6

Cuando el comandante Smith hizo su tercera visita a la casa flotante, a la hora del almuerzo, Wolff y Sonja habían logrado desarrollar una hábil rutina. Wolff se escondía en el armario cuando el mayor se acercaba. Sonja lo recibía en el salón con una copa. Hacía que se sentara allí, asegurando así que dejara el maletín antes de pasar al dormitorio. Después de un minuto o dos, ella empezaba a besarlo. Entonces ya podía hacer lo que quisiera, porque Smith quedaba paralizado por la lujuria. Sonja se las ingeniaba para quitarle los pantalones cortos, y enseguida lo llevaba al dormitorio.

Para Wolff resultaba evidente que al comandante nunca le había ocurrido nada parecido: era esclavo de Sonja mientras ella le dejara hacerle el amor. Wolff estaba agradecido; las cosas no serían tan sencillas con un hombre más fuerte de espíritu.

En cuanto Wolff oía crujir la cama, salía del armario. Sacaba la llave del bolsillo de los pantalones cortos y abría el maletín. El cuaderno y el lápiz estaban a su lado, preparados.

La segunda visita de Smith había sido una decepción que indujo a creer a Wolff que quizá Smith solo tenía acceso ocasional a los planes de batalla. Sin embargo, esa tercera vez volvió a encontrar oro.

El general sir Claude Auchinleck, el comandante en jefe para Oriente Medio, había asumido el mando directo del Octavo Ejército del general Neil Ritchie. Como señal de pánico de los aliados, eso solo sería una buena noticia para Rommel. También podía ayudar a Wolff, pues significaba que las batallas se estaban planificando en El Cairo y no en el desierto, con lo cual era más probable que Smith obtuviera copias de los planes.

Los aliados habían retrocedido hasta una nueva línea defensiva en Mersa Matruh, y el documento más importante que se encontraba en el maletín de Smith era un resumen de la nueva disposición.

La nueva línea comenzaba en la aldea costera de Matruh y se extendía hacia el sur, desierto adentro, hasta una escarpa llamada Sidi Hamza. El Décimo Cuerpo estaba en Matruh; luego había un nutrido campo de minas de veinticuatro kilómetros de largo; después, un campo minado menos denso de dieciséis kilómetros; a continuación, la escarpa; por fin, al sur de la escarpa, el Decimotercer Cuerpo.

Con el oído atento a los ruidos del dormitorio, Wolff examinó la posición. El cuadro era bastante claro: la línea aliada era fuerte en los extremos y débil en el medio.

El movimiento más probable de Rommel, conforme al razonamiento de los aliados, era un rápido desplazamiento alrededor del sur de la línea, una maniobra de flanqueo clásica del mariscal, más factible que su captura de unas quinientas toneladas de combustible en Tobruk. Ese avance sería rechazado por el Decimotercer Cuerpo, que estaba formado por la poderosa 1.ª División Blindada y la 2.a División de Nueva Zelanda, esta última —acotaba con amabilidad el sumario— recientemente llegada de Siria.

Pero Rommel, armado por la información de Wolff, podía, en cambio, golpear el débil centro de la línea y volcar sus fuerzas a través de la brecha como la corriente que hace estallar una presa en su punto más vulnerable.

Wolff sonrió para sí. Sintió que estaba desempeñando un papel muy importante en la lucha por la dominación alemana en África del Norte: esto era enormemente satisfactorio.

En el dormitorio saltó un corcho.

Smith siempre sorprendía a Wolff por la rapidez con que hacía el amor.

El taponazo era la señal de que todo había terminado, y Wolff contaba con unos pocos minutos para poner orden antes de que el comandante fuera en busca de sus pantalones.

El espía devolvió los documentos al maletín, lo cerró y colocó la llave en el bolsillo de los pantalones. Ya no regresaba al armario… con una vez había bastado. Se metió los zapatos en los bolsillos de los pantalones y, silenciosamente, en calcetines y de puntillas, subió la escalera, cruzó la cubierta y bajó por la pasarela hasta el camino de sirga. Luego se calzó y se fue a almorzar.

—Espero que su herida esté cicatrizando rápidamente —dijo Kemel mientras estrechaba la mano de Vandam.

—Siéntese —respondió el comandante—. El maldito vendaje molesta mucho más que la herida. ¿De qué se trata?

Kemel tomó asiento, cruzó las piernas y se arregló la raya de sus pantalones negros, de algodón.

—Se me ocurrió traerle en persona el informe de vigilancia, aunque me temo que no hay nada de interés en él.

Vandam tomó el sobre que le ofrecían y lo abrió. Contenía una hoja escrita a máquina. Empezó a leer.

La noche anterior Sonja había vuelto a su casa a las once, presumiblemente del Cha-Cha Club. Había estado sola. La vieron de nuevo a la mañana siguiente, a las diez, vestida con una bata. A la una llegó el cartero. Sonja salió a las cuatro y regresó a las seis, llevando una bolsa con el nombre de una de las tiendas más caras de El Cairo. A esa hora, se había producido el cambio de turnos de vigilancia, con la llegada del guardia nocturno; el día anterior, Vandam había recibido de Kemel un informe similar que abarcaba las doce horas de vigilancia. Por lo tanto, durante dos días la conducta de Sonja parecía ser rutinaria y por completo inocente, y ni Wolff ni ninguna otra persona la había visitado en la casa flotante.

Vandam estaba decepcionado.

—Los hombres que estoy empleando son muy responsables y me informan directamente —dijo Kemel.

Vandam gruñó; luego se esforzó en ser amable.

—Sí, estoy seguro —dijo—. Gracias por venir.

Kemel se puso de pie.

—No hay por qué darlas —respondió—. Adiós.

El detective se retiró. Vandam permaneció sentado, cavilando. Volvió a leer el informe de Kemel, como si entre líneas pudiera ver algún indicio. Si Sonja estaba vinculada a Wolff —y por alguna razón Vandam todavía creía que así era—, resultaba claro que la relación no era estrecha. Si ella se reunía con alguien, debía de ser fuera de la casa flotante.

Vandam fue hasta la puerta y llamó:

—¡Jakes!

—¡A sus órdenes!

Vandam volvió a tomar asiento y Jakes entró. El comandante dijo:

—De ahora en adelante quiero que pase sus veladas en el Cha-Cha Club. Vigile a Sonja y observe con quién se sienta después del espectáculo. Además, soborne a un camarero para que le diga si alguien va a su camerino.

—Muy bien, señor.

Vandam le despachó con un ademán, y agregó sonriendo:

—Permiso concedido para que se divierta.

Fue un error sonreír: le dolió. Por lo menos, ya no estaba tratando de vivir de glucosa disuelta en agua caliente. Gaafar le daba puré de patatas y salsa, que podía comer con una cuchara y tragar sin masticar. Vivía de eso y de ginebra. La doctora Abuthnot también le había dicho que bebía y fumaba demasiado, y él había prometido reducir el consumo… después de la guerra, íntimamente pensaba: «En cuanto agarre a Wolff».

Si Sonja no iba a conducirlo adonde estaba Wolff, solo Elene podía hacerlo. Vandam estaba avergonzado de su comportamiento en el apartamento. Estaba furioso por su propio fracaso, y pensar que ella se iría con Wolff le había enloquecido. Su conducta solo se podía describir como un ataque de mal genio. Elene era una chica adorable que estaba arriesgando su cabeza por ayudarle, y lo menos que le debía era cortesía.

Wolff había dicho que vería otra vez a Elene. Esperaba que el espía se pusiera pronto en contacto con ella. Aún se sentía irracionalmente furioso ante la idea de que estuvieran juntos; pero dado que la investigación en la casa flotante había resultado ser un callejón sin salida, Elene era su única esperanza. Permaneció sentado en su escritorio, deseando que sonara el teléfono, sintiendo pavor por lo mismo que tanto deseaba.

Elene fue de compras a última hora de la tarde. Su apartamento parecía causarle claustrofobia después de haber pasado la mayor parte del día yendo de habitación en habitación sin poder concentrarse en nada, sintiéndose alternativamente desdichada y feliz; de modo que se puso un alegre vestido a rayas y salió a la luz del sol.

Le gustaba ir al mercado de frutas y verduras. Era un lugar animado, en especial al finalizar el día, cuando los comerciantes trataban de liquidar el resto de su mercancía. Elene se detuvo a comprar tomates. El hombre que la servía eligió uno con una ligera magulladura y lo arrojó ostentosamente antes de llenar una bolsa de papel con ejemplares perfectos. Elene rió porque sabía que, en cuanto ella se fuera, recogerían el tomate estropeado y lo pondrían otra vez a la venta, para repetir toda la pantomima con el siguiente comprador. Elene regateó brevemente el precio, pero el vendedor adivinó que lo estaba haciendo sin verdadero ánimo y ella terminó pagando casi lo mismo que le había pedido al principio.

También compró huevos, pues había decidido hacer una tortilla para la cena. Era bueno llevar una cesta de alimentos, con más de lo que podía consumir en una comida; la hacía sentirse segura. Recordaba los días en que no podía cenar.

Dejó el mercado y fue a mirar escaparates en busca de vestidos. Elene compraba la mayoría de su ropa guiada por impulsos. Tenía ideas firmes respecto a lo que le agradaba, y si planeaba una salida para comprar una cosa concreta, nunca podía encontrarla. Un día quería tener su propia modista.

«Me pregunto si William Vandam podría pagarle eso a su esposa», pensó.

Cuando recordó a Vandam se sintió feliz, hasta que Wolff se cruzó en su mente.

Sabía que podía escapar, si en realidad lo deseaba, simplemente negándose a ver a Wolff, negándose a tener una cita con él, negándose a contestar su mensaje. No tenía obligación de actuar de cebo en una trampa para un asesino acuchillador. Volvía de forma reiterada a esa idea, sin darse tregua, como si fuera un diente flojo: «no estoy obligada».

De pronto perdió interés por los vestidos y se dirigió a su casa. Le hubiera gustado hacer tortilla para dos, pero podía estar agradecida de poderla hacer para uno. Sentía cierto inolvidable dolor en el estómago cuando, habiéndose acostado sin cenar, se levantaba por la mañana para no desayunar. A los diez años Elene se había preguntado en secreto cuánto tardaba una persona en morirse de hambre. Estaba segura de que Vandam no había sufrido esas torturas en su niñez.

Cuando dobló hacia la entrada del edificio de su apartamento, oyó una voz llamar:

—¡Abigail!

Quedó paralizada por la conmoción. Era la voz de un fantasma. No se atrevía a mirar. La voz llamó de nuevo:

—¡Abigail!

Hizo un esfuerzo y se volvió. Una figura salió de las sombras: un judío viejo, pobremente vestido, con la barba enmarañada, y los pies, de venas hinchadas, calzados con sandalias de caucho…

—¡Padre! —exclamó.

El anciano permanecía frente a ella, temeroso de tocarla, limitándose a mirarla.

—Siempre tan hermosa y no eres pobre…

Impulsivamente, Elene se adelantó y le besó en la mejilla; luego retrocedió. No sabía qué decir.

—Tu abuelo, mi padre, ha muerto —anunció el anciano.

Elene lo tomó del brazo y lo condujo escaleras arriba. Todo era irreal, como un sueño.

Una vez en el apartamento, Elene dijo a su padre que le haría bien comer y lo llevó a la cocina. Puso una sartén a calentar y empezó a batir los huevos.

—¿Cómo me encontraste? —preguntó dándole la espalda.

—Siempre supe dónde estabas —contestó el anciano—. Tu amiga Esme escribe a su padre, a quien veo algunas veces.

Esme era una conocida, más que una amiga, pero Elene se encontraba con ella accidentalmente cada dos o tres meses. Nunca le reveló que escribía a su casa. Elene dijo:

—No quería que me obligaras a volver.

—¿Y qué te habría dicho? ¿Ven a casa, es tu deber morir de hambre con tu familia? No. Pero sabía dónde estabas.

Puso unas rodajas de tomate en la tortilla.

—Habrías dicho que es mejor morir de hambre que vivir inmoralmente.

—Sí, lo habría dicho. ¿Y me habría equivocado?

Elene se volvió para mirarle. El glaucoma que había cegado su ojo izquierdo, hacía años se estaba extendiendo al derecho. Calculaba que su padre tenía cincuenta y cinco años: parecía tener setenta.

—Sí, te habrías equivocado —dijo Elene—. Siempre es mejor vivir.

—Quizá lo sea.

La sorpresa de Elene debía de haberse reflejado en su cara pues él le explicó:

—No estoy tan seguro de estas cosas como solía estarlo. Me estoy volviendo viejo.

Elene cortó la tortilla por la mitad y sirvió dos platos. Puso un trozo de pan en la mesa. Su padre se lavó las manos y luego bendijo el pan. «Bendito seas Tú, oh Señor nuestro Dios, Rey del Universo…». Elene se sorprendió de que la oración no la enfureciera. En los momentos más amargos de su vida solitaria, maldijo muchas veces a su padre, a él y su religión, porque la habían llevado a aquella existencia. Había tratado de adoptar una actitud indiferente, quizá de ligero desprecio, pero nunca llegó a lograrlo. Mientras observaba a su padre pensó: «¿Y qué hago yo cuando este hombre a quien odio aparece en el umbral? Le beso en la mejilla, lo traigo a casa y le doy de cenar».

Comenzaron a comer. El anciano tenía mucha hambre y devoró la comida. Elene no sabía por qué había venido. ¿Era solo para decirle que había muerto su abuelo? No. Quizá eso fuera una parte, pero había más.

Preguntó por sus hermanas. Después de la muerte de su madre, las cuatro, de distinto modo, se habían separado de él. Dos se habían ido a América, una se había casado con el hijo del peor enemigo de su padre, y la más joven, Naomí, había elegido la vía de escape más segura y había muerto. Elene se dio cuenta de que el anciano estaba destrozado.

Él le preguntó qué hacía. Ella decidió contarle la verdad.

—Los británicos estaban tratando de atrapar a un hombre, un alemán, creen que es espía. Mi trabajo es trabar amistad con él… Soy la carnada de una trampa. Pero… creo que quizá no pueda volver a ayudarlos.

El padre de Elene dejó de comer.

—¿Tienes miedo?

Ella asintió.

—Es un hombre muy peligroso. Mató a un militar con un cuchillo. Anoche… tenía que encontrarlo en un restaurante y los británicos iban a arrestarlo, pero algo salió mal y pasé toda la noche con él. Estaba tan asustada… Y cuando todo terminó, el inglés… —Se detuvo y respiró profundamente—. De todos modos, es posible que no les vuelva a ayudar.

El anciano siguió comiendo.

—¿Amas a ese inglés?

—No es judío —dijo Elene desafiante.

—He dejado de juzgar.

La muchacha no podía concebirlo. ¿No quedaba nada de su padre?

Terminaron la comida y Elene se levantó para prepararle una taza de té. El hombre dijo:

—Los alemanes se están acercando. Será muy difícil para los judíos. Me voy.

—¿Adónde irás?

—A Jerusalén.

—¿Cómo llegarás? Los trenes están repletos, hay un cupo para los judíos…

—Voy a ir caminando.

Elene lo miró fijamente; no podía creer que hablara en serio, ni que hiciera bromas sobre esas cosas.

—¿Caminando?

El hombre sonrió.

—Lo han hecho otros.

Elene se dio cuenta de que lo decía en serio y se enojó con su padre.

—Según recuerdo, Moisés no lo consiguió.

—Quizá pueda lograr que alguien me lleve.

—¡Es una locura!

—¿Acaso no he sido siempre un poco loco?

—¡Sí! —gritó Elene. Súbitamente su ira se desmoronó—. Sí, siempre has sido un poco loco, y no debiera ser tan tonta como para pretender que cambies de idea.

—Rezaré a Dios por ti. Aquí tendrás una oportunidad. Eres joven y hermosa, y quizá no lleguen a descubrir que eres judía. Pero yo, un viejo inútil que murmura oraciones hebreas… a mí me enviarían a un campo donde seguramente moriría. Siempre es mejor vivir. Tú lo has dicho.

Elene trató de convencerle de que permaneciera con ella, al menos por una noche, pero no accedió. Le dio un suéter y una bufanda, y todo el dinero que tenía en casa, y le dijo que si esperaba un día más podría sacar dinero del banco y comprarle una buena chaqueta. Pero él tenía prisa. Elene lloró, se secó los ojos y volvió a llorar. Cuando su padre partió, se asomó a la ventana y lo vio caminar por la calle, un hombre viejo que se iba de Egipto, hacia el desierto, siguiendo los pasos de los Hijos de Israel. Quedaba algo del padre de Elene: su ortodoxia se había moderado, pero aún tenía voluntad de hierro. Desapareció entre la multitud y ella se alejó de la ventana. Cuando pensó en la valentía de su padre se dio cuenta de que no podía abandonar a Vandam.

—Es una chica misteriosa —dijo Wolff—. No puedo entenderla bien. —Estaba sentado sobre la cama, observando cómo se vestía Sonja—. Es un poco asustadiza. Cuando le propuse ir de picnic se puso muy nerviosa; dijo que apenas me conocía, como si necesitara un ama.

—Contigo, la necesitaba —dijo Sonja.

—Y sin embargo, sabe ser muy ruda y directa.

—Solo tienes que traerla a casa. Yo la entenderé.

—Me inquieta. —Wolff frunció el ceño. Estaba pensando en voz alta—. Alguien trató de meterse en el taxi cuando nos alejábamos del restaurante.

—Un mendigo.

—No, era un europeo.

—Un mendigo europeo. —Sonja dejó de cepillarse el cabello para mirar a Wolff por el espejo—. Esta ciudad está llena de gente chiflada, lo sabes. Escucha, si tienes dudas, solo imagínala sobre esa cama, y tú y yo a cada lado.

Wolff sonrió, era una imagen atrayente pero no irresistible: una fantasía de Sonja, no suya. El instinto le decía a Wolff que no debía llamar la atención, ni citarse con nadie. Pero Sonja iba a insistir… y él la necesitaba todavía.

—¿Y cuándo voy a ponerme en contacto con Kemel? Ya debe de saber que estás viviendo aquí —preguntó ella.

Wolff suspiró. Otra cita; otra exigencia que cumplir; otro peligro; y también otra persona cuya protección necesitaba.

—Llámale esta noche desde el club. No tengo prisa por esta reunión, pero hemos de tenerlo contento.

—De acuerdo. —Sonja estaba lista y su taxi la esperaba—. Concierta una cita con Elene —dijo antes de marcharse.

Wolff se dio cuenta de que ya no dominaba a Sonja, como había ocurrido antes. Las paredes que uno levanta para protegerse también lo encierran. ¿Podría desafiarla? Si hubiera un peligro claro e inmediato, sí. Pero todo lo que tenía era una vaga inquietud, una necesidad intuitiva de pasar desapercibido. Y Sonja podía estar lo bastante chiflada como para traicionarle si realmente se encolerizaba. Estaba obligado a elegir el peligro menor.

Se levantó de la cama, buscó papel y pluma y se sentó a escribir una nota a Elene.