6

—¡Cuádrese! —ladró Jakes con su voz de sargento. Kemel se cuadró.

La sala de interrogatorios no tenía más muebles que una mesa. Vandam entró precedido de Jakes, llevando una silla en una mano y una taza de té en la otra. Tomó asiento.

Vandam preguntó:

—¿Dónde está Alex Wolff?

—No lo sé —dijo Kemel, aflojando ligeramente la tensión de los músculos.

—¡Firmes! —aulló Jakes—. ¡Hable en posición de firmes, amigo!

Kemel volvió a cuadrarse.

Vandam sorbió su té. Era parte de la comedia, una forma de decir que tenía todo el tiempo del mundo y que nada le preocupaba demasiado, mientras que el prisionero tenía verdaderos problemas. La verdad era lo inverso.

—Anoche usted recibió una llamada del inspector que vigilaba el Jihan —dijo Vandam.

—¡Conteste al comandante! —gritó Jakes.

—Sí.

—¿Qué le dijo?

—Que el comandante Vandam había ido al camino de sirga y le había enviado a pedir ayuda.

—¡Señor! —dijo Jakes—. ¡A pedir ayuda, señor!

—¿Y qué hizo usted?

—Fui personalmente al camino de sirga, a investigar, señor.

—¿Qué ocurrió después?

—Me golpearon en la cabeza y quedé inconsciente. Cuando volví en mí, estaba atado de pies y manos. Me llevó varias horas soltarme. Después desaté al comandante Vandam, y a continuación él me atacó.

Jakes se acercó a Kemel.

—¡Eres un pequeño condenado, maldito wogs embustero! —Kemel dio un paso atrás—. ¡Responde! —aulló Jakes—. ¿Eres un pequeño wogs mentiroso o no lo eres?

Kemel no dijo nada.

Vandam intervino:

—Escuche, Kemel. Tal como están las cosas, lo van a fusilar por espía. Si nos dice todo lo que sabe, puede conseguir una sentencia de prisión. Sea sensato. Así pues, usted fue al camino de sirga y me golpeó. ¿No es así?

—No, señor.

Vandam suspiró. Kemel tenía su versión y se aferraba a ella. Aunque supiera o pudiera adivinar dónde había ido Wolff, no lo revelaría mientras pretendiera ser inocente.

—¿Cuál es la participación de su esposa en todo esto?

Kemel no respondió, pero pareció asustado.

Vandam continuó:

—Si no contesta a mis preguntas, tendré que hacérselas a ella.

Los labios de Kemel se apretaron marcando una dura línea.

Vandam se levantó.

—Muy bien, Jakes —dijo—. Arreste a la esposa por sospecha de espionaje.

—Típica justicia británica —dijo Kemel.

Vandam le miró.

—¿Dónde está Wolff?

—No lo sé.

Vandam salió del cuarto. Esperó fuera a Jakes. Cuando el capitán apareció, Vandam dijo:

—Es un policía y conoce las técnicas. Aflojará, pero no hoy.

Y Vandam tenía que encontrar a Wolff ese mismo día.

—¿Quiere que arreste a la esposa? —preguntó Jakes.

—Todavía no. Quizá después.

¿Y dónde estaba Elene?

Caminaron unos metros hasta otra celda. Vandam preguntó:

—¿Está todo listo?

—Sí.

—Bien.

Abrió la puerta y entró. El cuarto no parecía tan vacío como el otro. Sonja estaba sentada en una silla dura, y tenía un burdo vestido de prisión, de color gris. Junto a ella había una mujer, oficial del ejército, que habría asustado a Vandam de ser él el prisionero. Era baja y fornida, con una cara masculina ruda y el cabello corto y gris. En una esquina de la celda había un catre, y una palangana con agua fría en la otra.

Al entrar Vandam la mujer dijo:

—¡En pie!

Vandam y Jakes se sentaron. Vandam ordenó:

—Siéntese, Sonja.

La oficial la empujó a la silla.

Vandam estudió a Sonja durante un minuto. La había interrogado anteriormente y ella había sido la más fuerte. Esta vez sería distinto: la seguridad de Elene estaba en juego y a Vandam le quedaban pocos escrúpulos.

—¿Dónde está Alex Wolff? —preguntó el mayor.

—No lo sé.

—¿Dónde está Elene Fontana?

—No lo sé.

—Wolff es un espía alemán y usted le ha estado ayudando.

—Ridículo.

—Está usted en un mal paso.

Sonja no dijo nada. Vandam observó su rostro. Se mostraba orgullosa, confiada, libre de temor. Vandam se preguntó qué había sucedido con exactitud aquella mañana en la casa flotante. Seguramente, Wolff había partido sin advertir a Sonja. ¿Acaso no se sentía traicionada?

—Wolff la ha traicionado —dijo Vandam—. Kemel, el policía, advirtió a Wolff del peligro; pero él la dejó durmiendo y se fue con otra mujer. Después de eso, ¿va a seguir protegiéndolo?

Sonja calló.

—Wolff guardaba la radio en su barco. Enviaba mensajes a Rommel a medianoche. Usted lo sabía, de modo que participaba en el espionaje. La van a fusilar por espía.

—¡Todo El Cairo se rebelará! ¡No se atreverán!

—¿Lo cree así? ¿Qué nos importa ahora si El Cairo se rebela? Los alemanes están en la puerta… que ellos se hagan cargo de la revuelta.

—No se atreverán a tocarme.

—¿Adonde ha ido Wolff?

—No lo sé.

—¿Puede adivinarlo?

—No.

—No nos está ayudando, Sonja. Empeorará las cosas.

—No pueden tocarme.

—Creo que no estará de más demostrarle que sí puedo.

Vandam hizo un gesto a la oficiala.

La mujer mantuvo inmóvil a Sonja mientras Jakes la amarraba a la silla. Luchó durante un momento, pero fue inútil. Miró a Vandam, y por primera vez apareció en sus ojos un indicio de temor.

—¿Qué están haciendo, desgraciados? —preguntó, sobresaltada.

La oficiala sacó unas grandes tijeras de su bolso. Levantó un mechón del largo y espeso cabello de Sonja y lo cortó.

—¡No pueden hacer eso! —chilló Sonja.

Rápidamente, la mujer cortó el cabello de Sonja. A medida que caían los pesados mechones, la celadora los arrojaba en el regazo de la detenida. Ella aullaba, maldiciendo a Vandam, a Jakes y a los británicos en un lenguaje que el comandante nunca había oído a una mujer.

La oficiala tomó unas tijeras más pequeñas y volvió a cortar el cabello de Sonja hasta la raíz.

Los alaridos de Sonja se convirtieron en lágrimas. Cuando pudo hacerse oír, Vandam dijo:

—Ya ve, ya no nos importan mucho la legalidad y la justicia, ni nos cuidamos de la opinión pública egipcia. Tenemos la espalda contra la pared. Es posible que pronto nos maten a todos. Estamos desesperados.

La mujer cogió jabón y una brocha de afeitar y cubrió de espuma la cabeza de la detenida. Luego empezó a rasurarla.

—Wolff conseguía información de alguien del Cuartel General, ¿de quién? —preguntó Vandam.

—Usted es perverso —dijo ella.

Finalmente, la oficiala sacó un espejo de su bolso y lo sostuvo frente al rostro de Sonja. Al principio no quería mirar, pero al cabo de un momento se rindió. Lanzó un gemido cuando vio la imagen de su cabeza afeitada por completo.

—No —dijo—. No soy yo.

Rompió a llorar.

Todo el odio había desaparecido ya; estaba completamente desmoralizada. Vandam preguntó con suavidad:

—¿De dónde conseguía Wolff la información?

—Del comandante Smith —replicó Sonja.

Vandam suspiró aliviado. Había cedido, gracias a Dios.

—¿Qué Smith? —preguntó.

—Sandy Smith.

Vandam lanzó una rápida mirada a Jakes. Era el desaparecido comandante del MI6; tal como se temían.

—¿Cómo conseguían la información?

—Sandy venía a la casa flotante a la hora del almuerzo, para visitarme. Mientras estábamos en la cama, Alex revisaba su maletín.

«Así de sencillo —pensó Vandam—. Dios, me siento cansado». Smith era el enlace entre el Servicio Secreto de Información —también conocido como MI6—y el Cuartel General, y a causa de ello tenía acceso a todos los planes estratégicos, pues el MI6 necesitaba saber lo que estaba haciendo el ejército para poder decir a sus espías cuál era la información que debían buscar. Smith había ido directamente de las conferencias matutinas en el Cuartel General a la casa flotante, con un maletín lleno de secretos. Vandam ya sabía que, durante los días anteriores a su desaparición, Smith decía en el Cuartel General que almorzaba en las oficinas del MI6, y a sus superiores del MI6 que almorzaba en el Cuartel General; de ese modo ocultaba que se estaba acostando con una bailarina. En un momento dado, Vandam había supuesto que Wolff estaba sobornando o chantajeando a alguien. Nunca se le hubiera ocurrido entonces que podía estar obteniendo información de alguien sin que ese alguien lo supiera.

—¿Dónde está Smith? —preguntó Vandam.

—Sorprendió a Alex revisando su maletín. Alex lo mató.

—¿Dónde está el cadáver?

—En el río, junto a la casa flotante.

Vandam hizo una seña a Jakes, que salió de inmediato.

—Hábleme de Kemel —dijo el mayor a Sonja.

Empezó a abrirse por completo, ansiosa de decir todo lo que sabía, quebrada su resistencia. Haría cualquier cosa para que la trataran con amabilidad.

—Vino a decirme que usted le había encargado vigilar la casa flotante. Agregó que censuraría sus informes si yo conseguía organizar una reunión entre Alex y Sadat.

—¿Alex y quién?

—Anuar el-Sadat. Es un capitán del ejército.

—¿Para qué quería reunirse con Wolff?

—Para que los Oficiales Libres pudieran enviar un mensaje a Rommel.

«Hay aquí elementos en los que jamás habría pensado», reflexionó Vandam.

—¿Dónde vive Sadat? —preguntó.

—En Kubri al-Qubbah.

—¿La dirección?

—No la conozco.

Vandam se dirigió a la oficiala.

—Vaya y averigüe la dirección exacta del capitán Anuar el-Sadat.

—Sí, señor.

El rostro de la mujer se abrió en una sonrisa que era asombrosamente bonita. Se retiró.

—Wolff guardaba la radio en su casa flotante, ¿no es cierto? —dijo Vandam.

—Sí.

—Usaba un código para sus mensajes.

—Sí, tenía una novela inglesa que utilizaba para codificar el texto.

—Rebeca.

—Sí.

—Y tenía una clave del código.

—¿Una clave?

—Una hoja de papel que le indicaba qué página del libro debía usar.

Sonja asintió con la cabeza, lentamente.

—Sí, creo que sí.

—La radio, el libro y la clave han desaparecido. ¿Sabe dónde están?

—No —dijo Sonja. Se atemorizó—. Sinceramente, no lo sé; estoy diciendo la verdad…

—Está bien, la creo. ¿Sabe dónde puede haber ido Wolff?

—Tiene una casa… Villa les Oliviers.

—Buena idea. ¿Alguna otra sugerencia?

—Abdullah. Pudo haber ido a casa de Abdullah.

—Sí. ¿Algo más?

—Sus primos, en el desierto.

—¿Y dónde se los puede encontrar?

—Nadie lo sabe. Son nómadas.

—¿Wolff podría conocer sus movimientos?

—Supongo que sí.

Vandam permaneció sentado, mirándola, durante unos minutos más. No era actriz: no podía haber fingido. Estaba totalmente quebrantada, no solo dispuesta a traicionar a sus amigos y contar todos sus secretos, sino ansiosa de hacerlo. Estaba diciendo la verdad.

—Volveremos a vernos —dijo Vandam, y salió.

La oficiala le entregó un papel con la dirección de Sadat, y luego entró en la celda. Vandam se dirigió rápidamente a la sala de reuniones. Jakes estaba esperando.

—La Armada nos va a prestar un par de buceadores —dijo el capitán—. Estarán aquí dentro de unos minutos.

—Muy bien. —Vandam encendió un cigarrillo—. Quiero que registre la casa de Abdullah. Yo voy a arrestar a ese sujeto, Sadat. Mande un pequeño grupo a Villa les Oliviers, por si acaso. Supongo que no encontrarán nada. ¿Todos han recibido instrucciones?

Jakes asintió.

—Saben que buscamos un transmisor de radio, un ejemplar de Rebeca y un código para el cifrado.

Vandam miró a su alrededor, y advirtió que había policías egipcios en la sala.

—¿Por qué tenemos estos condenados árabes en el equipo? —preguntó, airado.

—Protocolo, señor —replicó Jakes, formalmente—. Idea del teniente coronel Bogge.

Vandam contuvo la réplica.

—Después de registrar la vivienda de Abdullah, reúnase conmigo en la casa flotante.

—Sí, señor.

Vandam apagó el pitillo.

—Vamos.

Salieron al sol de la mañana. Una docena de jeeps, o algo más, estaban alineados, con los motores en marcha. Jakes dio instrucciones a los sargentos encargados de los grupos de incursión y luego hizo una seña a Vandam. Los hombres subieron a los jeeps y estos arrancaron.

Sadat vivía en un suburbio a cinco kilómetros de El Cairo en dirección a Heliópolis. Su hogar era una casa de familia común, con un pequeño jardín. Cuatro jeeps llegaron rugiendo y los soldados rodearon inmediatamente la vivienda y empezaron a registrar el jardín. Vandam dio unos golpes secos en la puerta delantera. Un perro empezó a ladrar. Vandam volvió a golpear. La puerta se abrió.

—¿Capitán Anuar el-Sadat?

—Sí.

Sadat era un hombre joven, delgado y serio, de mediana estatura. Su cabello castaño, rizado, ya estaba raleando. Tenía puesto su uniforme y su fez de capitán, como si se dispusiera a salir.

—Está usted arrestado —dijo Vandam y lo empujó para entrar en la casa.

Otro hombre joven apareció en la salida.

—¿Quién es? —indagó Vandam.

—Mi hermano. Talat —dijo Sadat.

Vandam miró a Sadat. El árabe tenía aspecto tranquilo y digno, pero escondía cierta tirantez. «Tiene miedo —pensó Vandam—. Pero no de mí, ni de ir a la cárcel; tiene miedo de otra cosa».

¿Qué tipo de trato habría hecho Kemel con Wolff esa mañana? Los rebeldes necesitaban que Wolff les ayudara a ponerse en contacto con Rommel. ¿Estaban escondiendo a Wolff en algún sitio?

—¿Cuál es su habitación, capitán? —preguntó Vandam.

Sadat señaló. El mayor entró. Era un dormitorio simple, con un colchón en el suelo, y había una galabiya colgada de una percha. Vandam hizo señas a dos soldados británicos y a un policía egipcio y les dio orden de registrar la habitación.

—¿Qué significa esto? —preguntó Sadat, en voz baja.

—¿Usted conoce a Alex Wolff? —preguntó Vandam.

—No.

—También se llama Achmed Rahmah, pero es europeo.

—No sé de qué me habla.

Estaba claro que Sadat tenía una personalidad bastante fuerte, no el tipo que se intimida y confiesa todo simplemente porque un grupo de soldados corpulentos empiezan a revolverle la casa. Vandam señaló hacia el otro lado del vestíbulo.

—¿Qué es esa habitación?

—Mi estudio…

Vandam fue hacia la puerta.

Sadat dijo:

—Pero allí están las mujeres de la familia; debe permitirme que las avise…

—Ellas saben que estamos aquí. Abra la puerta.

Vandam dejó que Sadat entrara primero. No había mujeres, pero una puerta, en el fondo, permanecía abierta, como si alguien acabara de salir. No importaba; el jardín estaba lleno de soldados, nadie escaparía. Vandam vio sobre el escritorio una pistola del ejército, encima unas hojas de papel cubiertas de escritura árabe. Fue a la biblioteca y examinó los libros. Rebeca no estaba allí.

De otra parte de la casa llegó un grito:

—¡Comandante Vandam!

Vandam siguió el sonido de la voz y llegó a la cocina. Un sargento PM permanecía quieto junto al horno, y el perro de la casa ladraba a sus botas. La puerta del horno estaba abierta, y el sargento sacó una maleta-radio.

Vandam miró a Sadat, que le había seguido hasta la cocina. La cara del árabe estaba crispada de amargura y frustración. De modo que ese era el trato que habían hecho: advirtieron a Wolff y a cambio obtuvieron su radio. ¿Significaba eso que el espía tenía otra? ¿O Wolff había convenido ir allí, a la casa de Sadat, para transmitir?

Vandam se dirigió al sargento.

—Buen trabajo. Conduzca al capitán Sadat al Cuartel General.

—¡Protesto! —dijo Sadat—. La ley estipula que los oficiales del ejército egipcio solo pueden ser detenidos en la sala de oficiales, vigilados por un compañero.

El policía egipcio de mayor grado estaba cerca.

—Eso es correcto —afirmó.

Una vez más, Vandam maldijo a Bogge por meter de por medio a los egipcios.

—La ley también dice que los espías serán fusilados —recordó a Sadat. Se volvió al sargento—. Mande a mi conductor. Terminen de registrar la casa. Después, arresten a Sadat, acusado de espionaje.

Miró otra vez a Sadat. La amargura y la decepción habían desaparecido de su rostro, reemplazadas por una mirada calculadora. «Está pensando cómo aprovechar al máximo la situación —pensó Vandam—. Está preparándose para hacerse el mártir. Es muy dúctil… debería ser político».

Vandam salió de la vivienda y se encaminó hacia el jeep. Momentos después, el conductor llegó corriendo y saltó al vehículo.

—A Zamalek —dijo Vandam.

—Sí, señor.

El chófer arrancó y el jeep se alejó. Cuando Vandam llegó a la casa flotante, los buceadores habían realizado su trabajo y estaban en el camino de sirga, quitándose el equipo. Dos soldados tiraban de unas cuerdas, sacando del Nilo algo espantoso. Los buceadores habían atado el cuerpo que hallaron en el fondo y luego se habían desentendido del asunto.

Jakes se acercó a Vandam.

—Mire esto, señor.

Le entregó un libro empapado al que le faltaban las cubiertas. Vandam lo examinó: era Rebeca.

La radio fue a parar a manos de Sadat: el código, al fondo del río. Vandam recordaba el cenicero lleno de papel carbonizado, en la casa flotante; ¿acaso Wolff había quemado la clave del código?

¿Por qué se había librado de la radio, del libro y de la clave, cuando tenía un mensaje vital que enviar a Rommel? La conclusión era inevitable: tenía otra radio, otro libro y otra clave escondidos en alguna parte.

Los soldados tendieron el cadáver en la orilla y luego retrocedieron, como si no quisieran tener nada más que ver con él. Vandam permaneció de pie junto al cuerpo. Le habían cortado la garganta y la cabeza estaba casi separada del tronco. Tenía un maletín atado a la cintura. Vandam se agachó y abrió cuidadosamente la caja. Estaba lleno de botellas de champán.

—¡Dios mío! —exclamó—. Es horrendo. La garganta cortada y arrojado al río con botellas de champán como lastre.

—Un desalmado.

—Y rapidísimo con el cuchillo. —Vandam se tocó la mejilla; le habían quitado el esparadrapo y la barba de varios días escondía la herida. «Pero no a Elene, no con el cuchillo, por favor».—. Supongo que no hay rastro de él.

—No encontré nada. He hecho arrestar a Abdullah, bajo cargos imprecisos, pero no había nada en su casa. Y pasé por Villa les Oliviers al regresar. Idéntico resultado.

—Igual que en casa de Sadat.

Repentinamente, Vandam se sentía agotado. Parecía que Wolff le vencía siempre. Se le ocurrió que quizá no fuera lo bastante listo como para dar caza a aquel espía astuto y evasivo.

—Tal vez hemos perdido —dijo.

Se pasó la mano por la cara. No había dormido en las últimas veinticuatro horas. Se preguntó qué estaba haciendo allí, junto al horrible cadáver del comandante Sandy Smith. Nada más se podía saber por él.

—Creo que iré a casa y dormiré una hora —dijo.

Jakes lo miró sorprendido.

—Me ayudará a pensar con más claridad. Esta tarde interrogaremos otra vez a los prisioneros —agregó Vandam.

—Muy bien, señor.

Vandam regresó a su vehículo. Al cruzar el puente desde Zamalek, recordó que Sonja había mencionado otra posibilidad: los primos nómadas de Wolff. Miró los barcos del ancho y lento río. La corriente los llevaba aguas abajo y el viento soplaba río arriba, una coincidencia de enorme importancia para Egipto. Los barqueros todavía usaban la simple vela triangular, un modelo que se había perfeccionado… ¿hacía cuánto tiempo? Miles de años, quizá. Muchísimas cosas, en aquel país, se hacían como miles de años atrás. Vandam cerró los ojos y vio a Wolff, en la falúa, navegando río arriba, manipulando la vela triangular con una mano mientras con la otra enviaba mensajes a Rommel con el transmisor. El coche se detuvo repentinamente y Vandam abrió los ojos; se percató de que había estado soñando despierto o dormitando. ¿Por qué Wolff iría río arriba? ¿Para encontrarse con sus primos nómadas? Pero ¿quién podría saber dónde estaban? Wolff podría encontrarlos, si seguían una ruta anual preestablecida.

El jeep se había detenido frente a la casa de Vandam. El comandante se apeó.

—Quiero que me espere —dijo al conductor—. Será mejor que entre. —Le llevó a la casa y le indicó la cocina—. Mi sirviente, Gaafar, le dará algo de comer, siempre que no lo trate como a un wogs.

—Muchas gracias, señor —dijo el chófer.

Había un pequeño montón de correspondencia sobre la mesa del vestíbulo. El sobre que lo remataba no tenía sello y estaba dirigido a Vandam con una letra vagamente conocida. En el ángulo superior izquierdo habían escrito «Urgente». Vandam lo recogió.

Pensó que aún le quedaban cosas por intentar. Bien podía ser que Wolff se dirigiese en esos momentos hacia el sur. Deberían colocarse barricadas en todas las ciudades principales de la ruta. Deberían buscar a Wolff en todas las estaciones de la línea ferroviaria. Y en el río… Debía de haber alguna forma de revisar el río, en caso de que Wolff realmente hubiera huido en barco, como había soñado despierto. Vandam encontraba difícil concentrarse. «Podemos colocar barricadas en el río, como en el camino», pensaba. ¿Por qué no? Nada de eso resultaría si Wolff, simplemente, se hubiese escondido en El Cairo. «Supongamos que se esconde en los cementerios». Muchos musulmanes enterraban a sus muertos en casas muy pequeñas, y había hectáreas de esos edificios vacíos en la ciudad; Vandam habría necesitado mil hombres para registrarlos todos. «Quizá deba hacerlo, de todos modos», pensó. Pero Wolff podía haber ido igualmente hacia el norte, hacia Alejandría; o hacia el este, o el oeste, al desierto…

Entró en el salón, en busca de un cortapapeles. De todas formas, había que limitar la búsqueda. Vandam no tenía miles de hombres a su disposición. Estaban en el desierto, luchando. Debía decidir qué era lo mejor. Recordó dónde había comenzado todo: en Assyut. Quizá debiera comunicarse con el capitán Newman en Assyut. Aparentemente, Wolff había llegado allí desde el desierto, y quizá saldría por ese camino. Tal vez sus primos estuvieran en las cercanías. Vandam miró el teléfono sin decidirse. ¿Dónde estaba el condenado cortapapeles? Fue hasta la puerta y llamó:

—¡Gaafar!

Regresó a la sala y vio el atlas escolar de Billy sobre una silla. Parecía sucio. El niño lo había dejado caer en un charco, o algo parecido. Lo recogió. Estaba pegajoso. Tuvo la sensación de sufrir una pesadilla. ¿Qué ocurría? No encontraba el cortapapeles, había sangre en el atlas, nómadas en Assyut…

Gaafar entró en la estancia. Vandam le preguntó:

—¿Qué es esta porquería?

Gaafar miró.

—Lo siento, señor, no lo sé. Lo estaban mirando cuando el capitán Alexander estaba aquí…

—¿Quiénes? ¿Quién es el capitán Alexander?

—El oficial que usted mandó para que llevase a Billy a la escuela, señor. Se llamaba…

—Basta. —Un terrible temor aclaró instantáneamente el cerebro de Vandam—. ¿Un capitán del ejército británico vino esta mañana y se llevó a Billy?

—Sí, señor, lo llevó a la escuela. Me dijo que lo enviaba usted…

—Gaafar, no mandé a nadie.

El rostro atezado del sirviente se volvió gris.

Vandam preguntó:

—¿No comprobaste quién era?

—Pero, señor, la señorita Fontana estaba con él, de modo que todo parecía correcto.

—¡Oh, Dios mío!

Vandam miró el sobre que tenía en la mano. Ahora sabía por qué la letra era conocida: era la misma que vio en la nota que Wolff envió a Elene. Rasgó el sobre. Contenía un mensaje con la misma caligrafía.

Estimado comandante Vandam:

Billy está conmigo. Elene se encarga de él. No le pasará nada mientras yo esté seguro. Le aconsejo quedarse donde está y no intentar perseguirme. No libramos la guerra a costa de los niños, y no tengo intención de hacer daño a su hijo. Sin embargo, la vida de un niño no es nada comparada con el porvenir de mis dos naciones, Egipto y Alemania; así pues, tenga la seguridad de que, si sirve a mi propósito, mataré a Billy.

Suyo sinceramente,

Alex Wolff

Era la carta de un demente: los saludos corteses, el punto y coma, el intento de justificar el secuestro de un niño inocente… Vandam se dio cuenta de que, recónditamente, muy en lo hondo, Wolff estaba loco.

Y tenía a Billy.

Entregó la nota a Gaafar, que se puso sus anteojos con manos temblorosas. Wolff se había llevado a Elene cuando abandonó la casa flotante. No habría sido difícil obligarla a que lo ayudase: bastaba con amenazar a Billy para que ella quedara anulada. Pero ¿cuál era, realmente, el objeto del secuestro? ¿Y dónde habían ido? ¿Y por qué la sangre?

Gaafar lloraba sin contenerse. Vandam preguntó:

—¿Se hirió alguien? ¿Quién sangraba?

—No hubo violencia —dijo Gaafar—. Creo que la señorita Fontana tenía un corte en la mano.

Y había manchado con sangre el atlas de Billy, dejándolo sobre la silla. Era una señal, algún tipo de mensaje. Vandam cogió el libro y dejó que se abriera solo. Inmediatamente vio el mapa de Egipto con una flecha roja emborronada, burdamente dibujada. Señalaba Assyut.

Vandam tomó el teléfono y marcó el número del Cuartel General. Cuando contestó la centralita, colgó. Pensó: «Si informo de esto, ¿qué ocurrirá? Bogge mandará un pelotón de Infantería ligera a Assyut, para arrestar a Wolff. Habrá lucha. Wolff sabrá que ha perdido, que será fusilado por espía, eso pasando por alto el secuestro y el asesinato… ¿Y qué hará entonces? Está loco; matará a mi hijo», pensó.

Se sintió paralizado por el temor. Por supuesto, era lo que Wolff quería; ese era su objetivo al llevarse a Billy; paralizar a Vandam. Tal era el objeto del secuestro.

Si Vandam hacía intervenir al ejército, habría un tiroteo. Wolff era capaz de matar a Billy, enloquecido de rencor. Eso dejaba una sola opción.

Vandam tenía que seguirlos solo.

—Tráeme dos botellas de agua —dijo a Gaafar.

El sirviente se retiró. Vandam pasó al vestíbulo, se puso las gafas de motorista y luego buscó un pañuelo grande, que usó para cubrirse la boca y el cuello. Gaafar llegó de la cocina con las botellas de agua. Vandam salió de la casa y sacó la motocicleta. Puso las botellas en el portaequipajes y montó en la máquina. De una patada la hizo arrancar y aceleró el motor. El depósito estaba lleno. Gaafar estaba de pie junto a él, todavía llorando. Vandam tocó el hombro del anciano.

—Los traeré a casa —dijo.

Balanceando la moto, la sacó de su apoyo, la llevó a la calle y torció hacia el sur.