Elene estaba acostada en la cama, desnuda. Permanecía inmóvil, rígida, con los músculos tensos, mirando hacia el techo vacío. A su derecha estaba Sonja, boca abajo, completamente dormida, roncando. Wolff estaba a su izquierda, de costado, de frente a ella, acariciándole el cuerpo mientras dormitaba.
«Bien, no me ha costado la vida, después de todo», pensó Elene.
Todo el juego consistía en rechazar y aceptar a Sonja. Cuanto más la rechazaban y maltrataban Elene y Wolff, tanto más ardiente se volvía, hasta que, en el desenlace, Wolff rechazó a Elene y poseyó a Sonja. Era un libreto que, evidentemente, Wolff y Sonja conocían bien; lo habían seguido antes.
Le proporcionó muy poco placer a Elene, pero no se sentía asqueada, humillada o disgustada. Sentía que había sido traicionada y que se había traicionado a sí misma. Era como empeñar una joya que le hubiera regalado un amante, o hacerse cortar el cabello para venderlo, o mandar a un chiquillo a trabajar a una fábrica. Había abusado de sí misma. Lo peor de todo era la lógica culminación de la vida que había llevado. Durante los ocho años transcurridos desde su partida de Alejandría, había estado en la pendiente resbaladiza que termina en la prostitución, y en ese momento sintió que ya no podía caer más bajo.
Las caricias cesaron y Elene miró de soslayo el rostro de Wolff. Tenía los ojos cerrados. Estaba durmiéndose.
Elene se preguntó qué le habría ocurrido a Vandam.
Algo debía de haber salido mal. Quizá Vandam perdió de vista el coche de Wolff en El Cairo. Tal vez había tenido un accidente de tráfico. Cualquiera que fuese la razón, Vandam ya no la estaba vigilando. Estaba abandonada a sus propios recursos.
Había logrado que Wolff se olvidara de su transmisión de medianoche a Rommel, pero ¿qué le impediría enviar el mensaje otra noche? Elene tendría que llegar al Cuartel General y decirle a Jakes dónde podía hallar a Wolff. Tendría que escaparse, de inmediato, encontrar a Jakes, conseguir que sacara de la cama a su equipo…
Llevaría demasiado tiempo. Wolff podría despertarse y comprobar que ella se había ido, y desaparecer otra vez.
¿La radio estaba allí, en la casa flotante, o en algún otro sitio? Eso podría ser decisivo.
Recordaba algo que Vandam le había dicho la noche anterior… ¿Era realmente unas pocas horas antes? «Si consiguiera la clave del código Rebeca, podría hacerme pasar por Wolff, por radio… Eso puede invertir totalmente la situación…».
«Quizá logre encontrar la clave», pensó Elene.
Vandam había dicho que era una hoja de papel que explicaba cómo utilizar el libro para cifrar mensajes.
Elene se dio cuenta de que tenía la oportunidad de localizar la radio y la clave del código.
Tenía que registrar la casa flotante.
No se movió. De nuevo estaba atemorizada. Si Wolff descubría que estaba registrando… Elene recordaba su teoría de la naturaleza humana: el mundo se divide en amos y esclavos. La vida de un esclavo no vale nada.
«No —pensó—, me iré por la mañana, como si tal cosa, y luego diré a los británicos dónde pueden hallar a Wolff, y ellos tomarán la casa flotante, y…».
¿Y qué ocurriría si Wolff se fuera? ¿Y si la radio no estuviera allí?
Entonces todo habría sido inútil.
La respiración de Wolff se volvió lenta y regular: estaba profundamente dormido. Elene bajó un brazo, con cuidado tomó la mano fláccida de Sonja y la llevó de su muslo a la sábana. Sonja no se movió.
Ninguno de los dos tocaba ya a Elene. Era un gran alivio.
Se incorporó lentamente.
El desplazamiento del peso sobre el colchón perturbó a los otros dos. Sonja gruñó, levantó la cabeza, la volvió al otro lado y siguió roncando. Wolff rodó y quedó de espaldas, sin abrir los ojos.
Lentamente, haciendo muecas con cada movimiento del colchón, Elene se dio la vuelta y se apoyó en las manos y las rodillas, de cara a la cabecera de la cama. Con dificultad, empezó a gatear hacia atrás: rodilla derecha, mano izquierda, rodilla izquierda, mano derecha. Observaba los dos rostros dormidos. El pie de la cama parecía estar a kilómetros de distancia. El silencio sonaba en sus oídos como un trueno. La casa flotante se balanceó de un lado a otro con el movimiento del agua provocado por el paso de un lanchón, y Elene bajó rápidamente por la parte posterior de la cama, aprovechando la perturbación. Permaneció allí, clavada en el lugar, observando a los otros dos, hasta que el barco dejó de moverse. Ellos siguieron durmiendo.
¿Por dónde empezaría la búsqueda? Decidió ser metódica y comenzar de delante hacia atrás. En la proa del barco estaba el cuarto de baño. De pronto se dio cuenta de que debía ir allí de todos modos. Cruzó de puntillas el dormitorio y fue al diminuto servicio.
Sentada en el inodoro, miró a su alrededor. ¿Dónde podría estar escondida la radio? No sabía, realmente, cuál podía ser su tamaño. ¿Como una maleta? ¿Un maletín? ¿Una cartera? Allí había un lavabo, una pequeña bañera y un armario contra la pared. Se levantó y abrió el armario. Contenía elementos para afeitarse, píldoras y un pequeño rollo de vendas.
La radio no estaba en el cuarto de baño.
No tuvo el valor de registrar el dormitorio mientras los otros dormían; no lo haría todavía. Cruzó el cuarto y atravesó las cortinas hacia el salón. Miró rápidamente a todos lados. Sintió la necesidad de darse prisa y se esforzó por tranquilizarse y actuar con cuidado. Empezó por el lado de estribor. Allí había un sofá cama. Dio unos golpecitos suaves a la base: parecía hueco. La radio podía estar allí debajo. Trató de levantarlo, pero no pudo. Miró alrededor del borde inferior y vio que estaba atornillado al suelo. Los tornillos estaban muy ajustados. La radio no estaría allí. Al lado había un armario alto. Lo abrió lentamente. Crujió un poco, y Elene quedó paralizada. Oyó un gruñido en el dormitorio. Pensó que Wolff cruzaría de un salto la cortina y la atraparía con las manos en la masa. No sucedió nada.
Miró dentro del armario. Había una escoba, algunos paños y materiales de limpieza, y también una linterna. Ninguna radio. Cerró la puerta. Volvió a crujir.
Pasó a la cocina. Tuvo que abrir seis alacenas pequeñas.
Contenían una vajilla, comida enlatada, cacerolas, vasos, paquetes de café, arroz y té, y servilletas. Debajo del fregadero había un cubo para la basura. Elene miró dentro de la nevera: una botella de champán. También había varios cajones. ¿La radio sería lo suficientemente pequeña como para caber en uno de ellos? Abrió el primero. El tintineo de los cubiertos le hizo jirones los nervios. No había ninguna radio. Otro: una selección de especias y condimentos embotellados, desde esencia de vainilla hasta curry en polvo. A alguien le gustaba guisar. Otro cajón: cuchillos de cocina.
Próximo a la cocina había un pequeño escritorio de persiana. Debajo del mueble vio una maleta pequeña. La levantó. Era pesada. La abrió. Allí estaba la radio.
El corazón le dio un salto.
Era una maleta común, lisa, con dos cerraduras, asa de cuero y cantoneras reforzadas. La radio encajaba a la perfección, como si la hubieran diseñado a propósito. La tapa dejaba cierto espacio sobre la radio, y encima de la misma había un libro. Tenía las cubiertas arrancadas para que cupiera en el espacio de la tapa. Elene tomó el ejemplar. Leyó: «Anoche soñé que volvía a Manderley». Era Rebeca. Hizo correr las páginas. En el medio había algo. Le dio la vuelta, dejando que se abriera, y una hoja de papel cayó al suelo. Se agachó y la recogió. Era una lista de números y fechas, con algunas palabras en alemán. Seguramente era la clave del código.
Tenía en la mano lo que Vandam necesitaba para invertir la marcha de la guerra.
De pronto, se sintió abrumada por la responsabilidad.
«Sin esto —pensó—, Wolff no puede enviar mensajes a Rommel, y si los envía en un lenguaje no cifrado los alemanes sospecharán de su autenticidad y se inquietarán por la posibilidad de que los escuchen los aliados… Sin esto, Wolff queda totalmente inutilizado. Con esto, Vandam puede ganar la guerra».
Tenía que huir rápidamente, llevando consigo la clave.
Salió del trance. Su vestido estaba sobre el sofá, estrujado y lleno de arrugas. Cruzó la estancia, dejó el libro y la clave del código, tomó el vestido y se lo deslizó sobre la cabeza.
La cama crujió.
De detrás de las cortinas llegó el inconfundible sonido de alguien que se levanta, alguien pesado; tenía que ser él. Elene quedó inmóvil, paralizada. Oyó que Wolff iba hacia las cortinas, y luego se volvía a alejar. A continuación rechinó la puerta del cuarto de baño.
No había tiempo de ponerse la ropa interior. Tomó el bolso, los zapatos y el libro con la clave. Oyó que Wolff salía del baño. Fue hasta la escalera y subió corriendo, haciendo muecas de dolor al apoyar los pies desnudos en los bordes de los angostos escalones de madera. Al mirar rápidamente hacia abajo, vio que Wolff aparecía entre las cortinas y levantaba la vista hacia ella, estupefacto. Los ojos del espía se dirigieron a la maleta que había quedado abierta en el suelo. Elene se dio la vuelta y miró la escotilla. Estaba asegurada por dentro con dos cerrojos. Los abrió. Por el rabillo del ojo vio correr a Wolff hacia la escalera. Elene empujó la escotilla hacia arriba y salió al exterior precipitadamente. Parada sobre la cubierta, vio que Wolff subía la escalera a toda velocidad. Se agachó con rapidez y levantó la pesada escotilla de madera. Cuando Wolff agarró con la mano derecha el borde de la abertura, Elene cerró con violencia la escotilla, con todas sus fuerzas, sobre los dedos del espía. Hubo un rugido de dolor. Elene cruzó la cubierta y bajó corriendo la pasarela.
Se trataba de una simple plancha de madera que llevaba desde la cubierta hasta la orilla del río. Elene se inclinó, la levantó por su extremo y la arrojó al río.
Wolff salió por la escotilla. Su cara era una máscara de dolor y furia.
Elene sintió pánico al ver que cruzaba corriendo la cubierta. Pensó: «¡Está desnudo! ¡No puede perseguirme!». Wolff tomó impulso y voló de un salto sobre la borda del barco.
«¡No puede lograrlo!».
Wolff aterrizó en el borde de la ribera, haciendo girar los brazos como aspas de molino para recuperar el equilibrio. Con un súbito acceso de coraje, Elene corrió hacia el espía y, cuando aún no se había estabilizado, lo empujó al agua. Dio media vuelta y corrió por el camino de sirga.
Cuando llegó al extremo más bajo de la senda que conducía a la calle, se detuvo y miró hacia atrás. El corazón le latía violentamente, y respiraba con largos jadeos entrecortados. Se alegró al ver a Wolff, chorreando agua y desnudo, escalando la fangosa ribera para salir del río. Empezaba a clarear: no podía perseguirla en ese estado. Giró hacia la calle, echó a correr y se estrelló contra alguien.
Unos brazos fuertes la agarraron con firmeza. Elene luchó con desesperación, se liberó y la atraparon otra vez. Cayó derrotada. «Después de todo esto —pensó—, después de todo esto…».
La obligaron a dar la vuelta, le sujetaron los brazos y la forzaron a marchar hacia la casa flotante. Vio a Wolff caminando hacia ella. Luchó otra vez, y el hombre que la sostenía le pasó un brazo alrededor de la garganta. Elene abrió la boca para gritar pidiendo ayuda, pero, antes de que pudiera hacerlo, el hombre le metió los dedos en la garganta, lo que le provocó náuseas.
—¿Quién es usted? —preguntó Wolff al llegar hasta ellos.
—Soy Kemel. Usted debe de ser Wolff.
—Gracias a Dios que estaba aquí.
—Está en dificultades, Wolff —dijo Kemel.
—Más vale que venga a bordo. ¡Oh, mierda! ¡Ha tirado la pasarela! —Wolff miró hacia abajo, al río, y la vio flotando junto al barco—. Más mojado no puedo estar —dijo.
Se deslizó por la orilla, se metió en el agua, agarró la pasarela, la empujó sobre el borde del río y luego volvió a trepar. La recogió y la colocó sobre la brecha que había entre la casa flotante y la orilla.
—Por aquí —dijo.
Kemel hizo marchar a Elene por la pasarela, sobre la cubierta y por la escalera, hacia abajo. Empujó a Elene hacia el sofá, sin violencia, y la hizo sentar.
Wolff fue detrás de las cortinas y regresó un momento después con una toalla grande. Empezó a secarse. Su desnudez no parecía turbarle.
Elene se sorprendió al ver que Kemel era un hombre bastante pequeño. Por su forma de inmovilizarla, lo había imaginado de la estatura de Wolff. Era un árabe de piel oscura, bien parecido. Desviaba su mirada de Wolff, molesto.
Wolff se ató la toalla alrededor de la cintura y se sentó. Se examinó la mano.
—Casi me rompe los dedos—dijo.
Miró a Elene entre airado y divertido.
—¿Dónde está Sonja? —preguntó Kemel.
—En la cama —dijo Wolff sacudiendo la cabeza hacia las cortinas—. Duerme aunque haya un terremoto, especialmente después de una noche de lujuria.
Kemel se sentía incómodo con esa conversación, observó Elene, y quizá también impaciente por la frivolidad de Wolff.
—Está en dificultades —volvió a decir.
—Lo sé —continuó Wolff—. Supongo que ella trabaja para Vandam.
—Lo ignoro. Recibí una llamada en plena noche, del agente que tengo en el camino de sirga. Vandam vino y le envió a buscar ayuda.
Wolff se sobresaltó.
—¡Estuvimos cerca! —dijo. Parecía preocupado—. ¿Dónde está Vandam ahora?
—Ahí fuera, inmovilizado. Le golpeé en la cabeza y lo amordacé.
Elene perdió las esperanzas. Vandam estaba allí fuera, en los matorrales, herido e inmóvil, y nadie más sabía dónde se encontraba ella. Al fin y al cabo, todo había sido inútil.
Wolff asentía con la cabeza.
—Vandam la siguió hasta aquí. Ahora hay dos personas que conocen este lugar. Si me quedo aquí, tendré que matarlos a ambos.
Elene se estremeció: Wolff hablaba con tanta ligereza de matar. «Amos y esclavos», recordó.
—No sirve —dijo Kemel—. Si mata a Vandam, el asesinato me lo cargarán a mí. Usted puede irse lejos, pero yo tengo que vivir en esta ciudad. —Hizo una pausa y observó a Wolff con los ojos entornados—. Y si usted quisiera matarme a mí, aún quedaría el hombre que me llamó anoche.
—De modo que… —Wolff arrugó la frente y emitió un sonido de rabia—. No hay otra alternativa. Tengo que irme. ¡Maldición!
Kemel asintió.
—Si usted desaparece, creo que conseguiré ocultarlo todo. Pero quiero algo de usted. Recuerde la razón por la cual hemos estado ayudándole.
—Quieren hablar con Rommel.
—Sí.
—Mañana por la noche enviaré un mensaje…, esta noche quiero decir. Maldita sea, apenas he dormido. Dígame lo que quieren que transmita, y yo…
—Eso no basta —interrumpió Kemel—. Queremos hacerlo nosotros mismos. Queremos su radio.
Wolff frunció el ceño. Elene se percató de que Kemel era un rebelde nacionalista, que cooperaba, o trataba de cooperar, con los alemanes.
Kemel agregó:
—Nosotros podríamos enviar su mensaje…
—No es preciso —dijo Wolff. Pareció haber tomado una decisión—. Tengo otra radio.
—Queda convenido, pues.
—Ahí está la radio. —Wolff señaló la maleta abierta, que todavía se hallaba en el suelo, donde la había dejado Elene—. Ya está sintonizada en la longitud de onda correcta. Solo tienen que transmitir a medianoche, cualquier noche.
Kemel se acercó a la radio y la examinó. Elene se preguntaba por qué Wolff no había dicho nada sobre el código Rebeca. Llegó a la conclusión de que al espía no le importaba si Kemel lograba comunicarse con Rommel o no, mientras que, si le daba el código, se arriesgaba a que Kemel pudiera, a su vez, entregarlo a otra persona. Wolff iba de nuevo sobre seguro.
—¿Dónde vive Vandam? —preguntó.
Kemel le dio la dirección.
«¿Qué se propone ahora?», se preguntó Elene.
—Está casado, por supuesto —dijo Wolff.
—No.
—Soltero. ¡Maldición!
—No está soltero —dijo Kemel, aún ocupado en el transmisor—. Es viudo. A su esposa la mataron en Creta el año pasado.
—¿Tiene algún hijo?
—Sí —dijo Kemel—. Un niño pequeño que se llama Billy; eso me ha dicho. ¿Por qué?
Wolff alzó los hombros.
—Curiosidad; estoy obsesionado por el hombre que estuvo tan cerca de atraparme.
Elene estaba segura de que Wolff mentía.
Kemel cerró la maleta, aparentemente satisfecho. Wolff le dijo:
—Vigílela un minuto, ¿quiere?
—Desde luego.
Wolff se volvió para alejarse y luego regresó. Había observado que Elene todavía tenía Rebeca en la mano. Se acercó a ella y le quitó el libro. Luego desapareció detrás de las cortinas.
«Si le cuento a Kemel lo del código, quizá haga que Wolff se lo dé, y tal vez Vandam pueda obtenerlo de Kemel… Pero ¿qué me ocurriría a mí?», pensó Elene.
Kemel se dirigió a Elene:
—¿Qué…? —Se detuvo en seco al volver Wolff, con sus ropas en la mano, y empezar a vestirse.
Kemel le preguntó:
—¿Tiene una señal de llamada?
—Sphinx—respondió escuetamente Wolff.
—¿Un código?
—No hay código.
—¿Qué había en ese libro?
Wolff pareció enojarse.
—Un código —dijo—. Pero no puedo dárselo.
—Lo necesitamos.
—No se lo puedo entregar a ustedes —dijo Wolff—. Tendrán que arriesgarse a transmitir en abierto.
Kemel movía la cabeza, asintiendo.
De pronto apareció el cuchillo en la mano de Wolff.
—No discuta —dijo—. Sé que tiene una pistola en el bolsillo. Recuerde: si dispara, tendrá que rendir cuenta del proyectil a los británicos. Más vale que se vaya ahora.
Kemel se volvió, sin hablar, y después de subir la escalera salió por la escotilla. Elene oyó sus pasos en la cubierta. Wolff fue a la portilla y lo observó alejarse por el camino de sirga. Guardó el cuchillo y abotonó la camisa sobre la vaina. Se calzó los zapatos, que ató ajustadamente. Sacó el libro del cuarto contiguo, extrajo de él la hoja de papel con la clave del código, la arrugó, la dejó caer en un cenicero grande, tomó una caja de fósforos de la cocina y prendió fuego al papel.
«Debe de tener una clave con la otra radio», pensó Elene.
Wolff vigiló las llamas hasta asegurarse de que el papel se quemaba por completo. Miró el libro, como si pensara en la posibilidad de quemarlo también, y luego abrió una portilla y lo echó al río.
Tomó una pequeña maleta que había en un armario y empezó a empaquetar algunas cosas.
—¿Adónde va? —preguntó Elene.
—Ya lo sabrás; vienes conmigo.
—¡Oh, no!
¿Qué iba a hacer con ella? La había sorprendido engañándole. ¿Acaso ya había discurrido el castigo apropiado? Elene se sintió fatigada y asustada. Antes había tenido miedo de tener que hacer el amor con él. ¡Cuánto más había de temer ahora! Pensó en huir de nuevo —casi lo había conseguido la otra vez—, pero ya no tenía ánimos.
Wolff continuó preparando la maleta. Elene vio algunas de sus ropas en el suelo y recordó que no se había vestido correctamente. Allí estaban sus pantalones, las medias y el sostén. Decidió ponérselos. Se levantó y se quitó el vestido por encima de la cabeza. Se agachó para recoger su ropa interior. Al enderezarse, Wolff la abrazó. La besó con violencia en la boca, y no pareció importarle que ella no respondiera.
Wolff la miró a los ojos.
—¿Sabes? Creo que te llevaría conmigo aunque no tuviera que utilizarte.
Elene cerró los ojos, humillada. Wolff se separó de ella con brusquedad y volvió a la maleta.
Elene se vistió.
Cuando Wolff estuvo listo, echó una última mirada alrededor y dijo:
—Vamos.
Elene lo siguió hasta la cubierta preguntándose qué haría Wolff con Sonja.
Como si supiera lo que estaba pensando, Wolff comentó:
—No me gusta perturbar el primer sueño de Sonja. —Sonrió burlón—. Andando.
Recorrieron el camino de sirga. ¿Por qué abandonaba a Sonja?, se preguntaba Elene. No podía imaginárselo, pero sabía que se trataba de una crueldad. Llegó a la conclusión de que Wolff era un hombre sin escrúpulos. La idea la hizo estremecer, porque ella estaba en su poder.
Elene se preguntaba si podría matar a Wolff.
Wolff llevaba la maleta en la mano izquierda y agarraba a Elene de un brazo con la derecha. Tomaron el sendero, caminaron hasta la calle y fueron al coche del espía. Wolff abrió la puerta del lado del conductor y la hizo subir, pasando sobre la palanca de cambios, al otro lado del asiento. Luego entró él y puso en marcha el motor.
Era un milagro que el auto siguiese entero después de haber quedado en la calle toda la noche: normalmente habrían robado todo cuanto pudiera quitarse, incluidas las ruedas. «Tiene toda la suerte del mundo», pensó Elene.
Arrancaron. Elene, se preguntaba adonde irían. Dondequiera que fuese el lugar, allí estaba la segunda radio de Wolff, junto con otro ejemplar de Rebeca y otra clave del código. «Cuando lleguemos, tendré que hacer otro intento», pensó Elene, fatigada. Todo dependía de ella. Wolff había abandonado la casa flotante, de modo que Vandam no podía hacer nada, aunque alguien lo desatara. Elene, por sus propios medios, debía tratar de impedir que Wolff se pusiera en contacto con Rommel y, a ser posible, debía robar la clave del código. La idea era ridícula, una utopía. En realidad, lo único que deseaba era escapar de aquel hombre maligno y peligroso, volver a su casa, olvidarse de los espías, los códigos y la guerra, sentirse segura otra vez.
Pensó en su padre, que caminaba hacia Jerusalén, y entonces se convenció de que debía hacer un nuevo intento.
Wolff detuvo el coche. Elene reconoció el lugar.
—¡Esta es la casa de Vandam! —exclamó.
—Sí.
Miró fijamente a Wolff, tratando de leer la expresión de su rostro.
—Pero Vandam no está aquí —dijo.
—No. —Wolff sonrió amenazador—. Pero Billy, sí.