Con relación a la medicina de las especies, las nociones de constitución, enfermedad endémica y epidemia tuvieron en el siglo XVIII una fortuna marginal.
Es preciso volver a Sydenham y a la ambigüedad de su lección: iniciador del pensamiento clasificador, definió al mismo tiempo lo que podía ser una conciencia histórica y geográfica de la enfermedad. La «constitución» de Sydenham no es una naturaleza autónoma, sino el complejo —como el nudo transitorio— de un conjunto de acontecimientos naturales: cualidades del suelo, climas, estaciones, lluvia, sequedad, centros pestilentes, penuria; y cuando todo esto no da cuenta de los fenómenos, no queda una especie limpia en el jardín de las enfermedades, sino un nudo oscuro y oculto en la tierra. «Variae sunt semper annorum constitutiones quae neque calori neque frigori non sicco humidove ortum suum debent, sed ab occulta potius inexplicabili quadam alteratione in ipsis terrae visceribus pendent.»[1] Las constituciones apenas si tienen síntomas propios: se definen por desplazamientos de acento, por agrupaciones inesperadas de signos, por fenómenos más intensos, o más débiles: aquí, las fiebres serán violentas y secas, allá, los catarros y los derrames serosos más frecuentes; durante un verano cálido y largo, las obstrucciones viscerales son más numerosas que de costumbre y más obstinadas. Londres, de julio a septiembre del 1661: «Aegri paroxysmus atrocior, liugua magis nigra siccaque, extra paroxysmum aporexia obscurior, virium et appetitus prostratio major, major item ad paroxysmum proclivitas, omnia summatim accidentia immanioria, ipseque morbus quam pro more Febrium intermittentium funestior.»[2] La constitución no está referida a un absoluto específico del cual sería la manifestación más o menos modificada: ella se percibe en la relatividad única de las diferencias, por una mirad a de algún modo diacrítica.
Toda constitución no es epidemia; pero la epidemia es una constitución de grano más fino, de fenómenos más constantes y más homogéneos. Se ha discutido mucho y largamente, y todavía ahora, para saber si los médicos del siglo XVIII habían aprehendido su carácter contagioso, y si habían planteado el problema del agente de su trasmisión. Cuestión ociosa, y que permanece extraña o por lo menos derivada con relación a la estructura fundamental: la epidemia es más que una forma particular de enfermedad; es, en el siglo XVIII, un modo autónomo, coherente y suficiente, de ver la enfermedad: «Se da el nombre de enfermedades epidémicas a todas las que atacan al mismo tiempo, y con caracteres inmutables, a un gran número de personas a la vez.»[3] No hay por lo tanto diferencia de naturaleza o de especie entre una enfermedad individual y un fenómeno epidémico: basta que una afección esporádica se reproduzca un cierto número de veces, para que haya epidemia. Problema puramente aritmético del umbral: la esporádica no es más que un a epidemia infraliminar. Se trata de una percepción ya no esencial y ordinal, como en la medicina de las especies, sino cuantitativa y cardinal.
El apoyo de esta percepción no es un tipo específico, sino un núcleo de circunstancias. El fondo de la epidemia, no es la peste, o el catarro; es Marsella en 1721; es Bicêtre en 1780; es Rouen en 1769, donde se «produce, durante el verano, una epidemia en los niños de la naturaleza de las fiebres biliosas catarrales, de las fiebres biliosas pútridas, complicadas con la miliaria, de fiebres biliosas ardientes durante el otoño. Esta constitución degenera en biliosa pútrida hacia el fin de esta estación y durante el invierno de 1769 a 1770».[4] Las formas patológicas familiares son convocadas, pero por un juego complejo de entrecruzamientos donde desempeñan un papel estructuralmente idéntico al del síntoma con relación a la enfermedad. El fondo esencial está definido por el momento, por el lugar, por este «aire vivo, excitante, sutil, penetrante» que es el de Nimes durante el invierno,[5] por este otro, pegajoso, denso, pútrido que se conoce en París cuando el verano es largo y pesado.[6]
La regularidad de los síntomas no deja transparentar en filigrana la sabiduría de un orden natural; no habla más que de la constancia de las causas, de la obstinación de un factor cuya presión global y siempre repetida determina una forma privilegiada de afecciones. A veces, se trata de una causa que se mantiene a través del tiempo, y provoca por ejemplo la plica en Polonia, las escrófulas en España; se hablará entonces con más propiedad de enfermedades endémicas; a veces, se trata de causas que «atacan de repente a un gran número de personas en un mismo lugar, sin distinción de edad, de sexo, ni de temperamentos. Éstas presentan la acción de una causa general, pero como estas enfermedades no reinan sino un cierto tiempo, esta causa puede ser considerada como puramente accidental»:[7] así para la viruela, la fiebre maligna o la disentería; éstas son las epidemias propiamente dichas. No hay por qué asombrarse de que a pesar de la gran diversidad de los sujetos afectados, de sus predisposiciones y de su edad, la enfermedad se presenta en todos según los mismos síntomas: es que la sequedad o la humedad, el calor, o el frío, aseguran desde que su acción se prolonga un poco, la dominación de uno de nuestros principios constitutivos: álcalis, sales, flogística; «entonces estamos expuestos a los accidentes que ocasiona este principio, y estos accidentes deben ser los mismos en los diferentes sujetos».[8]
El análisis de una epidemia no se impone como tarea reconocer la forma general de la enfermedad, situándola en el espacio abstracto de la nosología, sino bajo los signos generales, reconocer el proceso singular, variable de acuerdo con las circunstancias, de una epidemia a otra, que de la causa a la forma mórbida teje una trama común en todos los enfermos, pero singular en este momento del tiempo, en este lugar del espacio; París, en 1785, ha conocido las fiebres cuartanas y los sinocos pútridos, pero lo esencial de la epidemia era la «bilis desecada en sus filtros, que se ha convertido en melancolía, la sangre empobrecida, engrosada, y por así decir pegajosa, los órganos del bajo vientre obstruidos y convertidos en las causas o en los centros de la obstrucción»,[9] o una especie de singularidad global, un individuo de cabezas múltiples, pero parecidas, cuyos rasgos no se manifiestan más que una sola vez en el tiempo y en el espacio. La enfermedad específica se repite siempre más o menos, la epidemia jamás enteramente.
En esta estructura perceptiva, el problema del contagio tiene poca importancia. La trasmisión de un individuo a otro no es en ningún caso la esencia de la epidemia; ésta puede, bajo la forma del «miasma» o del «germen» que se comunica por el agua, los alimentos, el contacto, el viento, el aire viciado, constituir una de las causas de la epidemia, sea directa o primaria (cuando es la única causa de acción), sea secundaria (cuando el miasma es el producto, en una ciudad o en un hospital, de una enfermedad epidémica provocada por otro factor). Pero el contagio no es más que una modalidad del hecho masivo de la epidemia. Se admitirá de buena gana que las enfermedades malignas, como la peste, tienen una causa trasmisible; se reconocerá más difícilmente por lo que se refiere a las enfermedades epidémicas simples (capuchón, sarampión, escarlatina, diarrea biliosa, fiebre intermitente).[10]
Contagiosa o no, la epidemia tiene una especie de individualidad histórica. De ahí la necesidad de utilizar con ella un método complejo de observación. Fenómeno colectivo, exige una mirada múltiple; proceso único, es preciso describirla en lo que tiene de singular, de accidental, de inesperado. Se debe trascribir el acontecimiento hasta el detalle, pero transcribirlo también según la coherencia que implica la percepción en muchos: conocimiento impreciso, mal fundado ya que es parcial, incapaz de acceder sólo a lo esencial o a lo fundamental, no encuentra su volumen propio sino en el nuevo corte de las perspectivas, en una información repetida y rectificada, que al fin rodea, allá donde las miradas se cruzan, el núcleo individual y único de estos fenómenos colectivos.
A fines del siglo XVIII, está por institucionalizarse esta forma de experiencia: en cada subdelegación un médico y varios cirujanos son designados por el intendente para seguir las epidemias que pueden producirse en su cantón; se mantienen en correspondencia con el médico jefe de la generalidad con respecto «tanto de la enfermedad reinante como de la topografía medicinal de su cantón»; cuando cuatro o cinco personas son atacadas por la misma enfermedad, el alcalde debe avisar al subdelegado, que envía al médico, para que éste indique el tratamiento, que los cirujanos aplicarán todos los días; en los casos más graves, es el médico de la generalidad el que debe trasladarse al lugar.[11]
Pero es ta experiencia no puede tomar su significación plena más que si está redoblada por una intervención constante y apremiante. No habría medicina de las epidemias, sino reforzada por una policía: vigilar el emplazamiento de las minas y de los cementerios, obtener lo más rápidamente posible la incineración de los cadáveres en vez de su inhumación, controlar el comercio del pan, del vino, de la carne,[12] reglamentar los mataderos, las tintorerías, prohibir los alojamientos insalubres; sería menester que después de un estudio detallado de todo el territorio, se estableciera, para calla provincia, un reglamento de salud para leerse «en el sermón o en la misa, todos los domingos y fiestas», y que hiciera referencia a la manera de alimentarse, de vestirse, de evitar las enfermedades, de prevenir, o de curar las que reinan: «Serían estos preceptos como las plegarias, que los más ignorantes incluso y los niños llegan a recitar.»[13] Sería menester por último crear un cuerpo de inspectores de sanidad que se podría «distribuir en diferentes provincias confiando a cada uno un departamento circunscrito»; allí éste observaría los dominios que tocan a la medicina, pero también a la física, a la química, a la historia natural, a la topografía, a la astronomía; prescribiría las medidas que debieran tomarse y controlaría el trabajo del médico; «Se desearía que el Estado se encargara de favorecer a estos médicos físicos, y que les ahorrara los gastos que supone el gusto de hacer descubrimientos útiles.»[14]
La medicina de las epidemias se opone, palabra por palabra, a una medicina de clases, como la percepción colectiva de un fenómeno global, pero único y jamás repetido, puede oponerse a la percepción individual de lo que una esencia puede dejar aparecer constantemente de sí misma y de su identidad en la multiplicidad de los fenómenos. Análisis de una serie, de un caso, desciframiento de un tipo en otro; integración d el tiempo para las epidemias, definición de un lugar jerárquico para las especies; asignación de una causalidad, búsqueda de una coherencia esencial; percepción desligada de un espacio histórico y geográfico complejo, definición de una superficie homogénea en la cual se leen analogías. Y no obstante, a fin de cuentas, cuando se trata de estas figuras terciarias que deben distribuir la enfermedad, la experiencia médica y el control del médico sobre las estructuras sociales, la patología de las epidemias y la de las especies, se encuentran ante las mismas exigencias: la definición de un estatuto político de la medicina, y la constitución, a escala de un estado, de una conciencia médica, encargada de una tarea constante de información, de control y de sujeción; cosas todas que «comprenden otros tantos objetos relativos a la policía, como los hay, que son propiamente de la incumbencia de la medicina».[15]
Allí está el origen de la Real Sociedad de Medicina, y de su insuperable conflicto con la Facultad. En 1776, el gobierno decide crear en Versalles una sociedad encargada de estudiar los fenómenos epidémicos y epizoóticos, que se multiplicaron en el curso de los años precedentes; la causa precisa es una enfermedad del ganado, en el sureste de Francia, que había obligado al encargado general de finanzas a dar orden de suprimir todos los animales sospechosos, de lo cual surgió una perturbación económica bastante grave. El decreto del 29 de abril de 1776 declara en su preámbulo que las epidemias, «no son funestas y destructivas en su comienzo sino porque su carácter, al ser poco conocido, deja al médico en la incertidumbre respecto de la elección de los tratamiento que conviene aplicar a ellas; que esta incertidumbre nace del poco cuidado que se tiene de estudiar o de describir los síntomas de las diferentes epidemias y los métodos curativos que han tenido más éxito». La comisión tendrá un triple papel: de investigación, manteniéndose al corriente de los distintos movimientos epidémicos; de elaboración, comparando los hechos, registrando los medicamentos empleados, organizando experimentos; de control y prescripción, indicando a los médicos que las tratan los métodos que parecen más adecuados. Esta se compone de ocho médicos: un director, encargado «de los trabajos de la correspondencia relativa a las epidemias y a las epizootias» (de Lasson), un comisario general que asegura el vínculo con los médicos de provincia (Vicq d’Azyr) y seis doctores de la Facultad que se consagran a trabajos concernientes a estos mismos asuntos. El encargado de finanzas podrá enviarlos a hacer encuestas en provincia y pedirles informaciones. Por último, Vicq d’Azyr estará encargado de un curso de anatomía humana y comparada ante los demás miembros de la comisión, los doctores de la Facultad y «los estudiantes que se hayan mostrado dignos de ello».[16] De este modo se establece un doble control: instancias políticas sobre el ejercicio de la medicina; y un cuerpo médico privilegiado sobre el conjunto de los prácticos.
El conflicto con la Facultad estalla bien pronto. A los ojos de los contemporáneos, es el choque de dos instituciones, la una moderna y políticamente tensa, la otra arcaica y cerrada sobre sí misma. Un partidario de la Facultad describe así su oposición: «La una antigua, respetable bajo todos los aspectos y principalmente a los ojos de los miembros de la sociedad que ha formado en su mayor parte; la otra, institución moderna cuyos miembros han preferido, a la asociación de sus instituciones, la de los ministros de la Corona, que han desertado de las Asambleas de la Facultad, a las cuales el bien público y sus juramentos debían mantenerlos ligados para correr la carrera de la intriga.»[17] Durante tres meses, a título de protesta, la Facultad «hace huelga»: se rehusa a ejercer sus funciones, y sus miembros a consultar con los socios. Pero el resultado está dado por adelantado porque el Consejo apoya al nuevo comité. Ya desde 1778, estaban registradas las cartas patentes que consagraban su transformación en Real Sociedad de Medicina, y la Facultad había visto prohibírsele «emplear en este asunto ninguna especie de defensa». La sociedad recibe 40.000 libras de renta deducidas de las aguas minerales, mientras que la Facultad no recibe sino apenas 2.000.[18] Pero sobre todo su papel se amplía sin cesar: órgano de control de las epidemias, se convierte poco a poco en un punto de centralización del saber, en una instancia de registro y de juicio de toda la actividad médica. Al iniciarse la Revolución, el Comité de Finanzas de la Asamblea Nacional justificará así su estatuto: «El objeto de esta sociedad es vincular la medicina francesa y la medicina extranjera, por una útil correspondencia; recoger las observaciones dispersas, conservarlas y cotejarlas; buscar sobre todo las ca usas de las enfermedades populares, calcular sus vicisitudes, comprobar los remedios más eficaces.»[19] La sociedad no agrupa solamente a los médicos que se consagran al estudio de los fenómenos patológicos colectivos; se ha convertido en el órgano oficial de una conciencia colectiva de los fenómenos patológicos; conciencia que se despliega al nivel de la experiencia como al nivel del saber, en la forma cosmopolítica, como en el espacio de la nación.
Aquí, el acontecimiento, tiene el valor de emerger en las estructuras fundamentales. Figura nueva de la experiencia, cuyas líneas generales, formadas alrededor de los años 1775-1780, van a prolongarse muy lejos en el tiempo, para llevar, durante la Revolución y hasta bajo el Consulado, muchos proyectos de reforma. De todos estos planes indudablemente pocas cosas pasarán a la realidad. Y, no obstante la forma de percepción médica que implican, es uno de los elementos que constituyen la experiencia clínica.
Nuevo estilo de la totalización. Los tratados del siglo XVIII, Instituciones, Aforismos, Nosologías, encierran el saber médico en un espacio cerrado: el cuadro formado bien podía no estar terminado en detalle, y en tal o en tal otro de sus puntos estar enredado por la ignorancia; en su forma general, era exhaustivo y hermético. Lo sustituyen ahora las mesas abiertas, e indefinidamente prolongables: Hautesierck ya había dado el ejemplo, cuando, a petición de Choiseul, proponía para los médicos y cirujanos militares un plan de trabajo colectivo, que comprendía cuatro series paralelas y sin límites: estudio de las topografías (la situación de los lugares, el terreno, el agua, el aire, la sociedad, los temperamentos de los habitantes), observaciones meteorológicas (presión, temperatura, régimen de vientos), análisis de las epidemias y de las enfermedades reinantes, descripción de los casos extraordinarios.[20] El tema de la enciclopedia deja su puesto al de una información constante y constantemente revisada, en la cual se trata más bien de totalizar los acontecimientos y su determinación, que de encerrar el saber en una forma sistemática: «Es bien cierto que existe una cadena que vincula en el universo, en la tierra y en el hombre, a todos los seres, a todos los cuerpos, a todas las afecciones; cadena cuya sutileza al eludir las miradas superficiales del minucioso experimentador, y del frío disertador, descubre al genio verdaderamente observador.»[21] Al iniciarse la Revolución, Cantin propone que este trabajo de información sea asegurado en cada departamento por una comisión elegida entre los médicos;[22] Malhieu Géraud, pide la creación en cada cabeza de partido de una «casa gubernamental de salud», y en París de una «corte de salubridad», que tuviera sus sesiones junto a la Asamblea Nacional, que centralizara las informaciones, comunicándolas de un punto a otro del territorio, que planteara las cuestiones que permanecían oscuras, y que señalara las investigaciones que debieran hacerse.[23]
Lo que constituye ahora la unidad de la mirada médica, no es el círculo del saber en el cual se concluye, sino esta totalidad abierta, infinita, móvil, desplazada sin cesar y enriquecida por el tiempo, cu yo recorrido comienza sin poder detenerlo jamás: una especie de registro clínico de la serie infinita y variable de los acontecimientos. Pero su soporte no es la percepción del enfermo en su singularidad, es una conciencia colectiva encabestrada con todas las informaciones que en ella se cruzan, creciendo en un ramaje complejo y siempre abundante, agrandada por fin a las dimensiones de una historia, de una geografía, de un Estado.
En el siglo XVIII, el acto fundamental del conocimiento médico era establecer una señal: situar un síntoma en una enfermedad, una enfermedad en un con junto específico, y orientar éste en el interior del plano general del mundo patológico. En la experiencia que se constituye a fines d el siglo, se trata de practicar un corte por el juego de series que, al cruzarse, permiten reconstituir esta cadena de la cual hablaba Menuret. Razoux establecía cada día observaciones meteorológicos y climáticas que comparaba, por una parte, con un análisis nosológico de las enfermedades observadas, y por otra, con la evolución, las crisis, la conclusión de las enfermedades.[24] Un sistema de coincidencias aparecía entonces, indicando una trama causal, y sugiriendo también entre las enfermedades parentescos, o encadenamientos nuevos. «Si algo es capaz de perfeccionar nuestro arte —escribía el mismo Sauvages a Razoux— es una obra semejante ejecutada durante cincuenta años, por una treintena de médicos tan precisos y tan laboriosos… Yo no perdería la ocasión de estimular a alguno de nuestros doctores a hacer las mismas observaciones en nuestro HÔtel-Dieu.»[25] Lo que define el acto del conocimiento médico en su forma concreta no es, por consiguiente, el encuentro del médico y del enfermo, ni la comparación de un saber con una percepción; es el cruce sistemático de dos series de informaciones homogéneas la una y la otra, pero ajenas la una a la otra, dos series que desarrollan un conjunto infinito de acontecimientos separados, pero cuyo nuevo corte hace surgir, en su dependencia aislable, el hecho individual. Figura sagital del conocimiento.
En este movimiento la conciencia médica se desdobla: vive a un nivel inmediato, en el orden de las comprobaciones salvajes; pero se recobra a un nivel superior, en el cual comprueba las constituciones, las compara, y, replegándose sobre las formas espontáneas, pronuncia dogmáticamente su juicio y su saber. Se vuelve, por u estructura, centralizada. La Real Sociedad de medicina lo muestra al nivel de las instituciones. Y al comenzar la Revolución abundan los proyectos que esquematizan esta doble y necesaria instancia del saber médico, con el incesante ir y venir que de la una a la otra mantiene la distancia al recorrerla. Mathieu Géraud quisiera que se creara un Tribunal de Salubridad en el cual un acusador denunciaría «a todo particular que, sin haber hecho la prueba de capacidad, se inmiscuya en otro, o en el animal que no le pertenece, en todo lo que toca a la aplicación directa o indirecta del arte salubre»;[26] los juicios de ese tribunal en lo que respecta a los abusos, las incapacidades, las pérdidas profesionales deberán sentar jurisprudencia en el arte médico. Al lado del Judicial, hará falta un Ejecutivo que tendrá «la alta y grande policía sobre todas las ramas de la salubridad». Prescribirá los libros que se deben leer y las obras que se deben redactar; señalará, según las informaciones recibidas, los cuidados que se deben prestar a las enfermedades que reinan; publicará, según investigaciones hechas bajo su control, o en trabajos extranjeros, lo que debe ser considerado como práctica iluminada. La mirada médica circula, de acuerdo con un movimiento autónomo, por el interior de un círculo donde no está controlada sino por ella misma; distribuye soberanamente a la experiencia cotidiana el saber que, desde muy lejos, ha tomado, y del cual se ha hecho a la vez el punto de convergencia y el centro de irradiación. A la estructura plana de la medicina clasificadora, sigue esta gran figura esférica.
En ella, el espacio médico puede coincidir con el espacio social, o más bien atravesarlo y penetrarlo enteramente. Se comienza a concebir una presencia generalizada de médicos cuyas miradas cruzadas forman una red y ejercen en cualquier punto del espacio, en todo momento del tiempo, una vigilancia constante, móvil, diferenciada. Se plantea el problema de la implantación de los médicos en el campo;[27] se desea un control estadístico de la salud, gracias al registro de los nacimientos y de los decesos (que debería hacer mención de las enfermedades, del tipo de vida y de la causa de la muerte, convirtiéndose así en un estado civil de la patología); se pide que los motivos de reforma sean señalados detalladamente por el consejo de revisión; por último, que se establezca una topografía médica de cada uno de los departamentos «con resúmenes minuciosos sobre la región, las habitaciones, las personas, las pasiones dominantes, el vestido, la constitución atmosférica, los productos del suelo, el tiempo de su perfecta madurez y de su cosecha, así como la educación física y moral de los habitantes de la comarca».[28] Y como si no bastara la implantación de los médicos, se pide que la conciencia de cada individuo esté médicamente alerta; será menester que cada ciudadano esté informado de lo que es necesario y posible saber en medicina. Y cada práctico deberá redoblar su actividad de vigilancia de un papel de enseñanza, porque la mejor manera de evitar que se propague la enfermedad es, aún, difundir la medicina.[29] El lugar en el cual se forma el saber, ya no es este jardín patológico en el cual Dios había distribuido las especies, es una conciencia médica generalizada, difusa en el espacio y en el tiempo, abierta e inmóvil, ligada a cada existencia individual, pero, asimismo, a la vida colectiva de la nación, siempre despierta sobre el dominio indefinido donde el mal traiciona, bajo sus aspectos diversos, su gran forma masiva.
Los años que preceden y siguen inmediatamente a la Revolución vieron nacer dos grandes mitos, cuyos temas y polaridades son opuestos; el mito de una profesión médica nacionalizada, organizada a la manera del clero, e investida, en el nivel de la salud y del cuerpo, de poderes parecidos a los que éste ejerce sobre las almas; el mito de una desaparición social de la enfermedad en una sociedad sin trastornos y sin pasiones, devueltos a su salud de origen. La contradicción manifiesta de las dos temáticas no debe engañar: una y otra de estas figuras oníricas expresan como en blanco y negro el mismo diseño de la experiencia médica. Los dos sueños son isomorfos, el uno llamando de un a manera positiva a la medicalización rigurosa, militante y dogmática de la sociedad, por una conversión casi religiosa, y a la implantación de un clero de la terapéutica; la otra llamando a esta misma medicalización, pero de un modo triunfante y negativo, es decir la volatilización de la enfermedad en un medio corregido, organizado y vigilado sin cesar, en el cual la medicina desaparecería al fin con su objeto y su razón de ser.
Un hacedor de proyectos del comienzo de la Revolución, Sabarot de L’Avernière, ve en los sacerdotes y en los médicos a los herederos naturales de las dos misiones más visibles de la Iglesia: la consolación de las almas y el alivio de los sufrimientos. Es preciso por lo tanto que se confisquen los bienes eclesiásticos al alto clero, que los ha apartado de su uso de origen, y se entreguen a la nación, única que conoce sus propias necesidades espirituales y materiales. Las rentas de ellos se dividirán entre los curas de las parroquias y los médicos, recibiendo los unos y los otros una parte igual. ¿No son los médicos los sacerdotes del cuerpo? «El alma no podría considerarse separadamente de los cuerpos animados, y si los ministros de los altares son venerados y perciben del Estado una renta conveniente, es preciso que los de vuestra salud reciban también un sueldo suficiente para alimentarse y socorreros. Ellos son los genios tu telares de la integridad de vuestras facultades y de vuestras sensaciones.»[30] El médico no tendrá ya que pedir honorarios a quienes atiende. La asistencia de los enfermos será gratuita y obligatoria: servicio que la nación asegura como una de sus tareas sagradas; el médico no es más que el instrumento de ella.[31] Al terminar sus estudios, el nuevo médico no ocupará el puesto que elija, si no el que le habrá sido asignado de acuerdo con las necesidades o las vacantes, en general en el campo; cuando haya adquirido experiencia, podrá pedir una plaza de más responsabilidad y mejor remunerada. Deberá dar cuenta a sus superiores de sus actividades y será responsable de sus faltas. Convertida en actividad pública, desinteresada y controlada, la medicina podrá perfeccionarse indefinidamente; alcanzará, en el alivio de las miserias físicas, la vieja vocación espiritual de la Iglesia, de la cual formará el calco laico. Y al ejército de los sacerdotes que velan por la salud de las almas, corresponderá el de los médicos que se preocupan por la salud de los cuerpos.
El otro mito procede de una reflexión histórica llevada al límite. Vinculadas a las condiciones de existencia y a las formas de vida de los individuos, las enfermedades varían con ]as épocas, como con los lugares. En la Edad Media, en la época de ]as guerras y de las hambres, los enfermos estaban entregados al miedo y al agotamiento (apoplejías, fiebres hécticas); pero con los siglos XVI y XVII, se ve debilitarse el sentimiento de la patria y de las obligaciones que se tienen a su respecto; el egoísmo se repliega sobre sí mismo, se practican la lujuria y la gula (las enfermedades venéreas, obstrucción de las vísceras y de la sangre); en el siglo XVIII, la búsqueda del placer pasa por la imaginación; se va al teatro, se leen novelas, uno se exalta en vanas conversaciones; se vela de noche, se duerme de día; de ahí las histerias, las hipocondrías, las enfermedades nerviosas.[32] Una nación que viviera sin guerra, sin pasiones violentas, sin ocios, no Conocería por consiguiente ninguno de estos males; y sobre todo, una nación que no conociera la tiranía que ejerce la riqueza sobre la pobreza, ni los abusos a los cuales esta misma se entrega. ¿Los ricos?: «En el seno de la comodidad y entre los placeres de la vida, su irascible orgullo, sus amargos despechos, sus abusos y los excesos a los cuales los lleva el desprecio de todos los principios, los hacen presa de achaques de todo tipo; bien pronto… su rostro se arruga, sus cabellos encanecen, las enfermedades los siegan antes de tiempo.»[33] En cuanto a los pobres sometidos al despotismo de los ricos y de sus reyes, no conocen más que los impuestos que los reducen a la miseria, la carestía de la cual se aprovechan los acaparadores, las habitaciones insalubres que los obligan «a no crear familias, o a procrear tristemente seres débiles y desdichados».[34]
La primera tarea d el médico es, por consiguiente, política: la lucha contra la enfermedad debe comenzar por una guerra contra los malos gobiernos: el hombre no estará total y definitivamente curado más que si primeramente es liberado: «¿Quién deberá denunciar por lo tanto al género humano a los tiranos, si no son los médicos que hacen del hombre su estudio único, y que todos los días en casa del pobre y del rico, en casa del ciudadano y del más poderoso, bajo la choza y las moradas suntuosas, contemplan las miserias humanas que no tienen otro origen que la tiranía y la esclavitud?»[35] Si sabe ser políticamente eficaz, la medicina no será ya médicamente indispensable. Y en una sociedad al fin libre, donde las desigualdades estén apaciguadas y donde reine la concordia, el médico no tendrá ya que desempeñar si no un papel transitorio: dar al legislador y al ciudadano consejos para el equilibrio del corazón y del cuerpo. No habrá ya necesidad de academias ni de hospitales: «Simples leyes dietéticas, formando a los ciudadanos en la frugalidad, haciendo conocer a los jóvenes sobre todo los placeres de los cuales una vida, inclusive dura, es la fuente, haciéndoles venerar la más exacta disciplina en la marina y en los ejércitos, cuántos males prevenidos, cuántos gastos suprimidos, cuántas nuevas facilidades… para las empresas más grandes y las más difíciles.» Y poco a poco, en esta joven ciudad entregada toda al gozo de su propia salud, el rostro del médico se borraría, dejando apenas en el fondo de las memorias de los hombres el recuerdo de este tiempo de los reyes y de las riquezas en el cual eran esclavos, estaban empobrecidos y enfermos.
Ensueños todo esto; sueño de una ciudad en fiesta, de una humanidad de aire libre donde la juventud está desnuda, y donde la edad no conoce el invierno; símbolo familiar de los estadios antiguos, al cual viene a mezclarse el tema más reciente de una naturaleza en la que se recogerían las formas más matinales de la verdad: todos estos valores se borrarán pronto.[36]
Y no obstante, han tenido un papel importante: vinculando la medicina a los destinos de los Estados, han hecho a parecer en ella una significación positiva. En vez de permanecer como lo que era, «el seco y triste análisis de millones de achaques», la dudosa negación de lo negativo, recibe la hermosa tarea de instaurar en la vida de los hombres las figuras positivas de la salud, de la virtud y de la felicidad; toca a ella escandir el trabajo para las fiestas, exaltar las pasiones tranquilas; velar sobre las lecturas y la honestidad de los espectáculos; tiene también que controlar que los matrimonios no se hagan sólo por interés, o por un capricho pasajero, sino que estén bien fundados sobre la única condición durable de la felicidad, que es para utilidad del Estado.[37]
La medicina no debe ser sólo el «corpus» de las técnicas de la curación y del saber que éstas requieren; desarrollará también un conocimiento del hombre saludable, es decir, a la vez una experiencia del hombre no enfermo, y una definición del hombre modelo. En la gestión de la existencia humana, toma una postura normativa, que no la autoriza simplemente a distribuir consejos de vid a prudente, sino que la funda para regir las relaciones físicas y morales del individuo y de la sociedad en la cual él vive. Se sitúa en esta zona marginal pero, para el hombre moderno, soberana, en la cual una cierta felicidad orgánica, lisa, sin pasión y musculosa, comunica en pleno derecho con el orden de una nación, el vigor de sus ejércitos, la fecundidad de su pueblo y la marcha paciente de su trabajo. Lanthenas, ese visionario, ha dado de la medicina una definición breve, pero en la que pesa toda una historia: «Al fin, la medicina será lo que debe ser, el conocimiento del hombre natural y social.»[38]
Hasta fines del siglo XVIII, lo normal permanecía implícito en el pensamiento médico, y sin gran contenido: simple punto de referencia para situar y explicar la enfermedad. Se convierte para el siglo XIX en una figura en pleno relieve. A partir de él la experiencia de la enfermedad tratará de ilustrarse y el conocimiento fisiológico, en otro tiempo saber marginal para el médico y puramente teórico, va a instalarse (Claude Bernard es un testimonio de ello), en el corazón mismo de tolla reflexión médica. Hay más: el prestigio de las ciencias de la vida en el siglo XIX, el papel de modelo que éstas han tenido, sobre todo en las ciencias del hombre, no está vinculado primitivamente al carácter comprensivo y transferible de los conceptos biológicos, sino más bien al hecho de que estos conceptos estaban dispuestos en un espacio cuya estructura profunda respondería a la oposición de lo sano y de lo mórbido. Cuando se hable de la vida de los grupos y de las sociedades, de la vida de la raza, o incluso de la «vida psicológica», no se pensará en principio en la estructura interna del ser organizado, sino en la bipolaridad médica de lo normal y de lo patológico. La conciencia vive, ya que puede ser alterada, amputada, desviada de su curso, paralizada; las sociedades viven ya que hay en ellas enfermos que se marchitan, y otros, sanos, en plena expansión; la raza es un ser vivo que se ve degenerar; y también las civilizaciones, cuya muerte se ha podido comprobar tantas veces. Si las ciencias del hombre han aparecido en el prolongamiento natural de las ciencias de la vida, no es porque ellas estaban biológicamente subtensas, sino médicamente: se encuentra en su estructura de origen una reflexión sobre el hombre enfermo, y no sobre la vida en general, una reflexión presa en un problema de división más que en un trabajo de unificación, e íntegramente ordenada para el emparejamiento de lo positivo y de lo negativo. De aquí el carácter singular de las ciencias del hombre, que no pueden desligarse de la negatividad en la cual aparecieron, pero vinculad as también a la positividad que sitúan, implícitamente, como norma. La gran unidad de lo vivo, en la cual, hasta Bergson, se ha desarrollado la reflexión sobre el hombre, no es si no la ocultación de es ta estructura.