El árabe estaba preocupado. «Vaya al teléfono más cercano», había dicho el inglés. Bien; había teléfono en algunas de las casas de las cercanías. Pero esas casas estaban ocupadas por europeos, que no recibirían con amabilidad a un egipcio —ni siquiera a un inspector de policía— que llamara a la puerta a las once de la noche y pidiera usar el teléfono. Casi seguramente se lo negarían, con juramentos y maldiciones: sería una situación humillante. No iba de uniforme, ni con su ropa de calle —camisa blanca y pantalones negros—, sino que estaba vestido como un campesino. Ni siquiera creerían que era policía. Siguió adelante, todavía trotando.
También le preocupaba llamar al Cuartel General. Era una regla no escrita para todos los funcionarios egipcios de El Cairo que ninguno, jamás, se pusiera en contacto de forma voluntaria con los británicos. Eso siempre traía dificultades. La centralita del Cuartel General se negaría a atenderlo o no transmitirían el mensaje hasta la mañana siguiente —y luego negarían haberlo recibido— o le dirían que llamase más tarde. Y si algo salía mal, tendría que pagarlo muy caro. De todos modos, ¿cómo saber que el hombre del camino de sirga no era un suplantador? No conocía al comandante Vandam y cualquiera podía ponerse una camisa de uniforme. ¿Y si fuera una trampa? Había cierto tipo de oficiales ingleses jóvenes a quienes gustaba gastar bromas pesadas a egipcios bien intencionados.
Tenía una sencilla solución para situaciones como aquella: pasarle el muerto a otro. De cualquier manera, le habían dado instrucciones de que, en ese caso, informara a su oficial superior y a ningún otro. Iría al cuartel de policía y desde allí —decidió— llamaría al inspector Kemel a su casa.
Kemel sabría qué hacer.
Elene bajó el último peldaño de la escalera y miró nerviosamente el interior de la casa flotante. Esperaba encontrar escasos muebles y una decoración de estilo náutico. En realidad era lujosa, aunque algo recargada. Había espesas alfombras, divanes bajos, un par de mesas elegantes y unas cortinas de rico terciopelo, desde el suelo hasta el techo, que separaban aquella pieza de la otra mitad del barco, que presumiblemente era el dormitorio. Frente a las cortinas, donde el barco se estrechaba, en lo que había sido la popa, había una cocina diminuta, con instalaciones pequeñas, pero modernas.
—¿Es suyo? —preguntó Elene.
—Pertenece a una persona amiga —dijo Wolff—. Por favor, siéntese.
Elene se sintió atrapada. ¿Dónde diablos estaba William Vandam?
Varias veces, durante la noche, creyó ver una motocicleta detrás del coche, pero no pudo mirar atentamente para no alertar a Wolff. A cada segundo esperaba que los soldados rodearan el vehículo, arrestaran a Wolff y la liberaran; y cuando los segundos se volvieron horas, empezó a preguntarse si todo aquello no sería un sueño, si de verdad William Vandam existía.
Wolff se encaminaba hacia la nevera, sacaba una botella de champán, buscaba dos copas, quitaba el papel plateado del cuello de la botella, aflojaba la cápsula de alambre, hacía saltar el corcho con un fuerte chasquido y servía en las copas, y ¿dónde demonios estaba William?
Wolff le aterraba. Elene había tenido muchas relaciones amorosas, algunas de ellas accidentales, pero siempre había confiado en el hombre; siempre sabía que sería amable, o por lo menos considerado. Estaba asustada por su cuerpo. Si dejaba a Wolff que jugara con él, ¿qué clase de juego inventaría? Su piel era sensible, tan fácil de lastimar, tan vulnerable… Con alguien que la amara, alguien que fuera tan gentil con su cuerpo como ella misma, sería un placer. Pero con Wolff, que solo quería usarlo… Elene se estremeció.
—¿Tiene frío? —preguntó Wolff al ofrecerle el champán.
—No, no estaba tiritando…
Wolff levantó su copa.
—A su salud.
Elene tenía la boca seca. Tomó un sorbo y luego un trago. Eso la hizo sentirse un poco mejor.
Wolff se sentó a su lado, en el sofá, y se volvió para mirarla.
—¡Qué noche tan extraordinaria! —dijo—. Disfruto muchísimo de tu compañía. Eres una hechicera.
«Ya empieza», pensó Elene.
Wolff le puso una mano en la rodilla.
Ella quedó paralizada.
—Eres enigmática —dijo Wolff—. Deseable, algo fría, muy hermosa, a veces ingenua y otras tan astuta… ¿Puedes contestar a una pregunta?
—Supongo que sí.
Elene no le miró.
Con la punta de un dedo Wolff le resiguió el perfil del rostro: frente, nariz, labios, mentón.
—¿Por qué sales conmigo? —preguntó.
¿Qué quería decir? ¿Era posible que sospechara su verdadero propósito? ¿O, sencillamente, sería solo el siguiente movimiento del juego?
Le miró y dijo:
—Eres un hombre muy atractivo.
—Eso me agrada.
Wolff le volvió a apoyar la mano en la rodilla y se inclinó hacia delante, para besarla. Ella le ofreció la mejilla, como ya había hecho esa noche. Los labios de Wolff rozaron la piel de Elene.
—¿Por qué me tienes miedo? —preguntó él en un susurro.
Se sintió un ruido arriba, en la cubierta —pasos rápidos, livianos—, y luego se abrió la escotilla.
«¡William!», pensó Elene.
Apareció un zapato de tacón alto en un pie de mujer. La mujer bajó, cerrando la escotilla sobre ella, y se quedó en el borde de la escalera. Elene le vio el rostro y reconoció a Sonja, la danzarina.
«¿Qué diablos está pasando?», se preguntó sorprendida.
—Correcto, sargento —dijo Kemel por teléfono—. Ha hecho exactamente lo que correspondía: comunicarse conmigo. Me ocuparé en persona de todo. Por el momento, queda libre de servicio.
—Gracias, señor —dijo el sargento—. Buenas noches.
—Buenas noches.
Kemel colgó.
Era una catástrofe. Los británicos habían seguido a Alex Wolff hasta la casa flotante, y Vandam estaba tratando de organizar un allanamiento. Las consecuencias serían dobles. Primero, se desvanecería la perspectiva de que los Oficiales Libres utilizaran la radio germana, y entonces no habría posibilidad de entablar negociaciones con el Reich antes de que Rommel conquistara Egipto. Segundo, en cuanto los británicos descubrieran que la casa flotante era un nido de espías, averiguarían rápidamente que Kemel había estado ocultando los hechos y protegiendo a los agentes. Kemel lamentó no haber presionado más a Sonja, no haberla forzado a concertar una entrevista en horas en lugar de días; pero era demasiado tarde para lamentarse. ¿Qué hacer ahora?
Regresó a su dormitorio y se vistió con premura. Desde la cama, su esposa preguntó en voz baja:
—¿Qué ocurre?
—Hay trabajo—susurró Kemel.
—¡Oh, no!
Ella se dio la vuelta.
Kemel sacó la pistola del cajón del escritorio y la puso en el bolsillo de su chaqueta; luego besó a su esposa y abandonó la casa en silencio. Subió a su coche y puso en marcha el motor. Permaneció así un minuto, pensando. Debía consultar a Sadat sobre lo ocurrido, pero le llevaría tiempo. Mientras tanto, Vandam podía impacientarse, esperando en la casa flotante, y hacer algo precipitado. Había que encargarse primero de Vandam, rápidamente; luego podría ir a casa de Sadat.
Kemel arrancó y se dirigió hacia Zamalek. Necesitaba tiempo para pensar, lenta y claramente, pero eso era lo que no tenía. ¿Debía matar a Vandam? Nunca había asesinado a un hombre y no sabía si era capaz de hacerlo. Hacía años que ni siquiera golpeaba a nadie. ¿Y cómo ocultaría su participación? Podían pasar días antes de que los alemanes llegaran a El Cairo. En verdad, era posible, aun a esas alturas, que fueran rechazados. Entonces habría una investigación de lo ocurrido esa noche en el camino de sirga, y tarde o temprano le inculparían. Probablemente sería fusilado.
—¡Valor! —dijo en voz alta recordando cómo había estallado en llamas el avión robado de Imam al estrellarse en el desierto.
Estacionó cerca del camino de sirga. Sacó un trozo de cuerda del maletero del coche. Se guardó la cuerda en el bolsillo de la chaqueta y empuñó la pistola en la mano derecha.
Llevaba el arma al revés, para golpear con la culata. ¿Cuánto hacía que no la usaba? Seis años, creía, sin contar alguna que otra práctica de tiro.
Llegó a la orilla del río. Miró el Nilo plateado, las negras siluetas de las casas flotantes, la línea difusa del camino de sirga y la oscuridad del matorral. Vandam estaría allí, en algún lado. Kemel se adelantó caminando sin hacer ruido.
Vandam miró su reloj de pulsera a la luz del cigarrillo. Eran las once y media. Resultaba evidente que algo había fallado. O el policía árabe no había dado bien el mensaje, o el Cuartel General no podía localizar a Jakes, o Bogge, de alguna manera, lo había echado todo a perder. Vandam debía impedir que Wolff usara la radio, con la información que poseía. No tenía otra salida que subir a bordo y jugarse el todo por el todo.
Apagó el cigarrillo. Oyó pasos en algún sitio, entre las matas.
—¿Quién es? —susurró—. ¿Jakes?
Emergió una silueta oscura.
—Soy yo —musitó.
Vandam no pudo reconocer la voz, ni verle la cara.
—¿Quién…?
La silueta se acercó y levantó un brazo. Vandam dijo:
—¿Quién…?
Entonces se dio cuenta de que el brazo bajaba para golpearlo. Se hizo bruscamente a un lado y algo le asestó un golpe en la cabeza de costado y rebotó en el hombro. Vandam dio un grito de dolor. Su brazo derecho quedó entumecido. La silueta iba a golpearlo de nuevo. Vandam se adelantó, tratando con torpeza de inmovilizar al atacante con la zurda. La silueta retrocedió y golpeó otra vez. Dio de lleno en la cabeza de Vandam. Tras un intenso dolor, perdió el conocimiento.
Kemel guardó la pistola en el bolsillo y se arrodilló junto al comandante, que había caído boca arriba. Primero puso la mano sobre el pecho de Vandam, y se sintió aliviado al sentir un fuerte latido. Rápidamente, le quitó las sandalias y luego los calcetines. Hizo una bola con estos y los embutió en la boca de la víctima. Eso le impediría gritar. Después hizo girar a Vandam sobre sí mismo, le cruzó las muñecas tras la espalda y las ató con la cuerda. Con el otro extremo amarró los tobillos y ató la cuerda a un árbol.
Vandam volvería en sí en pocos minutos, pero no podría moverse. Tampoco podría gritar. Permanecería así hasta que alguien diera con él. ¿Cuándo, probablemente, ocurriría eso? Podía haber gente en aquellos matorrales: jóvenes con sus enamoradas y soldados con sus chicas; pero esa noche había habido bastantes idas y venidas como para asustarlos y alejarlos. Existía la posibilidad de que una pareja tardía viera a Vandam, o quizá le oyera gemir… Kemel tendría que arriesgarse; no tenía sentido permanecer allí y preocuparse.
Decidió echar una rápida mirada a la casa flotante. Caminó silenciosamente por el camino de sirga hasta el Jihan. Había luz dentro, pero las pequeñas cortinas de las portillas estaban corridas. Se sintió tentado de subir a bordo, pero quería consultar primero a Sadat, pues no estaba seguro de lo que debía hacerse.
Dio media vuelta y regresó a su coche.
—Alex me ha contado todo acerca de ti, Elene —dijo Sonja y le sonrió.
Elene le devolvió la sonrisa. ¿Era aquella la persona amiga de Wolff, dueña de la casa flotante? ¿Wolff estaba viviendo con ella? ¿Acaso él no esperaba que ella regresara tan temprano? ¿Por qué ninguno de los dos se mostraba enfadado, intrigado, turbado? Por decir algo, Elene preguntó a Sonja:
—¿Viene del Cha-Cha Club?
—Sí.
—¿Cómo fue el espectáculo?
—Como siempre: agotador, emocionante, triunfal.
Evidentemente, Sonja no era una mujer modesta.
Wolff sirvió a la bailarina una copa de champán. Ella la tomó sin mirarlo y se dirigió a Elene:
—¿Así que trabajas en la tienda de Mikis?
—No, no trabajo —contestó Elene, mientras pensaba: «¿De veras le interesa eso?»—. Le ayudé durante algunos días, eso es todo. Somos parientes.
—¿De modo que eres griega?
—Así es.
La charla le infundía confianza a Elene. Su miedo remitía. Podía ocurrir cualquier cosa, pero Wolff no iba a violarla a punta de cuchillo frente a una de las mujeres más famosas de Egipto. Por lo menos, Sonja le proporcionaba una tregua. William estaba decidido a atrapar a Wolff antes de medianoche…
¡Medianoche!
Elene casi lo había olvidado. A medianoche Wolff iba a comunicarse por radio con el enemigo, para darle los detalles de la línea de defensa. Pero ¿dónde estaba la radio? ¿Estaba allí, en el barco? Si estaba en otro sitio, Wolff tendría que partir pronto. Si estaba allí, ¿enviaría su mensaje en presencia de Elene y Sonja? ¿Qué pensaba Wolff?
El espía se sentó junto a Elene, que se sintió vagamente amenazada, con uno de ellos a cada lado.
—¡Qué afortunado soy: aquí, sentado con las dos mujeres más bellas de El Cairo! —exclamó Wolff.
Elene mantenía la vista al frente, sin saber qué decir.
Wolff insistió:
—¿No es hermosa, Sonja?
—¡Oh, sí! —Sonja tocó el rostro de Elene; luego le asió el mentón y le hizo girar la cabeza—. ¿Crees que soy bella, Elene?
—Claro que sí.
Elene frunció el ceño. Todo estaba tomando un giro muy extraño. Era casi como si…
—Estoy tan contenta… —dijo Sonja, y puso una mano en la rodilla de Elene.
Entonces Elene comprendió.
Todo encajaba en su lugar: la paciencia de Wolff, sus falsas atenciones, la casa flotante, la inesperada aparición de Sonja… Elene se dio cuenta de que allí no estaba segura. Volvió a sentir miedo de Wolff, con mayor intensidad. Los dos querían usarla y ella no tenía alternativa; tendría que yacer allí, sin decir nada y sin resistirse, mientras ellos hacían lo que se les antojara, Wolff con el cuchillo en una mano…
«Basta».
«No voy a tener miedo. Puedo soportar el manoseo de un par de idiotas depravados. Aquí se juega mucho más que eso. Olvídate de tu precioso cuerpo; piensa en la radio y en cómo impedir que Wolff la use. Este triángulo puede resultar ventajoso…».
Miró furtivamente su reloj de pulsera. Faltaba un cuarto de hora para la medianoche. Era demasiado tarde para confiar en la intervención de William. Ella, Elene, era la única que podía detener a Wolff.
Y pensó que sabía cómo hacerlo.
Sonja y Wolff cruzaron una mirada, como una señal. Se inclinaron frente a ella y se besaron delante de sus ojos.
Elene los miró. Era un beso largo, lascivo. «¿Qué esperan que haga?», pensó.
Se separaron.
Wolff besó a Elene de la misma forma. Elene no se resistió. Entonces sintió la mano de Sonja en la barbilla. La bailarina hizo girar hacia ella el rostro de Elene, y la besó en la boca.
Elene cerró los ojos, pensando: «¡No me hará daño, no me hará daño! De algún modo, tengo que lograr dominar esta escena», decidió Elene. Temía que en cualquier momento Wolff se separara y fuera a buscar su radio. Mientras realizaba, de forma mecánica, los movimientos que pedía Sonja, buscaba mentalmente la forma de enloquecer de deseo a Wolff.
Pero todo era tan tonto, tan falso, que cualquier cosa le parecía cómica.
«Tengo que mantener alejado a Wolff de la radio. ¿Cuál es la clave de todo esto? ¿Qué quieren realmente?».
Wolff observaba su reloj.
De repente, Elene se puso en pie. Ambos le clavaron la mirada. Levantó los brazos y luego, poco a poco, se quitó el vestido por encima de la cabeza y lo arrojó a un lado. Permaneció allí, en ropa interior y medias negras. Vio el cambio que se operaba en la cara de Wolff: su serenidad se había desvanecido y la contemplaba fijamente con ojos llenos de deseo. Estaba tenso, hipnotizado. Elene levantó el pie izquierdo, plantó el zapato de tacón alto entre los senos de Sonja y la empujó hacia atrás. Después agarró la cabeza de Wolff y la atrajo hacia sí.
Elene consultó su reloj.
Era medianoche.