4 ANTIGÜEDAD DE LA CLÍNICA

Mucho antes de terminar el siglo XVIII, existía la clínica. De nuevo es menester hacer la separación entre los mitos en los cuales se ha apoyado la medicina, durante mucho tiempo y hasta nuestros días, y una historia real que se trata de descifrar a través de ellos. Cuando se reflexiona sobre su pasado, la medicina, desde los últimos años del siglo XVIII, se define en una doble relación con el tiempo. Lo que en ella no es sino historia, es decir caída en el tiempo, señalaría teorías; en la confusión del saber la «sistemática» en general formaría lo invariable a partir de lo cual, las variaciones de las teorías serían, a la vez, posibles en cada instante, e imposibles en la duración. Pero por otra parte, la historicidad de la medicina, lo que hace que su verdad se manipule en un tiempo en el cual ésta se conserva, se encamina y tiende, sin llegar a ello, a concluirse, esta historicidad indicaría un nosistema, es decir, otro invariable que se llama la clínica. Mientras haya una historia manifiesta y estéril de los sistemas, es decir, de lo que ocurre con el tiempo, la historia de la clínica contará aquello por lo cual la medicina a través del tiempo significa y mantiene su verdad. No está enteramente ni en el tiempo, ni fuera del tiempo, porque es el umbral y la llave de este reino en el cual se anudan el tiempo y la verdad.

De ahí todos estos mitos por los cuales se ha simbolizado, a fines del siglo XVIII y a principios del XIX, la historia y la historicidad de la medicina. Se decía que en la clínica había encontrado la medicina Su posibilidad de origen. En el alba de la humanidad, antes de toda vana creencia, antes de todo sistema, la medicina, en su integridad, residía en una relación inmediata del sufrimiento con lo que lo alivia. Esta relación era de instinto y de sensibilidad, más aún que de experiencia; estaba establecido por el individuo por él mismo y para sí mismo, antes de entrar en una red social: «La sensibilidad del enfermo le enseria que tal posición o tal otra lo alivia, o lo atormenta».[1] Esta relación, establecida sin la mediación del saber, es comprobada por el hombre sano; y esta observación mis a no es opción para un conocimiento por venir; no es ni siquiera toma de conciencia; se cumple en lo inmediato y a ciegas: «Una voz secreta nos dice aquí: contempla la naturaleza»;[2] multiplicada por sí misma, trasmitida de los unos a los otros, se convierte en una forma general de conciencia en la cual cada individuo es a la vez el sujeto y el objeto: «todo el mundo indistintamente practicaba esta medicina… las experiencias que cada uno hacía eran comunicadas a otras personas… y estos conocimientos pasaban del padre a los hijos».[3] Antes de ser un saber, la clínica era una relación universal de la humanidad consigo misma: edad de felicidad absoluta para la medicina. Y la de cadencia comenzó cuando fueron inaugurados la escritura y el secreto, es decir la repartición de este saber en un grupo privilegiado, y la disociación de la relación inmediata, sin obstáculo ni límites, entre Mirada y Palabra: lo que se había sabido no se comunicaba ya a los demás y vestido de nuevo en la cuenta de la práctica sino una vez pasado por el esoterismo del saber.[4]

Durante mucho tiempo, sin duda, la experiencia médica permaneció abierta, y supo encontrar, entre el ver y el saber, un equilibrio que la protegió del error: «En los tiempos remotos, el arte de la medicina se enseñaba en presencia de su objeto y los jóvenes aprendían la ciencia médica en el lecho del enfermo»; éstos, ron mucha frecuencia, estaban alojados en el domicilio mismo del médico, y los alumnos acompañaban a los maestros, mañana y tarde, a la visita de sus clientes.[5] De este equilibrio, Hipócrates sería a la vez el último testimonio y el representante más ambiguo: la medicina griega del siglo V no sería otra cosa que la codificación de esta clínica universal, e inmediata; ella formaría su primera conciencia total, y en este sentido, sería tan «simple y pura»,[6] como esta experiencia primera; pero en la medida en que ella la organiza en un cuerpo sistemático a fin de «facilitar» y de «compendiar su estudio», una dimensión nueva se introduce en la experiencia médica: la de un saber que se puede llamar, literalmente, ciego, ya que no tiene mirada. Este conocimiento, que no ve, es el origen de todas las ilusiones; una medicina acosada por la metafísica se hace posible: «Después que Hipócrates hubo reducido la medicina a sistema, se abandonó la observación y la filosofía se introdujo en ella.»[7]

Tal es la ocultación que ha permitido la larga historia de los sistemas, con la «multiplicidad de las diferentes sectas opuestas y contradictorias».[8] Historia que se anula por eso mismo, no conservando del tiempo sino su marca destructora. Pero, bajo ésta que destruye, vela otra historia, más fiel al tiempo porque está más próxima a su verdad de origen. En ésta se recoge imperceptiblemente la vida sorda de la clínica. Permanece bajo las «teorías especulativas»,[9] ahora en el contacto del mundo percibido, la práctica médica, y abriéndolo al paisaje inmediato de la verdad: «En todos los tiempos han existido médicos que después de haber, con la ayuda del análisis tan natural al espíritu humano, deducido del aspecto del enfermo todos los datos necesarios sobre su idiosincrasia, se han contentado con estudiar los síntomas…»[10] Inmóvil, pero siempre cerca de las cosas, la clínica da a la medicina su verdadero movimiento histórico, borra los sistemas, mientras que la experiencia que los desmiente acumula su verdad. Así se trama una continuidad fecunda que asegura a la patología «la uniformidad ininterrumpida de esta ciencia en los diferentes siglos».[11] Contra los sistemas, que pertenecen al tiempo negativo, la clínica es el tiempo positivo del saber. No se tiene, por lo tanto, que inventarla, sino que descubrirla de nuevo: existía ya en las formas primeras de la medicina; ha constituido toda la plenitud de ella; basta entonces negar lo que la niega, destruir lo que con relación a ella es nada, es decir «el prestigio» de los sistemas, y dejarla al fin «gozar de todos sus derechos».[12] La medicina entonces estará al mismo nivel que su verdad.

Toda es ta mitología, cuya aparición se sitúa a fines del siglo XVIII, da un estatuto a la vez universal e histórico a una reciente colocación de las instituciones y de los métodos clínicos. Los hace valer como restitución de una verdad de siempre, en un desarrollo histórico continuo, en el cual los únicos acontecimientos han sido de orden negativo: olvido, ilusión, ocultación. De hecho, una manera semejante de escribir de nuevo la historia, evitaba una historia mucho más verdadera, pero mucho más compleja. La disfrazaba, al asimilar al método clínico cualquier estudio de un caso, de acuerdo con el antiguo uso de la palabra; y así, autorizaba todas las reducciones interiores que deberían hacer de la clínica y que hacen de ella aún en nuestros días un puro y simple examen del individuo. Para comprender el sentido y la estructura de la experiencia clínica, es menester rehacer primeramente la historia de las instituciones en las cuales se ha manifestado su esfuerzo de organización. Hasta los últimos años del siglo XVIII, esta historia, tomada como sucesión cronológica, es de una extrema pobreza.

En 1658, François de La Boe abre una escuela clínica en el hospital de Leyden: publica sus observaciones bajo el título de Collegium Nosocomium.[13] El más ilustre de sus sucesores será Boerhaave; es posible, no obstante, que haya habido desde fines del siglo XVI una cátedra de clínica en Padua.[14] En todo caso es de Leyden, con Boerhaave y sus alumnos, de donde partió, en el siglo XVIII, el movimiento de creación, a través de toda Europa, de cátedras y de institutos clínicos. Son los discípulos de Boerhaave quienes, en 1720, reforman la Universidad de Edimburgo y crean una clínica sobre el modelo de Leyden; ésta es imitada en Londres, en Oxford, en Cambridge, en Dublín.[15] En 1733, se pide a Van Swieten un plan para el establecimiento de una clínica en el Hospital de Viena: el titular de ella es otro alumno de Boerhaave, de Haen, al cual suceden Stoll y luego Hildenbrand;[16] el ejemplo es seguido en Gotinga donde enseñan alternativamente Brendel, Vogel, Baldinger y J. P. Franck;[17] en Padua, algunas camas del hospital se consagran a la clínica, con Knips como profesor; Tissot, encargado de organizar una clínica en Pavía, fija el plan de ello en su lección inaugural el 26 de noviembre de 1781;[18] hacia 1770 Lacassaigne, Bourru, Guilbert y Colombier quisieron organizar, a título privado y a sus expensas, una casa de salud de 12 camas, reservada a las enfermedades agudas; los médicos que las trataran enseñarían allí al mismo tiempo la práctica,[19] pero el proyecto fracasó. La Facultad, el cuerpo de los médicos en general, tenían demasiado interés en que se mantuviera el antiguo estado de cosas en el cual una enseñanza práctica era dada en la ciudad, a título individual y oneroso, por los consultores más notables. Es en los hospitales militares donde la enseñanza clínica se organizó primeramente; el Reglamento para los Hospitales establecido en 1775, señala en su artículo XII que cada año de estudio debe comprender «un curso de práctica clínica de las principales enfermedades que reinan entre las tropas en los ejércitos y guarniciones»,[20] Y Cabanis cita como ejemplo la clínica del hospital de la marina en Brest fundada por Dubreil bajo los auspicios del mariscal de Castries.[21] Señalemos por último la creación en 1787 de una clínica para partos con Copenhague.[22]

Tal es, al parecer, la sucesión de los hechos. Para comprender su sentido y circunscribir los problemas que ésta plantea, es menester volver primeramente sobre un cierto número de verificaciones que debieran disminuir su importancia. El examen de los casos, su informe detallado, su relación con una explicación posible es una tradición esencial, y jamás puesta en duda, de la experiencia médica; la organización de la clínica por consiguiente no es correlativa al descubrimiento del hecho individual en la medicina; las innumerables compilaciones de casos redactadas, desde el Renacimiento, bastan para probarlo. Por otra parte, la necesidad de una enseñanza por la práctica misma era, también, muy ampliamente reconocida: la visita de los hospitales por los aprendices de médicos era algo aceptado; y sucedía que algunos de ellos terminaban su formación en un hospital en el cual vivían y ejercían bajo la dirección de un médico.[23] En estas condiciones, ¿de qué novedad y de qué importancia podían ser estos establecimientos clínicos a los cuales el siglo XVIII, en sus últimos años sobre todo, tribuía tanto valor? ¿En qué podía distinguirse esta protoclínica tanto de una práctica espontánea que había formado un cuerpo con la medicina, como de la clínica tal como se organizará más· tarde en un cuerpo complejo y coherente en el cual se reúnen una forma de experiencia, un método de análisis y un tipo de enseñanza? ¿Se le puede designar una estructura específica que sería propia, sin duda, a la experiencia médica del siglo XVIII ya que es contemporánea de esta experiencia?

1. Esta protoclínica es más que un estudio sucesivo y colectivo de casos: debe reunir y hacer sensible el cuerpo organizado de la nosología. La clínica no estará por lo tanto ni abierta a todo lo que venga, como puede estarlo la práctica cotidiana de un médico, ni tampoco especializada, como estará en el siglo XIX: no es ni el dominio cerrado de lo que se ha escogido para estudiar, ni el campo estadístico abierto de lo que se está consagrado a recibir; se vuelve a cerrar sobre la totalidad didáctica de una experiencia ideal. No tiene la obligación de mostrar los casos, sus puntos dramáticos, sus acentos individuales, sino de manifestar en su recorrido complejo el círculo de las enfermedades. La Clínica de Edimburgo fue durante mucho tiempo un modelo por el estilo; está constituida de tal modo que se encuentran allí reunidos «los casos que parecen más adecuados para instruir».[24] Antes de ser encuentro de enfermo y médico, de una verdad por descifrar y de una ignorancia, y para poderlo ser, la clínica debe formar constitucionalmente, un campo nosológico enteramente estructurado.

2. Su modo de asentarse en el hospital es particular. No es su expresión directa, ya que un principio de elección sirve entre ella y él de límite selectivo. Esta selección no es simplemente cuantitativa, aunque la cifra óptima de las camas de una clínica no debe, según Tissot, exceder de treinta;[25] no es sólo cualitativa, aunque tienda de preferencia sobre tal o cual caso de gran valor instructivo. Al escoger, altera en su naturaleza misma el modo de manifestación de la enfermedad, y la relación de ésta con el enfermo; en el hospital tiene que vérselas con individuos que son indiferentemente portadores de una enfermedad o de otra; el papel del médico de hospital es descubrir la enfermedad en el enfermo; y esta interioridad de la enfermedad hace que a menudo ésta se esconda en el enfermo, oculta en él como un criptograma. En la clínica, se tratan a la inversa enfermedades cuyo portador es indiferente: lo que está presente es la enfermedad misma, en el cuerpo que le es propio y que no es el del enfermo, sino el de su verdad. Son «las enfermedades diferentes las cuales sirven como texto»:[26] el enfermo es sólo aquello a través de lo cual se da el texto a leer, a veces complicado y enredado. En el hospital, el enfermo es sujeto de su enfermedad; es decir que se trata de un caso; en la clínica, en la cual no se trata sino del ejemplo el enfermo, es el accidente de su enfermedad, el objeto transitorio del cual ésta se ha apropiado.

3. La clínica no conoce por lo tanto la verdad sino bajo su forma sintética. Está dada toda en ella y sus manifestaciones no son otra cosa que sus consecuencias. Sin duda, en esta forma de enseñanza, el alumno no conoce, al iniciar el juego, la clave. Tissot prescribe que hay que hacérsela buscar durante mucho tiempo. Aconseja confiar cada enfermo de la clínica a los estudiantes; son ellos, y sólo ellos quienes lo examinarán «con honestidad, con dulzura, con esa bondad que es tan confortante para esos pobres infortunados».[27] Comenzarán por preguntar sobre su país, sobre las instituciones que en él imperan, sobre su oficio, sus enfermedades anteriores; la manera en la cual ésta ha comenzado, los remedios tomados; hará la investigación de sus funciones vitales (respiración; pulso, temperatura), de sus funciones naturales (sed, apetito, excreciones), y de sus funciones animales (sentidos, facultades, sueño, dolor); deberán también «palparle el bajo vientre para comprobar el estado de sus vísceras».[28] Pero ¿qué buscan así, y qué principio hermenéutico debe guiar su examen? ¿Cuáles son las relaciones establecidas entre los fenómeno comprobados, los antecedentes conocidos, las perturbaciones y los déficit señalados? Nada más que le que permite pronunciar un nombre, el de la enfermedad. Una vez hecha la designación se deducirán fácilmente las causas, el pronóstico, las indicaciones «preguntándose: ¿qué es lo que falta en este enfermo? ¿Qué se debe cambiar por eso mismo?».[29] Con relación a los métodos ulteriores de examen, éste, recomendado por Tissot, no es menos meticuloso en algunos detalles por lo menos. La diferencia de esta encuesta con «el examen clínico» está en lo que no hace de él el inventario de un organismo enfermo; se señalan en él los elementos que permitirá poner la mano en una clave ideal, clave que tiene cuatro funciones ya que es un modo de designación, un principio de coherencia, una ley de evolución y un cuerpo de preceptos. En otros términos, la mirada, que recorre un cuerpo que sufre, no alcanza la verdad que busca sino pasando por el momento dogmático del nombre, en el cual se recoge una doble verdad: ésta, oculta, pero ya presente de la enfermedad, ésta, cerrada, pero claramente deducible de la conclusión y de los medios. No es la mirada misma la que tiene el poder de análisis y de síntesis; sino la verdad sintética del lenguaje que viene a añadirse desde el exterior y como una recompensa a la mirada vigilante del estudiante. En este método clínico en el cual el espesor de lo percibido no oculta si no la imperiosa y lacónica verdad que nombra, no se trata de un examen sino de un descriptamiento.

4. En estas condiciones se comprende que la clínica no haya tenido más que una sola dirección: la que va, de arriba a abajo, del saber constituido a la ignorancia. En el siglo XVIII, no hay clínica que no sea pedagógica, y ésta incluso bajo una forma restringida, ya que no se admite que el médico mismo pueda leer a cada instante, por este método, la verdad que la naturaleza ha depositado en el mal. La clínica no toca sino a esta instrucción, en sentido limitado, que es dada por el maestro a sus alumnos; no es en sí misma una experiencia, sino el condensado, para el uso de otros, de una experiencia anterior. «El profesor indica a sus alumnos el orden en el cual deben ser observados los objetos para verse mejor y grabarse mejor en la memoria; les abrevia su trabajo; les hace aprovechar su experiencia.»[30] De ninguna manera la clínica descubrirá por la mirada; duplicará solamente el arte de demostrar mostrando. Así habla entendido Desault las lecciones de clínica quirúrgica que daba desde 1781 en el Hótel-Dieu; «ante los ojos de sus oyentes, hacía traer los enfermos más gravemente afectados, clasificaba su enfermedad, analizaba las características de ella, trazaba la conducta a seguir, practicaba las operaciones necesarias, daba cuenta de sus procedimientos y de sus motivos, ilustraba cada día los cambios acaecidos, y presentaba en seguida el estado de las partes después de la curación… o demos traba sobre el cuerpo privado de vida las alteraciones que habían hecho al arte inútil».[31]

5. El ejemplo de Desault muestra no obstante que esta palabra, por didáctica que fuera en su esencia, aceptaba a pesar de todo el juicio y el riesgo del futuro. En el siglo XVIII, la clínica no es una estructura de la experiencia médica, sino que esa experiencia en el sentido por lo menos en que es prueba: prueba de un saber que el tiempo debe confirmar, prueba de las prescripciones a las cuales el resultado dará o no la razón, y esto ante el jurado espontáneo que constituyen los estudiantes: hay como una justa, ante testigos, con la enfermedad que tiene sus cosas que decir y que, a pesar de la palabra dogmática que ha podido designarla, tiene su lenguaje propio. Aunque la lección dada por el maestro puede volverse contra él, y proferir por encima de su vano lenguaje una enseñanza que es la de la naturaleza misma. Cabanis explica así esta lección de la mala lección: si el profesor se equivoca, «sus errores son revelados en seguida por la naturaleza… cuyo lenguaje es imposible apagar o alterar. A menudo incluso éstos son más útiles que sus éxitos y hacen más ineficaces las imágenes que, sin esto quizá, no hubieran sido en ellos sino impresiones pasajeras».[32] Por consiguiente, cuando la designación magistral fracasa y cuando el tiempo la hace irrisoria, se reconoce el movimiento de la naturaleza por si mismo: el lenguaje del saber calla, y se mira. La probidad de esta prueba clínica era grande porque se vinculaba a su propio riesgo por una especie de contrato cotidianamente renovado. En la clínica de Edimburgo, los estudiantes tenían un cuaderno del diagnóstico dado, del estado del enfermo en cada visita, y de los medicamentos tomados durante el día.[33] Tissot, que también recomienda que se lleve un diario, añade en el informe al conde Firmian en el cual describe la clínica ideal, que se debería hacer cada año la publicación de aquél.[34] Por último, la disección, en caso de deceso, debe permitir una Ultima confirmación.[35] De este modo se comparan la palabra sabia y sintética que designa, y el lenguaje escuchado de la naturaleza, en una crónica de las comprobaciones que forman una sintaxis mixta, especie de lenguaje neutro, de lenguaje árbitro. Pero el siglo XVIII, precisamente, no había llegado a dar un estatuto a este lenguaje, a encontrarle una gramática coherente. No era todavía un lenguaje científico, sino sólo un lenguaje de juego; la verdad no encontraba en él su formulación, de origen; arriesgaba, según la fortuna o la habilidad, encontrarse o perderse en él.

En el siglo XVIII, la clínica es, por lo tanto, una figura mucho más compleja que un puro y simple conocimiento de los casos y, no obstante, no ha adquirido valor en el movimiento mismo del conocimiento científico; forma una estructura maquinal que se articula en el campo de los hospitales sin tener la misma configuración que estos; vive el aprendizaje de una práctica que simboliza más que analiza; agrupa toda la experiencia alrededor de los prestigios de ·un descubrimiento verbal que no es su simple forma de trasmisión, sino el núcleo que la constituye. La clínica del siglo XVIII es en esencia apofántica.

Ahora bien, en algunos años, los últimos del siglo, la clínica va a reestructurarse bruscamente: desprendida del con texto teórico en el cual había nacido, va a recibir un campo de aplicación ya no limitado a éste en el cual se dice un saber, sino coextensivo con aquel en el cual nace, se prueba y se realiza: formará un cuerpo con el todo de la experiencia médica. Todavía es menester que para esto haya sido armada con nuevos poderes, desligad a del lenguaje a partir del cual se le profería como lección, liberada por un movimiento de descubrimiento.