Cuando Vandam llegó a su oficina se enteró de que, desde la noche anterior, Rommel se encontraba a menos de cien kilómetros de Alejandría.
Parecía imposible detenerlo. La Línea Mersa Matruh se había quebrado en dos como un fósforo. Al sur, el Decimotercer Cuerpo se replegaba desordenadamente, y en el norte la fortaleza de Mersa Matruh había capitulado. Los aliados retrocedían otra vez… Pero esta sería la última. La nueva línea se extendía a lo largo de una franja de cuarenta y ocho kilómetros entre el mar y la infranqueable depresión Qattara, y si esa línea caía, ya no habría más defensas y Egipto sería de Rommel. La noticia no bastó para ensombrecer la alegría de Vandam.
Habían transcurrido más de veinticuatro horas desde que despertó, en la madrugada, sobre el sofá del salón, con Elene en sus brazos. Desde entonces estaba saturado de una especie de júbilo adolescente. Recordaba permanentemente los detalles: lo morenos que eran sus pechos, el sabor de su piel… En la oficina se comportaba de forma inusitada, lo sabía. Había devuelto una carta a su mecanógrafa diciendo «Hay siete errores aquí, más vale que la haga de nuevo», y sonriendo alegremente. Ella casi se había caído de la silla. Pensaba en Elene y se decía a sí mismo: «¿Por qué no?», y no encontraba respuesta.
Le visitó temprano un oficial de la Unidad Especial de Enlace. Cualquiera que estuviese al tanto de lo que sucedía en el Cuartel General sabía que la UEE tenía una fuente de información muy especial, ultra secreta. Las opiniones sobre la bondad de la información diferían, y era difícil la evaluación pues nunca revelaban la fuente. Brown, que tenía el rango de capitán, pero que no era un militar, se inclinó sobre el borde de la mesa y habló con la pipa en la boca.
—¿Los van a evacuar, Vandam?
Aquellos muchachos vivían en un mundo propio y no tenía objeto decirle que un capitán debía llamar «señor» a un comandante.
—¿Evacuar? ¿Por qué? —preguntó Vandam.
—Nuestro grupo sale para Jerusalén como todos los que saben demasiado. Hay que poner a la gente fuera del alcance enemigo, ya sabe.
—¿Quiere decir que la superioridad se está inquietando?
Era lógico: Rommel podía cubrir cien kilómetros en un solo día.
—Habrá disturbios en la estación, ya verá…, medio El Cairo tratando de salir y el otro medio arreglándose para estar listo en el momento de la liberación. ¡Ja!
—No le dirán a muchos que van a…
—No, no, no. Ahora bien, tengo algo para usted. Todos sabemos que Rommel tiene un espía en El Cairo.
—¿Cómo lo saben? —preguntó Vandam.
—La cosa viene de Londres, amigo. Al parecer, lo identificaron como «el héroe del asunto de Rashid Alí». ¿Significa algo para usted?
Vandam quedó estupefacto.
—¡Sí! —exclamó.
—Bien, eso es todo.
Brown se alejó de la mesa.
—Un momento —dijo Vandam—. ¿Eso es todo?
—Me temo que sí.
—¿De qué se trata? ¿De un mensaje descifrado o del informe de un agente?
—Basta con decir que la fuente es responsable.
—Ustedes siempre dicen eso.
—Sí. Bueno, quizá tardemos en vernos. Buena suerte.
—Gracias —murmuró Vandam distraídamente.
—¡Hasta la vista!
Brown salió echando bocanadas de humo.
El héroe del asunto de Rashid Alí. Era increíble que Wolff fuese el hombre que había burlado a Vandam en Estambul. Pero tenía sentido: recordaba el extraño sentimiento que tenía con respecto a la manera de hacer de Wolff, como si fuera conocida. A la muchacha que Vandam había enviado a buscar al hombre misterioso la habían degollado.
Y él iba a mandar a Elene contra el mismo hombre.
Entró un cabo con una orden. Vandam la leyó con creciente incredulidad. Todos los departamentos debían sacar de sus archivos los documentos que pudieran ser peligrosos en manos enemigas y quemarlos. Casi todo; los archivos en una sección de información podían ser peligrosos en manos enemigas. «También podíamos quemar absolutamente todo, maldita sea», pensó Vandam. ¿Y cómo trabajarían después los departamentos? Resultaba evidente que la superioridad creía que esos departamentos no iban a seguir trabajando mucho más tiempo. Por supuesto, era una medida de precaución; pero muy drástica. No destruirían el producto acumulado en años de labor a menos que creyeran que existía, en verdad, una probabilidad palpable de que los alemanes capturaran Egipto.
«Está haciéndose pedazos —pensó Vandam—. Está derrumbándose todo».
Era inconcebible. Vandam había entregado tres años de su vida a la defensa de Egipto. Miles de hombres habían muerto en el desierto. Después de todo eso, ¿era posible que fueran a perder? ¿Abandonar todo, volverse y escapar? Era insoportable pensarlo.
Llamó a Jakes y le hizo leer la orden. Jakes se limitó a asentir con la cabeza, como si la hubiera estado esperando.
—Un tanto drástica, ¿no? —dijo Vandam.
—Es como lo que ha estado ocurriendo en el desierto, señor —replicó Jakes—. Levantamos gigantescos depósitos de suministros, a enorme costo, y cuando retrocedemos lo hacemos volar para evitar que caigan en manos del enemigo.
Vandam estaba de acuerdo.
—Muy bien, más vale que ponga manos a la obra. Trate de restarle importancia… Ya sabe, por el estado de ánimo; diga que la superioridad se atemoriza innecesariamente, algo de ese tenor.
—Sí, señor. ¿Podemos hacer la fogata en el patio de atrás?
—Sí. Busque un cubo para la basura y hágale unos agujeros en el fondo. Asegúrese de que el material prenda bien.
—¿Qué hará con sus archivos?
—Los revisaré ahora.
—Muy bien, señor.
Jakes salió.
Vandam abrió el cajón de su archivo y empezó a clasificar sus documentos. Incontables veces en los últimos tres años, había pensado: «No necesito recordar eso, siempre puedo mirar aquí». Había nombres y direcciones, informes de seguridad sobre personas, detalles de códigos, sistemas de comunicación de órdenes, observaciones sobre casos y una pequeña carpeta con anotaciones sobre Alex Wolff. Jakes llevó una caja grande de cartón, con la impresión «LIPTON'S TEA» en un costado y Vandam empezó a meter papeles pensando: «Este es el sabor de la derrota».
La caja estaba a medio llenar cuando un cabo abrió la puerta y dijo:
—El comandante Smith quiere verle, señor.
—Que entre.
Vandam no conocía a ningún comandante Smith.
Smith era un hombre pequeño, delgado, cuarentón, con ojos azules bulbosos y aire de estar bastante satisfecho de sí mismo. Le dio la mano y dijo:
—Sandy Smith, SSI.
Vandam preguntó:
—¿Qué puedo hacer por el Servicio Secreto de Información?
—Soy una especie de enlace entre el SSI y el Cuartel General —explicó Smith—. Usted hizo una pregunta acerca de un libro llamado Rebeca…
—Sí.
—La respuesta llegó por nuestros conductos.
Smith le entregó un papel.
Vandam leyó el mensaje. El jefe del puesto del SSI en Portugal había realizado la investigación sobre Rebeca enviando a uno de sus hombres a visitar todas las librerías extranjeras del país. En la zona turística de Estoril, un librero recordaba haber vendido todo su remanente —seis ejemplares de Rebeca— a una mujer. Después de una investigación, resultó que la mujer era la esposa del agregado militar alemán en Lisboa.
—Esto confirma algo que sospechaba. Gracias por molestarse en traerlo —dijo Vandam.
—No es ninguna molestia. De cualquier manera, vengo todas las mañanas. Celebro serle útil.
Smith se retiró.
Vandam meditó sobre la novedad mientras continuaba su trabajo. Solo existía una explicación factible al hecho de que el libro hubiera ido de Estoril al Sahara. Indudablemente era la base de un código. Y a menos que hubiera en El Cairo dos espías alemanes, el que estaba usando ese código era Alex Wolff.
Tarde o temprano la información sería útil. Era una lástima que no hubiera capturado la clave del código junto con el libro y el texto descifrado. La idea le recordó la importancia de quemar sus documentos secretos, y decidió ser más despiadado con respecto a lo que iba a destruir.
Al final pensó en la carpeta sobre sueldos y promociones de los subordinados y decidió quemarla también, pues podrían ayudar a los equipos de investigación enemigos a establecer prioridades. La caja estaba llena. Se la puso sobre un hombro y salió al exterior.
Jakes había hecho una hoguera en un tanque de agua oxidado levantado sobre ladrillos. Un cabo arrojaba papeles a las llamas. Vandam volcó su caja y observó el fuego durante unos instantes. Le recordaba la noche de Guy Fawkes, en Inglaterra, los fuegos artificiales y las patatas al horno y la efigie en llamas de un traidor del siglo XVII. Los trozos de papel carbonizados ascendían flotando en una columna de aire caliente. Vandam se alejó.
Quería meditar, de modo que decidió caminar. Dejó el Cuartel General y se dirigió al centro. Le dolía la mejilla. Pensó que debía aceptar el dolor de buen grado, porque supuestamente era señal de que la herida estaba cicatrizándose. Estaba dejándose la barba para cubrir la herida, a fin de no tener un aspecto tan desagradable cuando le quitaran el esparadrapo. Cada día disfrutaba por no tener que afeitarse.
Pensó en Elene, y la recordó con la espalda arqueada y el sudor reluciendo en sus pechos desnudos. Lo ocurrido después de besarla le había causado un sobresalto, pero también le había conmovido profundamente. Fue una noche de primeras veces para él: la primera vez que hizo el amor en otro sitio que no fuera una cama, la primera vez que vio a una mujer tener un clímax como el de un hombre y la primera vez que la relación sexual fue un abandono mutuo en lugar de la imposición de su voluntad. Por supuesto, era un desastre que él y Elene se hubieran enamorado tan felizmente. Sus padres, sus amigos y el ejército se horrorizarían ante la idea de que se casara con una wogs. Su madre intentaría explicarle el crimen de los judíos en rechazar a Jesús. Vandam decidió no preocuparse por eso. Él y Elene podían estar muertos dentro de unos días. «Nos calentaremos al sol mientras dure —pensó—, y al diablo con el porvenir».
Sus pensamientos regresaban constantemente a la chica que, en apariencia, Wolff había degollado en Estambul. Le aterraba que el jueves algo saliera mal y Elene se encontrara otra vez sola con Wolff.
Al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que había un sentimiento de fiesta en el aire. Pasó frente a una peluquería de señoras y observó que estaba repleta, con mujeres que esperaban de pie. Las tiendas de moda parecían hacer buen negocio. Una mujer salió de un almacén con una cesta llena de alimentos enlatados, y Vandam vio que en la puerta de la tienda había una cola que se extendía a lo largo de la acera. En un cartel enganchado en la vidriera del establecimiento vecino se podía leer con una letra apresuradamente garabateada: «No se hacen maquillajes». Vandam se dio cuenta de que los egipcios se estaban preparando para ser liberados, y que estaban esperando el momento.
No pudo impedir un sentimiento de fatalidad inminente. Hasta el cielo parecía oscuro. Miró hacia arriba: el cielo estaba oscuro. Daba la impresión de que caía sobre la ciudad una llovizna gris, turbulenta, salpicada de partículas. Se percató de que era humo mezclado con papel carbonizado. En todo El Cairo, los británicos estaban quemando sus archivos, y el humo sucio había oscurecido el sol.
Vandam se sintió de repente furioso consigo mismo y con el resto de los ejércitos aliados por disponerse tan tranquilamente a la derrota. ¿Dónde estaba el espíritu de la batalla de Bretaña? ¿Qué había ocurrido con la famosa combinación de obstinación, ingenio y coraje que supuestamente caracterizaban a la nación? «¿Qué piensas hacer tú al respecto?», se preguntaba Vandam.
Dio media vuelta y caminó de regreso a Garden City, donde estaba alojado el Cuartel General, en casas confiscadas. Se representó mentalmente el mapa de la Línea de El Alamein, donde los aliados tendrían su última posición. Rommel no podía rodear esa línea, porque en su extremo meridional se encontraba la vasta e infranqueable depresión Qattara. Así pues, tendría que romperla.
¿Dónde trataría de irrumpir? Si lo hiciera en el extremo norte, entonces tendría que elegir entre lanzarse con rapidez sobre Alejandría y dar la vuelta y atacar a las fuerzas aliadas por la retaguardia. Si fuera por el extremo sur, o bien tendría que dirigirse de forma acelerada a El Cairo, o de nuevo dar la vuelta y destruir los restos de las fuerzas aliadas.
Detrás de la línea estaba la cresta de Alam Halfa, fuertemente armada. Resultaba evidente que sería mejor para los aliados que Rommel diera la vuelta después de irrumpir a través de la línea, porque en ese caso podía agotar su poderío atacando Alam Halfa.
Había un factor más. El acceso sur de Alam Halfa corría a través de traicioneras arenas movedizas. Era imposible que Rommel conociera esas arenas, porque nunca había penetrado tan profundamente en dirección este, y solo los aliados tenían buenos mapas del desierto.
«De modo que mi deber es impedir que Alex Wolff diga a Rommel que Alam Halfa está bien defendida y no se la puede atacar desde el sur», pensó Vandam. Era un plan muy negativo.
Vandam, sin habérselo propuesto conscientemente, había llegado a la Villa les Oliviers, la casa de Wolff. Se sentó en el parque que se encontraba frente a ella, bajo los olivos, y observó el edificio, como si pudiera decirle dónde estaba Wolff. Pensaba al azar: «Si Wolff cometiera un error y alentara a Rommel para atacar Alam Halfa desde el sur…». Entonces tuvo una idea.
«Supongamos que sí capturo a Wolff. Supongamos que también consigo su radio. Supongamos que incluso encuentro la clave de su código. En tal caso podría suplantar a Wolff, ponerme en contacto con Rommel por radio y decirle que ataque Alam Halfa desde el sur».
La idea floreció rápidamente en su mente y empezó a sentirse exaltado. Rommel ya estaba convencido, con razón, de que la información de Wolff era buena. «Supongamos que recibe un mensaje del espía que diga que la Línea de El Alamein es débil en el extremo sur, que el acceso meridional a Alam Halfa y que la propia Alam Halfa está escasamente defendida. La tentación sería muy fuerte para que Rommel se resistiera. Rompería la línea en el extremo sur y luego viraría hacia el norte, confiado en tomar Alam Halfa sin mayores obstáculos. Entonces caería en las arenas movedizas. Mientras luchase por atravesarlas, nuestra artillería diezmaría sus fuerzas. Cuando llegara a Alam Halfa la hallaría fuertemente defendida. En ese punto desplazaríamos más fuerzas desde la línea del frente y aplastaríamos al enemigo como con un cascanueces…».
Si la emboscada resultaba, no solo podía salvar Egipto sino aniquilar el Afrika Korps.
«Tengo que presentar esta idea a la superioridad», decidió Vandam.
No sería fácil. Su situación no era muy buena en los últimos tiempos. En realidad, su reputación profesional estaba arruinada por culpa de Alex Wolff. Pero seguramente reconocerían la bondad de la idea.
Se levantó del banco y se dirigió a su oficina. De pronto, el porvenir parecía diferente. Quizá la bota alta no resonaría sobre los suelos embaldosados de las mezquitas. Quizá los tesoros de los museos egipcios no fueran embarcados hacia Berlín. Quizá Billy no tendría que unirse a las Juventudes Hitlerianas. Quizá a Elene no la enviarían a Dachau.
«Todos podemos salvarnos», pensó.
«Si atrapo a Wolff».