De pronto, se oyó el rugido aterrador de aviones que se acercaban. Rommel lanzó una mirada hacia arriba y vio los bombarderos británicos que se aproximaban a baja altura por detrás de las líneas más cercanas de colinas: la tropa los llamaba bombarderos «Desfile de Fiesta», porque volaban en perfecta formación, como los aviones de las exhibiciones de Nuremberg de antes de la guerra.
—¡Pónganse a cubierto! —aulló Rommel, quien corrió a una trinchera de refugio y se arrojó a ella.
El ruido era tan intenso, que se parecía al silencio. Rommel yacía con los ojos cerrados. Le dolía el estómago. Le habían enviado un médico desde Alemania, pero él sabía que la única medicina que necesitaba era la victoria. Había perdido muchísimo peso: el uniforme le quedaba muy holgado y los cuellos de las camisas parecían demasiado grandes. También estaba perdiendo rápidamente el cabello, que en algunas partes ya blanqueaba.
Era el primero de septiembre y todo había salido terriblemente mal. Lo que parecía ser el punto débil de la línea de defensa aliada, daba la impresión de ser una emboscada. Los campos minados eran densos donde debían ser practicables; el terreno resultó arena movediza donde se esperaba suelo firme; la cresta de Alam Halfa, que debía ser capturada con facilidad, apareció poderosamente defendida. La estrategia de Rommel estaba equivocada; su servicio de información se había equivocado; su espía se había equivocado.
Los bombarderos pasaron sobre su cabeza. Rommel salió de la trinchera. Sus asistentes y oficiales emergieron de los refugios y se reunieron alrededor de él. Rommel levantó sus prismáticos de campaña y miró hacia el desierto. Numerosos vehículos permanecían inmovilizados en la arena, muchos de ellos ardiendo furiosamente. «Si por lo menos el enemigo atacara —pensó—, podríamos combatirlo». Pero los aliados no se movían y, bien atrincherados, liquidaban los tanques Panzer como quien pesca en un barril.
Las cosas no marchaban bien. Sus unidades de vanguardia se encontraban a veinticinco kilómetros de Alejandría, pero estaban atascadas. «Veinticinco kilómetros —pensó—. Otros veinticinco kilómetros y Egipto hubiera sido mío». Miró a los oficiales que le rodeaban. Como siempre, la expresión de sus rostros eran reflejo de la suya: vio en sus caras lo que ellos veían en la de él.
La derrota.
Sabía que era una pesadilla, pero no podía despertarse. La celda tenía uno ochenta de largo por uno veinte de ancho, y la mitad la ocupaba la cama. Debajo de la cama había un orinal. Las paredes eran de piedra gris lisa. Una bombilla pequeña colgaba del techo, en la punta de un cable. En un extremo de la celda había una puerta. En el otro, una ventanita cuadrada, justo sobre el nivel de los ojos: por ella podía ver el brillante cielo azul.
En su sueño pensaba: «Pronto despertaré y entonces todo estará bien. Despertaré, y habrá una hermosa mujer junto a mí, sobre sábanas de seda. Le acariciaré los pechos. —Cuando pensó en eso, le invadió un fuerte deseo—. Y ella se despertará y me besará, y entonces beberemos champán».
Pero no conseguía soñar con eso, y regresaba el sueño de la celda. En algún sitio cercano sonaba un tambor continuamente. A su ritmo, fuera, marchaban soldados. El ruido era aterrador, aterrador, bum-bum, bum-bum, tram-tram; el tambor y los soldados y las estrechas paredes grises de la celda y aquel distante, aquel exasperante cuadrado de cielo azul; y él estaba tan asustado, tan horrorizado, que abrió los ojos a la fuerza y despertó.
Miró a su alrededor sin comprender. Estaba despierto, bien despierto. No había duda alguna. El sueño había terminado. Pero seguía estando en una celda. Tenía uno ochenta de largo por uno veinte de ancho, y la mitad la ocupaba la cama. Se agachó y miró. Debajo había un orinal.
Permaneció erguido. Después, silenciosa y tranquilamente, empezó a golpearse la cabeza contra la pared.
Jerusalén, 4 de septiembre de 1942.
Mi querida Elene:
Hoy fui al Muro Occidental, que es llamado también Muro de las Lamentaciones. Estuve allí con otros muchos judíos y oré. Escribí un kvitlach y lo puse en una grieta de la pared. Dios quiera concederme lo que pido.
Este es el lugar más hermoso del mundo: Jerusalén. Por supuesto no vivo bien. Duermo en un colchón en el suelo de un pequeño cuarto, con otros cinco hombres. A veces consigo trabajar algo, limpiando un taller donde uno de mis compañeros de habitación, un joven, acarrea madera para los carpinteros. Soy muy pobre, como siempre, pero ahora soy pobre en Jerusalén, que es mejor que ser rico en Egipto.
Crucé el desierto en un camión del ejército británico. Me preguntaron qué habría hecho si no me hubiesen recogido, y cuando dije que habría caminado, creo que pensaron que estaba loco. Pero esta es la cosa más cuerda que jamás he hecho.
Debo decirte que voy a morir. Mi enfermedad es incurable, aun cuando pudiera pagar a los doctores, y solo me quedan algunas semanas, quizás un par de meses. No estés triste. Jamás fui más feliz en mi vida.
Debo decirte lo que escribí en mi kvitlach. Pedí a Dios que conceda felicidad a mi hija Elene. Tengo fe en que lo hará.
Adiós.
Tu padre.
El jamón ahumado estaba cortado fino como el papel y enrollado en apetitosos cilindros. Los panecillos eran caseros, frescos, de esa mañana. Había un recipiente con ensalada de patatas hecha con verdadera mayonesa y buena cebolla picada, una botella de vino, otra de gaseosa y una bolsa de naranjas. Y un paquete de cigarrillos, de la marca que él fumaba.
Elene empezó a guardar la comida en la cesta.
Acababa de cerrar la tapa cuando oyó el golpe en la puerta. Se quitó el delantal antes de ir a abrir.
William Vandam entró, cerró tras de sí y la besó. La rodeó con los brazos y la apretó hasta lastimarla. Siempre hacía eso, y siempre dolía, pero ella nunca se quejaba, porque había estado a punto de perder a Vandam, y él a ella, de modo que cuando estaban juntos, se sentían muy dichosos.
Fueron a la cocina. Vandam levantó la cesta y dijo:
—¡Dios! ¿Qué tienes aquí, las joyas de la Corona?
—¿Qué noticias hay? —preguntó Elene.
Vandam sabía que se refería a la guerra en el desierto.
—Cito: «Fuerzas del Eje en plena retirada».
Elene pensó en lo mucho que se había tranquilizado Vandam esos días. Hasta hablaba de otra forma. Sus cabellos estaban adquiriendo una tonalidad grisácea, y él se reía mucho por eso.
—Creo que eres de esos hombres que se vuelven más atractivos con el paso de los años—le dijo ella.
—Espera a que se me caigan los dientes.
Salieron. El cielo estaba curiosamente negro, y Elene lanzó un «¡Oh!» de sorpresa al llegar a la calle.
—Hoy es el fin del mundo —dijo Vandam.
—Nunca lo había visto así —repuso Elene.
Subieron a la motocicleta y se dirigieron a la escuela de Billy. El cielo se oscureció más aún. Empezó a llover cuando pasaban ante el Shepheard's Hotel. Elene vio a un egipcio que ponía un pañuelo sobre su fez. Las gotas eran enormes; cada una de ellas le atravesaba el vestido y le llegaba a la piel. Vandam dio la vuelta con la moto y estacionó frente al hotel. Cuando bajaban de la motocicleta, las nubes reventaron.
Permanecieron bajo la marquesina del hotel observando cómo descargaba la tormenta. La cantidad de agua era increíble. En pocos minutos, los arroyos rebasaron y las aceras se vieron inundadas. Enfrente del hotel, los comerciantes se agitaban bajo la tormenta, levantando las mercaderías para cerrar sus tiendas. Los coches tuvieron que detenerse, sin más, donde estaban.
—No hay alcantarillado en esta ciudad —dijo Vandam—. El agua no tiene adonde ir, salvo el Nilo. Mira.
La calle se había convertido en un río.
—¿Y la moto? —preguntó Elene.
—Se va a ir flotando, la maldita —dijo Vandam—. Tendré que traerla aquí.
Dudó, pero luego corrió a la acera, tomó la motocicleta por el manillar y la empujó por el agua hasta los escalones del hotel. Cuando volvió al abrigo de la marquesina, tenía la ropa empapada y el cabello pegado a la cabeza, como un estropajo recién sacado de un balde. Elene se rió de él.
La lluvia continuó.
—¿Y Billy? —preguntó Elene.
—Tendrán que retener a los niños en la escuela hasta que escampe.
Finalmente entraron en el hotel a tomar una copa. Vandam pidió jerez: había jurado no tomar más ginebra y decía que no la echaba en falta.
Por fin la tormenta cesó y volvieron a salir, pero tuvieron que esperar un poco más, hasta que cedió la inundación. Por último quedaron unos dos o tres centímetros de agua y salió el sol. Los conductores se aplicaron a poner en marcha sus coches. La moto no estaba demasiado húmeda y arrancó al primer intento.
Con el sol, las calles comenzaron a despedir vapor mientras ellos se dirigían a la escuela. Billy estaba esperando fuera.
—¡Qué tormenta! —exclamó lleno de excitación.
Subió a la moto y se sentó entre Elene y Vandam.
Salieron al desierto. Elene iba fuertemente asida, con los ojos entornados, y por eso no vio el milagro hasta que Vandam detuvo la moto. Los tres bajaron y miraron alrededor, mudos.
El desierto estaba tapizado de flores.
—Es la lluvia, evidentemente —dijo Vandam—. Pero…
Millones de insectos voladores también habían aparecido de la nada, y las mariposas y las abejas iban frenéticamente de flor en flor, recogiendo la repentina cosecha.
—Las semillas deben de haber estado en la arena esperando —dijo Billy.
—Eso es. Las semillas han estado allí durante años, esperando únicamente esto.
Todas las flores eran diminutas, como miniaturas, pero de colores muy brillantes. Billy dio unos pasos, desde la carretera, y se agachó para examinar una. Vandam abrazó a Elene y la besó. Empezó con un ligero beso en la mejilla, pero se convirtió en un largo abrazo de amor.
Finalmente, Elene se separó, riendo.
—Harás que Billy se avergüence.
—Va a tener que acostumbrarse —dijo Vandam.
Elene dejó de reír.
—¿De veras? —Le preguntó—. ¿Es cierto?
Vandam sonrió y la besó de nuevo.