«Uno de estos días voy a dar a Bogge un puñetazo en la nariz», pensó Vandam.
Aquel día el teniente coronel Bogge estaba peor que nunca: indeciso, sarcástico y susceptible. Tenía una tos nerviosa que empleaba cuando tenía miedo de hablar; y tosía mucho. Estaba muy impaciente; acomodaba montones de papeles en su escritorio; cruzaba y descruzaba las piernas y lustraba su cochina pelota de cricket.
Vandam estaba sentado inmóvil y silencioso, deseando que acabara por enloquecer.
—Mire, Vandam, la estrategia le corresponde a Auchinleck. Su trabajo es evitar filtraciones por vía del personal y no lo está haciendo muy bien.
—Tampoco Auchinleck —dijo Vandam.
Bogge pretendió no oír. Recogió el memorándum de Vandam. Vandam había escrito su plan para engañar al enemigo y lo había presentado formalmente a Bogge, enviando una copia al general.
—En primer término, está lleno de defectos —dijo Bogge.
Vandam no contestó.
—Lleno de defectos —tosió Bogge—. Por un lado, significa permitir que el amigo Rommel atraviese la línea, ¿no es así?
—Quizá el plan dependa de que lo haga.
—Sí. ¿Ve usted? Eso es lo que quiero decir. Si usted presenta un plan lleno de defectos como este, considerando que su reputación se encuentra bastante diezmada por aquí en este momento, bueno, lo echarán de El Cairo a carcajadas. Ahora —tosió— quiere alentar a Rommel a atacar la línea en su punto más débil, dándole una mejor oportunidad de atravesarla. ¿Lo ve usted?
—Sí. Ciertos puntos de la línea son más débiles que otros, y como Rommel cuenta con reconocimiento aéreo, hay una posibilidad de que sepa cuáles son esos puntos.
—Y usted quiere convertir una posibilidad en una certeza.
—Para beneficio de la emboscada posterior.
—Ahora bien, me parece que lo más conveniente es que Rommel ataque la parte más fuerte de la línea, a fin de evitar que pase.
—Pero, si lo rechazamos, se reagrupará y volverá a atacarnos. En cambio, si lo atrapamos, podemos liquidarlo definitivamente.
—¡No, no, no! ¡Peligroso, peligroso! Esta es nuestra última línea de defensa, amigo mío. —Bogge rió—. Después no queda más que un pequeño canal entre él y El Cairo. Usted no parece darse cuenta…
—Me doy cuenta perfectamente, señor. Déjeme explicarle. Uno: si Rommel atraviesa la línea debe desviarse hacia Alam Halfa con la falsa perspectiva de una victoria fácil. Dos: es preferible que ataque Alam Halfa desde el sur debido a las arenas movedizas. Tres: o bien esperamos y vemos qué extremos de la línea ataca y nos arriesgamos a que se dirija hacia el norte, o bien debemos alentarlos a ir hacia el sur, corriendo el riesgo, de ese modo, de aumentar sus posibilidades de atravesar la línea en primer lugar.
—Bien —dijo Bogge—; ahora que lo hemos expresado de otra manera el plan empieza a tener un poco más de sentido. Bueno, mire: va a tener que dejármelo. Cuando disponga de un momento, le pasaré el peine y veré si puedo darle forma. Entonces tal vez lo llevemos a la superioridad.
«Ya veo —pensó Vandam—. El objeto de la maniobra es convertirlo en el plan de Bogge. Bien, ¿qué demonios importa? Si Bogge se molesta en hacer política a estas alturas, allá él. Lo que importa es ganar, no los laureles».
—Muy bien, señor. Permítame solamente destacar el factor tiempo. Si el plan ha de ponerse en práctica, hay que hacerlo con rapidez —dijo Vandam.
—Creo que soy mejor juez en cuanto a esa urgencia, comandante, ¿no le parece?
—Sí, señor.
—Y, a fin de cuentas, todo depende de que se atrape al condenado espía, en lo cual hasta ahora no ha tenido usted mucho éxito. ¿Correcto?
—Sí, señor.
—Yo mismo me haré cargo de la operación esta noche para asegurarme de que no haya más fracasos. Envíeme sus propuestas esta tarde y las revisaremos juntos…
Llamaron a la puerta y el general Povey entró en el despacho. Vandam y Bogge se pusieron en pie.
—Buenos días, señor —dijo Bogge.
—Descansen, caballeros —respondió el general—. Vandam, le he estado buscando.
Bogge dijo:
—Precisamente estábamos trabajando en una idea que se nos ha ocurrido sobre un plan de engaño…
—Sí, he visto el memorándum.
—Ah, Vandam le envió una copia…
Vandam no miró al teniente coronel, pero sabía que estaba furioso con él.
—Sí —contestó el general. Se volvió hacia Vandam—. Comandante, su cometido es perseguir espías, no asesorar a los generales en materia de estrategia. Si pasara menos tiempo explicando cómo ganar la guerra, tal vez podría ser mejor oficial de seguridad.
Vandam se sintió deprimido.
—Precisamente le estaba diciendo… —empezó Bogge.
El general le interrumpió.
—Sin embargo, ya que usted ha hecho esto y teniendo en cuenta que es un plan tan espléndido, quiero que venga conmigo y convenza a Auchinleck. Puede prescindir de él, ¿verdad, Bogge?
—Desde luego, señor —respondió el teniente coronel entre dientes.
—Muy bien, Vandam. La conferencia empezará en cualquier momento. Vamos.
Vandam salió con el general y cerró la puerta de Bogge con mucha suavidad.
El día en que Wolff debía ver de nuevo a Elene, el comandante Smith fue a la casa flotante a la hora del almuerzo.
La información que llevaba era la más valiosa hasta el momento.
Wolff y Sonja siguieron la rutina ya conocida. Wolff se sentía como un actor de una farsa francesa, que debía esconderse, noche tras noche, en el mismo guardarropa del escenario. Sonja y Smith siguieron el libreto, empezaron en el sofá y se trasladaron al dormitorio. Cuando Wolff salió del armario, las cortinas estaban corridas y allí, en el suelo, aparecían el maletín de Smith, sus zapatos y sus pantalones cortos, con el llavero asomando por el bolsillo.
Wolff abrió el maletín y empezó a leer.
Una vez más, Smith había ido a la casa flotante inmediatamente después de la conferencia matutina en el Cuartel General, en la cual Auchinleck y su plana mayor discutían la estrategia aliada y decidían lo que había que hacer.
Después de unos minutos de lectura, Wolff se percató de que tenía en sus manos un informe completo y detallado de las últimas trincheras de defensa de los aliados en la Línea El Alamein.
La línea consistía en artillería situada en las lomas, tanques en el terreno llano y campos minados en todas partes. La cresta de Alam Halfa, a ocho kilómetros detrás del centro de la línea, también estaba fortificada. Wolff observó que el extremo meridional era más débil tanto en tropas como en minas.
El maletín de Smith también contenía un documento con la posición del enemigo. El Servicio de Información aliado pensaba que Rommel trataría de romper la línea en el extremo meridional, pero indicaba la posibilidad de que lo hiciera en el septentrional.
Debajo de esto, escrito en lápiz presumiblemente por Smith, había una nota que Wolff halló más interesante que el resto del material. Decía: «El comandante Vandam propone una emboscada. Alentar a Rommel a pasar por el extremo sur, atraerlo hacia Alam Halfa, atraparlo en las arenas movedizas y luego aplastarlo. Plan aceptado por Auk».
«Auk» era Auchinleck, indudablemente. ¡Qué descubrimiento! Wolff no solo tenía en sus manos los detalles de la línea de defensa aliada. También sabía lo que esperaban que hiciera Rommel y conocía el plan para engañarlo.
¡Y ese plan era de Vandam!
Este se recordaría como el golpe de espionaje más grandioso del siglo. El propio Wolff sería quien asegurara la victoria de Rommel en África del Norte.
«Deberían hacerme rey de Egipto por esto», pensó, y sonrió.
Levantó la vista y vio a Smith en pie entre las cortinas, mirándolo fijamente.
—¿Quién diablos es usted? —rugió el comandante.
Wolff se dio cuenta, con rabia, de que no había prestado atención a los ruidos del dormitorio. Algo no había funcionado, no habían seguido el libreto, no descorcharon el champán. Había estado totalmente concentrado en la evaluación estratégica. Los interminables nombres de divisiones y brigadas, el número de hombres y tanques, las cantidades de combustible y provisiones, las lomas, depresiones y arenas movedizas monopolizaron su atención y le impidieron oír los sonidos cercanos. De repente tuvo miedo de que pudiera verse frustrado en el momento del triunfo.
—¡Maldición, ese es mi maletín! —gritó Smith.
Dio un paso adelante.
Wolff estiró los brazos, agarró el pie de Smith y tiró a un lado y a otro. El comandante cayó y se golpeó contra el suelo con un ruido sordo.
Sonja lanzó un grito.
Wolff y Smith se pusieron rápidamente en pie.
Smith era un hombre pequeño, delgado, diez años mayor que Wolff y en mala forma física. Retrocedió mostrando temor en su rostro. Se golpeó contra un estante, miró a los lados, vio un frutero de cristal tallado, lo tomó y lo arrojó contra Wolff.
Erró; el frutero cayó en el fregadero de la cocina y estalló ruidosamente.
«El ruido —pensó Wolff—. Si hace más ruido alguien vendrá a investigar». Avanzó hacia Smith.
El comandante, con la espalda contra la pared, aulló:
—¡Socorro!
Wolff le golpeó una vez en la barbilla, y Smith se derrumbó, deslizándose por la pared hasta quedar sentado, inconsciente, en el suelo.
Sonja salió y le miró fijamente.
Wolff se frotaba los nudillos.
—Es la primera vez que hago esto—dijo.
—¿Qué?
—Golpear a alguien en la mandíbula y dejarle sin sentido. Pensé que solo los boxeadores lo conseguían.
—¡Eso no importa! ¿Qué hacemos con él?
—No lo sé.
Wolff consideró las posibilidades.
Matar a Smith sería peligroso, pues la muerte de un oficial —y la desaparición de su maletín— provocaría una terrible batahola en toda la ciudad. Debería deshacerse del cadáver. Y Smith no proveería nuevos secretos.
Smith gruñó y se agitó.
Wolff pensó si sería posible dejarle ir. Después de todo si Smith revelaba lo que había estado sucediendo en la casa flotante, él sería el primer perjudicado. No solo arruinaría su carrera, sino que probablemente le meterían en la cárcel. No parecía el tipo de hombre capaz de sacrificarse por una causa superior.
Dejarlo libre… No, era demasiado peligroso. Saber que había un oficial británico en la ciudad que poseía todos los secretos de Wolff… Imposible.
Smith había abierto los ojos.
—Usted… —dijo—. Usted es Slavenburg. —Miró a Sonja y después nuevamente a Wolff—. Fue usted quien me presentó en el Cha-Cha… Todo esto estaba planeado.
—Cállese —ordenó Wolff con suavidad.
Había que matarlo o dejarlo ir: ¿qué otras opciones existían? Solo una: mantenerlo allí, atado y amordazado, hasta que Rommel llegase a El Cairo.
—Ustedes son unos malditos espías —dijo Smith. Su rostro estaba lívido.
Sonja silbó despreciativa:
—Y creíste que estaba loca por tu cuerpo miserable…
—Sí. —Smith se recuperaba—. No debí ser tan estúpido como para confiar en una puta árabe.
Sonja se adelantó y le golpeó la cara con el pie desnudo.
—¡Basta! —Dijo Wolff—. Tenemos que pensar qué vamos a hacer con él. ¿Hay alguna soga para atarlo?
Sonja pensó un momento.
—Arriba, en cubierta, en la gaveta del extremo delantero.
Wolff sacó del cajón de la cocina el pesado hierro que usaba para afilar el cuchillo de trinchar. Se lo dio a Sonja.
—Si se mueve pégale con esto —dijo.
No creía que Smith se moviera.
Estaba a punto de subir la escalera hacia la cubierta cuando oyó pasos en la pasarela.
—¡El cartero! —exclamó Sonja alarmada.
Wolff se arrodilló frente a Smith y sacó su cuchillo.
—Abra la boca.
Smith empezó a decir algo y Wolff deslizó el cuchillo entre los dientes del comandante.
—Si se mueve o habla le cortaré la lengua.
Smith se quedó inmóvil, mirando fijamente a Wolff con gesto de horror.
Wolff se dio cuenta de que Sonja estaba desnuda.
—¡Ponte algo, rápido!
Sonja tomó una sábana de la cama y se envolvió con ella mientras iba al pie de la escalera. La escotilla se estaba abriendo. Wolff sabía que desde allí podían verlo a él y a Smith. Sonja dejó que la sábana se deslizara hacia abajo un poco al levantar el brazo para recibir la carta.
—¡Buenos días! —dijo el cartero.
Sus ojos se clavaron en los pechos semidesnudos de Sonja.
Ella siguió subiendo la escalera, de modo que el cartero tuviera que retroceder y dejó que la sábana se deslizara aún más…
—Gracias —dijo sonriendo tontamente.
Estiró el brazo y cerró la escotilla.
Wolff respiró de nuevo.
Los pasos del cartero cruzaron la cubierta y descendieron por la pasarela.
—Dame esa sábana —dijo Wolff a Sonja.
Ella se la quitó y quedó nuevamente desnuda.
Wolff sacó el cuchillo de la boca de Smith y cortó con él un pedazo de sábana. Arrugó la tela hasta formar una bola y la metió en la boca del comandante, que no se resistió. Wolff puso el cuchillo en la vaina, y se lo alojó bajo el brazo. Se levantó. Smith cerró los ojos. Parecía abatido, derrotado.
Sonja tomó la barra de acero y permaneció dispuesta a golpear a Smith, mientras Wolff subía la escalera hacia la cubierta. La gaveta que Sonja había mencionado estaba a una grada de la proa. Wolff la abrió. Dentro había un rollo de soga fina. Quizá la habían usado para amarrar el barco antes de que se convirtiera en casa flotante. Wolff sacó la cuerda. Era fuerte, pero no demasiado gruesa: ideal para atar las manos y los pies de un cautivo.
Oyó que Sonja gritaba abajo. Le llegó ruido de pisadas sobre la escalera.
Wolff dejó caer la cuerda y giró sobre sí mismo.
Smith, en calzoncillos, salía corriendo por la escotilla.
No estaba tan derrotado como parecía, y Sonja debía de haber fallado con el hierro.
Wolff cruzó a toda velocidad la cubierta, para adelantarse a Smith.
El comandante se volvió, corrió en la otra dirección y saltó al agua.
—¡Maldita sea! —exclamó Wolff.
Miró rápidamente a su alrededor. No había nadie sobre las cubiertas de las otras casas flotantes. Era la hora de la siesta. El camino de sirga estaba desierto, a excepción del «mendigo» —Kemel tendría que hacerse cargo de él— y de un hombre que se alejaba en la distancia. En el río había un par de falúas, por lo menos a cuatrocientos metros y, detrás de ellas, una lenta barcaza de vapor.
Wolff corrió hacia la borda. Smith salió a la superficie, jadeante, en busca de aire. Se limpió los ojos y miró alrededor para orientarse. Era torpe en el agua y chapoteaba mucho. Empezó a nadar desmañadamente, tratando de alejarse de la casa flotante.
Wolff retrocedió varios pasos y saltó al agua.
Cayó con los pies sobre la cabeza de Smith.
Durante varios segundos todo fue confusión. Wolff se hundió bajo el agua en una maraña de brazos y piernas —los suyos y los de Smith— y pugnó por volver a la superficie y, al mismo tiempo, hundir a Smith. Cuando no pudo contener más el aliento se zafó de Smith y ascendió.
Aspiró el aire y se aclaró los ojos. La cabeza de Smith flotaba frente a él, tosiendo y farfullando. Wolff estiró ambos brazos, la agarró e hizo fuerza contra su cuerpo y hacia abajo. Smith se revolvía como un pez. Wolff lo tomó del cuello y lo hundió. Él mismo quedó bajo el agua y un momento después volvió a subir. Smith todavía estaba debajo luchando.
«¿Cuánto tiempo se tarda en ahogar a un hombre?», pensó Wolff.
Smith se sacudió agitadamente y se liberó. Salió a la superficie y aspiró hondo. Wolff trató de golpearlo. Lo logró, pero el puñetazo no tuvo fuerza. Smith tosía y vomitaba, jadeante y estremeciéndose. Trató de alcanzar de nuevo a Smith. Esta vez se puso detrás del comandante y con un brazo le rodeó la garganta, mientras, con el otro, empujaba la cabeza hacia abajo.
«Cristo, espero que nadie esté observando», rogó Wolff.
Smith estaba en el agua con la cara hacia abajo. Wolff le apoyaba la rodilla en la espalda y le mantenía firmemente asida la cabeza. Smith continuó revolviéndose bajo el agua, girando y sacudiéndose, agitando los brazos, dando puntapiés y tratando de retorcer el cuerpo. Wolff lo retuvo con más fuerza bajo el agua.
«¡Ahógate, desgraciado, ahógate!».
Wolff vio abiertas las mandíbulas de Smith y supo que por fin estaba tragando agua. Las convulsiones fueron frenéticas. Wolff se dio cuenta de que iba a tener que soltarlo. Los esfuerzos de Smith le impulsaban hacia abajo. Wolff apretó los párpados y contuvo el aliento. Parecía que Smith se debilitaba. «Sus pulmones debían de estar medio llenos de agua», pensó el espía. Después de unos segundos, él mismo empezó a necesitar aire.
Los movimientos de Smith se hicieron más débiles. Wolff sujetó al comandante con menos fuerza, pataleó impulsándose hacia arriba y buscó el aire. Durante un minuto solo respiró. Smith se convirtió en un peso muerto. Wolff usó casi exclusivamente las piernas para nadar hacia la casa flotante arrastrando a Smith con él. La cabeza del militar sobresalía del agua, pero no había indicios de vida.
Wolff llegó al costado del barco. Sonja estaba en cubierta, en bata, mirando atentamente por la borda.
—¿Alguien lo ha visto? —preguntó Wolff.
—No lo creo. ¿Está muerto?
—Sí.
«¿Qué demonios hago ahora?», se preguntó Wolff.
Sostuvo a Smith contra el flanco del barco. «Si lo suelto ahora, flotará —pensó—. Encontrarán el cuerpo cerca de aquí e investigarán casa por casa. Pero no puedo acarrear un cadáver a través de media ciudad para librarme de él».
De repente, el comandante se sacudió y vomitó agua.
—¡Cristo, está vivo! —exclamó Wolff.
Empujó de nuevo a Smith, sacó su cuchillo y arremetió. Smith estaba bajo el agua, moviéndose débilmente. Wolff no podía dirigir el arma. Lanzó una cuchillada salvaje. El agua le estorbaba. Smith se sacudió con violencia y el agua espumosa se tiñó de rojo. Finalmente, Wolff consiguió agarrar a Smith por el cuello y sujetarle la cabeza mientras lo degollaba.
Por fin estaba muerto.
Wolff soltó a Smith mientras guardaba otra vez el cuchillo. Alrededor de él el agua del río adquirió un color rojo barroso. «Estoy nadando en sangre», pensó y, de repente, sintió asco.
El cuerpo se alejaba a la deriva. Wolff tiró de él. Se dio cuenta demasiado tarde de que un comandante ahogado podía haber caído al río sin más, pero un comandante con la garganta rebanada, indudablemente había sido asesinado. Tenía que esconder el cadáver.
Miró hacia arriba.
—¡Sonja!
—Me encuentro mal.
—Eso no importa. Tenemos que hundir el cuerpo en el fondo.
—¡Oh, Dios mío, el agua está llena de sangre!
—¡Escucha! —Quería gritarle para hacerla reaccionar, pero debía mantener un tono de voz bajo—. Busca…, busca esa cuerda. ¡Ve!
Sonja desapareció de la vista un momento y regresó con la cuerda. Era inútil, decidió Wolff: tendría que decirle exactamente lo que debía hacer.
—Ahora, toma el maletín de Smith y mete algo pesado en él.
—Algo pesado…, pero ¿qué?
—Bendito sea Dios… ¿Qué tenemos que sea pesado? ¿Qué es pesado? Hum…, ¿libros? Los libros son pesados; no, puede no ser suficiente…, ya sé: botellas. Botellas llenas, botellas de champán. Llena el maletín con botellas de champán.
—¿Por qué?
—¡Dios, deja de temblar; haz lo que te digo!
Sonja se alejó otra vez. Por la portilla la vio bajar la escalera y entrar en el cuarto. Se movía muy lentamente, como una sonámbula.
«¡Deprisa, puta gorda, deprisa!».
Sonja miró alrededor, atolondrada. Moviéndose todavía como a cámara lenta, levantó el maletín del suelo. Lo llevó a la cocina y abrió la nevera. Miró dentro como si fuera a decidir lo que iba a cenar.
«¡Adelante!».
Sonja tomó una botella de champán. Permaneció con la botella en una mano y el maletín en la otra y arrugó la frente, como si no recordara lo que debía hacer con ellos. Por fin se aclaró su expresión y puso la botella en el maletín, acostada. Sacó otra botella.
Wolff pensó: «Pie con boca, idiota, así caben más». Sonja puso la segunda botella, la miró, luego la retiró y la invirtió.
«Genial», pensó Wolff.
Se las arregló para meter cuatro botellas. Cerró la nevera y miró alrededor buscando algo más que agregar. Recogió el afilador y el pisapapeles de vidrio. Los metió en el maletín y luego lo cerró. Después subió a cubierta.
—¿Y ahora qué? —dijo.
—Ata la punta de esta cuerda al asa del maletín.
Sonja estaba saliendo de su confusión. Sus dedos se movían más rápidamente.
—Bien fuerte —dijo Wolff.
—De acuerdo.
—¿Hay alguien alrededor?
Sonja lanzó una mirada a izquierda y derecha.
—No.
—¡Date prisa!
Terminó de hacer el nudo.
—Arrójame la cuerda —dijo Wolff.
Sonja dejó caer el otro extremo de la cuerda y Wolff la atrapó. Estaba cansado por el esfuerzo de mantenerse a flote y sostener al mismo tiempo el cadáver. Durante un instante tuvo que soltar a Smith, porque necesitaba ambas manos para servirse de la cuerda, lo que significaba que debía pernear furiosamente en el agua para mantenerse a flote. Pasó la cuerda bajo las axilas del muerto y dio dos vueltas alrededor del torso. Luego hizo un nudo. Durante la operación se hundió varias veces y en una ocasión tragó una repugnante bocanada de agua sanguinolenta.
Por fin, el trabajo quedó terminado.
—Prueba ese nudo—pidió a Sonja.
—Está apretado.
—Arroja el maletín al agua, lo más lejos que puedas.
Sonja lanzó el maletín sobre la borda. Cayó a unos dos metros de la casa flotante —era demasiado pesado para que ella pudiera tirarlo lejos— y se hundió. Lentamente, la cuerda siguió al maletín. El tramo entre Smith y la valija se atirantó y luego el cuerpo se sumergió. Wolff observó la superficie. Los nudos resistían. Pateó debajo del agua, donde había desaparecido el cuerpo: no tocó nada. El cadáver había descendido a la profundidad.
—Lieber Gott, ¡qué desastre! —murmuró Wolff.
Trepó a cubierta. Miró hacia abajo y vio que la mancha rosada estaba desapareciendo rápidamente del agua.
Escuchó una voz que decía:
—¡Buenos días!
Wolff y Sonja se giraron en redondo para mirar al camino de sirga.
—¡Buenos días! —respondió Sonja. Murmuró a Wolff—: Una vecina.
La vecina era una mestiza de mediana edad, que llevaba un cesto con compras.
—He oído mucho ruido. ¿Pasa algo malo? —preguntó.
—Hum… no —contestó Sonja—. Mi perrito se cayó al agua y el señor Robinson ha tenido que rescatarlo.
—¡Qué valiente! No sabía que tuviera un perro.
—Es un cachorro, un regalo.
—¿De qué raza?
Wolff quería gritarle: «¡Lárgate, vieja estúpida!».
—Es un perro de lanas —respondió Sonja.
—Me encantaría verlo.
—Mañana quizá. Ahora está encerrado, como castigo.
—Pobrecito.
Wolff dijo:
—Más vale que me quite la ropa mojada.
Sonja se dirigió a la vecina:
—Hasta mañana.
—Encantada de conocerle, señor Robinson —dijo la vecina.
Wolff y Sonja bajaron.
Sonja se arrojó sobre el sofá y cerró los ojos. Wolff se quitó la ropa.
—Esto es lo peor que me ha ocurrido jamás —murmuró Sonja.
—Sobrevivirás —la consoló Wolff.
—Por lo menos, era inglés.
—Sí. Deberías estar saltando de alegría.
—Lo haré cuando se tranquilice mi estómago.
Wolff fue al cuarto de baño y abrió los grifos de la bañera. Cuando regresó, Sonja dijo:
—¿Valía la pena?
—Sí. —Wolff señaló los documentos militares que todavía se encontraban en el suelo, donde los había dejado caer cuando Smith lo sorprendió—. Ese material es sensacional, lo mejor que nos ha traído. Con él, Rommel puede ganar la guerra.
—¿Cuándo lo mandarás?
—Hoy a medianoche.
—Esta noche vas a traer aquí a Elene.
Wolff la miró fijamente.
—¿Cómo puedes pensar en eso cuando acabamos de matar a un hombre y de hundir su cuerpo?
Sonja se enfrentó a él, desafiante.
—No lo sé; solo sé que me siento muy excitada.
—¡Dios mío!
—Traerás aquí a Elene esta noche. Me lo debes.
Wolff dudó.
—Tendría que transmitir con ella presente.
—La mantendré ocupada mientras usas la radio.
—No sé…
—¡Maldición, Alex, me lo debes!
—Está bien.
—Gracias.
Wolff fue al cuarto de baño. «Sonja era increíble —pensó—. Llevaba la depravación a nuevas cotas de pensamiento». Se metió en el agua caliente.
—Pero ahora Smith no te traerá más secretos —gritó Sonja desde el dormitorio.
—No creo que lo necesitemos, después de la próxima batalla —replicó Wolff—. Ha cumplido su misión.
Tomó el jabón y empezó a quitarse la sangre.