«¡Santo Dios! ¡La estación era un desastre! Supongo que todo el mundo quiere salir de El Cairo, por si lo bombardean. No hay pasajes de primera en los trenes a Palestina, ni siquiera sin reserva. Las esposas y los hijos de los británicos huyen como ratas. Por suerte, no hay tanta demanda para los trenes que van hacia el sur. La oficina de reservas, de todos modos, aseguraba que quedaban pasajes; pero siempre dicen eso. Unas pocas piastras aquí y otras allá, nunca fallan para conseguir un asiento, o tres. Temí perder a Elene y al chico en el andén, entre todos esos cientos de campesinos descalzos, con sus mugrientas galabiyas, acarreando cajas atadas con cuerdas, pollos en jaulas, sentados en el suelo mientras desayunaban; una madre gorda, vestida de negro, dándole huevos y pan de pita y budín de arroz a su esposo y a sus hijos, primos, hijas, yernos y nueras. Idea ingeniosa la mía, la de agarrar de la mano al chico. Si lo mantengo junto a mí, Elene nos seguirá. Idea ingeniosa; yo tengo ideas ingeniosas. Yo soy listo, más listo que Vandam. Rabie, comandante Vandam, tengo a su hijo. Alguien llevaba una cabra con una correa. Qué gusto da llevar una cabra en un viaje en tren. Nunca tuve que viajar en tercera clase, con los campesinos y sus cabras. Qué trabajo, limpiar el vagón de tercera al final del viaje. Me pregunto quién lo hace, algún pobre campesino, una casta diferente, una raza diferente, nacidos esclavos; gracias a Dios, conseguimos asientos de primera; yo he viajado en primera clase toda mi vida, odio la mugre. Dios, esa estación sí que estaba sucia. Vendedores ambulantes en el andén: cigarrillos, periódicos, un hombre con una enorme canasta de pan sobre la cabeza. Me gustan las mujeres con canastas sobre la cabeza, con tanta gracia y orgullo. ¡Ja! Mira los suburbios de adobe, las casas que se apoyan unas a otras; vacas y ovejas en las calles estrechas y polvorientas; siempre me pregunté qué comían esas ovejas de ciudad con sus colas gordas, ¿dónde pastan? No hay cañerías en esas casitas oscuras junto a la vía del tren. Las mujeres están a las puertas, pelando verduras, con las piernas cruzadas sobre el suelo lleno de polvo. Gatos. Tan graciosos, los gatos. Los gatos europeos son distintos, más lentos y mucho más gordos; no es extraño que aquí los gatos sean sagrados, son tan hermosos; los gatos traen suerte. A los ingleses les gustan los perros. Animales repugnantes, los perros: sucios, sin dignidad, babean, adulan, olfatean. El gato es superior, y lo sabe. Es tan importante ser superior… Uno es amo o esclavo. Yo llevo la cabeza erguida, como el gato; camino olvidado del populacho, dedicado a mis tareas misteriosas, usando a la gente como el gato usa a su dueño, sin dar gracias ni aceptar el cariño, tomando lo que le ofrecen como un derecho, no como un regalo. Soy un amo, un nazi alemán, un beduino egipcio, un soberano nato. ¿Cuántas horas hasta Assyut? ¿Ocho, tal vez? Debo actuar rápidamente. Hallar a Ishmael. Debe de estar en el pozo, o no muy lejos de allí. Hay que recoger la radio. Transmitir hoy, a medianoche. Defensa británica completa; qué golpe, me darán medallas. Los alemanes en el poder en El Cairo. Muchacho, vamos a poner las cosas en su lugar. Qué combinación, alemanes y egipcios; eficiencia durante el día y sensualidad por la noche; tecnología teutona y salvajismo beduino; Beethoven y hachís. Si puedo sobrevivir, llegar a Assyut, comunicarme con Rommel, él conseguirá cruzar el último puente, destruir la última línea de defensa, lanzarse sobre El Cairo, aniquilar a los británicos; qué victoria. Si puedo lograrlo. ¡Qué triunfo! ¡Qué triunfo! ¡Qué triunfo!».
«No me marearé, no me marearé, no me marearé. El tren lo dice por mí traqueteando sobre las vías. Ya soy demasiado mayor para vomitar en los trenes; solía hacerlo cuando tenía ocho años. Papá me llevó a Alejandría, me compró caramelos y naranjas y limones, y comí demasiado. No pienses en eso; me marea pensar en eso. Papá dijo que no era culpa mía, que era suya; pero siempre me descomponía, aunque no hubiera comido; hoy Elene compró chocolate, pero yo dije que no, gracias; soy lo bastante mayor para decir no al chocolate; los niños nunca dicen que no al chocolate; mira, las pirámides, una, dos, y la pequeña hacen tres; esto debe de ser Giza. ¿Adónde vamos? Él tenía que haberme llevado a la escuela. Después sacó el cuchillo. Es curvo. Me cortará la cabeza, ¿dónde está papá? Yo debería estar en la escuela, hoy tenemos geografía en la primera hora, un examen sobre los fiordos noruegos; lo aprendí todo anoche, no tenía que haberme molestado, he faltado al examen. Ahora ya lo habrán terminado, el señor Johnstone estará recogiendo las hojas».
«¿A eso le llama mapa, Higgins? ¡Se parece más a un dibujo de su oreja, muchacho!». Todo el mundo se ríe. Smythe no puede deletrear Moskenstraumen. «Escríbalo cincuenta veces, jovencito». Todos se alegran de no ser Smythe. El viejo Johnstone abre el libro de geografía. «A continuación, la tundra ártica». Ojalá estuviera en la escuela. Ojalá Elene me rodeara los hombros con el brazo. Ojalá el hombre dejara de mirarme, de clavarme los ojos así, tan satisfecho de sí mismo; creo que está loco. ¿Dónde está papá? Si no pienso en el cuchillo, será como si no estuviera. No debo pensar en el cuchillo. Si me concentro en no pensar en el cuchillo, es lo mismo que pensar en el cuchillo. Es imposible empeñarse, no pensar en alguna cosa. ¿Cómo se hace para dejar de pensar en algo? Accidentalmente. Pensamientos accidentales. Todos los pensamientos son accidentales. Ahí está; he dejado de pensar en el cuchillo por un segundo. Si veo un policía, correré hacia él y gritaré a voz en cuello: ¡Sálveme, sálveme! Seré tan rápido, que él no podrá detenerme. Puedo correr como el viento, soy rápido. Podría ver a un oficial. Podría ver a un general. Gritaré: ¡Buenos días, general! Él me mirará, sorprendido, y me dirá: ¡Bueno, mi joven amigo, eres un buen muchacho! Perdóneme, señor, diré, soy el hijo del comandante Vandam y este hombre me está llevando lejos y mi padre no lo sabe. Siento molestarle, pero necesito ayuda. ¿Qué?, dirá el general. Mire, señor, ¡usted no le puede hacer esto al hijo de un oficial británico! ¡No es correcto, usted lo sabe! ¡Asunto terminado! ¿Se entera? ¿Quién diablos cree usted que es? Y no me amenace con ese pequeño cortaplumas, ¡yo tengo una pistola! Eres un muchacho valiente, Billy. Soy un muchacho valiente. Todos los días mueren hombres en el desierto. Allá lejos, en mi patria, caen bombas. En el Atlántico los submarinos alemanes hunden barcos, los hombres caen al agua helada y se ahogan. Los pilotos de la RAF caen derribados en Francia. Todo el mundo es valiente. ¡Arriba esa barbilla! Maldita sea esta guerra. Es lo que dicen: Maldita sea esta guerra. Después suben a la cabina, corren a los refugios, atacan la siguiente duna, disparan torpedos a los submarinos, escriben cartas a casa. Solía pensar que eso era emocionante. Ahora sé que no es así. No es emocionante en absoluto. Hace que uno se sienta mal».
«Billy está tan pálido… Se nota. Está tratando de ser valiente. No debería; tendría que actuar como un niño, debería gritar y llorar y coger una rabieta, Wolff no podría con eso; pero, por supuesto, no lo hará, porque se le ha enseñado a ser duro, contener las lágrimas, no gritar, dominarse. Piensa en lo que haría su padre; ¿qué otra cosa hace un muchacho, más que copiar a su padre? Mira Egipto. Un canal a lo largo de la vía del tren. Un bosquecillo de palmeras de dátiles. Un hombre agachado sobre el campo, con la galabiya levantada sobre sus largos calzoncillos, trabajando en los cultivos; un asno pastando: mucho más saludable que los miserables especímenes que se ven en la ciudad tirando de los carretones; tres mujeres al lado del canal, lavando ropa, golpeándola sobre piedras para quitarle la suciedad; un hombre a caballo, galopando; debe de ser el efendi local, solo los campesinos más ricos tienen caballos; en la distancia, la exuberante campiña verde termina abruptamente en una cadena de colinas polvorientas color tostado. En realidad, Egipto solo tiene cincuenta kilómetros de ancho; el resto es desierto. ¿Qué voy a hacer? Ese escalofrío, en el fondo del pecho, cada vez que miro a Wolff. La forma en que clava los ojos a Billy. El brillo de sus ojos. Su inquietud: la manera como mira por la ventanilla, después por todo el vagón, luego a Billy, después a mí, a Billy otra vez, siempre con ese resplandor en los ojos, la mirada de triunfo. Debo consolar a Billy. Ojalá supiera más de muchachos, yo tuve cuatro hermanas. Qué torpe madrastra sería para Billy. Quisiera acariciarlo, pasarle el brazo sobre los hombros, estrecharlo un instante; pero no estoy segura de que sea eso lo que quiere, podría hacer que se sienta peor. Quizá consiguiera distraerlo con un juego. Qué idea ridícula. Tal vez no sea tan ridícula. Aquí está su cartapacio de la escuela. Aquí hay un libro de ejercicios. Él me mira con curiosidad. ¿Qué juego? El tres en raya. Cuatro líneas y mi cruz en el centro. Por la forma como me mira mientras toma el lápiz creo que va a seguirme la corriente con esta idea absurda ¡para consolarme a mí! Su cero en el rincón. Wolff nos arrebata el libro, lo mira, alza los hombros y lo devuelve. Mi cruz, el cero de Billy; será un empate. Debería dejarle ganar el próximo. Puedo jugar sin pensar, tanto peor. Wolff tiene una radio de repuesto en Assyut. Quizá debería quedarme con él y tratar de impedir que use el transmisor. ¡Qué esperanza! Tengo que sacar a Billy de esto, luego comunicarme con Vandam y decirle dónde estoy. Espero que Vandam haya visto el atlas. Quizá lo viera el sirviente y llamara al Cuartel General. Quizá quede sobre la silla todo el día, sin ser visto. Quizá Vandam no vaya a su casa hoy. Tengo que alejar a Billy de Wolff, alejarlo del cuchillo. Billy traza una cruz en el centro del nuevo rayado. Yo hago un círculo y después garabateo apresuradamente: «Debemos escapar, prepárate». Billy hace otra cruz, y: «O.K.». Mi círculo. La cruz de Billy y: «¿Cuándo?». Mi círculo y: «Próxima estación». La tercera cruz de Billy forma una línea. Tacha la línea de cruces y me mira jubiloso. Ha ganado. El tren reduce la marcha».
Vandam sabía que el tren todavía estaba delante de él. Había parado en la estación, en Giza, cerca de las pirámides, para preguntar cuánto hacía que había pasado el tren. Luego se detuvo e hizo la misma pregunta en las tres estaciones siguientes. Después de una hora de viaje, ya no era preciso detenerse a preguntar, pues la carretera y la vía corrían paralelas, una a cada lado de un canal, y vería el tren cuando lo alcanzara.
En cada alto bebió un trago de agua. Con su gorra de uniforme, las gafas y el pañuelo atado alrededor de la boca y el cuello, se protegía de la peor parte del polvo; pero el sol quemaba horriblemente, y tenía una sed insaciable. Al final se dio cuenta de que tenía un poco de fiebre. Pensó que se habría resfriado la noche anterior, tirado durante horas en el suelo, junto al río. La garganta le ardía al respirar y le dolía la espalda.
Tenía que concentrarse en la carretera. Era la única que atravesaba Egipto, desde El Cairo a Asuán y, por consiguiente, gran parte de ella estaba pavimentada y en los últimos meses el ejército había realizado algunos trabajos de reparación; pero, con todo, debía estar atento a las protuberancias y los baches. Por fortuna, el trazado era recto como una flecha, de modo que podía ver, muy adelante, los peligros que presentaban las vacas, los carros, las caravanas de camellos y los rebaños de ovejas. Condujo a gran velocidad, excepto al pasar por aldeas y pueblos, donde en cualquier momento la gente podía cruzarse en el camino; no mataría a un niño por salvar a otro niño, ni siquiera para salvar a su propio hijo.
Hasta el momento solo había adelantado a dos automóviles, un pesado Rolls-Royce y un Ford desvencijado. El Rolls iba conducido por un chófer uniformado, y llevaba una pareja de ingleses de edad avanzada en el asiento trasero; y el viejo Ford contenía por lo menos una docena de árabes. Para entonces, Vandam estaba bastante seguro de que Wolff viajaba en el tren.
De pronto, oyó un silbido distante. Miró hacia delante, a la izquierda, y vio, por lo menos a un kilómetro y medio, una columna de humo blanco que, inequívocamente, salía de una locomotora. «¡Billy! —pensó—. ¡Elene!». Aceleró.
Paradójicamente, el humo de la máquina le hizo pensar en Inglaterra, las suaves pendientes, los interminables campos verdes, una torre cuadrada de iglesia que sobresale entre un grupo de robles, y una vía férrea a través del valle, con una locomotora que resopla y desaparece en la lejanía. Por un instante estuvo en el valle inglés, saboreando el aire húmedo de la mañana. Luego la visión pasó y vio nuevamente el cielo africano, de un azul acerado, los arrozales, las palmeras y los lejanos farallones oscuros.
El tren estaba llegando a una población. Vandam ya no conocía los nombres: no sabía tanta geografía, y casi había perdido la noción de la distancia recorrida. Era un pueblo pequeño. Tenía tres o cuatro edificios de ladrillos y un mercado.
El tren iba a llegar antes que él. Tenía sus planes, sabía lo que iba a hacer, pero necesitaba tiempo; era imposible correr hasta la estación y saltar al tren sin trazar un plan. Llegó al pueblo y aminoró. La calle estaba bloqueada por un pequeño rebaño de ovejas. Desde el vano de una puerta un viejo, fumando un narguile, observaba a Vandam: un europeo en motocicleta era un espectáculo raro, pero no desconocido. Un asno, atado a un árbol, lanzó un rebuzno a la moto. Un búfalo, que estaba bebiendo de un cubo, ni siquiera miró. Dos niños mugrientos vestidos con harapos corrieron a su lado, asidos a imaginarios manillares y diciendo: «Brrrrmm, brmmm» imitando la moto. Vandam vio la estación. Desde la plaza no divisaba el andén oculto por el edificio de la estación, largo y bajo; pero podía observar la salida y ver a todo el que pasara por allí. Esperaría fuera hasta que partiera el tren, por si Wolff descendía; después seguiría adelante y llegaría a la siguiente parada con tiempo de sobra. Detuvo la motocicleta y apagó el motor.
El tren rodó lentamente sobre un paso a nivel. Elene vio las caras pacientes de quienes se hallaban tras la barrera, esperando que pasara el tren, para cruzar las vías: un hombre gordo sobre un asno, un niño muy pequeño que conducía un camello, un coche de caballos, un grupo de viejas silenciosas. El camello se agachó y el chico comenzó a golpearle en la cara con un palo. Entonces la escena se desplazó a un costado, fuera de la vista. En un momento, el tren estaría en la estación. El coraje de Elene la abandonaba. «Todavía no —pensó—. No he tenido tiempo de pensar en un plan. La próxima estación; dejémoslo para la próxima estación». Pero había dicho a Billy que tratarían de escapar en aquella. Si no hacía algo, dejaría de confiar en ella. Tenía que ser en esa estación. Trató de concebir un plan. ¿Qué era lo principal? Alejar a Billy de Wolff. Era lo único que importaba. Dar a Billy la oportunidad de correr y luego tratar de impedir que Wolff lo alcanzara. Tuvo un recuerdo repentino y vívido de una pelea de la niñez, en una sucia calle de los barrios bajos de Alejandría: un chicarrón pendenciero golpeándola, y otro niño interviniendo y luchando con el agresor, y gritándole: «¡Corre, corre!», mientras ella seguía mirando, horrorizada, pero fascinada. No podía recordar cómo había terminado.
Elene miró a su alrededor. «¡Piensa rápido!». Estaban en un vagón abierto, con quince o veinte filas de asientos. Billy y ella estaban sentados uno junto al otro, mirando hacia delante. Wolff se encontraba frente a ellos. A su lado había un asiento vacío. Detrás de Wolff estaba la puerta de salida a la plataforma. Los otros pasajeros eran una mezcla de europeos y egipcios ricos, vestidos al uso occidental. Todo el mundo tenía calor; estaban fatigados y enervados. Varias personas dormían. El jefe del tren servía té a un grupo de oficiales del ejército egipcio en el otro extremo del vagón.
A través de la ventanilla vio una pequeña mezquita, después un edificio de tribunales de estilo francés, y, finalmente, la estación. Junto al andén de cemento crecían unos cuantos árboles en la tierra polvorienta. Un viejo estaba sentado debajo de un árbol, con las piernas cruzadas, fumando un cigarrillo. Seis soldados árabes con aspecto de muchachos se amontonaban en un banco pequeño. Una mujer embarazada llevaba un bebé en los brazos. El tren se detuvo.
«Todavía no —pensó Elene—. Todavía no». El momento de actuar sería cuando el tren estuviera a punto de reanudar la marcha. Eso le daría a Wolff menos tiempo para apresarlos. Permaneció sentada, febrilmente inmóvil. Había un reloj en la estación, con números romanos. Se había detenido a las cinco menos cinco. Un hombre se asomó a la ventanilla ofreciendo zumos de fruta, y Wolff lo alejó con un ademán.
Un sacerdote con túnica copta subió al tren, ocupó el asiento junto a Wolff y dijo cortésmente:
—Vous permettez, m'sieur?
Wolff sonrió encantador y replicó:
—Je vous en prie.
Elene murmuró a Billy:
—Cuando suene el silbato, corre hacia la puerta y baja del tren.
El corazón se le aceleró: ya no podía volverse atrás.
Billy no dijo nada.
—¿Qué pasa? —preguntó Wolff.
Elene miró hacia otro lado. El silbato sonó.
Billy miró a Elene, dudando.
Wolff frunció el entrecejo.
Elene se arrojó contra Wolff, buscándole la cara con las manos. Repentinamente estaba poseída de rabia y odio contra él por la humillación, la angustia y el dolor que le había causado. Wolff levantó los brazos para protegerse, pero no pudo detenerla. La fuerza de Elene lo dejó atónito. Ella le arañó la cara y vio que la sangre empezaba a brotar.
El sacerdote lanzó un grito de sorpresa.
Sobre el respaldo del asiento de Wolff, Elene vio que Billy corría hacia la puerta y trataba de abrirla.
Elene se tiró encima de Wolff, pero se golpeó el rostro contra la frente del espía. Se levantó otra vez y trató de arañarle los ojos.
Finalmente, Wolff pudo reaccionar y rugió de ira.
Levantándose de su asiento, empujó a Elene hacia atrás. Ella lo agarró de la pechera de la camisa con ambas manos. Entonces, Wolff la golpeó. La mano subió de por debajo de la cintura, se apretó en un puño y se estrelló en la mandíbula de Elene. Ella no sabía que un puñetazo pudiera doler tanto. Por espacio de un instante no pudo ver nada. Soltó la camisa de Wolff y cayó hacia atrás, en el asiento. Recobró la visión y vio que Wolff se dirigía hacia la puerta. Se puso en pie.
Billy había conseguido abrir la puerta. Elene lo vio abrirla violentamente, de par en par, y saltar al andén. Wolff fue tras él. Elene corrió hacia la puerta.
Billy escapaba por el andén veloz como el viento. Wolff lo perseguía. Los pocos egipcios que se encontraban allí observaban un tanto sorprendidos, pero sin hacer nada. Elene descendió del tren y corrió detrás de Wolff. El tren se estremeció, a punto de partir. Wolff aceleró. Elene aulló:
—¡Corre, Billy, corre!
Billy miró por encima del hombro. Casi había llegado a la salida. Un empleado que recogía allí los billetes, con un impermeable puesto, miraba con la boca abierta. «No le dejarán salir, no tiene billete», pensó Elene. No importaba, se dio cuenta, pues el tren estaba arrancando y Wolff tenía que volver a él. Wolff miró el tren, pero no redujo la velocidad. Elene vio que Wolff no conseguiría atrapar a Billy y pensó: «¡Lo hemos logrado!». En ese momento, Billy cayó al suelo.
Había resbalado con algo, arena o una hoja. Perdió el equilibrio y salió volando, llevado por el impulso de la carrera, hasta chocar con violencia contra el suelo. Wolff llegó como un relámpago, y se agachó para levantarlo. Elene los alcanzó y saltó sobre la espalda de Wolff, que trastabilló y soltó a Billy. Elene se colgó de Wolff. El tren se movía lenta pero tenazmente. Wolff tomó a Elene por los brazos, se liberó y, sacudiendo sus anchos hombros, la arrojó al suelo.
Por un momento, Elene quedó aturdida. Al levantar la vista se dio cuenta de que Wolff llevaba a Billy sobre el hombro. El niño chillaba y golpeaba con los puños en la espalda de Wolff, sin resultado. Wolff corrió junto al tren en movimiento unos pocos pasos y luego saltó por una puerta abierta. Elene deseaba quedarse donde estaba y no ver a Wolff nunca más; pero no podía abandonar a Billy. Apresuradamente se puso en pie.
Corrió, tropezando, junto al tren. Alguien le tendió una mano. Ella la tomó y saltó. Estaba a bordo.
Había fracasado miserablemente. Estaba otra vez en el punto de partida. Se sintió abatida.
Siguió a Wolff por los vagones, de regreso a sus asientos. No miró los rostros de la gente. Vio que Wolff daba a Billy una fuerte palmada en el trasero y lo dejaba caer en su asiento. El niño lloraba en silencio.
Wolff se dirigió a Elene.
—Eres una idiota, una chiflada —dijo en voz alta, para que los otros pasajeros lo oyeran.
La agarró del brazo y la atrajo hacia sí. La abofeteó con la palma de la mano, luego con el revés, después con la palma, una y otra vez. Dolía, pero Elene no tenía fuerzas para resistirse. Por fin, el sacerdote se puso de pie, tocó el hombro de Wolff y dijo algo.
Wolff la dejó y se sentó. Elene miró a su alrededor. Todos la observaban fijamente. Ninguno le prestó ayuda, porque no solo era una egipcia, era una mujer, y las mujeres, como los camellos, debían ser castigadas de vez en cuando. Al cruzarse sus miradas, los otros pasajeros desviaban la vista, turbados, y volvían a sus periódicos, sus libros y el paisaje. Nadie le habló.
Elene se derrumbó en su asiento. Una rabia inútil, impotente, hervía dentro de ella. Habían estado a punto de escapar.
Pasó un brazo sobre los hombros del niño y lo acercó a ella. Empezó a acariciarle el cabello. Después de un rato, Billy se quedó dormido.