5

Anuar el-Sadat estaba encantado con la radio.

—Es una Hallicrafter/Skychallenger —dijo a Kemel—. Americana.

La conectó para probarla y decidió que era muy potente.

Kemel explicó que tenía que transmitir a medianoche en la longitud de onda prefijada, y que la señal de llamada era Sphinx. Dijo que Wolff se había negado a darle el código, y que tendrían que correr el riesgo de transmitir en abierto.

Escondieron la radio en el horno de la cocina de la casita.

Kemel abandonó la casa de Sadat y se dirigió en coche desde Kubri al-Qubbah hasta Zamalek. En el camino pensó en cómo iba a ocultar su participación en los acontecimientos de esa noche.

Su historia tendría que coincidir con la del sargento al que Vandam había enviado en busca de ayuda, de modo que debía reconocer la recepción de la llamada telefónica. Quizá diría que antes de alertar a los británicos, había ido personalmente a la casa flotante para investigar, por si el «comandante Vandam» era un impostor. Y luego, ¿qué? Había registrado el camino de sirga y los matorrales en busca de Vandam, ya que también a él le habían golpeado en la cabeza. El inconveniente era que no podía haber estado sin sentido tantas horas. Así pues, tendría que decir que lo habían amordazado. Sí; diría que lo habían atado y que acababa de liberarse. Luego él y Vandam abordarían la casa flotante… y la encontrarían vacía.

Resultaría.

Estacionó el coche y se dirigió cautelosamente hacia el camino de sirga. Mirando entre las malezas, calculó dónde había dejado a Vandam. Se internó entre las matas a unos treinta o cuarenta metros desde aquel punto. Se tendió en el suelo y rodó sobre sí mismo, para ensuciarse la ropa. Después se restregó un poco de tierra arcillosa en la cara y los bolsillos. Finalmente, después de frotarse las muñecas para que parecieran inflamadas, fue en busca de Vandam.

Lo encontró donde lo había dejado. Las ataduras todavía estaban apretadas y la mordaza, en su sitio. Vandam miró a Kemel fijamente, con los ojos muy abiertos.

Kemel dijo:

—¡Dios mío, también a usted!

Se agachó, le quitó la mordaza y empezó a desatar a Vandam.

—El sargento habló conmigo —explicó—. Vine a buscarle y no supe nada más hasta que me desperté, atado y amordazado, con dolor de cabeza. Eso fue hace varias horas. Acabo de desatarme.

Vandam no dijo nada.

Kemel arrojó la cuerda a un lado. Vandam, entumecido, se puso en pie. Kemel preguntó:

—¿Cómo se siente?

—Estoy bien.

—Abordemos la casa flotante y veamos qué podemos hallar —dijo Kemel dando media vuelta.

En cuanto Kemel le dio la espalda, Vandam avanzó un paso y le golpeó, tan fuerte como pudo, con el filo de la mano, en la nuca. Podía haberlo matado, pero no le importaba. Vandam había estado atado y amordazado y no pudo ver el camino de sirga, pero sí oyó: «Soy Kemel. Usted debe de ser Wolff». De ese modo supo que Kemel le había traicionado. El detective no pensó, evidentemente, en esa posibilidad. Desde que escuchara esas palabras, Vandam había estado hirviendo de rabia, y toda la furia acumulada la descargó en el golpe.

Kemel yacía en el suelo, aturdido. Vandam le dio la vuelta, lo registró y encontró el revólver. Usó la cuerda con que habían atado sus propias manos para amarrar las de Kemel detrás de la espalda. Luego le dio unas palmadas en el rostro hasta que volvió en sí.

—Levántese —dijo Vandam.

Kemel miró en blanco; después apareció el temor en sus ojos.

—¿Qué está haciendo?

Vandam le dio un puntapié.

—Le estoy pateando —dijo—. Levántese.

Kemel se puso trabajosamente en pie.

—Vuélvase.

Kemel obedeció. Vandam lo agarró por el cuello con la mano izquierda, manteniendo el revólver en la derecha.

—Muévase.

Caminaron hacia la casa flotante. Vandam empujó a Kemel hacia delante. Subieron la pasarela y cruzaron la cubierta.

—Abra la escotilla.

Kemel puso la punta del zapato en el asa de la escotilla y tiró hacia arriba.

—Baje.

Dificultosamente, con las manos atadas, Kemel descendió por la escalera. Vandam se agachó para mirar adentro. No había nadie. Bajó la escalera con premura. Empujó a Kemel a un lado y, recogiendo la cortina, cubrió con el revólver el espacio que quedaba detrás.

Vio a Sonja en la cama, durmiendo.

—Entre ahí —ordenó a Kemel.

Kemel entró y permaneció junto a la cabecera de la cama.

—Despiértela.

Kemel tocó a Sonja con el pie. Ella se dio la vuelta, y se apartó, pero sin abrir los ojos. Vandam vio vagamente que estaba desnuda. Estiró una mano y le dio un pellizco en la nariz. Sonja abrió los ojos y se incorporó de inmediato, airada. Reconoció a Kemel y luego vio a Vandam con el revólver.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó sorprendida.

Entonces ella y Vandam preguntaron a la vez:

—¿Dónde está Wolff?

Vandam estaba casi seguro de que Sonja no fingía. Resultaba claro que Kemel había advertido a Wolff y que el espía había huido sin despertar a Sonja. Presumiblemente, se había llevado a Elene… aunque Vandam no podía imaginarse por qué.

Vandam puso el revólver en el pecho de Sonja, debajo del seno izquierdo. Se dirigió a Kemel.

—Voy a hacerle una pregunta. Si me da una respuesta falsa, ella muere. ¿Comprendido?

Kemel asintió con la cabeza, tenso.

Vandam dijo:

—¿Ayer, a medianoche, Wolff envió un mensaje por radio?

—¡No! —chilló Sonja—. ¡No, no lo hizo, no lo hizo!

—¿Qué pasó realmente aquí? —preguntó Vandam, temiendo atrozmente la respuesta.

—Nos acostamos.

—¿Quién se acostó?

—Wolff, Elene y yo.

—¿Juntos?

—Sí.

Así que era eso. ¡Y Vandam había pensado que Elene estaba a salvo porque había otra mujer! Eso explicaba el continuo interés de Wolff por Elene: la querían para su trío. Vandam sentía una profunda repugnancia, no por lo que ellos habían hecho, sino porque por culpa suya Elene había sido obligada a tomar parte.

Alejó la idea de su mente. ¿Sonja decía la verdad? ¿Wolff no se había comunicado por radio con Rommel la noche anterior? A Vandam no se le ocurría cómo comprobarlo. Solo podía confiar en que fuera la verdad.

—Vístete —ordenó a Sonja.

La bailarina saltó de la cama y apresuradamente se puso un vestido. Vandam, cubriendo a los dos con el revólver, fue a la proa del barco y miró a través de la pequeña puerta. Vio un cuarto de baño diminuto, con dos portillas pequeñas.

—Entren ahí, los dos.

Kemel y Sonja entraron al cuarto de baño. Vandam cerró la puerta y empezó a registrar la casa flotante. Abrió todos los armarios y cajones vaciando su contenido sobre el suelo. Desmanteló la cama. Con un cuchillo afilado que encontró en la cocina, cortó el colchón y el tapizado del sofá. Revisó todos los papeles del escritorio. Encontró un cenicero grande, de vidrio, lleno de papel carbonizado y lo revolvió, pero todo estaba completamente quemado. Vació la nevera. Subió a la cubierta y sacó todo lo que había en las gavetas. Miró en la parte exterior del casco, alrededor del barco, buscando una cuerda que colgara hacia el agua.

Después de media hora, tuvo la certeza de que en la casa flotante no había ninguna radio, ningún ejemplar de Rebeca y ninguna clave del código.

Sacó a los dos prisioneros del cuarto de baño. En una de las gavetas de la cubierta había encontrado un pedazo de cuerda. Maniató a Sonja y después la amarró junto a Kemel.

Los hizo salir del barco, llevándolos por el camino de sirga hacia la calle. Caminaron hasta el puente, donde Vandam llamó a un taxi. Puso a Sonja y a Kemel en la parte de atrás y luego, apuntándoles con el revólver, se acomodó delante junto al asustado conductor árabe.

—Cuartel General —dijo Vandam.

Habría que interrogar a los dos prisioneros, pero realmente solo había dos preguntas que formular:

¿Dónde estaba Wolff? y ¿dónde estaba Elene?

Sentado en el coche, Wolff asió la muñeca de Elene. Ella trató de liberarse, pero Wolff la sujetaba con demasiada fuerza. El espía sacó su cuchillo y rozó ligeramente con la hoja el dorso de la mano de Elene. El cuchillo estaba muy afilado. Elene miró horrorizada. Al principio solo había una línea, como la marca de un lápiz. Luego surgió la sangre en la herida y un dolor agudo. Elene gimió.

Wolff dijo:

—Debes quedarte muy cerca de mí y no decir nada.

Repentinamente, Elene lo odió. Le miró a los ojos.

—De lo contrario, ¿me heriría? —dijo con todo el desdén que pudo reunir.

—No —respondió Wolff—. De lo contrario heriré a Billy.

Soltó la muñeca de Elene y bajó del coche. Ella permanecía inmóvil, desvalida. ¿Qué podía hacer contra aquel hombre fuerte y despiadado? Sacó un pequeño pañuelo de su bolso y se vendó la mano sangrante.

Impaciente, Wolff rodeó el coche y abrió la puerta. La tomó del antebrazo y la hizo salir. Luego, sin dejar de sujetarla, cruzó la calle hacia la casa de Vandam.

Recorrieron el corto camino de entrada y llamaron al timbre. Elene recordaba la última vez que había estado en aquel pórtico esperando que se abriera la puerta. Parecía que habían pasado años, pero solo habían transcurrido unos cuantos días. Desde entonces sabía que Vandam era viudo, y había hecho el amor con él, y él no le había enviado flores. —¿cómo pudo haber hecho de eso un drama?—. Y había encontrado a Wolff, y…

Se abrió la puerta. Elene reconoció a Gaafar. El sirviente también la recordaba, y dijo:

—Buenos días, señorita Fontana.

—Hola, Gaafar.

—Buenos días, Gaafar —saludó Wolff—. Soy el capitán Alexander. El mayor me pidió que viniera. ¿Nos permite entrar?

—Por supuesto, señor.

Gaafar se hizo a un lado. Wolff, asiendo todavía el brazo de Elene, entró en la casa. El mayordomo cerró la puerta. Elene recordaba el vestíbulo embaldosado.

—Espero que el comandante esté bien… —dijo Gaafar.

—Sí, está bien —repuso Wolff—. Pero no puede venir esta mañana, así que me pidió que pasara por aquí, le dijera que todo está en regla y llevara a Billy a la escuela.

Elene estaba espantada. Era horrible, Wolff iba a secuestrar a Billy. Debía haberlo adivinado en cuanto mencionó el nombre del niño. ¡Pero era inconcebible, no debía permitir que ocurriera! ¿Qué podía hacer? Quería gritar: «¡No, Gaafar, está mintiendo, llévese a Billy, huya, corra, corra!». Pero Wolff tenía el cuchillo y Gaafar era viejo, y Wolff atraparía a Billy de todos modos.

Gaafar pareció dudar.

—Muy bien, dese prisa. No disponemos de todo el día —le apremió Wolff.

—Sí, señor —contestó Gaafar reaccionando con el reflejo de un sirviente egipcio al que un europeo se dirigía de manera autoritaria.

—Billy está terminando de desayunar. ¿Pueden esperar aquí un momento? —dijo Gaafar mientras abría la puerta del salón.

Wolff empujó a Elene en el interior de la sala y finalmente le soltó el brazo. Ella observó el tapizado, el papel de las paredes, el hogar de mármol y la fotografía del Tatler de Angela Vandam: todo tenía ese aspecto espectral de los objetos conocidos que se ven en una pesadilla. «Angela habría sabido qué hacer», pensó Elene, desolada. «¡No sea ridículo!», habría dicho ella; entonces, levantando un brazo imperativo, le habría ordenado salir de su casa. Elene sacudió la cabeza para disipar la fantasía. Angela se habría sentido tan desvalida como ella.

Wolff tomó asiento ante el escritorio. Abrió un cajón, sacó un bloc y un lápiz y empezó a escribir.

Elene se preguntaba qué podía hacer Gaafar. ¿Sería posible que llamase al Cuartel General para hablar con el padre de Billy? Los egipcios se resistían a hacer llamadas telefónicas al Cuartel General, Elene lo sabía. Gaafar tendría dificultades con las telefonistas y las secretarias. Miró alrededor y vio que, de todos modos, el teléfono estaba allí, en aquel cuarto, de modo que, si Gaafar hacía el intento Wolff se daría cuenta y lo impediría.

—¿Por qué me ha traído aquí? —dijo Elene llorando.

La frustración y el temor daban un tono agudo a su voz.

Wolff levantó la vista de su escritura.

—Para mantener quieto al chico. Tenemos un largo camino que recorrer.

—Deje en paz a Billy —rogó Elene—; es un niño.

—El niño de Vandam —dijo Wolff con una sonrisa.

—Usted no lo necesita.

—Vandam quizá adivine adónde voy —dijo Wolff—. Deseo asegurarme de que no me siga.

—¿De veras piensa que se quedará sentado mientras usted retiene a su hijo?

Wolff pareció considerar la cuestión.

—Eso espero —dijo finalmente—. De todos modos, ¿qué tengo que perder? Si no llevo al chico, seguro que él me seguirá.

Elene contuvo las lágrimas.

—¿No tiene piedad?

—La piedad es una emoción decadente —dijo Wolff con un destello en los ojos—. Lo decisivo, con respecto a la moralidad, es el escepticismo. El fin de la interpretación moral del mundo, que ya no tiene ningún valor.

Parecía citar palabras de otra persona.

—No creo que haga esto para que Vandam no salga en su busca. Creo que lo hace por rencor. Piensa en la angustia que le causará, y le encanta. Es usted un hombre cruel, retorcido y detestable.

—Quizá tengas razón.

—Está enfermo.

—¡Basta ya! —Wolff enrojeció ligeramente. Pareció hacer un esfuerzo por calmarse—. Cierra la boca mientras escribo.

Elene se esforzó por concentrarse. Iban a hacer un largo viaje. Wolff temía que Vandam los siguiera. Había dicho a Kemel que tenía otro equipo de radio. Quizá Vandam adivinara adónde iban. Al final del viaje, seguramente, estaba la radio de repuesto, con un ejemplar de Rebeca y de la clave del código. Elene tenía que averiguar la forma de ayudar a Vandam a que los siguiera, para que pudiera rescatarlos y obtener la clave. «Si Vandam puede adivinar el destino —pensaba—, también puedo hacerlo yo». ¿Dónde guardaría Wolff una radio de repuesto? Sería muy lejos. Podía haberla escondido en algún lugar, antes de llegar a El Cairo. Podía estar en algún sitio en el desierto, o entre aquí y Assyut… Quizá…

Billy entró.

—Hola. ¿Me ha traído ese libro? —preguntó a Elene.

Elene no sabía de qué estaba hablando. «¿Libro?». Le miró fijamente, pensando que todavía era un niño a pesar de sus modales de adulto. Vestía pantalones cortos de franela gris y una camisa blanca, y no tenía vello en la suave piel del antebrazo. Llevaba un cartapacio y una corbata de colegial.

—Lo olvidó —dijo, y pareció decepcionado—. Iba a prestarme una historia de detectives de Simenon.

—Sí, lo olvidé. Lo siento.

—¿Me la traerá la próxima vez que venga?

—Por supuesto.

Wolff había estado mirando detenidamente a Billy todo el tiempo, como un avaro su arca del tesoro. Se puso en pie.

—Hola, Billy —dijo con una sonrisa—. Soy el capitán Alexander.

Billy le dio la mano.

—Mucho gusto, señor.

—Tu padre me pidió que te dijera que está muy ocupado.

—Siempre viene a casa a la hora del desayuno —replicó el niño.

—Hoy no puede. Tiene mucho trabajo con el bueno de Rommel, ya lo sabes.

—¿Ha estado en otra pelea?

Wolff dudó.

—En realidad sí, pero está bien. Tiene un golpe en la cabeza.

Billy parecía más orgulloso que preocupado, observó Elene.

Entró Gaafar y se dirigió a Wolff.

—¿Está seguro, señor, de que el mayor dijo que usted tenía que llevar al niño al colegio?

«Sospecha», pensó Elene.

—Por supuesto —dijo Wolff—. ¿Hay algún inconveniente?

—No, pero soy responsable de Billy, y la verdad es que no le conocemos…

—Pero conoce a la señorita Fontana —dijo Wolff—. Ella estaba conmigo cuando me pidió el favor el mayor Vandam. ¿No es así, Elene?

Wolff la miró fijamente y se llevó la mano bajo el brazo izquierdo, donde estaba envainado el cuchillo.

—Sí —dijo Elene con amargura.

—Sin embargo, tiene mucha razón en ser cauteloso, Gaafar. Quizá debiera llamar al Cuartel General y hablar con el comandante.

Wolff señaló el teléfono.

«No, no lo hagas, Gaafar, te matará antes de que termines de marcar el número», pensó Elene.

Gaafar dudó.

—Estoy seguro de que no será necesario, señor. Como dice, conocemos a la señorita Fontana —declaró.

«Toda la culpa es mía», se dijo Elene.

Gaafar se retiró.

Wolff habló a Elene rápidamente, en árabe.

—Mantén callado al muchacho un minuto —dijo, y continuó escribiendo.

Elene miró el cartapacio de Billy y vislumbró una idea.

—Muéstrame tus libros de la escuela —dijo.

Billy la miró como si estuviese loca.

—Vamos —agregó.

El cartapacio estaba abierto, y sobresalía un atlas. Elene lo tomó.

—¿Qué estás estudiando en geografía?

—Los fiordos noruegos.

Elene vio que Wolff terminaba de escribir y colocaba la hoja de papel en un sobre. Mojó la solapa con la lengua, cerró el sobre y se lo puso en el bolsillo.

—Busquemos Noruega —dijo Elene.

Recorrió rápidamente las páginas del atlas.

Wolff levantó el auricular del teléfono y marcó. Miró a Elene y después hacia el otro lado, por la ventana.

Elene encontró el mapa de Egipto.

Billy dijo:

—Pero eso es…

Rápidamente, Elene se tocó los labios con el dedo. Billy se calló y arrugó la frente.

«Por favor, pequeño, quédate quieto y deja este asunto en mis manos».

Siguió diciendo:

—Escandinavia, sí, pero Noruega está en Escandinavia, mira, Billy.

Se desató el pañuelo de la mano. Billy miró fijamente el corte. Con la uña Elene abrió la herida y la hizo sangrar nuevamente. Billy se puso blanco. Parecía a punto de hablar, pero Elene se tocó los labios y sacudió la cabeza con una mirada de ruego.

Elene estaba segura de que Wolff se dirigiría a Assyut. Era una suposición probable, y Wolff había dicho temer que Vandam adivinara su destino. Mientras pensaba en eso, oyó que Wolff decía:

—¿Oiga? Quisiera saber a qué hora parte el tren con destino a Assyut.

«¡Yo tenía razón!», pensó Elene. Mojó el dedo en la sangre que le corría por la mano. Con tres trazos dibujó una flecha sobre el mapa de Egipto, con la punta hacia la ciudad de Assyut, cuatrocientos ochenta kilómetros al sur de El Cairo. Cerró el atlas. Empleó el pañuelo para manchar de sangre la cubierta del libro, y luego lo empujó tras de sí.

Wolff dijo:

—Sí… ¿y a qué hora llega?

Elene continuó.

—Pero ¿por qué hay fiordos en Noruega y no en Egipto?

Billy parecía pasmado. Miraba fijamente la mano de Elene. «Tenía que hacerle reaccionar antes de que la delatara», pensó.

—Escucha, ¿has leído un cuento de Agatha Christie titulado La pista del atlas ensangrentado? —preguntó.

—No, no existe…

—Es muy inteligente la forma en que el detective lo averigua todo a base de esa pista.

Billy frunció el ceño, pero no con gesto de sorpresa, sino del que está meditando algo.

Wolff colgó y se puso en pie.

—Vamos —dijo—. No querrás llegar tarde a la escuela, Billy.

Se dirigió a la puerta y la abrió.

Billy recogió su cartapacio y lo siguió. Elene se levantó, horrorizada ante la posibilidad de que Wolff viera el atlas.

—Vamos —dijo impaciente.

Elene cruzó el vano de la puerta y Wolff la siguió. Billy ya estaba en el porche. Había un pequeño montón de cartas sobre una mesa en forma de riñón, en el vestíbulo. Elene vio que Wolff dejaba caer el sobre encima de la correspondencia.

Salieron por la puerta principal.

—¿Sabes conducir? —preguntó Wolff a Elene.

—Sí —respondió ella, y luego se maldijo por pensar lentamente; debía haber dicho que no.

—Vosotros dos id delante —ordenó Wolff.

Él se instaló en la parte trasera.

Al arrancar, Elene vio que Wolff se inclinaba hacia delante.

—¿Ves esto? —preguntó.

Elene miró hacia abajo. Wolff le estaba mostrando el cuchillo a Billy.

—Sí —dijo Billy con voz insegura.

Wolff agregó:

—Si causas problemas, te cortaré la cabeza.

Billy comenzó a llorar.