Vandam oyó que el tren resoplaba, arrancaba y volvía a resoplar. Tomó velocidad y salió de la estación. Vandam bebió otro trago de agua. La botella estaba vacía. La volvió a colocar en la redecilla. Dio una chupada al cigarrillo y arrojó la colilla. Solo unos cuantos campesinos se habían bajado del tren. Vandam puso en marcha la motocicleta y se alejó.
En unos minutos estuvo fuera del pequeño pueblo, nuevamente en la carretera recta y estrecha que corría junto al canal. Instantes más tarde había dejado atrás el tren. Era mediodía; la luz del sol era tan caliente, que parecía palpable. Vandam imaginó que, si extendía el brazo, el calor lo cubriría como un líquido viscoso. La carretera se prolongaba en un resplandor infinito. «¡Qué refrescante sería meterse en el canal!», pensó.
En algún lugar, a lo largo de la ruta, había tomado una decisión. Cuando salió de El Cairo solo pensaba en rescatar a Billy, pero en algún momento se había dado cuenta de que ese no era su único deber. La guerra continuaba.
Casi tenía la seguridad de que Wolff, la medianoche anterior, había estado demasiado ocupado para utilizar la radio. Esa mañana la había regalado, había arrojado el libro al río y quemado la clave del código. Era probable que tuviera otra radio, otro ejemplar de Rebeca y otra clave del código y que el lugar donde estaban ocultos fuera Assyut. Para aplicar su plan, Vandam debía tener la radio y la clave, y eso significaba permitir a Wolff llegar a Assyut y recoger su equipo de repuesto.
Debía de haber sido una decisión angustiosa, pero, por una razón u otra, Vandam la había tomado con serenidad. Tenía que rescatar a Billy y a Elene, sí; pero después de que Wolff hubiera recogido su radio de repuesto. Sería duro para el muchacho, atrozmente duro, pero lo peor —el secuestro—ya había ocurrido y era irreversible; y la vida bajo el dominio nazi, con su padre en un campo de concentración, también sería atrozmente dura.
Tomada la decisión, y endurecido el corazón, Vandam necesitaba cerciorarse de que Wolff se encontraba en aquel tren. Y mientras buscaba la forma de comprobarlo, discurrió, al mismo tiempo, la manera de hacer las cosas un poco más fáciles para Billy y Elene.
Cuando llegó al siguiente pueblo calculó que, por lo menos, llevaba unos quince minutos de ventaja al tren. Aquel lugar era como el anterior: los mismos animales, las mismas calles polvorientas, la misma gente moviéndose con lentitud y el mismo puñado de edificios de ladrillos. El cuartel de policía estaba en una plaza central, frente a la estación del tren, flanqueado por una mezquita grande y una iglesia pequeña. Vandam se detuvo en la puerta e hizo sonar perentoriamente la bocina de la moto.
Dos policías árabes salieron del edificio: un hombre de cabellos grises, con uniforme blanco y una pistola al cinto, y un muchacho de dieciocho o veinte años, que no llevaba armas. El de más edad estaba abrochándose la camisa. Vandam bajó de la moto y gritó a voz en cuello: «¡Firmes!». Ambos hombres se cuadraron y saludaron. Vandam devolvió el saludo y luego estrechó la mano del hombre de más edad.
—Estoy persiguiendo a un peligroso criminal y necesito su ayuda —dijo teatralmente. Los ojos del hombre centellearon—. Pasemos adentro.
Vandam les precedió. Sentía la necesidad de mantener la iniciativa en sus manos. No tenía ninguna seguridad de sus propias atribuciones en aquel lugar, y si los policías decidían no cooperar, poco podría hacer. Entró en el edificio. Por el vano de una puerta vio una mesa con un teléfono. Se dirigió a esa habitación y los policías le siguieron.
Vandam dijo al hombre de más edad:
—Llame al Cuartel General británico de El Cairo. —Le dio el número y el hombre levantó el auricular. Vandam se volvió hacia el policía más joven—. ¿Ha visto mi motocicleta?
—Sí, sí —asintió enérgicamente con la cabeza.
—¿Sabría conducirla?
Al muchacho le entusiasmó la idea.
—¡Conduzco muy bien!
—Salga y pruebe.
El joven miró con gesto de duda a su superior, que estaba gritando en el teléfono.
—Vaya —dijo Vandam.
El joven salió.
El policía mayor llamó a Vandam al teléfono.
—Es el Cuartel General.
Vandam tomó el aparato y habló:
—Póngame con el capitán Jakes, rápido.
Esperó.
Después de un par de minutos, la voz de Jakes sonó al otro extremo de la línea.
—¿Diga?
—Habla Vandam. Estoy en el sur, siguiendo una corazonada.
—Aquí hay un caos total desde que los jefes se han enterado de lo que ocurrió anoche. El general está temblando de miedo y Bogge anda histérico de un lado para otro. ¿Dónde diablos se ha metido usted, señor?
—No interesa dónde exactamente; no estaré aquí mucho tiempo y tengo que trabajar solo, por el momento. A fin de asegurar el máximo apoyo de los alguaciles indígenas… —habló en esos términos para que el policía no pudiera entenderlo—… quiero que interprete su papel de capitoste cascarrabias. ¿Listo?
—Sí, señor.
Vandam dio el teléfono al policía de cabellos grises y esperó. Podía adivinar lo que estaba diciendo Jakes. Inconscientemente, el policía se enderezó y cuadró los hombros mientras Jakes le ordenaba, en términos inequívocos, hacer cuanto le pidiera Vandam y rápido.
—¡Sí, señor! —dijo el policía varias veces. Finalmente, agregó—: Por favor, tenga la seguridad, señor, caballero, que haremos todo lo que esté en nuestra mano…
Se detuvo con brusquedad.
Vandam adivinó que Jakes había colgado. El policía echó una fugaz mirada a Vandam y luego dijo «adiós» al aparato mudo.
Vandam se dirigió a la ventana y miró hacia afuera. El policía joven estaba dando vueltas a la plaza en la motocicleta, haciendo sonar la bocina y acelerando exageradamente el motor. Una pequeña multitud se había reunido para observarlo y un puñado de niños corría detrás de la moto. El muchacho sonreía de oreja a oreja. «Me servirá», pensó Vandam.
—Escuche —dijo—. Voy a tomar el tren de Assyut cuando se detenga aquí, dentro de unos minutos. Bajaré en la próxima estación. Quiero que el muchacho conduzca mi moto hasta allí y se encuentre conmigo. ¿Comprende?
—Sí, señor —dijo el hombre—. Entonces, ¿el tren se detendrá aquí?
—¿No lo hace normalmente?
—Por lo general, no.
—¡Entonces vaya a la estación y dígales que lo detengan!
—Sí, señor.
El hombre salió a la carrera.
Vandam lo observó cruzar la plaza. Todavía no oía el ruido del tren. Tenía tiempo de hacer otra llamada telefónica. Levantó el auricular, esperó a que contestara el telefonista y luego pidió una comunicación con la base del ejército en Assyut. Sería un milagro que el sistema telefónico funcionara de forma adecuada dos veces seguidas. Lo hizo. Assyut respondió y Vandam preguntó por el capitán Newman. Hubo una larga espera hasta que lo encontraron. Finalmente se puso al teléfono.
—Habla Vandam. Creo que estoy sobre el rastro del hombre del cuchillo.
—¡Buen trabajo, señor! —dijo Newman—. ¿Hay algo que pueda hacer?
—Sí, escuche. Tenemos que proceder con mucha cautela. Por una serie de razones que le explicaré después, estoy trabajando solo, y perseguir a Wolff con un escuadrón de hombres armados sería inútil.
—Comprendido. ¿Qué necesita de mí?
—Llegaré a Assyut dentro de un par de horas. Necesito un taxi, una galabiya grande y un cuchillo. ¿Puede esperarme allí?
—Desde luego, no hay inconveniente. ¿Viene por la carretera?
—Lo encontraré en el límite de la ciudad. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
El mayor oyó acercarse el tren.
—Tengo que irme.
—Le esperaré.
Vandam colgó. Puso un billete de cinco libras sobre la mesa, junto al teléfono: una pequeña propina nunca hace daño.
Salió a la plaza. A lo lejos, hacia el norte, vio el humo del tren que se aproximaba. El policía más joven se acercó con la moto.
—Voy a tomar el tren —le dijo Vandam—. Usted conduzca la motocicleta hasta la próxima estación y espéreme allí. ¿De acuerdo?
—¡De acuerdo! ¡De acuerdo!
Estaba encantado.
Vandam sacó un billete de una libra y lo cortó por la mitad. El joven policía se asombró. Vandam le dio la mitad del billete.
—Tendrá la otra mitad cuando se encuentre conmigo.
—¡De acuerdo!
El tren casi había llegado a la estación. Vandam atravesó la plaza corriendo. El policía mayor se encontró con él.
—El jefe de la estación va a detener el tren.
Vandam le dio la mano.
—Gracias. ¿Cómo se llama?
—Sargento Nesbah.
—Hablaré de usted en El Cairo. Adiós. —Vandam entró apresuradamente en la estación. Corrió hacia el sur a lo largo del andén, alejándose del tren, a fin de poder subir por el extremo delantero sin que ninguno de los pasajeros lo viera por las ventanillas.
El tren entró echando humo. El jefe de la estación se acercó por el andén donde esperaba Vandam. Cuando el tren se detuvo habló con el maquinista y el inspector. Vandam les dio propinas a los tres y abordó el tren.
Se encontró en un coche de tercera clase. Wolff seguramente viajaría en primera. Comenzó a recorrer el tren, abriéndose paso entre la gente que estaba sentada en el suelo con sus cajas, cajones y animales. Observó que las mujeres y los niños estaban en el suelo: los asientos de listones de madera los ocupaban los hombres, con sus botellas de cerveza y sus cigarrillos. El calor y el olor de los coches eran insoportables. Algunas mujeres guisaban en hornillos improvisados, lo que, por cierto, era peligroso. Vandam estuvo a punto de pisar a un bebé que gateaba por el mugriento suelo. Tuvo la impresión de que, si no hubiera esquivado al niño justo a tiempo, lo hubiera aplastado.
Atravesó tres vagones de tercera clase y luego se encontró en la puerta de uno de primera. Había un inspector fuera, sentado en una pequeña banqueta de madera, bebiendo un vaso de té. El inspector se puso en pie.
—¿Un poco de té, general?
—No, gracias. —Vandam tuvo que gritar para hacerse oír sobre el ruido de las ruedas, que quedaban debajo de ellos—. Tengo que controlar los documentos de todos los pasajeros de primera clase.
—Todo en orden, todo muy bien —dijo el inspector, tratando de ayudar.
—¿Cuántos coches hay de primera?
—Todo en orden…
Vandam se agachó para gritar al oído del hombre:
—¿Cuántos coches de primera?
El inspector mostró dos dedos.
Vandam asintió y se enderezó. Miró hacia la puerta. De pronto, dudó de tener el valor necesario para continuar. Pensó que Wolff nunca lo había visto bien —habían luchado en la oscuridad, en el callejón—, pero no podía estar absolutamente seguro. El tajo en la mejilla podía descubrirlo, pero estaba casi cubierto por completo por la barba. Con todo, debía tratar de no mostrar ese lado del rostro a Wolff. Y Billy era el verdadero problema. De algún modo, Vandam tenía que advertir a su hijo que se quedara quieto y simulara no reconocerle. Lo malo era que no había forma de planearlo. Sencillamente, tenía que entrar y hacerlo en el momento.
Aspiró hondo y abrió la puerta.
Al entrar, echó una rápida y nerviosa mirada a los primeros asientos y no reconoció a nadie. Dio la espalda al coche, para cerrar la puerta. Luego se volvió otra vez. Su mirada barrió rápidamente las filas de asientos; allí no estaba Billy.
Se dirigió a los pasajeros más cercanos.
—Sus documentos, por favor, caballeros.
—¿Qué es esto, comandante? —dijo un oficial del ejército egipcio, un coronel.
—Inspección de servicio, mi coronel —replicó Vandam.
Recorrió con lentitud el corredor examinando los documentos de la gente. Al llegar a la mitad del coche había estudiado a los pasajeros lo suficiente como para estar seguro de que Wolff, Elene y Billy no estaban allí. Pensó que debía terminar la pantomima de la inspección antes de pasar al siguiente coche. Empezó a preguntarse si no se habría equivocado. Quizá no estuvieran en el tren, quizá ni siquiera fuesen a Assyut; quizá la pista del atlas había sido una treta…
Llegó al final del coche y pasó a la plataforma que quedaba entre los vehículos. «Si Wolff está en el tren, le veré ahora —pensó—. Si Billy está aquí… Si Billy está aquí…».
Abrió la puerta.
Vio a Billy de inmediato. Sintió una punzada de congoja, como una herida. El niño estaba dormido en su asiento y sus pies apenas llegaban al suelo. Se apoyaba sobre un costado, y tenía el pelo sobre la frente. Su boca estaba abierta y sus mandíbulas se movían ligeramente. Vandam sabía, pues lo había visto antes, que Billy estaba rechinando los dientes en su sueño.
La mujer que le rodeaba con el brazo, y en cuyo regazo apoyaba la cabeza, era Elene. Vandam tuvo una turbadora sensación de déjà vu: recordó la noche en que había llegado cuando Elene despedía a Billy con un beso…
Captó la mirada de Vandam y observó cómo empezaba a cambiar la expresión de la muchacha: sus ojos asombrados, su boca a punto de lanzar un grito de sorpresa. Como Vandam tenía previsto algo semejante, se llevó un dedo a los labios, en señal de silencio. Ella entendió inmediatamente y bajó la vista; pero Wolff había sorprendido la mirada y estaba ladeando la cabeza, para ver qué era lo que ella había visto.
Estaban a la izquierda de Vandam, y era su mejilla izquierda la que tenía el tajo del cuchillo de Wolff.
Vandam se volvió para dar la espalda al coche. Luego se dirigió a los pasajeros situados al otro lado del pasillo.
—Sus documentos, por favor.
No había calculado que Billy estuviera dormido.
Tenía previsto hacer una rápida señal al niño, como lo había hecho con Elene, y esperaba que Billy estuviera lo suficientemente alerta como para disimular la sorpresa, al igual que Elene. Pero ahora la situación era distinta. Si Billy se despertaba y veía a su padre parado allí, se delataría antes de tener tiempo de reflexionar.
Vandam se volvió hacia Wolff y dijo:
—Documentación, por favor.
Era la primera vez que veía a su enemigo cara a cara. Wolff era un canalla bien parecido. Su rostro amplio tenía rasgos firmes: una frente ancha, nariz aguileña, dientes blancos y uniformes, mandíbula fuerte. Solo alrededor de los ojos y en los extremos de la boca había un indicio de debilidad, de abandono, de depravación. Entregó sus documentos y luego miró por la ventanilla, aburrido. Los papeles lo identificaban como Alex Wolff, de Villa les Oliviers, Garden City. Su descaro era impresionante.
Vandam preguntó:
—¿Adonde se dirige usted, señor?
—A Assyut.
—¿Por negocios?
—A visitar parientes.
La voz era firme y profunda y Vandam no hubiera reparado en el acento si no hubiese estado sobre aviso.
—¿Viajan juntos? —preguntó el comandante.
—Son mi hijo y su niñera —explicó Wolff.
Vandam tomó los documentos de Elene y los observó. Sentía ganas de agarrar a Wolff por la garganta y sacudirlo hasta que sus pelotas sonaran como una matraca. «Son mi hijo y su niñera». Maldito puerco.
Devolvió a Elene sus documentos.
—No hace falta despertar al niño —dijo.
Miró al sacerdote que estaba sentado junto a Wolff y tomó la cartera que le ofrecía.
—¿Qué es todo esto, comandante? —preguntó Wolff.
Vandam volvió a mirarle y observó que tenía un rasguño reciente en el mentón, bastante largo; quizá Elene había ofrecido resistencia.
—Seguridad, señor —replicó.
El sacerdote dijo:
—Yo también voy a Assyut.
—Ya veo. ¿Al convento? —preguntó el comandante.
—Así es. Veo que ha oído hablar de él.
—Es el lugar donde permaneció la Sagrada Familia después de vivir temporalmente en el desierto.
—En efecto. ¿Ha estado allí?
—No. Quizá lo visite esta vez.
—Así lo espero—dijo el sacerdote.
Vandam le devolvió sus papeles.
—Gracias.
Continuó por el pasillo hacia la siguiente fila de asientos, examinando documentaciones. Cuando levantó la vista encontró los ojos de Wolff, que le observaba sin expresión en el rostro. Vandam se preguntó si habría hecho algo sospechoso. Cuando volvió a levantar la mirada, Wolff estaba vuelto de nuevo hacia la ventanilla.
¿Qué pensaba Elene? «Debe de estar preguntándose qué me propongo —se decía Vandam—. Quizá pueda adivinar mis intenciones. De todos modos, ha de ser difícil para ella permanecer inmóvil y verme pasar sin decir una palabra. Por lo menos, ahora sabe que no está sola».
¿En qué pensaba Wolff? Quizá estuviera impaciente, o malignamente satisfecho, o asustado, o ansioso… No, nada de eso, advirtió Vandam; estaba aburrido.
Llegó al final del vagón y examinó los últimos documentos. Los estaba devolviendo, disponiéndose a regresar sobre sus pasos, por el corredor, cuando oyó un grito que perforó su corazón:
—¡ES MI PADRE!
Vandam levantó la vista. Billy corría hacia él por el pasillo, tropezando, desviándose hacia ambos lados, golpeándose contra los asientos, con los brazos extendidos.
«¡Oh, Dios!».
Detrás de Billy, Vandam vio a Wolff y a Elene poniéndose de pie y observando, Wolff con inquietud y Elene con miedo. Vandam abrió la puerta tras de sí, simulando no advertir a Billy, y la atravesó retrocediendo. Billy pasó detrás, como si volara. Vandam cerró la puerta rápidamente. Tomó a Billy en sus brazos.
—No pasa nada —dijo Vandam—. Tranquilízate.
Wolff vendría a investigar.
—¡Me llevaron por la fuerza! —dijo Billy—. ¡Falté a geografía y he pasado mucho miedo!
—Ya no hay nada que temer. —Vandam se dio cuenta de que no podía dejar a Billy; tendría que retener al niño y matar a Wolff; tendría que abandonar su plan y la radio y la clave del código… No, tenía que conseguirlo… Luchó contra lo que le dictaban sus instintos—. Escucha —dijo—. Yo estoy aquí, cuidándote, pero tengo que atrapar a ese hombre y no quiero que sepa todavía quién soy. Es un espía alemán que estoy persiguiendo, ¿comprendes?
—Sí, sí…
—Escucha. ¿Puedes simular que te equivocaste? ¿Puedes simular que no soy tu padre? ¿Puedes volver con él?
Billy miraba fijamente, con la boca abierta. No dijo nada, pero en su expresión se leía: «¡No, no, no!».
—Esta es una historia de tecs de la vida real, Billy —dijo Vandam—, y en ella intervenimos tú y yo. Tienes que volver con ese hombre y simular que te equivocaste; pero recuerda que estaré cerca y juntos podremos atrapar al espía. ¿Comprendes? ¿De acuerdo?
Billy no dijo nada.
Se abrió la puerta y apareció Wolff.
—¿Qué es todo esto? —dijo.
Vandam puso una cara insulsa y sonrió forzadamente.
—Parece que despertó de un sueño y me confundió con su padre. Tenemos la misma estatura, usted y yo… Dijo que era su padre, ¿no es verdad?
Wolff miró a Billy.
—¡Qué tontería! Vuelve inmediatamente a tu asiento —le ordenó.
Billy permaneció inmóvil.
Vandam puso una mano sobre el hombro de Billy.
—Vamos, jovencito —dijo—. Andando, a ganar la guerra.
La vieja consigna lo había logrado. Billy sonrió con valentía.
—Lo siento, señor —dijo—. Debe de haber sido un sueño.
Vandam sintió que se le iba a romper el corazón.
Billy se volvió y regresó al vagón. Wolff le siguió, y también Vandam. Mientras caminaba por el pasillo, el tren redujo la marcha. Vandam se dio cuenta de que se acercaban a la siguiente estación, donde estaría esperando su motocicleta. Billy llegó a su asiento. Elene miraba a Vandam sin comprender. Billy le tocó el brazo y dijo:
—Me equivoqué, debo de haber tenido un sueño.
Elene miró a Billy, después a Vandam, y una luz extraña se advirtió en sus ojos: parecía a punto de llorar.
Vandam no quería alejarse. Deseaba sentarse, conversar, hacer cualquier cosa para prolongar el momento que pasaba con ellos. Por la ventanilla apareció otro pequeño pueblo polvoriento. Vandam cedió a la tentación e hizo una pausa en la puerta del vagón.
—Buen viaje—dijo a Billy.
—Gracias, señor.
Vandam salió.
El tren entró en la estación y se detuvo. Vandam descendió y avanzó unos pasos por el andén. Permaneció a la sombra de un toldo y esperó. Nadie más bajó del tren, pero dos o tres personas subieron a los vagones de tercera clase. Se oyó un silencio y el tren comenzó a moverse. Los ojos de Vandam estaban fijos en la ventanilla próxima al asiento de Billy. Al pasar frente a él, vio el rostro de su hijo. Billy levantó la mano en un pequeño saludo. Vandam le contestó, y luego el rostro desapareció.
Vandam se dio cuenta de que estaba temblando.
Observó cómo el tren se perdía en la distancia nebulosa. Cuando ya apenas se divisaba, abandonó la estación. Allí estaba su motocicleta, con el joven policía del pueblo anterior montado sobre ella y explicando sus misterios a una pequeña multitud de admiradores. Vandam le dio la otra mitad del billete. El joven saludó.
Vandam subió a la motocicleta y puso en marcha el motor. No sabía cómo iba a volver el policía, pero tampoco le importaba. Salió del pueblo y enfiló la carretera hacia el sur. El sol había pasado su cénit, pero el calor todavía era terrible.
Vandam adelantó al tren. Llegaría a Assyut treinta o cuarenta minutos antes, calculaba. El capitán Newman estaría allí para recibirle. Vandam tenía una idea general de lo que iba a hacer más tarde, pero los detalles habría que improvisarlos sobre la marcha.
Siguió adelantándose al tren que llevaba a Billy y a Elene, las únicas personas que amaba. Otra vez se explicó a sí mismo que había hecho lo correcto, lo mejor para todos, lo mejor para Billy; pero en el fondo de su mente una voz decía: «Cruel, cruel, cruel».