campo que se ha hecho filosóficamente «visible» por la introducción en el dominio patológico de estructuras gramaticales y probabilitarias. Estas pueden fecharse históricamente, ya que son contemporáneas de Condillac y de sus sucesores. Han liberado a la percepción médica del juego de la esencia y de los síntomas y del no menos ambiguo de la especie y de los individuos: la figura desaparece, hace girar lo visible y lo invisible de acuerdo con el principio de que el enfermo oculta Y muestra a la vez la especificación de su enfermedad. Se abre para la mirada un dominio de clara visibilidad.
Pero este mismo dominio, y lo que, fundamentalmente lo hace visible, ¿no tienen un doble acuerdo? ¿No se apoyan en figuras que se traslapan una a otra y se esquivan? El modelo gramatical, aclimatado en el análisis de los signos, permanece implícito y desarrollado, sin formalización en el fondo del movimiento conceptual: se trata de una transferencia de las formas de la inteligibilidad. El modelo matemático está siempre explícito, e invocado; está presente como principio de coherencia de un proceso conceptual que se ha realizado fuera de él: se trata de la aportación de temas de formalización. Pero esta contradicción fundamental no es experimentada como tal. Y la mirada que se posa sobre este dominio, aparentemente liberado pareció, en un tiempo, una mirada feliz.