3 EL CAMPO LIBRE

La oposición entre una medicina de las especies patológicas y una medicina del espacio social estaba, a los ojos de los contemporáneos, disfrazada por los prestigios demasiado visibles de una consecuencia que les era común: el hecho de poner fuera de circuito a todas las instituciones médicas que formaban opacidad frente a las nuevas exigencias de la mirada. Era menester, en efecto, que se constituyera un campo de la experiencia médica enteramente abierto, de modo que la necesidad natural de las especies pudiera a parecer en él sin residuo ni confusión; era menester también que fuera suficientemente presente en su totalidad y recogido en su contenido, para que pudiera formarse un conocimiento fiel, exhaustivo y permanente de la salud de una población. Este campo médico restituido a su verdad de origen, y recorrido en su integridad por la mirada sin obstáculo ni alteración, es extrañamente parecido, en su geometría implícita, al espacio social con el cual soñaba la Revolución, por lo menos en sus primeras fórmulas: una configuración homogénea en cada una de sus regiones, constituyendo un conjunto de puntos equivalentes susceptibles de mantener con su totalidad relaciones constantes; un espacio de libre circulación en el cual la relación de las partes con el todo fue siempre reversible y susceptible de trasposición.

Hay, por consiguiente, convergencia espontánea, y profundamente arraigada, entre las exigencias de la ideología política y las de la tecnología médica. Con un solo movimiento, médicos y hombres de Estado reclaman en un vocabulario diferente, pero por razones esencialmente idénticas, la supresión de todo lo que puede ser un obstáculo para la constitución de este nuevo espacio: los hospitales que modifican las leyes específicas que rigen la enfermedad, y que perturban éstas, no menos rigurosas, al definir las relaciones de la propiedad y de la riqueza, de la pobreza y del trabajo; la corporación de médicos que impide la formación de una conciencia médica centralizada, y el libre juego de una experiencia sin limitación, que accede por sí misma a lo universal; las Facultades por último que no reconocen lo verdadero sino en las estructuras teóricas, y hacen del saber un privilegio social. La libertad, es la fuerza viva y jamás entorpecida de la verdad. Debe, pues, haber un mundo en el cual la mirada libre de todo obstáculo no esté sometida más que a la ley inmediata de lo verdadero: la mirada no es fiel a lo verdadero, y no se sujeta a la verdad, sin ser al mismo tiempo sujeto de esta verdad; pero por ello, soberana: la mirada que ve es una mirada que domina; y si sabe también someterse, domina a sus amos: «El despotismo necesita tinieblas, pero la libertad toda deslumbrante de gloria no puede subsistir más que rodeada de todas las luces que pueden iluminar a los hombres; durante el sueño de los pueblos, la tiranía puede establecerse y tomar carácter de naturaleza entre ellos… Haced a las demás naciones tributarias, no de vuestra autoridad política, no de vuestro gobierno, sino de vuestros talentos y de vuestras luces…, hay una dictadura para los pueblos cuyo yugo no repugna en absoluto a los que se curvan bajo él: es la dictadura del genio.»[1]

El tema ideológico, que orienta todas las reformas de estructuras desde 1789 hasta el Termidor año II, es el de la soberana libertad de lo verdadero: la violencia majestuosa de la luz, que es para ella misma su propio reino, cerca el reino ceñido, oscuro, de los saberes privilegiados, e instaura el imperio sin límite de la mirada.

1. LAS ESTRUCTURAS DE LOS HOSPITALES SE PONEN EN TELA DE JUICIO

El Comité de Mendicidad de la Asamblea Nacional es adicto a la vez a las ideas de los economistas y a las de los médicos que estiman que el único lugar posible de remedio de la enfermedad, es el medio natural de la vida social, la familia. En ella, el costo de la enfermedad para la nación se reduce al mínimo; y desaparece también el riesgo de verla complicarse en el artificio, multiplicarse por sí misma y tomar, como en el hospital, la forma aberrante de una enfermedad de la enfermedad. En familia, la enfermedad está en el estado de «naturaleza», es decir de acuerdo con su propia naturaleza, y libremente ofrecida a las fuerzas regeneradoras de la naturaleza. La mirada que los próximos dirigen a ella tiene la fuerza viva de la benevolencia y la discreción de la expectativa. Hay, en la enfermedad libremente mirada, algo que ya la compensa: «La desgracia… excita con su presencia la bienhechora compasión, hace nacer en el corazón de los hombres la necesidad apremiante de llevarle alivio y consuelos, y los cuidaos otorgados a los desdichados en su propio asilo aprovechan esta fuente fecunda de bienes que difunde la beneficencia particular. ¿El pobre está colocado en los hospitales? Todos estos recursos cesan para él…»[2] Sin duda existen enfermos que no tienen familia, u otros que son tan pobres que viven «amontonados en graneros». Para éstos es preciso crear «casas comunales de enfermos», que deberán funcionar como sustitutos de la familia y hacer circular, en forma de reciprocidad, la mirada de la compasión; los miserables encontrarán así «en los compañeros de su suerte seres naturalmente compasivos y a los cuales no son, por lo menos, enteramente extraños».[3] De este modo la enfermedad encontrará en todas partes su lugar natural, o casi natural: tendrá la libertad de seguir su curso y de eliminarse ella misma en su verdad.

Pero las ideas del Comité de Mendicidad están emparentadas, también con el tema de una conciencia social y centralizada de la enfermedad. Una salud generalizada no tiene que esperar un hechizo propio de la libertad. Si la familia está ligada al desdichado por un deber natural de compasión, la nación está ligada a él por un deber social y colectivo de asistencia. Las fundaciones hospitalarias, bienes inmovilizados y creadores por su inercia misma de pobreza, deben desaparecer, pero en provecho de una riqueza nacional y siempre movilizable que puede asegurar a cada uno los auxilios necesarios. El Estado deberá por lo tanto «enajenar en su beneficio» los bienes de los hospitales, luego reunirlos en una «masa común». Se creará una administración central encargada de manejar esta masa. Formará como la conciencia médico-económica permanente de la nación; será percepción universal de cada enfermedad y reconocimiento inmediato de todas las necesidades. El gran Ojo de la Miseria. Se la encargará del cuidado «de presentar sumas necesarias y completamente suficientes para el alivio de los desdichados». Financiará la «Casa Comunal» y distribuirá los auxilios particulares a las familias pobres, que cuidan ellas mismas de sus enfermos.

Dos problemas técnicos hicieron fracasar el proyecto. Uno, el de la enajenación de los bienes de los hospitales, es de naturaleza política y económica. El otro es de naturaleza médica, toca a las enfermedades complejas o contagiosas. La Asamblea Nacional vuelve sobre el principio de la nacionalización de los bienes; prefiere reunir simplemente sus rentas para destinarlas a un fondo de asistencia. Tampoco es menester confiar a una única administración central el cuidado de manejarlas; sería demasiado lenta, demasiado lejana y así impotente para responder a las necesidades. La conciencia de la enfermedad y de la miseria, para ser inmediata y eficaz, debe ser una conciencia geográficamente específica. Y la Legislativa, en este dominio como en muchos otros, vuelve del centralismo de la Constituyente a un sistema mucho más desligado, de tipo inglés; se encarga a las administraciones locales la constitución de los centros esenciales; ellas deberán estar al corriente de las necesidades, y distribuir las rentas; formarán una red múltiple de vigilancia; así se encuentra planteado el principio de la comunalización de la asistencia al cual el Directorio, definitivamente, se adherirá.

Pero en esta estructura dispersa, la descentralización se asocia a dos temas históricamente muy importantes en principio, el de una disociación entre los problemas de la asistencia y los de la represión. Tenon, en su cuidado por ordenar el asunto de Bicêtre y de la Salpêtrière, quería que la Legislativa creara un Comité «de los hospitales, y de las casas de arresto» que tendría competencia general para los estable cimientos hospitalarios, las prisión, el vagabundeo y las epidemias. La Asamblea se opuso a ello alegando que era «envilecer en una cierta manera a las clases últimas del pueblo, al confiar igualmente el cuidado de los desdichados y de los criminales a las mismas personas».[4] La conciencia de la enfermedad, y de la asistencia que se debe a los pobres, toma su autonomía; se dirige ahora a un tipo de miseria bien específica. Correlativamente, el médico empieza a desempeñar un papel decisivo en la organización de los auxilios. En el grado social en que éstos se distribuyen, debe ser agente detector de las necesidades, y juez de la naturaleza y del grado de la ayuda que es preciso aportar. La descentralización de los medios de asistencia autoriza una medicalización de su ejercicio. Se reconoce en ello una idea familiar a Cabanis, la del médico-magistrado; a él debe confiar la ciudad «la vida de los hombres», en vez de «dejarla a la merced de los farsantes y de las comadres»; él debe juzgar que «la vida del poderoso y del rico no es más preciosa que la del débil y del indigente»; es él, en fin, el que deberá negar los auxilios «a los malhechores públicos».[5] Además de su papel de técnico de la medicina, tiene un papel económico en la repartición de los auxilios, un papel moral y casi jurídico en la atribución de éstos; hielo aquí convertido en el «vigilante de la moral, como de la salud pública».[6]

En esta configuración regional en la cual la conciencia médica está formada por instancias discontinuas, debe tener su puesto el hospital. Es necesario para los enfermos sin familia; pero es necesario también en los casos contagiosos, y para las enfermedades difíciles, complejas, «extraordinarias», a las cuales no puede hacer frente la medicina en su forma cotidiana. En ello de nuevo, la influencia de Tenon y de Cabanis es visible. El hospital que, en su forma más general, no lleva sino los estigmas de la miseria, aparece al nivel local como una indispensable medida de protección. Protección de la gente sana contra la enfermedad; protección de los enfermos contra las prácticas de la gente ignorante; es menester «preservar al pueblo de sus propios errores»;[7] protección de los enfermos, los unos respecto de los otros. Lo que Tenon proyecta es un espacio hospitalario diferenciado. Diferenciado de a cuerdo con dos principios: el de la «formación», que destinaría cada hospital a una categoría de enfermos, o a una familia de enfermedades; el de la «distribución» que define, en el interior de un mismo hospital, el orden a seguir «para colocar en él las especies de enfermos que se haya acordado recibir».[8] Así, la familia, lugar natural de la enfermedad, se encuentra duplicada en otro espacio que debe reproducir como un microcosmos la configuración específica del mundo patológico. Allí, bajo la mirada del médico de hospital, las enfermedades se agruparán por órdenes, tipos y especies, en un dominio racionalizado que restituye la distribución originaria de las esencias. Así concebido, el hospital permite «clasificar de tal modo a los enfermos que cada uno encuentra lo que conviene a su estado sin agravar por su vecindad el mal de otro, sin difundir el contagio, ya sea en el hospital, ya sea fuera de él.»[9] La enfermedad encuentra allá su elevado lugar, y como la residencia forzada de su verdad.

En los proyectos del comité de Auxilios, dos instancias se yuxtaponen: la ordinaria, que implica, por la repartición de la ayuda una vigilancia continua del espacio social con un sistema de centros regionales fuertemente medicalizados; en cuanto a la instancia extraordinaria, está constituida por espacios discontinuos exclusivamente médicos, y estructurados según el modelo del saber científico. La enfermedad está, así, presa en un doble sistema de observación: hay una mirada que la confunde y la resorbe en el conjunto de las miserias sociales por suprimir; y una mirada que la aísla para cercarla mejor en su verdad de naturaleza.

La Legislativa dejaba a la Convención dos problemas que no estaban resueltos: el de Ja propiedad de los bienes de los hospitales, y el nuevo, del personal de los hospitales. El 18 de agosto de 1792, la Asamblea había declarado disueltas «todas las corporaciones religiosas y las congregaciones seculares de hombres o de mujeres eclesiásticos o laicos».[10] Pero la mayor parte de los hospitales se consideraban órdenes religiosas, o, como la Salpêtrière, organizaciones laicas concebidas sobre un modelo casi monástico; por eso el decreto añade: «No obstante en los hospitales y casas de caridad, las mismas personas continuarán como antes el servicio de los pobres y el cuidado de los enfermos a título individual, bajo la vigilancia de los cuerpos municipales y administrativos, hasta la organización definitiva que el Comité de Auxilios presentará incesantemente en la Asamblea Nacional.» De hecho, hasta Termidor, la Convención pensará sobre todo en el problema de la asistencia y del hospital en términos de supresión. Supresión inmediata de los auxilios del Estado pedida por los girondinos que temen mucho la organización de cuadros políticos de las clases más pobres por las Comunas, si les es dado repartir la asistencia; para Roland, el sistema de los auxilios manuales «es el más peligroso»: sin duda la beneficencia puede y debe ejercerse por «suscripción privada, pero el gobierno no debe inmiscuirse en ello; sería engañado, y no auxiliaría o auxiliaría mal».[11] Supresión de los hospitales, pedida por la Montaña; hay en ellos como una institucionalización de la miseria; y una de las tareas de la Revolución debe ser hacerlos desaparecer haciéndolos inútiles; a propósito de un hospital consagrado «a la humanidad que sufre», Lebon pedía: ¿Debe haber una parte cualquiera de la humanidad que sufra?… Poned por lo tanto encima de las puertas de estos asilos inscripciones que anuncien su próxima desaparición. Porque si la Revolución termina, y tenemos aun desdichados entre nosotros, nuestros trabajos revolucionarios habrán sido vanos».[12] Y Barère en la discusión de la ley del 22 Floreal año II, lanzará la célebre fórmula: «Más limosnas, más hospitales».

Con la victoria de la Montaña, vence la idea de una organización por el Estado de los auxilios públicos y de una supresión complementaria, con un plazo más o menos lejano, de establecimientos hospitalarios. La constitución del año II proclama en su Declaración de Derechos que «los auxilios públicos son una deuda sagrada»; la ley del 22 Floreal prescribe la formación de un «gran libro de la beneficencia nacional» y la organización de un sistema de auxilios cu el campo. No se prevén casas de salud sino para los «enfermos que no tienen domicilio, o que no podrán recibir auxilios en él».[13] La nacionalización de los bienes de los hospitales, cuyo principio estaba aceptado desde el 19 de marzo de 1793, pero cuya aplicación debería ser retardada hasta después de «la organización completa, definitiva y en muchas actividades del auxilio público», se hace inmediatamente ejecutiva con la ley del 23 Mesidor año II. Los bienes de los hospitales serán vendidos entre los bienes nacionales, y la asistencia asegurad a por el Tesoro. Agencias provinciales se encargarán de distribuir a domicilio los auxilios necesarios. Así comienza a pasar, si no a la realidad, por lo menos a la legislación, el gran sueño de una deshospitalización total de la enfermedad y de la indigencia. La pobreza es un hecho económico al cu al la asistencia debe auxiliar, mientras existe; la enfermedad es un accidente individual al cual la familia debe responder, asegurando a la víctima los cuidados necesarios. El hospital es una solución anacrónica que no responde a las necesidades reales de la pobreza, y que estigmatiza en su miseria al hombre enfermo. Debe haber un estado ideal en el cual el ser humano no conocerá ya el agotamiento de los trabajos fatigosos, ni el hospital que conduce a la muerte. «Un hombre no está hecho ni para los oficios, ni para el hospital, ni para los hospicios: todo esto es horrible.»[14]

2. EL DERECHO DE EJERCICIO Y LA ENSEÑANZA MÉDICA

Los decretos de Marly, promulgados el mes de marzo de 1707, habían reglamentado para todo el siglo XVIII la práctica de la medicina y la formación de médicos. Se trataba entonces de luchar contra los charlatanes, los empíricos «y las personas sin título y sin capacidad que ejercían la medicina»; correlativamente, había sido preciso reorganizar las Facultades «caídas desde hacía varios años en el más extremo relajamiento». Estaba prescrito que la medicina, en lo sucesivo, se enseñaría en todas las universidades del reino que tenían, o habían tenido, una facultad; que las cátedras, en vez de permanecer indefinidamente vacantes, serían disputadas apenas estuvieran libres; que los estudiantes no recibirían su grado sino después de tres años de estudios, debidamente comprobados, por inscripciones hechas cada cuatro meses; que cada año sufriría un examen antes de las actas que les dieran el título de bachiller, licenciado y doctor; que deberían asistir obligatoriamente a los cursos de anatomía, de farmacia química y galénica, y a las demostraciones de plantas.[15] En estas condiciones, el artículo 26 del decreto postulaba como principio: «Nadie podrá ejercer la medicina, ni dar ningún remedio ni siquiera gratuitamente si no ha obtenido el grado de licenciado»; y el texto añadía —lo cual era la consecuencia primordial y el fin comprado por las Facultades de Medicina al precio de su reorganización—: «que todos los religiosos mendicantes, o no mendicantes estén y permanezcan comprendidos en la prohibición señalada por el artículo precedente.»[16] A fines de siglo, las críticas son unánimes, por lo menos en cuatro puntos: los charlatanes siguen floreciendo; la enseñanza canónica dada en la Facultad no responde ya a las exigencias de la práctica, ni a los nuevos descubrimientos (no se enseña sino la teoría; no se deja lugar ni a las matemáticas, ni a la física); hay demasiadas Escuelas de Medicina para que la enseñanza pueda estar asegurada en todas partes de modo satisfactorio; reina la conclusión (se procuran las cátedras como cargos; los profesores dan cursos pagados; los estudiantes compran sus exámenes, y hacen escribir sus tesis a médicos necesitados), lo que hace muy costosos los estudios médicos, tanto más que para formarse al fin en la práctica, el nuevo doctor debe seguir en sus visitas a un práctico renombrado al que le es preciso, entonces, indemnizar.[17] La Revolución se encuentra por consiguiente en presencia de dos series de reivindicaciones: las unas a favor de una limitación más estricta del derecho de ejercerlas otras a favor de una organización más rigurosa de los estudios universitarios. Ahora bien, las unas y las otras van al encuentro de todo este movimiento de reformas que desemboca en la supresión de las cofradías y de las corporaciones, y en el cierre de las universidades.

De ahí una tensión entre las exigencias de una reorganización del saber, las de la abolición de los privilegios, por último las de una vigilancia eficaz de la salud de la nación. ¿Cómo la libre mirada que la medicina y, a través de ella, el gobierno deben posar sobre los ciudadanos, puede estar armada y ser competente sin ser presa del esoterismo de un saber y la rigidez de los privilegios sociales?

Primer problema: ¿puede la medicina ser una profesión libre que no proteja ninguna ley corporativa, ninguna prohibición de ejercicio, ningún privilegio de competencia? ¿Puede ser la conciencia médica de una nación tan espontánea como su conciencia cívica o moral? Los médicos defienden sus derechos corporativos haciendo valer que no tienen el sentido del privilegio, sino de la colaboración. El cuerpo médico se distingue por una parte de los cuerpos políticos, en que no trata de limitar la libertad de otro, y de imponer leyes u obligaciones a los ciudadanos; no impone imperativos sino a él mismo; su «jurisdicción se concentra en su seno»;[18] pero se distingue también de los demás cuerpos profesionales, porque no está des tinado a mantener derechos y tradiciones oscuras, sino a comparar y a comunicar el saber: sin un órgano constituido, las luces se a pagarían desde su nacimiento, estando la experiencia de cada uno perdida para todos. Los médicos al unirse hacen este juramento implícito: «queremos ilustrarnos fortificándonos en todos nuestros conocimientos; la debilidad de algunos de nosotros se corrige por la superioridad de los demás; reuniéndonos bajo una administración común, estimularemos sin cesar la emulación».[19] El cuerpo de los médicos se critica a sí mismo más que se protege, y es, por este hecho, indispensable para proteger al pueblo contra sus propias ilusiones y contra los charlatanes mistificadores;[20] «Si los médicos y los cirujanos forman un cuerpo necesario en la sociedad, sus funciones importantes exigen de parte de la autoridad legislativa una consideración particular que prevenga los abusos».[21] Un Estado libre que quiere mantener a los ciudadanos libres del error y de los males que acarrea no puede autorizar un libre ejercicio de la medicina.

En efecto, nadie pensará, ni siquiera entre los más liberales de los girondinos, liberar enteramente la práctica médica y abrirla a un régimen de competencia sin control. El mismo Mathieu Géraud, al pedir la supresión de todos los cuerpos médicos constituidos, quería establecer en cada departamento un Tribunal que juzgaría «a todo particular que se inmiscuyera en la medicina sin haber hecho sus pruebas de capacidad».[22] Pero el problema del ejercicio de la medicina estaba vinculado a otros tres: la supresión general de las corporaciones, la desaparición de la sociedad de medicina, y sobre todo el cierre de las universidades.

Hasta Termidor, los proyectos de reorganización de las Escuelas de Medicina son innumerables. Se los puede agrupar en dos familias, los unos suponiendo la persistencia de las estructuras universitarias, los otros tomando en cuenta los decretos del 17 de agosto de 1792. En el grupo de los «reformistas», se encuentra constantemente la idea de que es menester borrar las particularidades locales, suprimiendo las pequeñas Facultades que vegetan, en las cuales los profesores in suficientemente numerosos, poco competentes distribuyen o venden los exámenes y los títulos. Algunas Facultades importantes ofrecerán en todo el país cátedras que los mejores postularán; formarán doctores cuya calidad nadie pondrá en duda; el control del Estado y el de la opinión intervendrán así de modo eficaz en la génesis de un saber y de una conciencia médica adecuada, al fin, a las necesidades de la nación. Thiery estima que serían suficientes cuatro Facultades; Gallot dos solamente, con algunas escuelas especiales para una enseñanza menos erudita.[23] Será menester también que los estudios duren más tiempo: siete años según Gallot, diez según Cantin; es que ahora se trata de incluir en el ciclo de estudios las matemáticas, la geometría, la física y la química,[24] todo lo que tiene un vínculo orgánico con la ciencia médica. Pero sobre todo, es menester tener presente la enseñanza práctica. Thiery, desearía un Instituto Real, casi independiente de la Facultad y que asegurara a la élite de los médicos jóvenes una formación perfeccionada y esencialmente práctica; se crearía en el Jardin du Roi una especie de internado con un hospital adjunto (se podría utilizar la Salpêtrière, muy cercano); allí, los profesores enseñarían visitando a los enfermos; la Facultad se contentaría con delegar un doctor-regente para los exámenes públicos del Instituto. Cantin propone que, una vez aprendido lo esencial, los médicos candidatos se envíen ora a los hospitales, ora al campo, junto a los que allí ejercen; es que, aquí y allá, se necesita mano de obra, y los enfermos que allí se atienden raramente necesitan médicos muy competentes; haciendo esta especie de vuelta a la Francia médica, región por región, los futuros doctores recibirán la enseñanza más diversa, aprenderán a conocer las enfermedades de cada clima, y tendrán conocimiento de los métodos que dan mejor resultado.

Formación práctica, curiosamente independiente de la enseñanza teórica y universitaria. Cuando está ya (lo veremos más adelante) la medicina en posesión de los conceptos que le permitirán definir la unidad de una enseñanza clínica, los teóricos no llegan a proponer una versión institucional de ella: la formación práctica no es la aplicación pura y simple del saber abstracto (bastaría entonces confiar esta enseñanza práctica a los profesores de las escuelas); pero no puede ser tampoco la llave de este saber (no se la puede adquirir sino una vez dominado este saber); es que de hecho esta enseñanza práctica sigue ocultando la estructura tecnológica de una medicina del grupo social, mientras no se desligue la formación universitaria de una medicina más o menos emparentada de cerca con la teoría de las especies.

De una manera bastante paradójica, esta adquisición de la práctica, que está dominada por el tema de la utilidad social, se abandona casi enteramente a la iniciativa privada; controlando apenas el Estado la enseñanza teórica. Cabanis quisiera que todo médico de hospital tuviera el permiso de «formar una escuela según el plan que juzgara mejor»: él y sólo él, fijaría a cada alumno el tiempo de los estudios necesarios; para algunos, bastarían dos años; para otros, menos dotados, serían menester cuatro; debidas a la iniciativa individual, estas lecciones se pagarían necesariamente, y los mismos profesores fijarían el precio; éste, sin duda, podría ser muy elevado, si el profesor era célebre y su enseñanza solicitada, pero no hay ningún inconveniente en ello: la «noble emulación alimentada por toda clase de motivos no podría sino volverse en provecho de los enfermos, de los alumnos y de la ciencia».[25]

Curiosa y compleja estructura de este pensamiento reformador. Se pretendía dejar la asistencia a la iniciativa individual, y mantener los establecimientos hospitalarios para una medicina más compleja y como privilegiada; por una pirueta, la configuración de la enseñanza es inversa: ésta signe un camino obligatorio y público en la Universidad; en el hospital, se hace privada, de competencia y de pago; es que a este nivel las estructuras tecnológicas del saber y de la percepción no pueden aún sobreponerse: la manera en la cual se posa la mirada y la manera en la cual se la forma no se reúnen. El campo de la práctica médica está dividido entre un dominio libre, e indefinidamente abierto, el del ejercicio a domicilio, y un lugar cerrado, cerrado sobre las verdades de especies que descubre; el campo del aprendizaje se divide entre un dominio cerrado de las verdades esenciales, y éste, libre en el cual la verdad habla por sí misma. Y el hospital desempeña alternativamente este doble papel: lugar de las verdad es sistemáticas para la mirada que posa el médico, es el de los experimentos libres para el saber que formula el maestro.

Agosto de 1791, cierre de las Universidades; septiembre, es disuelta la Legislativa. La ambigüedad de estas estructuras complejas va a descomponerse. Los girondinos a pelan a una libertad que exigen total; y vienen en su ayuda todos aquellos, favorecidos por el antiguo estado de cosas, que piensan poder, en la ausencia de toda organización, volver a encontrar si no sus privilegios por lo menos su influencia. Católicos como Durand Maillane, antiguos oratorianos como Daunou o Sieyes, moderados como Fourcroy, son partidarios del más extremo liberalismo en la enseñanza de las ciencias y de las artes. El proyecto de Condorcet amenaza, a su parecer, con la reconstrucción de una «corporación formidable»;[26] se vería renacer lo que se acaba apenas de abolir, «las góticas universidades y las aristocráticas academias»;[27] desde entonces, no habría necesidad de esperar mucho para que e reanudara la red de un sacerdocio «más temible tal vez que el que la razón del pueblo acaba de derribar».[28] A los lugares y plazas de este corporatismo, la iniciativa individual llevará la verdad por todas partes donde sea realmente libre: «Dad al genio toda la latitud del poder y de libertad que reclama; proclamad sus derechos imprescriptibles; prodigad a los intérpretes útiles de la na tu raleza en cualquier parte en que se encuentren los honores y las recompensas públicas; no encerréis en un círculo estrecho las luces que no buscan sino extenderse».[29] Ninguna organización, sino simplemente una libertad dada: «los ciudadanos ilustrados en las letras y en las artes están invitados a entregarse a la enseñanza en toda la extensión de la República Francesa». Ni exámenes, ni otros títulos de competencia que la edad, y la experiencia, la veneración de los ciudadanos; el que quiera enseñar matemáticas, bellas artes, o medicina, deberá sólo obtener de su municipalidad un certificado de civismo y de probidad: si lo necesita, y si lo merece, podrá también pedir a los organismos locales que se le preste material de enseñanza y de experimentación. Estas lecciones, libremente dadas, serán retribuidas por los alumnos de a cuerdo con el maestro; pero las municipalidades podrán distribuir becas a quienes lo merezcan. La enseñanza, en el régimen del liberalismo económico y de la competencia, se concilia con la vieja libertad griega: el saber, espontáneamente, se trasmite por la Palabra, y en él triunfa quien lleva en ella la mayor verdad. Y como para dar un sello de nostalgia y de inaccesibilidad a su sueño, para conferirle una sigla más griega aún, que hace sus intenciones inatacables, y oculta mejor sus miras reales, Fourcroy propone que después de 25 años de enseñanza, los maestros cargados de años y de veneración sean, como tantos otros Sócrates, reconocidos al fin por una Atenas mejor, alimentados para su larga vejez en el Prytaneo.

Paradójicamente, son los de la Montaña, y los más cercanos a Robespierre, los que defienden las ideas cercanas al proyecto de Condorcet. Le Pelletier cuyo plan, después de su asesinato, es adoptado por Robespierre, luego Romme (caídos los girondinos) proyectan una enseñanza centralizada y controlada en cada grado por el Estado; incluso en la Montaña, hay inquietud por estas «40.000 bastillas donde se proponen encerrar la generación que nace».[30] Bouquier, miembro del Comité de Instrucción Pública, apoyado por los jacobinos, ofrece un plan mixto, menos anárquico que el de los girondinos, menos estricto que el de Le Pelletier y de Romme. Hace una distinción importante entre «los conocimientos indispensables al ciudadano», y sin los cuales no puede convertirse en un hombre libre —el Estado le debe esta educación, como le debe la libertad misma— y los «conocimientos necesarios para la sociedad»: el Estado «debe favorecerlos, pero no puede ni organizarlos, ni controlarlos como los primeros; sirven a la colectividad, no forman al individuo». La medicina forma parte de ellos con las ciencias y las artes. En 9 ciudades del país, se crearán Escuelas de Salud cada una con 7 «instructores»; pero la de París tendrá 14. Además, «un oficial de salud dará lecciones en los hospitales reservados a las mujeres, a los niños, a los locos y a los afectados por enfermedades venéreas». Estos instructores serán a la vez retribuidos por el Estado (3.500 libras por año), y elegidos por jurados escogidos por «los administradores del distrito junto con los ciudadanos».[31] Así, la conciencia pública encontrará en esta enseñanza a la vez su libre expresión y la utilidad que busca.

Cuando se llega a Termidor, los bienes de los hospitales son nacionalizados, las corporaciones prohibidas, las sociedades y academias abolidas, la Universidad, con las Facultades y las Escuelas de Medicina, ya no existen; pero los hombres de la Convención no tienen holgura para poner en obra la política de asistencia cuyo principio admitieron, ni para dar límite al libre ejercicio de la medicina, ni para definir las actitudes que le son necesarias; ni para fijar, por último, las formas de su enseñanza.

Tal dificultad sorprende cuando se piensa que, durante decenas de años, cada una de estas cuestiones habla sido discutida, que desde hacía mucho tiempo habían sido propuestas muchas soluciones, que indicaban un dominio conceptual de los problemas; y que, sobre todo la Legislativa, había postulado como principio lo que, de Termidor al Consulado, se descubrirá de nuevo como solución.

Durante todo este período, faltaba una estructura indispensable: aquella que habría podido dar unidad a una forma de experiencia ya definida por la observación individual, al examen de los casos, a la práctica cotidiana de las enfermedades, y a una forma de enseñanza que bien se comprende debería darse en el hospital más que en la Facultad, y en el recorrido íntegro del mundo concreto de la enfermedad. No se sabía cómo restituir con la palabra, lo que, se sabía, no había sido dado más que a la mirada. Lo Visible no era Decible, ni Discible. Es decir, si las teorías de la medicina se habían modificado mucho desde hacía medio siglo, sus estructuras no habían cambiado en absoluto. El principio de las percepciones individuales y concretas no estaba desprendido del espacio nosológico que había formulado por primera vez su exigencia; y el tema de una conciencia médica, normativa y colectiva, se expresaba todavía en el lenguaje de una medicina de los climas y de los lugares. Los paisajes de nacimiento no se habían olvidado; y todas las ideas nuevas gravitaban, en el vacío, alrededor de una figura que estaba cercada desde el exterior, pero que no había alcanzado su estatuto positivo. Sólo una mutación estructural profunda podía equilibrar la medicina alrededor de la experiencia clínica.

Y estos temas fluctuantes, que apelaban a una tal mutación, eran también su principal obstáculo. La idea de un dominio transparente, sin divisiones, abierto de arriba a abajo a una mirada armada, no obstante, de sus privilegios y de su competencia, disipaba sus propias dificultades en los poderes prestados a la libertad: en ella, Ja enfermedad debía formular por sí misma una verdad invariable y ofrecida, sin perturbación, a la mirad a d el médico; y la sociedad, médicamente invertida, instruida, y vigilada, debía liberarse con ello mismo de la enfermedad. Gran mito de la libre mirada, que, en su fidelidad a descubrir, recibe la virtud de destruir; mirada purificada que purifica; liberada de la sombra, disipa las sombras. Los valores cosmológicos implícitos en la Aufklärung cuentan aún aquí. La mirada médica, cuyos poderes tratamos de reconocer, no ha recibido todavía en la organización clínica su estructura tecnológica; no es más que un segmento de la dialéctica de las Luces transportado al ojo del médico.

Por un efecto vinculado a la suerte de la medicina moderna, la clínica permanecerá, para la mayoría de los espíritus, más emparentada con estos temas de la luz y de la libertad, que en definitiva la han esquivado, que con la estructura discursiva en la cual ha nacido en efecto. Se pensará de buena gana que la clínica ha nacido en este libre jardín donde, por un consentimiento común, el médico y el enfermo vienen a encontrarse, donde la observación se hace, en el mutismo de las teorías, a la claridad única de la mirada, donde, de maestro a discípulo, se trasmite la experiencia por debajo, incluso, de las palabras. Y en provecho de esta historia que vincula la fecundidad de la clínica a un liberalismo científico, político y económico, se olvida que fue, durante años, el tema ideológico que supuso el obstáculo para la organización de la medicina clínica.