El tren entró en la estación y se detuvo. Elene vio un cartel que decía, en árabe e inglés: «Assyut». Se dio cuenta, alarmada, de que habían llegado.
Había sido un gran alivio ver en el tren el rostro preocupado y amable de Vandam. Por un momento se sintió eufórica: seguramente, pensó, todo había terminado. Observó la pantomima con los documentos, esperando que en cualquier momento sacara un revólver, revelara su identidad, o atacara a Wolff. De forma gradual se dio cuenta de que no sería tan sencillo. Le admiró, y hasta horrorizó, la fría entereza con que Vandam ponía a su hijo de nuevo en manos de Wolff; y el coraje de Billy le pareció increíble. Su ánimo decayó cuando vio a Vandam en el andén de la estación, saludando cuando el tren se alejaba. ¿Qué se llevaba entre manos?
Por supuesto, todavía pensaba en el código Rebeca. Debía de tener algún plan para rescatarla a ella y a Billy y conseguir también la clave del código. Ojalá supiera cómo hacerlo. Por fortuna, Billy no parecía preocuparse con tales ideas: su padre tenía la situación dominada y aparentemente el muchacho ni siquiera concebiría que esos planes pudieran fracasar. Se había animado, mostrando interés por la campiña que recorría el tren, e incluso preguntó a Wolff dónde había conseguido su cuchillo. Ella hubiera querido tener una fe semejante en William Vandam.
Wolff también se mostraba muy animado. El incidente con Billy le había alarmado y miró a Vandam con hostilidad e inquietud; pero se tranquilizó al ver que el comandante se apeaba del tren. Luego su humor había oscilado entre el aburrimiento y la excitación nerviosa; y ya cerca de Assyut, la excitación le dominaba. Elene pensaba que en las últimas veinticuatro horas se había experimentado un cambio en Wolff. La primera vez que le vio, le pareció un hombre con aplomo y atento. En raras ocasiones su rostro mostraba algún gesto espontáneo, salvo una ligera arrogancia. En general, sus rasgos eran expresivos y sus movimientos casi lánguidos. Todo eso había desaparecido ahora. Estaba inquieto, miraba a su alrededor con nerviosismo y cada pocos segundos torcía imperceptiblemente las comisuras de los labios, como si estuviera a punto de sonreír, o quizá de hacer algún gesto reflejo de sus pensamientos. La serenidad que antes parecía formar parte de su más profunda naturaleza solo era ya una fachada llena de grietas. Elene lo atribuyó a que la lucha con Vandam se había vuelto enconada. Lo que empezó como un juego mortífero se había convertido en una batalla mortífera. Era curioso que Wolff, el despiadado, se estuviera volviendo frenético mientras Vandam se calmaba.
«Siempre que no se calme demasiado…», pensó Elene.
Wolff se puso de pie y tomó su maleta de la redecilla. Elene y Billy lo siguieron por el vagón y el andén. Aquella población era más grande y más activa que las muchas que habían atravesado, y la estación estaba atestada de gente. Al apearse les empujaron los que pugnaban por subir al tren. Wolff, una cabeza más alto que la mayoría, miró a su alrededor buscando la salida, la localizó y empezó a abrirse paso entre la multitud. De repente, un chico mugriento, descalzo y vestido con una pijama a rayas, se agarró de la maleta de Wolff gritando:
—¡Tengo taxi! ¡Tengo taxi!
Wolff no soltaba la maleta y el chico tampoco. Wolff alzó los hombros como divertido, sin saber qué hacer, y dejó que el chico lo arrastrara hacia la salida.
Mostraron sus billetes y salieron a la plaza. Caía la tarde, pero allí, en el sur, el sol todavía calentaba mucho. La plaza estaba rodeada de edificios bastante altos, uno de los cuales se llamaba Grand Hotel. Ante la estación había una fila de coches de caballos. Elene miró a su alrededor esperando ver un destacamento de soldados dispuestos a arrestar a Wolff. No había señales de Vandam. Wolff dijo al muchacho árabe:
—Taxi a motor, quiero un taxi a motor.
Había uno, un viejo Morris estacionado a pocos metros, detrás de los coches de caballos. El muchacho les llevó hacia él.
—Sube delante —ordenó Wolff a Elene.
Entregó al muchacho una moneda y subió a la parte posterior del coche, con Billy. El conductor llevaba gafas oscuras y un tocado árabe en la cabeza para resguardarse del sol.
—Vaya hacia el sur, hacia el convento —le dijo Wolff al conductor en árabe.
—Okay —respondió el conductor.
A Elene se le paralizó el corazón. Conocía aquella voz. Miró fijamente al conductor. Era Vandam.
Vandam conducía, alejándose de la estación, y pensaba: «Hasta ahora todo va bien, excepto por el árabe». No se le había ocurrido que Wolff hablaría en árabe al conductor de un taxi. El conocimiento que Vandam tenía del idioma era rudimentario, pero podía dar instrucciones y, por lo tanto, comprenderlas. Podía responder con monosílabos, o gruñidos, o incluso en inglés, porque los árabes que hablaban un poco esa lengua siempre estaban ansiosos de utilizarla, incluso cuando un europeo les hablaba en la suya. Todo iría bien mientras Wolff no quisiera hablar del tiempo y de las cosechas.
El capitán Newman había conseguido todo lo que Vandam le había pedido, incluso discreción. Hasta le dio su revólver, un Enfield 380 de seis tiros, que Vandam tenía en el bolsillo del pantalón, debajo de la galabiya prestada. Mientras esperaba el tren, Vandam había estudiado el mapa de la periferia de Assyut —proporcionado por Newman— de modo que tenía cierta idea de cómo hallar la ruta que se dirigía al sur, fuera de la ciudad. Pasó por el barrio antiguo, haciendo sonar la bocina más o menos continuamente, al estilo egipcio, acercándose de forma peligrosa a las grandes ruedas de madera de los carretones y apartando a las ovejas del camino con los guardabarros. Las tiendas, cafés y talleres situados en los edificios, a ambos lados de la calle, desbordaban sobre la calzada. La carretera, que no estaba pavimentada, aparecía cubierta de polvo, basura y estiércol. Vandam miró fugazmente por el espejo y vio a cuatro o cinco niños sobre el parachoques trasero.
Wolff dijo algo y esta vez Vandam no entendió. Simuló no haber oído. Wolff lo repitió. Vandam captó la palabra que quería decir gasolina. Wolff señalaba un garaje. Vandam dio unos golpecitos sobre el indicador del salpicadero, que mostraba el tanque lleno.
—Kifaya —dijo—. Suficiente.
Wolff pareció satisfecho.
Simulando ajustar el espejo, Vandam echó una mirada a Billy, preguntándose si habría reconocido a su padre. El niño miraba fijamente la nuca de Vandam con expresión de deleite. El mayor pensó: «¡No descubras el juego, por el amor de Dios!».
Dejaron atrás el pueblo y se dirigieron al sur por la recta carretera del desierto. A la izquierda se encontraban los campos irrigados y bosquecillos de árboles; a la derecha, la pared de peñascos graníticos, de color amarillento por la capa de polvo arenoso que los cubría. En el coche se respiraba un ambiente peculiar. Vandam percibía la tensión de Elene, la euforia de Billy y la impaciencia de Wolff. Él mismo estaba inquieto. Todo eso, ¿lo estaría percibiendo Wolff? El espía solo precisaba mirar bien al conductor del taxi para darse cuenta de que era el hombre que revisaba los documentos en el tren. Vandam esperaba que Wolff estuviera preocupado pensando en su radio.
—Ruh alyaminak —dijo Wolff.
Vandam sabía que eso significaba: «Gira a la derecha». Delante vio una curva que parecía conducir directamente al farallón. Disminuyó la marcha y giró. Entonces vio que se dirigía a un paso a través de las colinas.
Vandam se sorprendió. Más adelante, a lo largo de la ruta hacia el sur, había algunas aldeas y se encontraba el famoso convento, de acuerdo con el mapa de Newman; pero detrás de esas colinas no había más que el desierto occidental. Si Wolff había enterrado la radio en la arena, nunca la encontraría. Estaba claro que no sería tan tonto. Vandam así lo esperaba, porque si los planes de Wolff se derrumbaban, también se derrumbarían los suyos.
La ruta empezó a subir y el viejo coche luchó por ascender la pendiente. Vandam cambió de marcha una vez, y luego otra vez. El coche llegó a la cima en segunda. Vandam contempló un desierto aparentemente interminable. Ojalá tuviera un jeep. Se preguntaba cuánto más lejos debía ir Wolff. Más valía que volvieran a Assyut antes de que cayera la noche. No podía hacer preguntas al espía, por temor a revelar su ignorancia del árabe.
La carretera se convirtió en camino. Vandam condujo a través del desierto, tan rápidamente como se atrevía, esperando instrucciones de Wolff. Al frente, el sol caía por el confín del cielo. Transcurrida una hora pasaron junto a un pequeño rebaño de ovejas que pastaba en los escasos espinos empenachados, cuidadas por un hombre y un muchacho. Wolff se irguió en su asiento y empezó a mirar a su alrededor. Pronto el camino cruzó el lecho seco de un río. Con cautela, Vandam hizo rodar el coche sobre la orilla.
Wolff dijo:
—Ruh ashshimalak.
Vandam giró a la izquierda. El camino era firme. Se sorprendió de ver allí grupos de personas, tiendas y animales. Era como una comunidad secreta. Un kilómetro y medio más adelante vio la explicación: un pozo de agua.
La boca del pozo estaba señalada por una baja pared circular, de adobe. Cuatro troncos de árbol burdamente dispuestos se alzaban sobre el agujero sosteniendo un mecanismo rudimentario. Cuatro o cinco hombres sacaban agua vaciando los cubos en cuatro canales alrededor del pozo. Los camellos y las mujeres se amontonaban junto a los abrevaderos.
Vandam se acercó al pozo. Wolff dijo:
—Andak.
Vandam detuvo el coche. La gente del desierto no se mostraba curiosa, aunque debería haber sido una cosa rara ver allí un vehículo de motor: «quizá —pensaba Vandam— su dura existencia no les dejaba tiempo para investigar cosas extrañas». Wolff hacía preguntas a uno de los hombres en rápido árabe. Fue una breve conversación. El hombre señaló hacia delante.
—Dughri —dijo Wolff a Vandam.
Vandam continuó.
Por fin llegaron a un gran campamento, donde Wolff indicó a Vandam que se detuviera. Había un conjunto de varias tiendas, algunas ovejas en un corral, varios camellos maneados y un par de fogatas para cocinar. Con un movimiento repentino y rápido, Wolff alargó el brazo hacia la parte delantera del coche, detuvo el motor y sacó la llave. Sin una palabra, descendió.
Ishmael estaba sentado junto al fuego, preparando el té. Levantó los ojos.
—La paz sea contigo —dijo tan tranquilo, como si Wolff hubiera llegado de la tienda próxima.
—Y contigo el bienestar, y la misericordia y la bendición de Dios —replicó formalmente Wolff.
—¿Cómo está tu salud?
—Dios te bendiga; yo estoy bien, gracias a Él.
Wolff se puso en cuclillas sobre la arena. Ishmael le alcanzó una taza.
—Tómalo.
—Dios te conceda buenaventura —dijo Wolff.
—Y a ti también.
Wolff bebió el té. Estaba caliente, dulce y muy fuerte. Recordaba cómo le había dado fuerzas durante su aventura a través del desierto… ¿Había sido solo dos meses atrás?
Cuando Wolff terminó de beber, Ishmael levantó la mano hacia su cabeza.
—Que te haga buen provecho—le deseó.
—Dios permita que te haga buen provecho.
Las formalidades estaban cumplidas.
—¿Y tus amigos? —preguntó Ishmael, señalando hacia el taxi estacionado en medio del lecho seco del río, incongruente entre las tiendas y los camellos.
—No son amigos —dijo Wolff.
Ishmael sacudió la cabeza. No era curioso. Teniendo en cuenta todas las preguntas corteses sobre la salud de uno, pensaba Wolff, los nómadas no se interesaban realmente en lo que hacía la gente de la ciudad: sus vidas eran muy distintas, hasta volverse incomprensibles.
—¿Todavía tienes mi caja? —preguntó Wolff.
—Sí.
«Ishmael diría que sí, la tuviera o no —pensaba Wolff—; era el estilo árabe». Ishmael no hizo ningún movimiento para buscar la maleta. Era incapaz de darse prisa. «Rápido» significaba «Dentro de los próximos días»; «Inmediatamente» significaba «Mañana».
—Debo regresar a la ciudad hoy —le dijo Wolff.
—Pero dormirás en mi tienda.
—¡Ay, no!
—Entonces comerás con nosotros.
—Dos veces ¡ay! El sol ya está bajo y debo estar de vuelta en la ciudad antes de que caiga la noche.
Ishmael sacudió la cabeza tristemente, con la mirada de quien contempla un caso perdido.
—Has venido por tu caja.
—Sí. Por favor, ve a buscarla, primo mío.
Ishmael habló a un hombre que estaba de pie detrás de él, el cual habló a un hombre más joven, el cual habló a un niño para que fuera a buscar la caja. Ishmael ofreció a Wolff un cigarrillo. El espía lo aceptó por cortesía. Ishmael encendió los cigarrillos con una ramita que tomó del fuego. Wolff se preguntaba de dónde provenían los cigarrillos. El chico trajo la caja y la ofreció a Ishmael. Ishmael señaló a Wolff.
Wolff tomó la caja y la abrió. Lo invadió una gran sensación de alivio al mirar la radio y la clave del código. En el largo y tedioso viaje de tren, su euforia se había desvanecido; pero de nuevo le envolvía y se sentía embriagado por la sensación de poder y de victoria inminente. Cerró la tapa de la caja. Sus manos se mostraban inseguras.
Ishmael le miraba con ojos entornados.
—Esto es muy importante para ti, esta caja.
—Es importante para el mundo.
Ishmael dijo:
—El sol sale y el sol se pone. A veces llueve. Vivimos y morimos.
Se encogió de hombros.
«Nunca lo entenderías —pensó Wolff—. Pero otros sí». Se puso de pie.
—Gracias, primo mío.
—Cuídate.
—Que Dios te proteja.
Wolff se volvió y caminó hacia el taxi.
Elene vio que Wolff se alejaba del fuego con una maleta en la mano.
—Regresa —dijo—. Y ahora, ¿qué?
—Querrá volver a Assyut —dijo Vandam, sin mirarla—. Esas radios no tienen pilas, hay que enchufarlas. Tiene que ir a algún sitio donde haya electricidad, y eso quiere decir Assyut.
—¿Puedo ir delante? —preguntó Billy.
—No —dijo Vandam—. Tranquilo. No falta mucho.
—Le tengo miedo.
—Yo también.
Elene se estremeció. Wolff subió al coche.
—Assyut—dijo.
Vandam estiró la mano, con la palma hacia arriba, y Wolff dejó caer la llave en ella. Vandam puso el motor en marcha y dio la vuelta.
Fueron por el lecho seco del río, pasaron junto al pozo y salieron a la carretera. Elene pensaba en la caja que Wolff sostenía sobre las rodillas. Contenía la radio, el libro y la clave del código Rebeca. ¡Qué absurdo era que tantas cosas dependieran del hecho de quién tuviera aquella caja en sus manos, que por eso ella estuviera arriesgando su vida y que Vandam pusiera en peligro la de su hijo! Elene se sintió muy cansada. El sol se había puesto detrás de ellos y los menores objetos —piedras, matas, penachos de hierba— proyectaban largas sombras. Nubes nocturnas se juntaban al frente sobre las colinas.
—Más rápido —dijo en árabe—. Está oscureciendo.
Vandam parecía entender, pues aumentó la velocidad. El coche daba saltos y se ladeaba sobre la carretera deshecha. Después de un par de minutos, Billy dijo:
—Me encuentro mal.
Elene se volvió para mirarlo. Billy estaba pálido y tenso, sumamente erguido.
—Vaya más despacio —dijo Elene a Vandam, y luego lo repitió en árabe, como si acabara de recordar que él no hablaba inglés.
Vandam disminuyó la marcha por un momento, pero Wolff dijo:
—Más rápido. —Se dirigió a Elene—: No le haga caso al chico.
Vandam aceleró.
Elene volvió a mirar a Billy. Estaba blanco como el papel y parecía a punto de llorar.
—Es usted un desgraciado —dijo a Wolff.
—Detenga el auto —dijo Billy.
Wolff hizo caso omiso y Vandam tuvo que simular que no entendía inglés.
Había una pequeña ondulación en la carretera. Al tomarla a gran velocidad, el auto se elevó unos pocos centímetros en el aire y volvió a caer chocando contra el suelo.
—¡Papá, frena! ¡Frena, papá! —aulló Billy.
Vandam clavó los frenos.
Elene se apoyó en el salpicadero y volvió la cabeza para mirar a Wolff.
Durante una fracción de segundo, Wolff quedó aturdido por la sorpresa. Miró a Vandam, después a Billy y luego otra vez a Vandam; y en su expresión, Elene vio primero incomprensión, después asombro y, finalmente, temor. Elene se dio cuenta de que Wolff pensaba en el incidente del tren, y en el muchacho árabe de la estación, y en el kaffiyeh que cubría el rostro del conductor del taxi; y entonces vio que se le aclaraba todo como iluminado por un relámpago.
El coche se detuvo con un chirrido y arrojó a los pasajeros hacia delante. Wolff recuperó el equilibrio. Con un rápido movimiento, pasó el brazo izquierdo alrededor de Billy y atrajo al muchacho contra sí. Elene vio que hundía la mano en la camisa y sacaba el cuchillo.
Vandam se dio la vuelta. En el mismo momento, observó Elene, su mano se deslizó por la abertura del costado de su galabiya, y allí quedó paralizada al mirar hacia el asiento trasero. Elene también se volvió.
Wolff mantenía el cuchillo a tres centímetros de la suave piel del cuello de Billy. El niño estaba aterrorizado. Vandam parecía deshecho. En las comisuras de la boca de Wolff se esbozaba una sonrisa demente.
—¡Maldito sea! —dijo Wolff—. Ha estado a punto de atraparme.
Todos le clavaron la mirada en silencio.
—Quítese ese sombrero ridículo —ordenó a Vandam.
Vandam se libró del kaffiyeh.
—Déjeme adivinar —dijo Wolff—. El comandante Vandam. —Parecía disfrutar del momento—. Qué buena idea fue traer a su hijo como rehén.
—Está liquidado, Wolff —dijo Vandam—. La mitad del ejército británico le está siguiendo. O me deja que yo le lleve vivo, o ellos le matarán.
—No creo que me esté diciendo la verdad —repuso Wolff—. No habrá traído al ejército por su hijo. Tendría miedo de que esos cowboys erraran sus disparos. Creo que sus superiores ni siquiera saben dónde está usted.
Elene estaba segura de que Wolff tenía razón, y la abrumó la desesperación. No tenía idea de qué haría Wolff, pero pensaba que Vandam había perdido la batalla. Miró al comandante y vio la derrota en sus ojos.
Wolff dijo:
—Debajo de su galabiya el comandante Vandam lleva unos pantalones caqui. En uno de los bolsillos de los pantalones, o posiblemente en la cintura, encontrarás un revólver. Cógelo.
Elene hundió la mano en la galabiya de Vandam y encontró el revólver en el bolsillo. Pensó: «¿Cómo lo sabía Wolff?». Y luego: «Lo adivinó». Elene sacó el revólver del bolsillo.
Miró a Wolff. No podía tomar el revólver sin soltar a Billy, y si lo hacía, aunque fuese por un momento, Vandam intentaría algo.
Pero Wolff había pensado en eso.
—Empuja hacia abajo el cañón del revólver, de modo que el tambor caiga hacia delante. Cuidado, no vayas a tirar del gatillo por error.
Elene maniobró nerviosamente con el revólver.
—Probablemente hay una traba en el costado del cilindro —siguió Wolff.
Elene halló la traba y abrió el revólver.
—Saca las balas y déjalas caer fuera del coche.
Ella lo hizo.
—Coloca el revólver en el suelo.
Ella lo colocó.
Wolff pareció aliviado. Una vez más, la única arma era su cuchillo. Habló a Vandam.
—Salga del coche.
Vandam no se movió.
—Salga —repitió Wolff.
Con un súbito y preciso movimiento tocó el lóbulo de la oreja de Billy con el cuchillo. Brotó una gota de sangre.
Vandam descendió del coche.
Wolff dijo a Elene:
—Siéntate al volante.
Elene pasó sobre la palanca de cambios.
Vandam había dejado la portezuela abierta.
—Cierra la puerta—ordenó el espía.
Elene cerró la puerta. Vandam permaneció de pie junto al coche, mirando fijamente hacia el interior.
—Arranca—dijo Wolff.
El motor se había ahogado. Elene puso la palanca de cambio en punto muerto y dio vuelta a la llave. El motor tosió y se paró. Elene esperaba que no arrancara. De nuevo hizo girar la llave; otra vez el arranque falló.
—Aprieta el pedal del acelerador al dar el contacto —dijo Wolff.
Elene hizo lo que Wolff decía. El motor se puso en marcha y rugió.
—Arranca —dijo Wolff.
Elene arrancó.
—Más rápido.
Elene cambió de marcha.
Por el espejo vio que Wolff guardaba el cuchillo y soltaba a Billy. Detrás del coche, a unos cincuenta metros de distancia, Vandam estaba de pie en la carretera del desierto; su silueta se veía negra contra la puesta del sol.
Permanecía inmóvil.
—¡No tiene agua! —exclamó Elene.
—No—replicó Wolff.
Entonces, Billy enloqueció de furia.
Elene le oyó gritar:
—¡No puede abandonarle!
Elene se dio la vuelta, olvidándose del camino. Billy había saltado sobre Wolff como un gato montés rabioso, golpeando y arañando y, al parecer, pateando. Gritaba de forma incoherente. Su rostro era una máscara de cólera infantil y su cuerpo se sacudía convulsivo como si sufriera un ataque. Wolff, que se había descuidado pensando en la crisis que acababa de pasar, fue momentáneamente incapaz de resistir. En el espacio cerrado, con Billy tan cerca de él, no pudo lanzar un golpe adecuado, de forma que levantó los brazos, para protegerse, y empujó al niño, para alejarlo.
Elene volvió a mirar la carretera. El coche se había desviado y la rueda delantera izquierda surcaba las malezas arenosas que crecían junto al camino. Luchó con el volante, pero este parecía tener voluntad propia. Clavó los frenos y la parte posterior del coche comenzó a deslizarse lateralmente. Demasiado tarde, Elene vio un profundo surco que cruzaba el camino. El coche, resbalando, chocó de costado contra el badén, con un impacto que le sacudió los huesos. Pareció dar un salto hacia arriba. Elene se elevó en el asiento por un instante y, cuando volvió a caer, pisó el pedal del acelerador de forma involuntaria. El coche salió disparado hacia delante y empezó a deslizarse en dirección opuesta. Por el rabillo del ojo vio que Wolff y Billy caían a un lado y otro sin poder evitarlo, luchando todavía. El coche salió de la carretera y entró en la arena blanda. Perdió velocidad con brusquedad y Elene se golpeó la frente sobre el borde del volante. El auto se ladeó y pareció volar. Elene vio el desierto a un lado y se dio cuenta de que el coche, en efecto, estaba dando vueltas. Pensó que no iba a detenerse nunca. Ella cayó sobre un costado, agarrada al volante y a la palanca de cambios. El automóvil no quedó invertido, sino apoyado lateralmente, como una moneda que cayera de canto sobre la arena. La palanca de cambios se desprendió en la mano de Elene. Ella chocó contra la puerta, y volvió a golpearse en la cabeza. El coche quedó inmóvil.
Elene se apoyó en las manos y las rodillas, sosteniendo todavía la palanca de cambios rota, y miró a la parte posterior del coche. Wolff y Billy estaban tumbados, el espía sobre el niño. Mientras Elene miraba, Wolff se movió; ella había esperado que estuviese muerto.
La muchacha tenía una rodilla sobre la puerta del coche y la otra en la ventanilla. A la derecha se elevaba verticalmente el techo del auto. A la izquierda estaba el asiento. Miraba por el espacio que había entre la parte superior del asiento trasero y el techo.
Wolff se puso en pie.
Billy parecía inconsciente.
Elene estaba desorientada; se sentía inútil, arrodillada sobre la ventanilla del coche.
Wolff, sobre la parte interna de la puerta trasera izquierda, lanzó todo su peso sobre el suelo del coche. Este se balanceó. Volvió a hacerlo. El vehículo se balanceó más. Al tercer intento giró y cayó sobre las cuatro ruedas con un fuerte estrépito. Elene estaba mareada. Vio que Wolff abría la puerta y salía del coche. Permaneció de pie fuera, y luego, agazapándose, sacó su cuchillo. La muchacha vio que Vandam se acercaba.
Elene se arrodilló sobre el asiento, observando. No podría moverse hasta que la cabeza dejara de darle vueltas. Vio que Vandam se agazapaba como Wolff, listo para saltar, las manos en alto, para protegerse. Tenía la cara roja y jadeaba; había corrido tras el coche. Se movían en círculos. Wolff renqueaba ligeramente. El sol era un enorme globo anaranjado detrás de ellos.
Vandam se adelantó y luego pareció dudar. Wolff lanzó una cuchillada, pero le había sorprendido el titubeo de Vandam y erró el golpe. El puño de Vandam salió disparado. Wolff dio un respingo. Elene vio que la nariz del espía estaba sangrando.
Se enfrentaron otra vez, como boxeadores en un cuadrilátero.
Vandam volvió a saltar hacia delante. Esta vez Wolff lo eludió. Vandam lanzó un puntapié, pero Wolff estaba fuera de su alcance. Wolff asestó una corta estocada con el cuchillo. Elene vio que atravesaba los pantalones de Vandam y que la sangre brotaba. Wolff lanzó otro golpe, pero Vandam había retrocedido. Una mancha oscura apareció en una pernera de sus pantalones.
Elene miró a Billy. El niño yacía plácidamente en el suelo del coche, con los ojos cerrados. Elene pasó gateando a la parte trasera y, levantándolo, lo acomodó en el asiento. No sabía si estaba vivo o muerto. Le tocó el rostro. No se movió.
—¡Billy! —exclamó—. ¡Oh, Billy!
Elene volvió a mirar hacia fuera. Vandam estaba tendido sobre una rodilla. Su brazo izquierdo colgaba del hombro, cubierto de sangre. Mantenía el derecho levantado, en actitud defensiva. Wolff se acercó.
Elene saltó del coche. Todavía tenía la palanca de cambios rota en la mano. Vio que Wolff levantaba su arma, lista para arrojarse contra Vandam una vez más. Corrió detrás de Wolff, tropezando en la arena. Wolff lanzó un golpe a Vandam. El mayor se hizo a un lado. Elene levantó bien alta la palanca y la abatió con toda su fuerza sobre la nuca de Wolff. El espía pareció quedar inmóvil por un momento.
—¡Oh, Dios! —Exclamó Elene.
Luego volvió a golpear.
Golpeó por tercera vez.
Wolff cayó al suelo.
Ella golpeó de nuevo.
Entonces dejó caer la palanca de cambios y se arrodilló junto a Vandam.
—Bien hecho —dijo Vandam débilmente.
—¿Puedes ponerte en pie?
Vandam apoyó una mano en el hombro de Elene y logró incorporarse.
—No es tan grave como parece—dijo.
—Espera un minuto. Ayúdame.
Con el brazo sano asió a Wolff por una pierna y lo arrastró hacia el coche. Elene ayudó tirando de un brazo del hombre inconsciente. Cuando llegaron junto al coche, Vandam levantó el brazo de Wolff e hizo que la mano quedara apoyada sobre el estribo, con la palma hacia abajo. Entonces levantó un pie y lo bajó violentamente sobre el codo de Wolff. El brazo se partió en dos. Elene palideció.
—Quiero asegurarme de que no causará problemas cuando vuelva en sí —explicó.
Vandam se introdujo en el vehículo y puso una mano sobre el pecho de Billy.
—Está vivo —dijo—. Gracias a Dios.
Billy abrió los ojos.
—Ya pasó todo —le tranquilizó Vandam.
El niño cerró los ojos.
Vandam se sentó al volante.
—¿Dónde está la palanca de cambios? —preguntó.
—Se rompió. Le golpeé con ella.
Vandam giró la llave y el coche se sacudió.
—Bien; todavía tiene puesta la marcha —dijo. Apretó el embrague e hizo girar de nuevo la llave. El motor arrancó. Soltó lentamente el embrague y el coche avanzó. Apagó el motor—. Podremos desplazarnos. ¡Qué golpe de suerte!
—¿Qué haremos con Wolff?
—Meterlo en el maletero.
Vandam miró otra vez a Billy. Había recuperado el conocimiento y tenía los ojos muy abiertos.
—¿Cómo estás, hijo? —le preguntó.
—Lo siento mucho —se disculpó Billy—, pero no pude evitar el mareo.
Vandam miró a Elene.
—Tendrás que conducir—le dijo.
Había lágrimas en sus ojos.