7

El mensaje llegó un día después de la partida del padre de Elene hacia Jerusalén. Un muchachito se presentó en su puerta con un sobre. Elene le dio una propina y leyó la nota. Era breve. «Mi querida Elene: La espero en el Oasis Restaurant el próximo jueves, a las ocho. Estoy ansioso de verla. Afectuosamente, Alex Wolff». A diferencia de su forma de hablar, la redacción de Wolff tenía una rigidez que parecía alemana, pensó la muchacha. Pero quizá solo fuera su imaginación. Jueves; dentro de dos días. No sabía si alegrarse o asustarse. Su primera idea fue telefonear a Vandam, pero luego dudó.

Sentía una intensa curiosidad por aquel comandante inglés. Sabía muy poco de él. ¿Qué hacía cuando no estaba cazando espías? ¿Escuchaba música, coleccionaba sellos, mataba patos? ¿Le interesaba la poesía, la arquitectura, las alfombras antiguas? ¿Cómo era su casa? ¿Con quién vivía? ¿De qué color era su pijama?

Elene quería hacer las paces; y ver dónde vivía Vandam. Tenía una buena excusa para ponerse en contacto con él, pero en lugar de telefonearle iría a su casa.

Decidió cambiarse de vestido; luego decidió bañarse primero, después decidió lavarse también la cabeza. Sentada en el baño pensaba en el vestido que se pondría. Recorrió mentalmente las ocasiones en que había visto a Vandam y trató de recordar qué ropa llevaba. Él nunca le había visto el vestido rosa pálido con hombreras y botones en la parte delantera; ese era muy bonito.

Se puso un poco de perfume, y después la ropa interior de seda que Johnnie le había regalado, y que siempre la hacía sentirse tan femenina. Su cabello corto ya estaba seco y se sentó frente al espejo, para peinarse. Las hebras finas y oscuras brillaban después del lavado. «Estoy encantadora», pensó, y sonrió, seductora, hacia el espejo.

Salió del apartamento con la nota de Wolff. A Vandam le interesaría ver su caligrafía. Le interesaría cualquier pequeño detalle relativo a Wolff, quizá porque nunca se habían visto cara a cara, excepto en la oscuridad, o de lejos. La letra era muy cuidada, fácilmente legible, casi como los rótulos de un artista. Vandam sacaría alguna conclusión.

Se dirigió a Garden City. Eran las siete y Vandam trabajaba hasta tarde, de manera que tenía tiempo de sobra. El sol todavía relucía y Elene disfrutaba del calor que sentía en los brazos y piernas mientras caminaba. Un grupo de soldados silbó a su paso, y ella, de excelente humor, les sonrió, de modo que la siguieron unas manzanas, hasta que se desviaron hacia un bar.

Se sentía alegre y temeraria. ¡Qué buena idea había tenido al ir a casa de Vandam! Mucho mejor que permanecer sola en el apartamento. Había estado demasiado tiempo sola. Para sus amantes, ella solo existía cuando tenían tiempo de visitarla; y, a su vez, también había adoptado esa actitud, de modo que cuando ellos no estaban sentía que no tenía nada que hacer, ningún papel que desempeñar, que no era nadie. Pero había terminado con todo eso. Al hacer lo que estaba haciendo, al ir al encuentro de Vandam sin ser invitada, tenía la sensación de ser ella misma y no una persona que otro soñaba. Casi le daba vértigo.

Encontró la casa enseguida. Era una pequeña villa de estilo francés colonial, llena de columnas y ventanas altas. La piedra blanca reflejaba el sol del atardecer con un brillo cegador. Recorrió el corto camino de la entrada, tocó el timbre y esperó a la sombra del pórtico.

Un egipcio de edad avanzada, calvo, salió a la puerta.

—Buenas tardes, señora —dijo con el tono típico de un mayordomo inglés.

—Quisiera ver al comandante Vandam. Soy Elene Fontana.

—El comandante no ha regresado a casa todavía, señora —dijo el sirviente titubeando.

—Tal vez podría esperar —sugirió ella.

—Desde luego, señora.

Se hizo a un lado para dejarla entrar.

Elene cruzó el umbral. Miró alrededor con impaciencia nerviosa. Se encontraba en un vestíbulo con suelo de mosaico y techo alto. Antes de que pudiera captarlo todo, el sirviente dijo:

—Por aquí, señora. —La condujo a un salón—. Me llamo Gaafar. Por favor, avíseme si necesita algo.

—Gracias, Gaafar.

El sirviente salió. Elene se sentía emocionada por estar en la casa de Vandam y poder tener libertad para mirarlo todo. El salón tenía un hogar de mármol enorme y una gran cantidad de muebles ingleses. Elene tenía la impresión de que no lo había amueblado él. Todo estaba limpio y ordenado, y no tenía mucho uso. ¿Qué decía eso del carácter de Vandam? Quizá nada.

Se abrió la puerta y entró un muchachito. Era muy bien parecido, de cabello castaño rizado y la tersa piel de la preadolescencia. Parecía tener unos diez años. Le resultó vagamente familiar.

El niño dijo:

—Hola, soy Billy Vandam.

Elene lo contempló horrorizada. ¡Un hijo! ¡Vandam tenía un hijo! Comprendió por qué le resultaba familiar: se parecía a su padre. ¿Por qué no se le habría ocurrido nunca que Vandam podía estar casado? Un hombre como aquel —encantador, amable, apuesto, inteligente— no era probable que llegara a los cuarenta sin ser atrapado. ¡Qué tonta había sido en pensar que ella podía ser la primera en desearlo! Se sintió tan estúpida que se sonrojó.

Estrechó la mano de Billy.

—Encantada. Soy Elene Fontana.

—Nunca sabemos a qué hora vuelve papá a casa —dijo Billy—. Deseo que no tenga que esperar demasiado.

Elene todavía no había recuperado la serenidad.

—No te preocupes, no me molesta, no importa…

—¿Quiere alguna bebida, o algo?

Era muy cortés, como su padre, con una formalidad que, por alguna razón, desarmaba. Elene contestó:

—No, gracias.

—Bien; tengo que cenar. Siento dejarla sola.

—No importa…

—Si necesita algo, llame a Gaafar.

—Gracias.

El niño salió y Elene se sentó pesadamente. Estaba desorientada, como si en su propia casa hubiera encontrado la puerta de un cuarto cuya existencia desconocía. Advirtió una fotografía sobre la repisa de la chimenea y se levantó para mirarla. Era la fotografía de una mujer hermosa, de poco más de treinta años; una mujer serena, de aspecto aristocrático, con una sonrisa ligeramente altanera. Elene admiró el vestido que lucía, sedoso y suelto, que caía en pliegues elegantes sobre su esbelta figura. El cabello y el maquillaje de la mujer eran perfectos. Los ojos resultaban asombrosamente familiares, diáfanos y perceptivos, y de un color claro.

Elene se dio cuenta de que Billy tenía esos ojos. Aquella, pues, era la madre de Billy… La esposa de Vandam. Por supuesto, era el tipo de mujer que podía ser su esposa, una clásica belleza inglesa con aire de superioridad.

Sintió que se había comportado como una loca. Mujeres como aquella hacían cola para casarse con hombres como Vandam. ¡Como si él las fuera a descartar a todas solo para caer ante una mantenida egipcia! Recitó las cosas que la separaban de él: Vandam era respetable y ella tenía mala fama; él era británico y ella era egipcia; él era cristiano —presumiblemente— y ella judía; él había sido bien criado y ella había salido de los arrabales de Alejandría; él tenía casi cuarenta y ella veintitrés… La lista era larga.

Plegada detrás del marco de la fotografía había una página arrancada de una revista. El papel era viejo y amarilleaba. La página tenía aquella misma fotografía. Elene vio que era de la revista llamada The Tatler. Había oído referencias de ella: la leían mucho las esposas de los coroneles de El Cairo, porque informaba sobre los acontecimientos triviales de la sociedad londinense: fiestas, bailes, almuerzos de beneficencia, apertura de galerías y actividades de la realeza británica. La fotografía de la señora Vandam ocupaba casi toda la página. Un párrafo impreso debajo de la fotografía informaba que Angela, hija de sir Peter y lady Beresford, se había comprometido en matrimonio con el teniente William Vandam, hijo de los señores Vandam, de Gately, Dorset. Elene volvió a doblar la página y la colocó en su lugar.

El cuadro familiar estaba completo. Atractivo oficial británico; esposa inglesa serena, segura de sí misma; hijo encantador e inteligente; casa hermosa; dinero, clase y felicidad. Todo lo demás era un sueño.

Vagó por el cuarto preguntándose si albergaría otras sorpresas. Por supuesto, lo había amueblado la señora Vandam, con un gusto perfecto aunque poco vivaz. El dibujo decoroso de las cortinas combinaba con el moderado tono del tapizado y del elegante empapelado a rayas de las paredes. Elene pensaba cómo sería el dormitorio. Un gusto demasiado frío, adivinaba. Quizá el color más destacado fuera verde azulado, el matiz que ellos llamaban verde Nilo, aunque no se parecía lo más mínimo al agua fangosa del río. ¿Tendría camas gemelas? Imaginaba que sí. Nunca lo sabría.

Contra una de las paredes había un pequeño piano vertical. Se preguntó quién lo tocaría. Quizá la señora Vandam se sentaba allí a veces, durante las veladas, llenando el aire con Chopin mientras Vandam reposaba en el sillón, allá, observándola cariñosamente. Quizá Vandam se acompañaba mientras cantaba románticas baladas a su esposa, con firme voz de tenor. Tal vez Billy tenía un preceptor y todas las tardes practicaba escalas vacilantes, cuando volvía de la escuela. Recorrió el montón de partituras que había en el asiento del piano. Tenía razón en lo de Chopin; allí estaban todos los valses.

Tomó una novela que había sobre el piano y la abrió. Leyó la primera línea: «Anoche soñé que volvía a Manderley». Las frases iniciales la intrigaron y se preguntó si Vandam la estaría leyendo. Quizá podría pedírsela prestada: sería agradable tener algo suyo. Por otra parte, tenía la impresión de que Vandam no era un gran lector de literatura novelesca. Elene no quería pedirle prestado el libro a su esposa.

Billy entró. Ella puso el libro en su lugar, sintiéndose súbita e irracionalmente culpable, como si hubiese estado curioseando. Billy observó el ademán.

—Ese no es bueno —dijo—. Es sobre una muchacha tonta que teme al ama de llaves de su esposo. No hay acción.

Elene se sentó y Billy también, frente a ella. Evidentemente, iba a entretenerla. Era una miniatura de su padre, excepto por aquellos ojos gris claro.

—¿Así que lo has leído? —le preguntó.

—¿Rebeca? Sí. No me gustó mucho. Pero siempre leo los libros hasta el final.

—¿Qué te gusta leer?

—Los que más me agradan son los tecs.

—¿Tecs?

—Detectives. He leído todo lo de Agatha Christie y Dorothy Sayers. Pero me gustan, más que nada, los americanos, S. S. Van Dine y Raymond Chandler.

—¿De veras? —Elene sonrió—. A mí también me gustan las historias de detectives. No leo otra cosa.

—¡Oh! ¿Cuál es su tec favorito?

Elene reflexionó.

—Maigret.

—Nunca lo había oído mencionar. ¿Cómo se llama el autor?

—Georges Simenon. Escribe en francés, pero algunos de sus libros han sido traducidos al inglés. Generalmente la acción transcurre en París. Son muy… complicados.

—¿Me gustaría? Es muy difícil conseguir libros nuevos. He leído todos los que hay en la casa y los de la biblioteca de la escuela. Y hago intercambio con mis amigos; pero ¿sabe usted?, les gusta leer cuentos sobre aventuras de vacaciones infantiles.

—Muy bien —dijo Elene—. Vamos a hacer un trueque. ¿Qué tienes para prestarme? Creo que no he leído ninguno americano.

—Le prestaré uno de Chandler. Los americanos se parecen más a la realidad, ¿sabe? He dejado esas historias de casas de campo inglesas y gente que probablemente no podría matar una mosca.

Era raro, pensaba Elene, que un niño para el que la casa de campo inglesa podía ser parte de la vida diaria, encontrase que las historias americanas de detectives privados se parecían «más a la realidad». Dudó y luego preguntó:

—¿Tu madre lee novelas de detectives?

Billy respondió enseguida.

—Mi madre murió el año pasado en Creta.

—¡Oh!

Elene se llevó la mano a la boca; sintió que la sangre abandonaba su rostro. ¡De modo que Vandam no estaba casado! Un instante después sintió vergüenza porque ese había sido su primer pensamiento y, de inmediato, sintió compasión por el niño.

—Billy, eso es horrible. Lo siento mucho —dijo.

Repentinamente, la muerte real había irrumpido en su charla despreocupada sobre historias de asesinatos, y Elene se sintió turbada.

—No se preocupe —dijo Billy—. Es la guerra, ¿sabe?

Y de nuevo Billy era como su padre. Mientras había estado hablando de libros, se mostró lleno de juvenil entusiasmo, pero enseguida se había puesto otra vez la máscara, que era una versión más pequeña de la que usaba su padre: cortesía, formalidad, la actitud de un huésped considerado. «Es la guerra, ¿sabe?» había escuchado a alguien decirlo y lo había adoptado como su propia defensa. Elene se preguntó si la preferencia de Billy por los asesinatos parecidos "a la realidad", porque eran por completo distintos a las muertes en las casas de campo, databa de la desaparición de su madre. Billy estaba mirando a su alrededor, buscando algo, quizás inspiración. En un instante le ofrecía cigarrillos, whisky, té. Era bastante difícil saber qué decir a un adulto acongojado; con el chico, Elene se sintió desvalida. Decidió hablar de otra cosa.

—Supongo que, con tu padre trabajando en el Cuartel General, tienes más noticias de la guerra que todos los demás —dijo torpemente.

—Supongo que sí, pero en general no las entiendo. Cuando viene a casa de mal humor sé que hemos perdido otra batalla. —Empezó a morderse una uña; luego hundió las manos en los bolsillos de los pantalones cortos—. Ojalá fuese mayor.

—¿Quieres luchar?

Billy la miró con furia, como si pensara que ella se estaba burlando.

—No soy de esos chicos que creen que todo esto es una gran diversión, como las películas de vaqueros.

—Estoy segura de que no lo eres —murmuró Elene.

—Solo que temo que los alemanes ganen.

«Oh, Billy, si fueras diez años mayor me enamoraría también de ti», pensó Elene.

Billy le dirigió una mirada de escepticismo: no debería ser tan boba como para pretender conformarlo.

—Nos harían a nosotros lo que nosotros hemos estado haciendo a los egipcios durante cincuenta años —contestó el niño.

Era otra de las actitudes de su padre. Estaba segura.

—Pero entonces todo habría sido inútil —continuó Billy.

Volvió a morderse la uña, y esta vez no se detuvo. Elene se preguntó qué habría sido inútil: ¿la muerte de su madre? ¿Su propia lucha por ser valiente? ¿Los altibajos de dos años de guerra en el desierto? ¿La civilización europea?

—Bien, todavía no ha sucedido —dijo Elene débilmente.

Billy miró el reloj sobre la repisa de la chimenea.

—Tengo que acostarme a las nueve. —De pronto era nuevamente un niño.

—Creo que entonces será mejor que te retires.

—Sí —dijo mientras se ponía de pie.

—¿Puedo ir a tu habitación dentro de unos minutos?

—Si lo desea…

Billy se retiró.

¿Qué clase de vida llevaban en aquella casa? Elene reflexionó. El hombre, el niño y el viejo sirviente vivían allí juntos, cada uno con sus propias preocupaciones. ¿Había risas, amabilidad y afecto? ¿Tenían tiempo para juegos y para cantar canciones e ir de picnic? Comparada con su propia niñez, la de Billy era privilegiada. No obstante, Elene temía que aquella pudiera ser una casa terriblemente adulta para que un niño creciera en ella. Su prudencia maduro-infantil era encantadora, pero parecía un niño que no se divertía mucho. Elene sintió un acceso de compasión por Billy, un niño sin madre en un país extraño sitiado por ejércitos extranjeros.

Salió del salón y subió la escalera. Parecía que había tres o cuatro dormitorios en el segundo piso, con una escalera estrecha que llevaba a una tercera planta, donde, seguramente, dormía Gaafar. Una de las puertas de los dormitorios estaba abierta y Elene entró.

Apenas se parecía a un dormitorio de niño. Elene no sabía mucho sobre ellos —ella había tenido cuatro hermanas—, pero esperaba ver modelos de aeroplanos, rompecabezas, un tren, artículos deportivos y, quizá, un viejo y olvidado osito de felpa. No se habría sorprendido de ver ropa en el suelo, un juego de construcciones sobre la cama y un par de sucias botas de fútbol sobre la superficie lustrada de un escritorio. Pero la habitación casi podría haber sido el dormitorio de un adulto. La ropa estaba cuidadosamente doblada en una silla; sobre la cómoda no había nada; los libros de texto estaban apilados ordenadamente sobre el escritorio y el único juguete visible era un modelo de tanque, hecho de cartón. Billy estaba acostado, con su pijama a rayas abotonado hasta el cuello y un libro sobre la manta, a su lado.

—Me gusta tu habitación —mintió Elene.

—Está bastante bien.

—¿Qué estás leyendo?

—El misterio del ataúd griego.

Elene se sentó en el borde de la cama.

—Bien, no te quedes despierto hasta demasiado tarde.

—Tengo que apagar la luz a las nueve y media.

Súbitamente Elene se inclinó hacia delante y le besó en la mejilla.

En ese momento se abrió la puerta y entró Vandam.

Lo impresionante fue la familiaridad de la escena: el niño en la cama con su libro, la luz de la lámpara que iluminaba solo lo necesario, la mujer que se inclinaba para besarle dándole las buenas noches… Vandam permaneció de pie y miró fijamente, como alguien que sabe que se encuentra en un sueño y, sin embargo, no puede despertarse.

Elene se puso en pie.

—Hola, William—dijo.

—Hola, Elene.

—Buenas noches, Billy.

—Buenas noches, señorita Fontana.

Ella pasó junto a Vandam y salió del cuarto. El comandante se sentó en el borde de la cama, en el hueco que ella había dejado en el cobertor.

—¿Has estado entreteniendo a nuestra visita?

—Sí.

—Buen muchacho.

—Me gusta, lee historias de detectives. Vamos a intercambiar libros.

—Fabuloso. ¿Hiciste los deberes?

—Sí; vocabulario francés.

—¿Quieres que te tome la lección?

—No hace falta. Gaafar me la tomó. De veras, ella es muy guapa, ¿no crees?

—Sí. Está trabajando para mí. Es algo muy secreto, así que…

—Mi boca está sellada.

Vandam sonrió.

—De eso se trata.

Billy bajó la voz.

—¿Ella es… ya sabes… un agente secreto?

Vandam se llevó un dedo a los labios.

—Las paredes oyen.

El niño pareció recelar.

—Me estás tomando el pelo.

Vandam sacudió la cabeza silenciosamente.

—¡Caray! —exclamó el niño.

Vandam se puso de pie.

—A las nueve y media, luces apagadas.

—Entendido. Buenas noches.

—Buenas noches, Billy.

Vandam salió del dormitorio. Al cerrar la puerta se le ocurrió que el beso de despedida de Elene probablemente le había hecho muchísimo más bien a Billy que su charla de hombre a hombre.

Encontró a Elene en el salón, preparando martinis. Vandam pensó que debía haberse enojado por la forma en que ella se había conducido, como si estuviera en su casa, pero estaba demasiado cansado para asumir actitudes estudiadas. Se hundió, aliviado, en un sillón y aceptó una copa.

—¿Un día movido? —preguntó Elene.

Toda la sección de Vandam había estado trabajando en los nuevos procedimientos de seguridad, en materia de radio, que se habían introducido después de la captura de la unidad de escucha alemana en la colina de Jesús; pero no iba a contar eso a Elene. Además, pensó que ella estaba haciendo de señora de la casa, y no merecía tal cosa.

—¿Qué la trae hasta aquí? —preguntó.

—Tengo una cita con Wolff.

—¡Maravilloso! —Vandam olvidó de inmediato todas las preocupaciones menores—. ¿Cuándo?

—El jueves.

Le entregó la nota.

Vandam estudio el mensaje. Era una cita perentoria, escrita con una caligrafía clara y elegante.

—¿Cómo llegó?

—Un chico me la trajo a casa.

—¿Le interrogó? ¿Dónde le había dado el mensaje, quién se lo había dado y demás?

Elene parecía abatida.

—No se me ocurrió.

—No importa.

De todos modos, Wolff habría tomado sus precauciones; el chico no sabría nada de valor.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Elene.

—Lo mismo que la última vez, pero mejor.

Vandam trató de parecer más seguro de lo que estaba. Debió haber sido sencillo. El hombre se cita con una chica, así que uno va al lugar de reunión y lo arresta cuando aparece. Pero Wolff era imprevisible. No escaparía otra vez con el truco del taxi. Vandam tendría rodeado el restaurante; veinte o treinta hombres y varios coches; barricadas listas y lo demás. Pero Wolff podría ensayar una treta diferente. Vandam no acertaba a imaginar cuál… y ese era el problema.

Como si estuviera leyéndole el pensamiento, Elene dijo:

—No quiero pasar otra noche con él.

—¿Por qué?

—Me da miedo.

Vandam se sintió culpable, «Recuerda Estambul», y contuvo su compasión.

—Pero la última vez no le hizo daño.

—No trató de seducirme, así que no tuve que decirle que no. Pero lo hará y me temo que no se conformará con mi negativa.

—Hemos aprendido la lección —dijo Vandam con falsa tranquilidad—. Esta vez no habrá errores. —Secretamente, estaba sorprendido por la determinación de Elene de no acostarse con Wolff. Había supuesto que esas cosas, en cierto modo, no le importaban mucho. La había juzgado mal. En cierta manera, le alegró mucho contemplarla desde ese nuevo punto de vista. Decidió que debía ser sincero con ella—. Lo diré de otra forma —aclaró—. Haré todo lo que esté a mi alcance para asegurar que esta vez no se cometan errores.

Entró Gaafar y anunció que la cena estaba servida. Vandam sonrió. Gaafar interpretaba el papel de mayordomo inglés en honor de la compañía femenina.

—¿Ha comido? —preguntó.

—No.

—¿Qué tenemos, Gaafar?

—Para usted, señor, sopa, huevos revueltos y yogur. Pero me tomé la libertad de asar una chuleta para la señorita Fontana.

Elene se dirigió a Vandam:

—¿Siempre come así?

—No; es por la mejilla. No puedo masticar.

Vandam se puso en pie.

Mientras entraba al comedor, Elene preguntó:

—¿Todavía le duele?

—Solo cuando me río. Es verdad… No puedo estirar los músculos de este lado. Me he acostumbrado a sonreír con un solo carrillo.

Tomaron asiento y Gaafar sirvió la sopa.

—Me gusta mucho su hijo —dijo Elene.

—A mí también —replicó Vandam.

—Se comporta como un niño mayor de lo que es.

—¿Cree que eso es malo?

Elene se encogió de hombros.

—Quién sabe.

—Ha pasado por un par de situaciones que deberían estar reservadas a los adultos.

—Sí. —Elene vaciló—. ¿Cuándo murió su esposa?

—El veintiocho de mayo de 1941, al atardecer.

—Billy me dijo que sucedió en Creta.

—Sí. Trabajaba en análisis criptográficos para la Fuerza Aérea. Estaba en un destino temporal, en Creta, en el momento en que los alemanes invadieron la isla. El veintiocho de mayo fue el día en que los británicos se dieron cuenta de que habían perdido la batalla y decidieron retirarse. Aparentemente, la alcanzó una granada desviada y murió en el acto. Por supuesto, estábamos tratando de sacar a la gente con vida, no cadáveres, de modo que… No hay tumba, ya sabe. No hay mausoleo. No quedó nada.

—¿Todavía la quiere?

—Creo que siempre estaré enamorado de ella. Estoy convencido de que así sucede con las personas que uno realmente quiere. Si se van o mueren, es lo mismo. Si alguna vez volviera a casarme, seguiría amando a Angela.

—¿Fueron muy felices?

—Nosotros… —Vandam dudó, sin querer contestar, luego se dio cuenta de que la duda era, en sí, una respuesta—. El nuestro no fue un matrimonio idílico. Era yo el que estaba entregado… Angela me tenía cariño.

—¿Cree que volverá a casarse?

—Bueno, los ingleses de El Cairo no dejan de arrojarme dobles de Angela.

Alzó los hombros. No sabía la respuesta a la pregunta. Elene pareció comprender, porque guardó silencio y empezó a comer el postre.

Más tarde Gaafar les sirvió café en el salón. A esa hora, Vandam ya empezaba a darle a la botella seriamente, pero aquella noche no quería beber. Mandó a Gaafar a la cama y tomaron café. Vandam fumó un cigarrillo.

Deseó oír música. En una época la había adorado, pero últimamente había desaparecido de su vida. Con el aire tibio entrando por las ventanas abiertas, y el humo del cigarrillo que subía en espirales, quería escuchar notas claras, deliciosas, armonías dulces, ritmos sutiles. Fue al piano y miró las partituras. Elene lo observó en silencio. Empezó a tocar Para Elisa. Las primeras notas sonaron con la característica de Beethoven, devastadoramente simples. Después, la pausa. Luego, la melodía vibrante. De forma instantánea volvió a él la capacidad de interpretación, casi como si nunca hubiera dejado de tocar. Sus manos sabían qué hacer en una forma que Vandam siempre había creído milagrosa.

Cuando terminó, regresó hacia Elene, se sentó a su lado y la besó en la mejilla. El rostro de ella estaba mojado de lágrimas.

—William, te quiero con toda mi alma —dijo.

Susurran.

Ella dice:

—Me gustan tus orejas.

Él contesta:

—Nadie las había besado nunca así.

Ella suelta una risita.

—¿Te gusta?

—Sí, sí.

Él suspira.

—¿Puedo…?

—Desabróchame… Así…, ¡aaah!

—Voy a apagar la luz.

—No, quiero verte.

—Está la luna. —Clic—. ¿Ves? La luz de la luna es suficiente.

—Ven pronto…

—Aquí estoy.

—Bésame de nuevo, William.

Callan durante unos instantes.

—¿Puedo quitarte esto? —dice él.

—Déjame ayudarte…, así.

Y un instante después, dice ella:

—¡Malditos botones! He rasgado tu camisa…

—Al diablo con eso.

—¡Ah! Ya sabía que sería así… Mira.

—¿Qué?

—Nuestra piel a la luz de la luna. Tú eres tan pálido y yo casi negra.

—Mira…

—Sí.

—Esto es un sueño.

—No, es real.

—No quiero despertarme nunca.

—Tan suave…

—Y tú eres tan fuerte…, William…

—¿Sí?

—¿Ahora, William?

—¡Oh, sí!

—He ansiado esto durante tanto tiempo…

Ella gime y él emite un sonido como un sollozo, y luego solo se oye la respiración, durante largos minutos.

Y finalmente ella se afloja y yace con los ojos cerrados por un rato, transpirando, hasta que su respiración se normaliza. Luego levanta la vista hacia él y dice:

—¡De modo que así es como debe ser!

Y él ríe, y ella lo mira con curiosidad, de modo que él explica:

—Eso es exactamente lo que estaba pensando. Entonces ríen ambos, y él dice:

—He hecho un montón de cosas después de…, tú sabes, después…, pero creo que nunca me he reído.

—Soy tan feliz —dice ella—. ¡Oh, William, soy tan feliz!